Cuando llegó a casa, Janet doblaba ropa en el lavadero.
—Aquí estás —dijo—. Empezaba a preocuparme. ¿Has tenido un buen paseo?
—Sí —respondió. Inspeccionó la cocina. Parecía diferente. Parecía una cocina salida de un sueño. Entonces encendió la luz, y todo mejoró. Alobid era el sueño. Alobid y sus promesas. Tan solo un lunático del sanatorio de Acadia con un permiso de un día.
Ella se le acercó y le besó en la mejilla. Estaba preciosa, colorada por el calor de la secadora. Tenía cincuenta años, pero parecía mucho más joven. Streeter pensó que probablemente llevaría una buena vida después de su muerte. Imaginaba que podría existir un padrastro para May y Justin en el futuro.
—Tienes buen aspecto —dijo ella—. Incluso has cogido algo de color.
—¿Sí?
—Sí. —Le dedicó una alentadora sonrisa que encerraba inquietud bajo la superficie—. Ven a charlar conmigo mientras doblo el resto de la ropa. Es muy aburrido.
La siguió y se quedó en la puerta del lavadero. Era lo suficientemente sensato como para no ofrecerle ayuda; Janet decía que ni siquiera sabía doblar bien los trapos de cocina.
—Llamó Justin —le dijo—. Él y Carl están en Venecia. En un albergue juvenil. Dijo que su taxista hablaba un inglés muy bueno. Se está divirtiendo de lo lindo.
—Genial.
—Tenías razón al mantener en secreto el diagnóstico —dijo ella—. Tenías razón y yo me equivocaba.
—Una primicia en nuestro matrimonio.
Ella arrugó la nariz.
—Jus ha estado muy ilusionado con este viaje. Pero tendrás que confesar cuando regrese. May vendrá desde Searsport para la boda de Gracie, y ese sería el momento.
Gracie era Gracie Goodhugh, la hija mayor de Tom y Norma. Carl Goodhugh, el compañero de viaje de Justin, era el hermano mediano.
—Ya veremos —dijo Streeter. Guardaba una de sus bolsas para vómitos en el bolsillo trasero, pero nunca había sentido menos ganas de devolver. Lo que sí le apetecía era comer. Por primera vez en días.
Allí no pasó nada, ¿lo sabes, no? No se trata más que de una pequeña exaltación psicosomática. Desaparecerá.
—Como el pelo —dijo.
—¿Qué, cariño?
—Nada.
—Ah, y hablando de Gracie, llamó Norma. Me recordó que el jueves por la noche tocaba cena en su casa. Le dije que te preguntaría, pero que estabas muy ocupado en el banco, trabajando hasta tarde, con todo ese tema de las hipotecas basura. Creí que no querrías verlos.
Su voz era tan normal y tranquila como siempre, pero de pronto rompió a llorar, con grandes lágrimas de cuento de hadas que primero le anegaban los ojos y luego rodaban por sus mejillas. El amor se volvía monótono con los años de matrimonio, pero ahora el suyo crecía tan fresco como en los primeros días, cuando los dos vivían en un inmundo apartamento de la calle Kossout y a veces hacían el amor en la alfombra de la sala de estar. Streeter entró en el lavadero, le quitó de las manos la camisa que estaba doblando, y abrazó a su mujer. Ella le devolvió el abrazo, ferozmente.
—Es tan duro y tan injusto —dijo—. Lo superaremos. No sé como, pero vamos a superarlo.
—Así es. Y empezaremos cenando el jueves por la noche con Tom y Norma, igual que hacemos siempre.
Janet se retiró, mirándolo con ojos húmedos.
—¿Vas a contárselo?
—¿Y arruinar la cena? No.
—¿Serás capaz de comer? Sin… —Se llevó dos dedos a los labios cerrados, infló las mejillas, y puso los ojos bizcos: una cómica pantomima del vómito que provocó la sonrisa de Streeter.
—No sé el jueves, pero a lo mejor como algo ahora —dijo—. ¿Te importa si me preparo una hamburguesa? O puedo ir al McDonald’s… y quizá traerte un helado de chocolate…
—Dios mío —dijo su mujer, y se enjugó los ojos—. Es un milagro.
—Yo no lo llamaría exactamente un milagro —le dijo el doctor Henderson a Streeter el miércoles por la tarde—. Pero…
Era dos días después de que Streeter discutiera asuntos de vida y muerte bajo la sombrilla amarilla del señor Alobid, y un día antes de la cena semanal de los Streeter con los Goodhugh, que en esta ocasión tendría lugar en la ampliada residencia en la que Streeter a veces pensaba como La Casa Que La Basura Construyó. La conversación se desarrollaba no en el despacho del doctor Henderson, sino en una pequeña sala de consulta del hospital Derry Home. Henderson había intentado disuadirle de someterse a una IRM, diciéndole a Streeter que su seguro no lo cubriría y que con toda certeza los resultados serían decepcionantes. Streeter había insistido.
—¿Pero qué, Roddy?
—Los tumores parecen haber encogido, y los pulmones se ven limpios. Nunca he observado un resultado semejante, ni tampoco los otros dos médicos que echaron un vistazo a las resonancias. Más importante aún, y esto es entre tú y yo, el técnico de IRM nunca ha visto nada igual, y esa es la gente en la que de verdad confío. Cree que probablemente se trate de un mal funcionamiento del ordenador de la máquina.
—Me siento bien, sin embargo —dijo Streeter—, por eso solicité la prueba. ¿Es eso un mal funcionamiento?
—¿Estás vomitando?
—Un par de veces —admitió Streeter—, pero creo que es debido a la quimio. Quiero ponerle fin, por cierto.
Roddy Henderson frunció el ceño.
—Eso sería poco prudente.
—Lo poco prudente fue iniciar el tratamiento en primer lugar, amigo mío. Dices «Lo siento, Dave, la probabilidad de que mueras antes de que tengas oportunidad de decir Feliz Día de San Valentín está en el percentil diecinueve, así que vamos a joder el tiempo que te queda llenándote hasta arriba de veneno. Puede que te sintieras peor si te inyectara lodo del vertedero de Tom Goodhugh, pero lo más seguro es que no». Y yo, como un tonto, accedí.
Henderson parecía ofendido.
—La quimio es la última mejor esperanza de…
—No te tires faroles contra un farolero —dijo Streeter con una afable sonrisa. Respiró hondo, y el aire invadió sus pulmones. La sensación era maravillosa—. Con un cáncer agresivo, la quimio no va destinada al paciente. No es más que una agonía que el paciente paga como recargo, así cuando muera, los médicos y los parientes podrán abrazarse unos a otros frente al ataúd y decir «Hicimos lo que pudimos».
—Eso ha sido cruel —dijo Henderson—. Sabes que eres propenso a una recaída, ¿verdad?
—Cuéntaselo a los tumores —contestó Streeter—. A los que ya no están ahí.
Henderson miró las imágenes del Más Profundo y Más Oscuro Streeter que continuaban apareciendo a intervalos de veinte segundos en el monitor de la sala de conferencias. Lanzó Un suspiro. Las resonancias eran buenas, incluso Streeter lo sabía, pero daba la impresión de que hacían infeliz a su médico.
—Relájate, Roddy. —Streeter habló con dulzura, como en otro tiempo habría hablado a May o Justin si uno de sus juguetes favoritos se hubiera perdido o roto—. Así es la vida, y a veces los milagros ocurren. Lo leí en el Reader’s Digest.
—Según mi experiencia, nunca ha ocurrido uno en una máquina de IRM. —Henderson recogió un bolígrafo y tamborileó sobre el expediente de Streeter, que había engordado considerablemente durante los últimos tres meses.
—Hay una primera vez para todo —dijo Streeter.
Jueves, última hora de la tarde en Derry; anochecer de una noche de verano. El sol del ocaso proyectaba sus rayos rojos y ensoñadores sobre los doce mil metros cuadrados perfectamente cortados, regados y ajardinados que Tom Goodhugh tenía la temeridad de llamar «el viejo patio de atrás». Streeter se encontraba sentado en una silla de jardín en el cenador, escuchando el traqueteo de los platos y las risas de Janet y Norma mientras cargaban el lavavajillas.
¿Patio? Esto no es un patio, es la idea del paraíso de unjan de la teletienda.
Había incluso una fuente con un niño de mármol en medio. Por alguna razón, el querubín con el culo al aire (meando, por supuesto) era lo que más ofendía a Streeter. Estaba seguro de que la idea surgió de Norma, quien había vuelto a la universidad para sacarse una licenciatura en artes liberales y tenía burdas pretensiones clásicas; no obstante, ver una cosa así bajo el brillo moribundo de una perfecta noche de Maine y saber que su presencia era consecuencia del monopolio de la basura de Tom…
Y, hablando del diablo (o de Adibol, si te gusta más así, pensó Streeter), por la puerta asoma el Rey de la Basura en persona, apresando entre los dedos de la mano izquierda los cuellos de dos botellas sudorosas de cerveza Spotted Hen. Esbelto y erguido, con una camisa Oxford de cuello abierto y tejanos desteñidos, y con el rostro enjuto perfectamente iluminado por el brillo del atardecer, Tom Goodhugh parecía un modelo en un anuncio de cerveza. Streeter incluso visualizó el ejemplar de una revista: Vive la buena vida, pilla una Spotted Hen.
—Pensé que a lo mejor te apetecía una cerveza fría, pues tu preciosa mujer dice que conducirá ella.
—Gracias. —Streeter tomó una de las botellas, se la llevó a los labios, y bebió. Pretenciosa o no, era buena.
Mientras Goodhugh se sentaba, Jacob el futbolista salió con un plato de queso y galletas. Era tan ancho de espaldas y guapo como lo había sido Tom en su día. Seguro que las animadoras se le echan encima, pensó Streeter. Muy posiblemente tendrá que quitárselas a garrotazos.
—Mamá creyó que os podría gustar eso —dijo Jacob.
—Gracias, Jake. ¿Vas a salir?
—Un ratito. A lanzar el Frisbee con unos tíos ahí en los Barrens hasta que esté todo oscuro, y luego vendré a estudiar.
—Quedaos de este lado. Hay hiedra venenosa desde que creció toda esa maraña.
—Ya lo sabemos. Denny la pilló cuando estábamos en el instituto, y estuvo tan mal que su madre creyó que tenía cáncer.
—¡Ay! —exclamó Streeter.
—Conduce con cuidado, hijo. No hagas el tonto.
—Descuida.
El muchacho rodeó con un brazo a su padre y le besó en la mejilla con una falta de cohibición que Streeter encontró deprimente. Tom no solo tenía salud, una mujer todavía preciosa, y un ridículo querubín meón; tenía un guapo hijo de dieciocho años que aún se sentía cómodo dándole un beso de despedida a su padre antes de salir con sus mejores amigos.
—Es un buen chico —dijo Goodhugh con afecto, mientras observaba a su hijo subir los escalones hasta la casa y desaparecer dentro—. Estudia duro y saca buenas notas, no como su viejo. Por suerte para mí, yo te tenía a ti.
—Por suerte para los dos —le corrigió Streeter, sonriendo y untando un poco de Brie en una Triscuit, que trituró en la boca.
—Me hace bien verte comer, colega —dijo Goodhugh—. Norma y yo empezábamos a preguntarnos si te pasaba algo malo.
—Nunca he estado mejor —contestó Streeter, y bebió otro trago de la deliciosa (y sin duda cara) cerveza—. Aunque estoy perdiendo pelo. Jan dice que me hace más delgado.
—Eso es algo de lo que las mujeres no tienen que preocuparse —dijo Goodhugh, y se echó hacia atrás su propia pelambrera, tan abundante y espesa como a los dieciocho años. Ni una mota de gris. Janet Streeter aún aparentaba cuarenta en un día bueno, pero bajo la roja luz del sol poniente, el Rey de la Basura aparentaba treinta y cinco. No fumaba, no bebía en exceso, y se ejercitaba en un centro deportivo que tenía negocios con el banco de Streeter pero que Streeter no podía permitirse. Su hijo mediano, Carl, estaba en la actualidad recorriendo Europa con Justin Streeter, los dos viajando a expensas de Carl Goodhugh. Lo cual, por supuesto, significaba a expensas del Rey de la Basura.
Oh, hombre quien todo lo tiene, vuestro nombre es Goodhugh, pensó Streeter, y sonrió a su viejo amigo.
Su viejo amigo le devolvió la sonrisa, y entrechocó el cuello de su botella con la de Streeter.
—La vida es buena, ¿no te parece?
—Muy buena —convino Streeter—. Largos días y placenteras noches.
Goodhugh arqueó las cejas.
—¿De dónde has sacado eso?
—Lo acabo de inventar, creo —respondió Streeter—. Pero es cierto, ¿verdad?
—Si lo es, te debo la mayor parte de mis placenteras noches —dijo Goodhugh—. Se me ha pasado por la cabeza, compadre, que te debo mi vida. —Brindó por su demencial patio de atrás—. La parte de los vicios, al menos.
—No, eres un hombre hecho a ti mismo.
Goodhugh bajó la voz y habló confidencialmente.
—¿Quieres la verdad? La mujer hizo a este hombre. La Biblia dice «¿Quién puede encontrar a una buena mujer? Pues su precio está por encima de los rubíes». Bueno, o algo parecido. Y tú nos presentaste. No sé si te acuerdas.
Streeter sintió un repentino y casi irresistible impulso de romper la botella de cerveza contra los ladrillos del cenador y hundir el cuello dentado y aún espumante en los ojos de su viejo amigo. En cambio, esbozó una sonrisa, sorbió un poco más de cerveza, y se levantó.
—Creo que necesito hacer una visita a las instalaciones.
—Uno no compra cerveza, solo la alquila —dijo Goodhugh, y luego estalló en carcajadas. Como si eso lo hubiera inventado él, así en el acto.
—Palabras más ciertas, bla bla bla —dijo Streeter—. Perdona.
—Sí que tienes mejor aspecto —comentó Goodhugh a su espalda mientras Streeter subía los escalones.
—Gracias —dijo Streeter—. Compadre.