Streeter solo vio la señal porque tuvo que hacerse a un lado para vomitar. Esto ahora ocurría con mucha frecuencia, y con muy poco aviso, a veces un aleteo de náuseas, a veces un sabor a latón en el fondo de la boca, y a veces nada en absoluto; solo urk y ahí aparecía, hola, cómo te va. Eso convertía la acción de conducir en un propósito arriesgado, aunque también conducía mucho últimamente, en parte porque hacia finales de otoño ya no sería capaz, y en parte porque tenía mucho en lo que pensar. Siempre había pensado mejor sentado al volante.
Se hallaba en la Extensión de Harris Avenue, una amplia vía que corría unos tres kilómetros junto al Aeropuerto Comarcal de Derry y los negocios auxiliares: principalmente moteles y almacenes. La Extensión era muy transitada durante las horas del día, porque conectaba las zonas este y oeste de Derry, además de proporcionar servicio al aeropuerto, pero al caer la noche estaba prácticamente desierta. Streeter se detuvo en el carril bici, agarró rápidamente una de las bolsas para vómito de la pila depositada en el asiento del pasajero, hundió la cara en ella, y dejó que fluyera. La cena hizo una aparición estelar. O la habría hecho, de haber tenido los ojos abiertos. No fue así. Una vez que habías visto un hartazgo de vómito, los habías visto todos.
Al comienzo de la fase de vómitos no había dolor. El doctor Henderson le advirtió de que eso cambiaría, lo cual ocurrió al cabo de una semana. Aún no era una agonía, solo una rápida descarga desde las entrañas hasta la garganta, como un reflujo ácido. Llegaba y a continuación se desvanecía. Sin embargo, iría a peor. El doctor Henderson también se lo había dicho.
Levantó la cabeza de la bolsa, abrió la guantera, sacó un cierre de alambre, y aseguró la cena antes de que el olor pudiera impregnar el coche. Miró a la derecha y divisó una providencial papelera con un alegre sabueso de orejas gachas en el costado y un mensaje estarcido en el que se leía DERRY DAWG DICE: ¡PON LA BASURA EN SU SITIO!
Streeter bajó del vehículo, caminó hasta la Papelera Dawg y se deshizo de la más reciente eyección de un cuerpo que se deterioraba. El sol veraniego adquiría una tonalidad rojiza sobre el terreno plano (y en ese momento desierto) del aeropuerto, y la sombra clavada a sus talones era larga y grotescamente delgada. Era como si estuviera cuatro meses adelantada a su cuerpo y ya totalmente devastada por el cáncer que pronto lo devoraría vivo.
Regresaba al coche cuando vio el letrero al otro lado de la carretera. Al principio, y probablemente porque sus ojos aún lagrimeaban, creyó que decía EXTENSIÓN DE PELO. Luego parpadeó y vio que en realidad ponía EXTENSIÓN JUSTA[1]. Debajo, en letra más pequeña: PRECIO JUSTO.
Extensión justa, precio justo. Sonaba bien, y casi parecía lógico.
Había una parcela de grava en el extremo más lejano de la Extensión, en el exterior de la malla ciclónica que marcaba la propiedad del aeropuerto del condado. Mucha gente instalaba allí puestos de carretera durante las horas de mayor ajetreo del día, porque permitía a los clientes aparcar sin que te pegaran por detrás (si uno era rápido y recordaba usar los intermitentes, claro). Streeter había vivido toda su vida en la pequeña ciudad de Derry, en Maine, y a lo largo del tiempo había visto a gente vender helechos frescos en primavera, bayas frescas y mazorcas de maíz en verano, y langostas casi todo el año. Durante la estación del barro, un viejo chiflado conocido como el Hombre Nieve se adueñaba del lugar, vendiendo baratijas rescatadas que se habían perdido en invierno y que la nieve al fundirse dejaba al descubierto. Muchos años antes Streeter le había comprado a este personaje una bonita muñeca de trapo, con la intención de regalársela a su hija May, que por entonces tenía dos o tres años. Cometió el error de contarle a Janet que la había conseguido del Hombre Nieve, y ella le obligó a tirarla a la basura.
—¿Te crees que una muñeca de trapo se puede hervir para matar los gérmenes? —preguntó—. A veces no entiendo cómo puede un hombre listo ser tan estúpido.
Bueno, el cáncer no discriminaba en cuanto a inteligencia. Listo o estúpido, estaba preparado para abandonar el partido y quitarse el uniforme.
Había una mesa plegable colocada donde el Hombre Nieve exhibiera en otro tiempo sus artículos. El hombre regordete sentado tras ella se protegía de los rayos rojos del sol poniente con una gran sombrilla de color amarillo inclinada de modo desenfadado.
Streeter se quedó parado delante del coche durante un minuto, y cuando se disponía a montar (el hombre regordete no le había prestado atención; parecía estar mirando un pequeño televisor portátil), la curiosidad lo venció. Comprobó el tráfico, no divisó ninguno —como era previsible la Extensión a esa hora se hallaba muerta, todos los viajeros diarios estaban en casa cenando y dando por seguros sus estados no cancerosos— y cruzó los cuatro carriles vacíos. Su sombra escuálida, el Fantasma del Streeter Futuro, le seguía a la zaga.
El hombre regordete alzó la vista.
—Eh, hola —saludó. Antes de que apagara el televisor, Streeter tuvo tiempo de observar que el tipo estaba viendo Inside Edition—. ¿Cómo se encuentra esta noche?
—Bueno, no sé usted, pero yo he estado mejor —respondió Streeter—. Un poco tarde para estar vendiendo, ¿no? Hay muy poco tráfico por aquí después de la hora punta. Es la parte posterior del aeropuerto, ¿sabe? Solo entregas de carga. Los pasajeros entran por la calle Witcham.
—Sí —dijo el hombre regordete—, pero por desgracia la zonificación va en contra de los pequeños negocios de carretera como el mío en la parte concurrida del aeropuerto. —Meneó la cabeza ante la injusticia del mundo—. Iba a cerrar e irme a casa a las siete, pero tuve el presentimiento de que podría aparecer un cliente potencial.
Streeter echó un vistazo a la mesa, no vio ningún artículo a la venta (a menos que el televisor lo fuera), y sonrió.
—Es difícil que yo sea un cliente potencial, señor…
—George Alobid —dijo el hombre regordete, levantándose y ofreciéndole una mano igualmente regordeta.
Streeter se la estrechó.
—Dave Streeter. Y es difícil que yo sea un cliente potencial, porque no tengo ni idea de lo que está vendiendo. Al principio creí que el letrero decía extensión de pelo.
—¿Quiere hacerse extensiones en el pelo? —preguntó Alobid, echándole un rápido vistazo crítico—. Lo digo porque el suyo parece que ralea.
—Y pronto habrá desaparecido —dijo Streeter—. Voy a quimio.
—Oh, vaya. Lo siento.
—Gracias. Aunque no sé qué sentido tiene… —Se encogió de hombros. Le asombró la facilidad con la que uno podía hablarle de esas cosas a un extraño. Ni siquiera se lo había contado a sus hijos, aunque Janet lo sabía, por supuesto.
—¿Las posibilidades no son muchas? —preguntó Alobid. Había genuina compasión en su voz (ni más ni menos), y Streeter notó que se le anegaban los ojos de lágrimas. Llorar delante de Janet le avergonzaba terriblemente, y solo lo había hecho en dos ocasiones. Aquí, con este extraño, parecía correcto. No obstante, sacó su pañuelo del bolsillo trasero y se enjugó los ojos. Un pequeño avión iniciaba la maniobra de aproximación para aterrizar. Recortado contra el sol rojo, se asemejaba a un crucifijo móvil.
—Ninguna posibilidad es lo que oigo —dijo Streeter—. Así que supongo que la quimio es solo…, no sé…
—¿Un triaje reflejo?
Streeter se echó a reír.
—Exactamente eso.
—Quizá debiera considerar cambiar la quimio por más analgésicos. O podría hacer un pequeño trato conmigo.
—Como empecé a decir, difícilmente puedo ser un cliente potencial sin saber qué vende.
—Oh, bueno, la mayoría de la gente lo llamaría aceite de serpiente —dijo Alobid, sonriendo detrás de la mesa y basculando arriba y abajo sobre las puntas de los pies. Streeter advirtió con cierta fascinación que, aunque George Alobid era regordete, su sombra se veía tan delgada y enferma como la de Streeter. Supuso que la sombra de todo el mundo empezaba a parecer enferma a medida que se aproximaba la puesta de sol, especialmente en agosto, cuando el final del día se alargaba y persistía y por alguna razón no resultaba del todo agradable.
—No veo las botellas —comentó Streeter.
Alobid clavó los dedos en la mesa y se inclinó hacia delante, presentando de repente un aspecto serio.
—Vendo extensiones —dijo.
—Lo cual hace que el nombre de esta carretera en particular sea fortuito.
—Nunca lo había pensado así, pero tiene razón. Aunque a veces un puro no es más que un cigarro, y una coincidencia no es más que una coincidencia. Todo el mundo desea una extensión, señor Streeter. Si usted fuera una mujercita con pasión por las compras, le ofrecería una extensión de crédito. Si usted tuviera un pene pequeño (la genética puede ser muy cruel), le ofrecería una extensión de polla.
Streeter se mostraba asombrado y divertido por la llaneza de sus palabras. Por vez primera en un mes —desde el diagnóstico— olvidó que sufría una forma agresiva de cáncer que avanzaba con suma rapidez.
—Bromea.
—Oh, soy un gran bromista, pero nunca hago chistes con los negocios. He vendido docenas de extensiones de polla en mi época, y en una época se me conoció en Arizona como El Pene Grande. Estoy siendo completamente sincero, pero, por suerte para mí, no necesito ni espero que usted me crea. Los hombres bajos con frecuencia desean una extensión de altura. Si quisiera más pelo, señor Streeter, estaría encantado de venderle una extensión de pelo.
—Si un hombre tuviera una nariz grande, ya sabe, como Jimmy Durante, ¿podría conseguir una más pequeña?
Alobid meneó la cabeza, sonriendo.
—Ahora es usted quien bromea. La respuesta es no. Si necesita una reducción, tendría que acudir a otro sitio. Yo me especializo solo en extensiones, un producto muy americano. He vendido extensiones de amor, a veces denominadas pociones, a los perdidamente enamorados, extensiones de préstamo a los faltos de liquidez (muchas, con esta economía), extensiones de tiempo a aquellos bajo la presión de una fecha límite, y una vez una extensión de ojo a un compadre que quería ser piloto de las Fuerzas Aéreas y sabía que no superaría el examen de la vista.
Streeter sonreía abiertamente, divertido. Habría dicho que la diversión ya se encontraba fuera de su alcance, pero la vida estaba llena de sorpresas.
Alobid también sonreía, como si compartieran un chiste excelente.
—Y una vez —prosiguió—, arreglé una extensión de realidad para un pintor, un hombre muy talentoso, que se estaba deslizando hacia una esquizofrenia paranoide. Eso sí que fue caro.
—¿Cuánto, si me permite el atrevimiento?
—Una de las pinturas del compadre, que ahora adorna mi casa. Conocerá su nombre, famoso en el Renacimiento Italiano. Si en la universidad dio un curso de iniciación al arte, probablemente lo haya estudiado.
Streeter continuaba sonriendo, pero retrocedió un paso, por precaución. Había aceptado el hecho de que iba a morir, pero eso no significaba que quisiera hacerlo ese día, a manos de un posible fugado del manicomio de Juniper Hill para criminales psicóticos de Augusta.
—Entonces ¿de qué estamos hablando? ¿De que usted es una especie de…, no sé…, inmortal?
—Muy longevo, ciertamente —respondió Alobid—. Lo cual nos lleva a lo que puedo hacer por usted, creo. Probablemente querrá una extensión de vida.
—Pero supongo que no podrá hacerse, ¿no? —preguntó Streeter. Mentalmente estaba calculando la distancia hasta el coche, y cuánto tardaría en llegar allí.
—Claro que puede hacerse… por un precio.
Streeter, que en su época había jugado sus buenas partidas de Scrabble, ya había imaginado las letras del nombre de Alobid en fichas y las había reordenado.
—¿Dinero? ¿O estamos hablando de mi alma?
Alobid agitó la mano y acompañó el gesto con un pícaro movimiento de ojos.
—No reconocería un alma, como dice el dicho, ni aunque me mordiera en el trasero. No, la respuesta es dinero, como casi siempre. El quince por ciento de sus ingresos durante los próximos quince años debería bastar. Véalo como una comisión para el agente.
—¿Esa sería la duración de mi extensión?
Streeter contemplaba la idea de quince años con nostálgica avaricia. Parecía mucho tiempo, especialmente al lado de lo que le aguardaba realmente: seis meses de vómitos, dolor creciente, coma, muerte. Más una necrológica que sin duda incluiría la frase «tras una batalla larga y valiente contra el cáncer». Yada-yada, como decían en Seinfeld.
Alobid elevó las manos a la altura de los hombros, en un expansivo gesto de «quién sabe».
—Podrían ser veinte. No puedo asegurarlo, esto no es una ciencia exacta. Pero si espera la inmortalidad, olvídelo. Todo cuanto vendo es una extensión justa. Es lo más que puedo hacer.
—A mí me vale —dijo Streeter. El tipo le había levantado el ánimo, y si necesitara una pareja seria para su número, Streeter estaba dispuesto a complacerle. Hasta cierto punto, al menos. Aún sonriendo, le tendió la mano por encima de la mesa plegable—. Quince por ciento, quince años. Aunque debo advertirle, el quince por ciento del salario del director adjunto de un banco no es que le vaya a poner precisamente frente al volante de un Rolls-Royce. De un Geo, quizá, pero…
—Eso no es todo —dijo Alobid.
—Claro que no —contestó Streeter. Suspiró y retiró la mano—. Señor Alobid, ha sido un placer hablar con usted, me ha alegrado la tarde, algo que creía imposible, y espero que consiga ayuda para su problema ment…
—Silencio, estúpido —dijo Alobid, y aunque seguía sonriendo, ahora no había nada agradable en su sonrisa. De repente parecía más alto, por lo menos siete u ocho centímetros más alto, y no tan regordete.
Es la luz, pensó Streeter. La luz del atardecer es engañosa. Y el desagradable olor que percibió de repente no era probablemente sino combustible de aviación quemado, transportado a este pequeño cuadrado de grava al otro lado de la malla ciclónica por una errante ráfaga de viento. Tenía sentido… pero calló como le habían ordenado.
—¿Por qué un hombre o una mujer necesita una extensión? ¿Se ha preguntado alguna vez eso?
—Claro que sí —respondió Streeter con un deje de aspereza—. Trabajo en un banco, señor Alobid, en la Caja de Ahorros de Derry. La gente me pide extensiones de préstamo constantemente.
—Entonces sabe que la gente necesita extensiones para compensar déficit; déficit de crédito, déficit de polla, déficit de vista, etcétera.
—Sí, este mundo anda corto de muchas cosas —dijo Streeter.
—Justamente. Pero incluso las cosas que no están ahí poseen peso. Un peso negativo, que es el peor. El peso que usted pierde debe ir a algún otro sitio. Es física básica. Física-psíquica, podríamos decir.
Streeter estudió a Alobid con fascinación. Aquella momentánea impresión de que el hombre era más alto (y de que su sonrisa contenía demasiados dientes) se había esfumado. No era más que un tipo bajito, corpulento, que probablemente tenía una tarjeta sanitaria verde en su cartera, si no de Juniper Hill, entonces del Instituto de Salud Mental Acadia, en Bangor. Si es que tenía cartera. Poseía ciertamente una ilusoria geografía desarrollada en grado sumo, y eso lo convertía en un fascinante objeto de estudio.
—¿Puedo andarme sin rodeos, señor Streeter?
—Por favor.
—Debe transferir el peso. En palabras llanas, tiene que hacerle una putada a alguien si quiere deshacer la putada que le han hecho a usted.
—Ya veo. —Y así era. Alobid retomaba su mensaje, y el mensaje era un clásico.
—Pero no puede ser cualquiera. El sacrificio anónimo ya se ha intentado, y no funciona. Tiene que ser alguien que usted odie. ¿Hay alguien a quien odie, señor Streeter?
—Kim Jong-Il no me entusiasma demasiado —dijo Streeter—. Y creo que la cárcel es demasiado buena para los malditos cabrones que volaron el USS Cole, pero supongo que no…
—Sea serio o váyase de aquí —dijo Alobid, y una vez más dio la impresión de ser más alto. Streeter se preguntó si esto podría ser un peculiar efecto secundario de la medicación que tomaba.
—Si se refiere a mi vida personal, no odio a nadie. Hay gente que no me gusta, como la señora Denbrough, que vive al lado y nunca pone la tapa de los cubos de basura, y si sopla el viento, toda su porquería termina desparramada por mi césped…
—Si me permite citar erróneamente al difunto Dino Martino, señor Streeter, todo el mundo odia a alguien alguna vez.
—Will Rogers decía…
—Will Rogers era un tejedor de lazos que llevaba el sombrero sobre los ojos como un niño jugando a los vaqueros. Aparte, si de verdad usted no odia a nadie, no podremos hacer negocios.
Streeter lo meditó. Posó la vista en sus zapatos y habló con un hilo de voz que a duras penas reconoció como propia.
—Supongo que odio a Tom Goodhugh.
—¿Quién es él en su vida?
Streeter lanzó un suspiro.
—Mi mejor amigo desde la escuela primaria.
Se produjo un momento de silencio antes de que Alobid estallara en sonoras carcajadas. Rodeó la mesa con grandes zancadas, palmeó a Streeter en la espalda (con una mano que se percibía gélida y unos dedos que se percibían largos y delgados en vez de cortos y regordetes), y luego regresó a su silla plegable. Se derrumbó en ella, aún resoplando y rugiendo. Tenía la cara roja, y las lágrimas que fluían por su rostro también parecían rojas (como de sangre, en realidad) a la luz del atardecer.
—Su mejor… desde la escuela… oh, eso es…
Alobid no pudo decir más. Entró en un estado de estallidos y aullidos y espasmos, con la barbilla (extrañamente afilada para un rostro tan rollizo) alzada y saludando al inocente (pero ensombrecido) cielo de verano. Por fin consiguió recuperar el control sobre sí mismo. Streeter pensó en ofrecerle su pañuelo, y decidió que no quería que tocara la piel del vendedor de extensiones.
—Eso es excelente, señor Streeter —dijo—. Podremos hacer negocios.
—Vaya, genial —dijo Streeter, retrocediendo otro paso—. Ya estoy disfrutando de mis quince años adicionales. Pero he aparcado en el carril bici, y eso es una infracción de tráfico. Podrían ponerme una multa.
—Yo no me preocuparía de eso —dijo Alobid—. Como quizá haya notado, ni un solo coche civil ha pasado por aquí desde que empezamos a regatear, no digamos un esbirro del departamento de policía de Derry. El tráfico nunca interfiere cuando estoy haciendo un trato serio con un hombre o mujer seria; me ocupo de eso.
Streeter miró en derredor con inquietud. Era cierto. Podía oír el tráfico en la calle Witcham, en dirección a Upmile Hill, pero esta parte de Derry se hallaba completamente desierta.
Por supuesto, se recordó a sí mismo, el tráfico siempre es ligero aquí al acabar el día laborable.
¿Pero ausente? ¿Totalmente ausente? Cabía esperarlo a medianoche, pero no a las siete y media de la tarde.
—Cuénteme por qué odia a su mejor amigo —invitó Alobid.
Streeter volvió a recordarse que este hombre estaba chalado. Nada de lo que le transmitiera Alobid sería creíble. La idea resultaba liberadora.
—De niños, Tom era más guapo, y ahora lo es más, con mucha diferencia. En el instituto era el mejor en tres deportes; el único que a mí se me da medianamente bien es el mini-golf.
—No creo que tengan equipo de animadoras para eso —dijo Alobid.
Streeter sonrió forzadamente, cada vez más entusiasmado con este asunto.
—Tom es bastante listo, pero hizo el vago en el instituto de Derry. Sus ambiciones universitarias eran nulas. Pero cuando bajaron sus notas lo suficiente para poner en peligro su beca de atletismo, le entró el pánico. ¿Y entonces quién recibió la llamada?
—¡Usted! —exclamó Alobid—. ¡El bueno de Míster Responsabilidad! Le dio clases particulares, ¿verdad? ¿Quizá redactó algunos trabajos? ¿Asegurándose de escribir mal las palabras donde los profesores de Tom sabían que solía cometer faltas de ortografía?
—Culpable de los cargos. De hecho, cuando estábamos en el último curso y Tom ganó el premio al Deportista del Año del Estado de Maine, yo era realmente dos estudiantes: Dave Streeter y Tom Goodhugh.
—Algo duro.
—¿Sabe lo que es más duro? Yo tenía una novia. Una chica preciosa que se llamaba Norma Witten. Ojos y pelo castaños, piel impecable, pómulos perfectos…
—Tetitas a las que uno nunca renunciaría…
—Sí, en efecto. Pero, dejando a un lado el atractivo sexual…
—Que no significa que en realidad lo dejara de lado…
—… amaba a esa chica. ¿Sabe lo que hizo Tom?
—¡Se la robó! —dijo Alobid con indignación.
—Correcto. Vinieron a verme los dos, ¿sabe? Para limpiar su conciencia.
—¡Qué noble!
—Declararon que no pudieron evitarlo.
—Declararon que estaban en-amor-ados, oh, A-M-O-R.
—Sí. La fuerza de la naturaleza. Esto es mayor que nosotros dos. Etcétera, etcétera.
—Déjeme adivinar. La dejó preñada.
—Desde luego.
Streeter volvió a clavar la vista en sus zapatos, recordando una cierta falda que Norma había llevado cuando estaba en primer o segundo año de universidad. Estaba cortada para enseñar una ligera insinuación de su ropa interior. Eso había sido casi treinta años antes, pero a veces aún evocaba aquella imagen cuando hacía el amor con Janet. Nunca había hecho el amor con Norma, bueno, al menos no hasta el final; ella no lo permitía. Sin embargo, se había mostrado más que impaciente por quitarse las bragas para Tom Goodhugh.
Probablemente la primera vez que él se lo pidió.
—Y la abandonó con un bollo en el horno.
—No. —Streeter suspiró—. Se casó con ella.
—¡Y luego se divorció! ¿Quizá después de darle una paliza?
—Peor aún. Siguen casados. Con tres hijos.
—Eso es casi lo más inmundo que he oído jamás. No existen muchas cosas que pudieran empeorarlo. A menos… —Alobid miró con astucia a Streeter desde debajo de sus tupidas cejas—. A menos que sea usted quien se encuentre congelado en el iceberg de un matrimonio sin amor.
—En absoluto —contestó Streeter, sorprendido por la idea—. Quiero muchísimo a Janet, y ella también me quiere. El modo en el que me ha apoyado durante este cáncer ha sido sencillamente extraordinario. Si existe algo semejante a la armonía en el universo, entonces Tom y yo terminamos con las compañeras acertadas. Definitivamente. Pero…
—¿Pero? —Alobid lo miraba con gozoso anhelo.
Streeter fue consciente de que tenía las uñas incrustadas en las palmas. En lugar de aflojar, presionó con mayor fuerza. Presionó hasta que sintió que brotaba la sangre.
—¡Pero el hijo de puta me la robó! —Eso había estado concomiéndole durante años, y sentaba bien poder gritar la noticia.
—Así es, y nunca cesamos de desear lo que deseamos, sea o no bueno para nosotros. ¿No opina lo mismo, señor Streeter?
Streeter no contestó. Respiraba con fuerza, como un hombre que acaba de esprintar cincuenta metros o que se ha enzarzado en una pelea callejera. Intensas pelotitas de color habían emergido en sus previamente pálidas mejillas.
—¿Y eso es todo? —Alobid habló con la inflexión de un comprensivo párroco.
—No.
—Sáquelo todo, entonces. Drene esa ampolla.
—Es millonario. No debería, pero lo es. A finales de los ochenta, no mucho después de la inundación que casi aniquiló esta ciudad, montó una empresa de basuras…, solo que la llamó Eliminación y Reciclaje de Residuos de Derry. Un nombre más atractivo, ya sabe.
—Menos patógeno.
—Acudió a mí para el préstamo, y aunque todo el mundo en el banco opinaba que la propuesta era poco sólida, lo aprobé. ¿Sabe por qué le aprobé el préstamo, Alobid?
—¡Por supuesto! ¡Porque es su amigo!
—Pruebe otra vez.
—Porque pensó que fracasaría estrepitosamente.
—Correcto. Invirtió todos sus ahorros en cuatro camiones de basura, e hipotecó su casa para comprar una parcela colindante a los límites de Newport. Para un vertedero. La clase de cosas que los gángsteres de New Jersey poseen para blanquear el dinero de la droga y la prostitución y usarlo como depósito de cadáveres. Pensé que estaba chalado y me moría por concederle el préstamo. Aún me quiere como a un hermano por eso. No deja de decirle a la gente cómo me enfrenté al banco y puse mi empleo en peligro. «Dave cargó conmigo, como en el instituto», dice. ¿Sabe cómo llaman los niños de la ciudad a su vertedero ahora?
—¡Dígamelo!
—¡El Monte Trashmore! ¡Es enorme! ¡No me extrañaría que fuera radiactivo! Está cubierto de césped, pero hay letreros de PROHIBIDO EL PASO por todas partes, y probablemente bajo esa bonita hierba verde haya una Rata Manhattan. ¡Y seguro que también son radiactivas!
Calló, consciente de que sonaba ridículo, despreocupado. Alobid estaba loco, pero ¡sorpresa! ¡Streeter había resultado ser también un demente! Al menos en lo referente a su viejo amigo. Además…
En cáncer veritas, pensó Streeter.
—Por tanto, recapitulemos. —Alobid empezó a enumerar los puntos con los dedos, que no eran largos en absoluto, sino tan cortos, regordetes e inofensivos como el resto de su persona—. Tom Goodhugh era más guapo que usted, incluso de niños. Estaba dotado de unas habilidades atléticas que usted solo podía soñar. La muchacha que para usted se cerraba de piernas en el asiento trasero de su coche, abrió esos suaves muslos blancos para Tom. Se casó con ella. Siguen enamorados. Los hijos bien, supongo, ¿no?
—¡Sanos y preciosos! —escupió Streeter—. Una se va a casar, otro está en la universidad, otro en el instituto. ¡Este es capitán del equipo de fútbol! ¡Del puto palo la puta astilla!
—Correcto. Y, la guinda del pastel, él es rico y usted va dando tumbos por la vida con un sueldo de sesenta mil al año, más o menos.
—Conseguí una bonificación por el préstamo —refunfuñó Streeter—. Por tener visión.
—Pero lo que usted de verdad quería era un ascenso.
—¿Cómo sabe eso?
—Ahora soy un hombre de negocios, pero en otro tiempo fui un humilde asalariado. Me despidieron antes de empezar a trabajar por cuenta propia. Lo mejor que me pudo pasar. Sé cómo van estas cosas. ¿Algo más? Le conviene desahogarse.
—¡Bebe cerveza artesanal Spotted Hen! —gritó Streeter—. ¡Nadie en Derry bebe esa mierda pretenciosa! ¡Solo él! ¡Solo Tom Goodhugh, el Rey de la Basura!
—¿Tiene un coche deportivo? —Alobid habló en voz baja, las palabras forradas de seda.
—No. Si lo tuviera, al menos podría bromear con Janet sobre la menopausia del deportivo. Conduce un maldito Range Rover.
—Intuyo que queda una cosa más —dijo Alobid—. De ser así, también le convendría sacárselo de encima.
—No tiene cáncer. —Streeter casi lo musitó—. Tiene cincuenta y un años, como yo, y está sano… como un puto… caballo.
—Igual que usted —dijo Alobid.
—¿Qué?
—Está hecho, señor Streeter. O, puesto que he curado su cáncer, al menos temporalmente, ¿puedo llamarle Dave?
—Está completamente loco —dijo Streeter, no sin admiración.
—No, señor. Estoy tan cuerdo como una línea recta. Pero fíjese que dije temporalmente. Nuestra relación ahora se halla en la fase de «pruébelo, lo comprará». Durará por lo menos una semana, quizá diez días. Le insto a que visite a su médico. Creo que encontrará una notable mejoría en su condición. Pero no durará. A menos…
—¿A menos?
Alobid se inclinó hacia delante, sonriendo de manera cómplice. Los dientes de nuevo parecían ser demasiado numerosos (y demasiado grandes) para su inofensiva boca.
—Vengo aquí de cuando en cuando —dijo—. Normalmente a esta hora del día.
—Justo antes de la puesta del sol.
—Exactamente. Paso desapercibido para la mayoría de la gente, miran a través de mí como si no estuviera aquí, pero usted se fijará. ¿Cierto?
—Si estoy mejor, sin duda —dijo Streeter.
—Y me traerá algo.
La sonrisa de Alobid se ensanchó, y Streeter vio algo asombroso y terrible: los dientes del hombre no eran demasiado grandes o demasiado numerosos. Eran afilados.