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Tess estaba en la tienda, en la amplia superficie central, ahora vacía pero que en una época habría estado dividida en pasillos, con una cámara frigorífica de comida congelada (quizá) en el fondo, y un refrigerador de cerveza (seguro) a lo largo de la pared opuesta. Ella estaba donde olía a escabeche pasado y café rancio. El gigante había olvidado sus pantalones de vestir o planeaba volver a por ellos más tarde, tal vez cuando recogiera los restos de madera incrustada de clavos. Los pescó de bajo el mostrador. Sus zapatos se encontraban debajo, y también su teléfono, destrozado. Sí, en algún momento él volvería. Su cinta para el pelo no se veía por ninguna parte. Recordó (vagamente, del modo en que uno recuerda ciertas cosas de su más tierna infancia) que una mujer le había preguntado ese mismo día dónde la había comprado, y los inexplicables aplausos cuando respondió que en JCPenney. Se acordó del gigante cantando «Brown Sugar», con aquella voz infantil, monótona, estridente, y volvió a desvanecerse.