Cuando Tess emergió a la consciencia por tercera vez, el mundo se había tornado negro y plateado, y ella flotaba.
Esto es a lo que se parece estar muerto.
Entonces su mente registró unas manos debajo de ella (manos grandes, las manos de él) y la corona de espino de dolor alrededor de su garganta. No la había estrangulado lo suficiente para matarla, pero vestía el molde de sus manos como un collar, las palmas delante, los dedos a los lados y en la nuca.
Era de noche. La luna estaba alta. Luna llena. La llevaba a través del aparcamiento de la tienda desierta. La llevaba más allá de la camioneta. Tess no vio su Expedition. Su Expedition había desaparecido.
¿Dónde está vuesa merced, Tom?
El hombre se detuvo al borde de la carretera. Tess olía su sudor y sentía la oscilación de su pecho. Pudo sentir el aire nocturno, frío, en las piernas desnudas. Pudo oír el tic-tic-tic del letrero a su espalda, TE GUSTA LE GUSTAS.
¿Cree que estoy muerta? Es imposible que crea que estoy muerta. Todavía sigo sangrando.
¿O no era así? Resultaba difícil asegurarlo. Yacía fláccida en sus brazos, sintiéndose como una muchacha en una película de terror, la que se llevaba Jason o Michael o Freddy o como fuera que se llamara después de masacrar a todos los demás. La que se llevaba a alguna cenagosa guarida en las profundidades del bosque, donde la encadenaría a un gancho en el techo. En esas películas siempre había cadenas y ganchos suspendidos del techo.
El hombre se puso en movimiento otra vez. Tess pudo oír sus botas en el asfalto parcheado de Stagg Road: clad-clamp-clad. Luego, al otro lado de la carretera, ruidos de roces y restallidos. Estaba quitando a puntapiés los trozos de madera que ella había retirado y echado a la cuneta. Ya no oía el repicar del letrero, pero oía correr agua. No mucha, no un chorro, tan solo un hilito. El hombre se arrodilló y dejó escapar un leve gruñido.
Ahora me matará, seguro. Por lo menos ya no tendré que escuchar su horrible canturreo. Es la parte hermosa, como diría Ramona Norville.
—Eh, muchacha —dijo con voz amable.
Tess no contestó, pero lo vislumbró inclinándose sobre ella, examinando sus ojos medio cerrados. Tuvo mucho cuidado en mantenerlos inmóviles. Si los viera moverse, aunque fuera un poco…, o si percibiera un destello de lágrimas…
—Eh, oye.
Le dio un cachete en la mejilla con la palma abierta. Tess dejó que su cabeza girara a un lado.
—¡Eh!
Esta vez la abofeteó sin miramientos, pero en la otra mejilla. Tess dejó que su cabeza girara hacia el otro lado.
La pellizcó en el pezón, pero no se había molestado en quitarle la blusa ni el sujetador, y no le dolió demasiado. Continuó inerte.
—Siento haberte llamado zorra —dijo, aún usando un tono de voz amable—. Ha sido un buen polvo. Y me gustan maduritas.
Tess comprendió que existía la posibilidad real de que la creyera muerta. Resultaba asombroso, pero quizá fuera cierto. Y de repente quiso vivir desesperadamente.
La levantó otra vez. El olor a sudor de hombre la aplastó súbitamente. El rastrojo de la barba le provocó un hormigueo en la mejilla, y le costó no apartarse. Le dio un beso en la comisura de la boca.
—Lo siento si he sido un poco rudo.
Luego volvió a moverse. El ruido de la corriente de agua se hizo más fuerte. La luz de la luna se desvaneció. Había un olor (no, un hedor) a hojas en descomposición. La depositó en diez o doce centímetros de agua. Estaba muy fría, y casi lanzó un grito. La empujó por los pies y ella dejó que sus rodillas se doblaran. Sin huesos, pensó. Tienes que quedarte como sin huesos. No llegaron muy lejos antes de chocar contra una superficie de metal corrugado.
—Joder —dijo en un tono de voz reflexivo. Luego comenzó a empujarla con brusquedad.
Tess permaneció inerte, incluso cuando algo (una rama) garabateó una raya de dolor en el centro de la espalda. Las rodillas se desplazaban dando tumbos por las arrugas del metal. Sus nalgas arrastraron una masa esponjosa, y el olor a materia vegetal en descomposición se intensificó. Era espeso como carne. Sintió un terrible impulso de toser para expulsar el hedor. Notaba una estera de hojas mojadas aglomerándose en la región lumbar de la espalda, como si se tratara de un cojín empapado de agua.
Si lo descubre ahora, lucharé. Le pegaré una patada y una patada y una patada…
Pero no sucedió nada. Durante un buen rato tuvo miedo de abrir los ojos siquiera una rendija, de moverlos aun en lo más mínimo. Lo imaginaba allí en cuclillas, mirando al interior del conducto donde la había escondido, con la cabeza a un lado, inclinada inquisitivamente, en espera de un solo movimiento. ¿Cómo era posible que no supiera que seguía viva? Seguro que había notado los martilleos de su corazón. ¿Y de qué serviría pegarle una patada al gigante de la camioneta? La agarraría por los pies, la sacaría a rastras, y reanudaría el estrangulamiento. Solo que esta vez no se detendría.
Tess yacía entre hojas podridas y agua semiestancada, mirando a la nada a través de sus ojos medio cerrados, concentrada en hacerse la muerta. Pasó a un gris estado de fuga que no era enteramente un estado de inconsciencia, y allí se quedó durante un período de tiempo que pareció largo pero que probablemente no lo fue. Cuando oyó un motor (su camioneta, seguramente su camioneta), Tess pensó: Te estás imaginando ese ruido. O soñándolo. Todavía sigue aquí.
Pero el latido irregular del motor primero creció y luego se desvaneció por Stagg Road.
Es un truco.
Histeria, casi con certeza. Aun si no lo fuera, no podía quedarse ahí toda la noche. Y cuando alzó la cabeza (con una mueca ante la puñalada de dolor en su garganta maltratada) y miró hacia la boca de la tubería, solo vio un círculo expedito de plata lunar. Tess empezó a avanzar serpenteando hacia la luz, y entonces se detuvo.
Es un truco. No me importa lo que hayas oído, él todavía sigue aquí.
Esta vez la idea era más poderosa. Que no viera nada en la boca de la alcantarilla la hacía más poderosa. En una novela de suspense, este sería el momento de falsa relajación que precede al gran climax. O en una película de miedo. La mano blanca que surgía del lago en Defensa. Alan Arkin que se abalanzaba sobre Audrey Hepburn en Sola en la oscuridad. No le gustaban los libros ni las películas de terror, pero ser violada y casi asesinada parecía haber abierto una cripta entera de recuerdos de libros y películas de miedo, a pesar de todo. Como si estuvieran simplemente ahí, en el aire.
Podría estar esperándola. Si, por ejemplo, contara con la ayuda de un cómplice que se hubiera hecho cargo del camión. Podría estar agazapado más allá de la boca de la tubería, con la paciencia que los hombres de campo tenían.
—Fuera los calzoncillos —susurró, y luego se tapó la boca. ¿Y si la oyera?
Transcurrieron cinco minutos. Podrían haber sido cinco. El agua estaba fría y empezó a tiritar. Pronto le empezarían a castañetear los dientes. Si se hallaba allí, la oiría.
Se ha marchado. Lo oíste.
Quizá. Quizá no.
Y quizá no necesitaba salir de la tubería por donde había entrado. Era una alcantarilla, atravesaría toda la carretera por debajo, y puesto que notaba correr el agua bajo su cuerpo, no se encontraba bloqueada. Podría arrastrarse hasta el otro lado e inspeccionar el aparcamiento de la tienda desierta. Cerciorarse de que la vieja camioneta se había ido. Aún no se hallaría a salvo si existía un cómplice, pero Tess se sentía segura, en las profundidades donde su mente racional se ocultaba, de que no había ninguno. Un cómplice habría insistido en tomar su ración de ella. Además, los gigantes trabajaban solos.
¿Y si se ha ido? ¿Entonces qué?
No lo sabía. No podía imaginar su vida después de pasar esa tarde en la tienda abandonada y esa noche en la tubería con un emplaste de hojas podridas en el hueco de su espalda, pero quizá no fuera preciso. Quizá podría concentrarse en regresar a casa con Fritzy; le daría de comer una lata de Fancy Feast. Visualizó el paquete con total nitidez. Descansaba en un estante de su pacífica despensa.
Se dio la vuelta sobre el vientre y empezó a incorporarse sobre los codos, a fin de recorrer a gatas toda la longitud de la tubería. Entonces descubrió lo que compartía la alcantarilla con ella. Uno de los cadáveres no era mucho más que un esqueleto (que estiraba unas manos huesudas como en súplica), pero aún le quedaba suficiente pelo en el cráneo para que Tess tuviera casi la certeza absoluta de que se trataba del cadáver de una mujer. El otro podría haber sido un maniquí de unos grandes almacenes con el rostro terriblemente desfigurado, excepto por los ojos saltones y la lengua protuberante. Este cuerpo era más fresco, pero los animales lo habían visitado e incluso en la oscuridad Tess distinguió la sonrisa burlona de la dentadura de la mujer muerta.
Un escarabajo salió torpemente del cabello del maniquí y empezó a descender por el puente de su nariz.
Gritando con voz ronca, Tess retrocedió fuera de la alcantarilla y se irguió disparada sobre sus pies, con la ropa pegada al cuerpo de cintura para arriba, empapada. Iba desnuda de cintura para abajo. Y aunque no se desmayó (al menos creía que no), durante un rato su consciencia fue un objeto extrañamente quebrado. Al echar la vista atrás, recordaría la hora siguiente como un escenario en penumbra iluminado por focos Esporádicos. De vez en cuando una mujer apaleada con la nariz rota y sangre en los muslos caminaba bajo uno de estos conos de luz. Después, desaparecía de nuevo en la oscuridad.