La siguiente vez que volvió en sí, el gigante danzaba a su alrededor enfundado en su peto, sacudía las manos de un lado a otro y cantaba «Brown Sugar» con voz estridente, atonal. El sol descendía, y las dos ventanas de la tienda abandonada que miraban al oeste (el cristal polvoriento había sobrevivido milagrosamente a los vándalos) rebosaban fuego. Su sombra bailaba detrás de él, retozando entre los tablones del suelo y la pared, que presentaba marcas cuadradas de un tono más claro donde en otra época habían colgado carteles publicitarios. El taconeo de las apaleadas botas de trabajo era un sonido apocalíptico.
Pudo ver sus pantalones de vestir arrugados bajo el mostrador donde en un tiempo debió de estar la caja registradora (probablemente al lado de un tarro de huevos cocidos y otro de manitas de cerdo en vinagre). Percibía el olor a moho. Y oh Dios cuánto le dolía. La cara, el pecho, sobre todo allí abajo, donde se sentía desgarrada por la mitad.
Finge que estás muerta. Es tu única posibilidad.
Cerró los ojos. El canturreo cesó y olió el sudor a hombre aproximándose. Más acre ahora.
Porque ha estado ejercitándose, pensó. Se olvidó de hacerse la muerta y trató de gritar. Antes de que pudiera intentarlo, unas manos enormes se cerraron en torno a su garganta y comenzaron a estrangularla. Pensó: Se acabó. Estoy acabada. Eran pensamientos serenos, llenos de alivio. Al menos no habría más dolor, no más despertares para contemplar la danza del hombre-monstruo bajo la luz ardiente de la puesta de sol.
Se desmayó.