5

Tess no solo tenía un GPS; había gastado dinero extra por uno personalizado. Le gustaban los juguetes electrónicos. Después de introducir la intersección (Ramona Norville se apoyó en la ventanilla mientras Tess lo programaba), el aparato se quedó pensando durante un momento o dos, y luego dijo: «Estoy calculando tu ruta, Tess».

—¡Guau! ¡Qué te parece! —exclamó Norville, y rio como hace la gente ante alguna rareza simpática.

Tess sonrió, aunque en su fuero interno pensó que programar el GPS para que te llamara por tu nombre no era más raro que conservar la foto de un actor muerto en la pared de tu despacho.

—Gracias por todo, Ramona. Fue todo muy profesional.

—En las Tres Bes procuramos hacer las cosas lo mejor posible. Póngase ya en camino. Con mi agradecimiento.

—Sí, me pongo ya en camino —convino Tess—. Y de nada. He disfrutado. —Lo cual era cierto; normalmente disfrutaba de estos eventos, de una manera del tipo «muy bien, acabemos con esto cuanto antes». Y su plan de jubilación ciertamente disfrutaría con esa inesperada inyección de dinero.

—Que tenga un buen viaje —deseó Norville, y Tess le alzó el pulgar.

Cuando arrancó, el GPS dijo:

«Hola, Tess. Veo que nos vamos de viaje».

—Así es —dijo ella—. Y hace un día estupendo, ¿tú qué dices?

A diferencia de los ordenadores en las películas de ciencia ficción, Tom estaba pobremente equipado para mantener conversaciones banales, a pesar de que Tess a veces procuraba ayudarle. La voz del GPS le indicó que girara a la derecha a cuatrocientos metros, y que después tomara la primera a la izquierda. El mapa en la pantalla del Tomtom mostraba flechas verdes y nombres de calles, absorbiendo la información de algún ovillo metálico de alta tecnología en el firmamento.

Pronto estuvo a las afueras de Chicopee, pero Tom la guio, dejando atrás el acceso a la I-84 sin hacer comentarios, hacia la campiña, que ardía en llamas del color de octubre y humeaba con el aroma de hojas inflamadas. Después de aproximadamente unos diecisiete kilómetros por algo llamado Carretera Vieja del condado, y cuando empezaba a preguntarse si su GPS se habría equivocado (como si tal cosa fuera posible), Tom volvió a hablar.

«En un kilómetro, gira a la derecha».

En efecto, pronto vio la señal verde de Stagg Road, pero tan acribillada de perdigonazos que era casi ilegible. Por supuesto, Tom no necesitaba señales; en palabras de los sociólogos (Tess había ido a la universidad antes de descubrir su talento para escribir sobre ancianas señoras detectives), se trataba de un individuo «hetero-dirigido».

«Es un paseo de unos veinticinco kilómetros, más o menos», le había dicho Ramona Norville, pero Tess recorrió menos de veinte. Tomó una curva, divisó un viejo edificio ruinoso más adelante a su izquierda (el rótulo descolorido sobre la isleta de servicio sin surtidores aún rezaba ESSO), y entonces vio, demasiado tarde, varios trozos de madera astillados desperdigados a lo ancho de la carretera. De muchos de ellos sobresalían clavos oxidados. Pasó dando tumbos sobre el bache que probablemente había causado que se soltaran de la carga embalada con descuido de algún pueblerino, y luego viró hacia el arcén sin asfaltar en un intento de sortear la basura, sabiendo casi con certeza que no lo lograría; ¿por qué otra razón si no se oiría a sí misma exclamar «oh-oh»?

Se produjo un clac-plaf-pum debajo de ella cuando fragmentos de madera salieron volando contra los bajos del vehículo, y entonces su leal Expedition empezó a rebotar arriba y abajo, como si avanzara sobre un resorte, y a desviarse hacia la izquierda igual que un caballo renco. No sin esfuerzo, consiguió meterlo en el patio lleno de hierbajos de la tienda abandonada; quiso sacarlo de la carretera para evitar una colisión trasera de cualquiera que por casualidad doblara aquella curva. No había visto mucho tráfico en Stagg Road, pero algo sí, incluyendo un par de camiones de gran tonelaje.

—Maldita seas, Ramona —dijo. Sabía que no era realmente culpa de la bibliotecaria; la presidenta (y probablemente única miembro) de La Asociación de Admiradores de Richard Widmark, Rama de Chicopee, solo pretendía ayudar, pero Tess no conocía el nombre del tonto del culo que había dejado caer en la carretera su mierda tachonada de clavos y que había seguido alegremente su camino, así que Ramona tendría que ocupar su puesto.

«¿Quieres que recalcule tu ruta, Tess?», preguntó Tom, haciendo que pegara un salto.

Desconectó el GPS, y luego también apagó el motor. No iba a ir a ninguna parte durante un rato. Todo estaba muy tranquilo. Se oía el canto de los pájaros, un acompasado sonido metálico como el de un viejo reloj a cuerda, y nada más. La buena noticia era que solo el morro del Expedition parecía estar inclinado hacia la izquierda. Quizá solo fuera ese neumático. No necesitaría una grúa, en tal caso; tan solo una ayudita de la Triple A.

Cuando salió y echó un vistazo a la rueda delantera izquierda, descubrió un trozo astillado de madera empalado por un pincho largo y oxidado. Tess profirió un improperio de dos sílabas que jamás habría cruzado los labios de ningún miembro de la Sociedad de la Calceta, y sacó su teléfono móvil del pequeño compartimiento entre los asientos envolventes. Tendría suerte ahora si llegaba a casa antes de que anocheciera, y Fritzy tendría que contentarse con su bol de pienso en la despensa. Tanto atajo para nada…, aunque siendo justa, Tess supuso que le podría haber ocurrido lo mismo en la interestatal; ciertamente había esquivado su buena cuota de mierda potencialmente mutiladora de coches en muchas autopistas, no solo en la I-84.

Las convenciones de los relatos de terror y de misterio (incluso los misterios de la variedad incruenta, de un solo cadáver, que gustaban a sus seguidores) eran sorprendentemente similares, y al abrir la tapa del teléfono pensó: En una historia, no funcionaría. Fue un ejemplo de la vida imitando al arte, porque cuando encendió su Nokia, las palabras SIN SERVICIO aparecieron en la pantalla. Por supuesto. Poder utilizar su teléfono sería demasiado simple.

Oyó un motor indiferentemente amortiguado que se aproximaba, se volvió, y vio una furgoneta blanca de aspecto avejentado asomar tras la curva que ella misma había tomado. En el costado se veía la caricatura de un esqueleto tocando una batería que parecía compuesta por magdalenas. Encima de esta aparición (mucho más peculiar que una foto firmada de Richard Widmark en la pared del despacho de una bibliotecaria), escrito con letra chorreante de película de miedo, se leían las palabras ZOMBIE BAKERS. Por un momento Tess se quedó tan desconcertada que fue incapaz de agitar la mano, y cuando lo hizo, el conductor de los Panaderos Zombis estaba ocupado tratando de esquivar la basura de la carretera y no se fijó en ella.

Fue más rápido en reaccionar hacia el arcén de lo que había sido Tess, pero la furgoneta tenía un centro de gravedad más alto que el Expedition, y por un instante estuvo segura de que iba a volcar y aterrizar de lado en la cuneta. Consiguió mantenerse derecha (por poco), y se reincorporó a la carretera más allá de donde se hallaban desparramados los fragmentos de madera. La furgoneta desapareció tras la siguiente curva, dejando a su paso una nube azulada de gases de combustión y un olor a gasolina quemada.

—¡Ahí os pudráis, Panaderos Zombis! —gritó Tess, luego se echó a reír. A veces era lo único que podías hacer.

Enganchó el teléfono al cinturón de sus pantalones de vestir, salió a la carretera, y empezó a recoger aquel caos ella misma. Lo hizo despacio y con cuidado, porque de cerca resultó evidente que todos los trozos de madera (pintados de blanco y con aspecto de haber sido arrancados por alguien sumido en un trance de renovación hogareña) tenían clavos. Clavos grandes y feos. Trabajó despacio, porque no quería cortarse, pero también porque esperaba seguir ahí, realizando perceptiblemente Una Buena Obra de Caridad Cristiana, cuando apareciera el siguiente vehículo. Para cuando terminó de recogerlo todo excepto unas cuantas astillas inofensivas y arrojar los trozos grandes a la cuneta, ningún otro vehículo había hecho acto de presencia. Quizá, pensó, los Panaderos Zombis habían devorado a todo el mundo en las inmediaciones y ahora se apresuraban de regreso a su cocina para poner los restos en las siempre populares Tartas de Gente.

Caminó de vuelta al aparcamiento lleno de hierbajos de la difunta tienda y miró malhumorada su coche inclinado. Treinta mil dólares de hierro rodante, tracción a las cuatro ruedas, frenos de disco independientes, Tom el Tomtom Parlanchín…, y todo cuanto se requería para dejarle a uno tirado era un trozo de madera con un clavo.

Claro que todos tenían clavos, pensó. En un misterio, o en una película de terror, eso no constituiría un descuido; eso constituiría un plan. Una trampa, de hecho.

—Cuánta imaginación, Tessa Jean —dijo, citando a su madre…, lo cual era irónico, por supuesto, pues fue su imaginación la que había acabado proporcionándole su pan de cada día. Por no mencionar la casa de Daytona Beach donde su madre había pasado sus últimos seis años de vida.

En el gran silencio volvió a ser consciente de aquel tic-tic-tic metálico. La tienda abandonada era de las que ya no se veían en el siglo veintiuno: contaba con un porche. La esquina a la izquierda se había desmoronado, y el pasamanos estaba roto en un par de sitios, pero sí, se trataba de un porche real, encantador incluso en su deterioro. Quizá a causa de su deterioro. Tess suponía que los porches de las tiendas se habían vuelto obsoletos porque animaban a que uno se sentara a charlar un rato sobre béisbol o sobre el tiempo en lugar de pagar y salir corriendo a algún otro sitio donde pasar la tarjeta de crédito por otro lector electrónico. Un letrero de hojalata colgaba torcido del tejado del porche. Se hallaba más descolorido que el rótulo de Esso. Se acercó unos pasos, poniéndose una mano sobre la frente a modo de visera. TE GUSTA LE GUSTAS. Lo cual era un eslogan ¿de qué, exactamente?

Casi había desenterrado la respuesta de su trastero mental cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de un motor. Cuando se volvió en su dirección, segura de que los Panaderos Zombis habían vuelto después de todo, al ruido del motor se le unió el chirrido de unos frenos anticuados. No era la furgoneta blanca sino una vieja pick-up Ford F-150 con una capa de pintura azul mal aplicada y masilla para abolladuras Bondo alrededor de los faros. Un hombre vestido con un peto y una gorra de propaganda estaba sentado tras el volante. Observaba la acumulación de madera en la cuneta.

—¿Hola? —llamó Tess—. ¡Perdone, señor!

El hombre volvió la cabeza y la vio de pie en el aparcamiento cubierto de vegetación; agitó una mano en señal de saludo, se detuvo junto al Expedition, y apagó el motor. Dado el ruido que producía, Tess consideró aquello como un acto análogo a la eutanasia.

—Eh, hola —saludó el hombre—. ¿Ha sacado usted toda esa porquería fuera de la carretera?

—Sí, menos el trozo que pilló la rueda izquierda delantera. Y… —«Y mi teléfono aquí no funciona», estuvo a punto de agregar, pero no lo hizo. Era una mujer bien entrada en la treintena que llegaba a los cincuenta y cinco kilos solo estando calada hasta los huesos, y este hombre era un extraño. Y era grande—. Así que aquí estoy —terminó, con poca convicción.

—Se la cambiaré si tiene una de repuesto —se ofreció él, saliendo trabajosamente de la camioneta—. ¿La tiene?

Durante un momento fue incapaz de contestar. El tipo no era grande, se había equivocado en eso. El tipo era un gigante. Debía de medir cerca de dos metros, pero la distancia de la cabeza a los pies solo constituía una parte. Era orondo de panza, grueso de muslos, y tan ancho como una puerta. Tess sabía que se consideraba descortés quedarse mirando fijamente (otra de las verdades del mundo que aprendió en las rodillas de su madre), pero resultaba difícil apartar los ojos. Ramona Norville era toda una mujerona, pero al lado de este tipo parecería una bailarina.

—Lo sé, lo sé —dijo él, con una voz que sonaba divertida—. No creyó que fuera a toparse con el Alegre Gigante Verde aquí en mitad de ninguna parte, ¿eh? —Salvo que no era verde; lucía un bronceado de un marrón intenso. Sus ojos también eran marrones. Incluso su gorra era marrón, aunque se había desteñido casi hasta el blanco en varios lugares, como si hubiera sido salpicada con lejía en algún punto de su larga existencia.

—Lo siento —dijo ella—. Es solo que estaba pensando que usted no monta en esa camioneta suya, más bien la lleva puesta.

El gigante apoyó las manos en las caderas y rio a carcajadas, doblándose hacia atrás y mirando al cielo.

—Nunca lo había oído expresar de ese modo, pero en cierta forma tiene razón. Cuando gane la lotería, voy a comprarme un Hummer.

—Bueno, yo no puedo comprarle uno, pero si me cambia la rueda, con gusto le pagaré cincuenta dólares.

—¿Bromea? Lo haré gratis. Me ha ahorrado un problema al recoger esos trozos de madera.

—Pasó alguien en una furgoneta graciosa con un esqueleto al costado, pero los sorteó.

El corpulento hombre ya se encaminaba hacia el neumático desinflado de Tess, pero entonces se volvió hacia ella, con el ceño fruncido.

—¿Alguien pasó y no se ofreció a echarle una mano?

—Creo que no me vio.

—Tampoco se paró a despejar la carretera para el próximo colega, ¿eh?

—No. No se paró.

—¿Se limitó a seguir su camino?

—Sí.

Había algo en este interrogatorio que no llegaba a gustarle del todo. Entonces el tipo fornido sonrió y Tess se dijo que se estaba comportando como una tonta.

—La rueda de repuesto está bajo el suelo del maletero, supongo, ¿no?

—Sí. Es decir, creo que sí. Lo único que tiene que hacer es…

—Tirar de la palanca, sí, sí. No es la primera vez.

El hombre caminó con parsimonia hacia la parte trasera del Expedition, y en ese momento Tess vio que la puerta de la camioneta no estaba cerrada del todo y que la luz del techo abovedado seguía encendida. Pensando que la batería de la F-150 podría estar tan estropeada como el vehículo que alimentaba, abrió la portezuela (los goznes chirriaron casi tan fuerte como los frenos) y luego la cerró de golpe. Al hacerlo, miró hacia la plataforma de la camioneta a través de la ventanilla trasera de la cabina. Había varios trozos de madera esparcidos por la superficie acanalada de metal oxidado. Estaban pintados de blanco y tenían clavos sobresaliendo de ellos.

Durante un instante Tess se sintió como si estuviera teniendo una experiencia extracorporal. El letrero del tic-tic-tic, TE GUSTA LE GUSTAS, ahora sonaba no como un anticuado despertador sino como una bomba de relojería.

Intentó decirse que esos residuos de madera no significaban nada, que cosas así solo significaban algo en la clase de novelas que ella no escribía y en la clase de películas que raramente veía: las asquerosas y sangrientas. No funcionó. Lo cual la dejó con dos opciones. Podría continuar tratando de fingir porque le aterrara hacer cualquier otra cosa, o podría salir corriendo hacia los bosques al otro lado de la carretera.

Antes de que pudiera decidirse, percibió el penetrante olor a sudor masculino. Se volvió y allí se encontraba el hombre, descollando sobre ella con las manos metidas en los bolsillos laterales de su peto.

—En lugar de cambiarte la rueda —dijo en tono agradable—, ¿y si te follo? ¿Qué te parece eso?

Entonces Tess echó a correr, pero solo en su imaginación. Lo que hizo en el mundo real fue pegarse a la camioneta, alzando la vista hacia él, un hombre tan alto que bloqueaba el sol y proyectaba su sombra sobre ella. Pensó que no hacía ni dos horas que cuatrocientas personas (principalmente señoras con sombrero) habían estado aplaudiéndola en un auditorio pequeño pero en absoluto inapropiado. Y en algún lugar al sur, Fritzy la estaba esperando. Empezó a despuntar en su mente (laboriosamente, como si levantara algo pesado) la idea de que podría no volver a ver a su gato nunca más.

—Por favor, no me mate —dijo alguna mujer con una voz muy pequeña y muy humilde.

—Eres una zorra —dijo el conductor de la camioneta. Habló con el tono de voz de un hombre que reflexiona sobre el tiempo. El letrero seguía martilleando contra el alero del porche—. Una puta zorra llorona. La hostia.

La mano derecha salió del bolsillo. Era una mano muy grande. En el dedo meñique llevaba un anillo con una piedra roja. Parecía un rubí, pero era demasiado grande para serlo. Tess creyó que probablemente solo era cristal. El letrero repiqueteó: tic-tic-tic. TE GUSTA LE GUSTAS. Entonces la mano se convirtió en un puño y la vio venir hacia su cara lanzada a toda velocidad, creciendo hasta tapar todo lo demás.

De algún sitio llegó un amortiguado golpe metálico. Supuso que lo produjo su cabeza al chocar contra el costado de la cabina de la camioneta. Tess pensó: Los Panaderos Zombis. Después, durante un rato, todo fue negro.