Quedaron para almorzar en la plaza comunal de Colewich. Se sentaron en un banco cerca del quiosco de música. Tess creía que no tenía hambre, pero Betsy Neal la obligó a comer un sándwich, y Tess se encontró devorándolo a grandes bocados, lo que le recordó a Manises engullendo la hamburguesa de Lester Strehlke.
—Empieza por el principio —dijo Betsy. Parecía tranquila, pensó Tess, casi de un modo preternatural—. Empieza por el principio y cuéntamelo todo.
Tess comenzó con la invitación de Books & Brown Baggers. Betsy Neal habló poco, solo de vez en cuando agregaba un «Ajá» o un «Vale» para informar a Tess de que aún estaba siguiendo la historia. La narración le provocó sed. Por suerte, Betsy también había traído dos latas de gaseosa de vainilla Dr. Brown’s. Tess aceptó una y la bebió con avidez.
Cuando terminó ya era la una de la tarde. La poca gente que había ido a la plaza a comer ya se había marchado. Dos mujeres paseaban cochecitos de bebé, pero se hallaban a una buena distancia.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Betsy Neal—. Ibas a matarte, y entonces una voz fantasma te sugirió que volvieras a la casa de Alvin Strehlke.
—Sí —contestó Tess—. Donde encontré mi bolso. Y el pato manchado de sangre.
—Las braguitas las encontraste en la casa del hermano pequeño.
—En la de Camionero Chico, sí. Están en mi Expedition. Y el bolso. ¿Quieres ver las dos cosas?
—No. ¿Y la pistola?
—También en el coche. Queda una bala. —Miró a Neal con curiosidad, pensando: La chica con ojos de Picasso—. ¿No te doy miedo? Eres el único cabo suelto. Bueno, el único que se me ocurre.
—Estamos en un parque público, Tess. Además, en casa tengo algo muy parecido a una confesión grabada en el contestador automático.
Tess parpadeó. Algo más que no se le había ocurrido.
—Aunque te las apañaras para matarme sin que aquellas dos madres de allí se dieran cuenta…
—No estoy dispuesta a matar a nadie más. Ni aquí ni en ningún otro sitio.
—Es bueno saberlo. Porque aunque te encargaras de mí y de mi contestador, tarde o temprano alguien daría con el taxista que te llevó al Stagger el sábado por la mañana. Y cuando la policía llegara hasta ti, te encontraría luciendo una buena cantidad de moratones incriminatorios.
—Sí —dijo Tess, tocándose el peor de ellos—. Eso es cierto. ¿Y ahora qué?
—En primer lugar, creo que lo más prudente sería que te mantuvieras fuera de la vista tanto como puedas hasta que tu bonita cara vuelva a lucir bonita.
—Creo que eso lo tengo cubierto —dijo Tess, y le contó a Betsy la historia que había inventado en beneficio de Patsy McClain.
—Es bastante buena.
—Señora Neal… Betsy…, ¿me crees?
—Oh, sí —respondió, casi distraídamente—. Ahora escucha. ¿Me estás escuchando?
Tess asintió con la cabeza.
—Somos un par de mujeres de picnic en el parque, y eso está bien. Pero después de hoy, no vamos a volver a vernos. ¿De acuerdo?
—Si tú lo dices —respondió Tess. Sentía el cerebro del mismo modo que su mandíbula después de que el dentista le inyectara una buena dosis de novocaína.
—Sí, eso digo. Y deberás inventarte otra historia, por si acaso la policía habla con el conductor de la limusina que te llevó a casa…
—Manuel. Se llama Manuel.
—… o con el taxista que te llevó al Stagger el sábado por la mañana. No creo que nadie haga la conexión entre los Strehlke y tú, siempre y cuando no aparezca ningún documento tuyo, pero cuando se sepa la historia, va a ser una noticia de gran repercusión, y no podemos suponer que la investigación no te alcanzará. —Se inclinó hacia delante y le dio una palmadita a Tess en el pecho izquierdo—. Cuento contigo para asegurarte de que nunca me alcance a mí. Porque no lo merezco.
No, no lo merecía. Rotundamente.
—¿Qué cuento podrías contarle a la policía, cielo? Algo bueno que no me incluya. Vamos, tú eres la escritora.
Tess meditó durante un minuto entero. Betsy no la presionó.
—Diría que Ramona me habló sobre el atajo de Stagg Road después de mi presentación, lo cual es cierto, y que vi el Stagger Inn al pasar. Diría que unos kilómetros más adelante paré a cenar, y que luego decidí volver a tomar una copa. A escuchar a la banda.
—Eso es bueno. Se llaman…
—Sé cómo se llaman —prosiguió Tess. Quizá la novocaína empezaba a disiparse—. Diría que conocí a unos tipos, que bebimos un montón, y que decidí que estaba demasiado pedo para conducir. Tú no saldrías en la historia, porque no trabajas por las noches. También podría decir…
—Da igual, es suficiente. Cuando te pones a cocinar historias eres bastante buena. Pero no la adornes demasiado.
—Descuida —dijo Tess—. Y esta es una historia que puede que nunca tenga que contar. Una vez que encuentren a los Strehlke y a las víctimas de los Strehlke, buscarán a un asesino muy diferente a una mujercita que escribe libros como yo.
Betsy Neal sonrió.
—Una mujercita que escribe libros, y un cuerno. Eres un bicho de cuidado. —Entonces vio la asustada expresión de inquietud en el semblante de Tess—. ¿Qué? ¿Qué pasa ahora?
—Serán capaces de relacionar las mujeres de la tubería con los Strehlke, ¿verdad? Por lo menos con Lester, ¿no?
—¿Se puso condón antes de violarte?
—No. Dios, no. Todavía tenía su semen en los muslos cuando llegué a casa. Y dentro de mí. —Se estremeció.
—Entonces se lo habrá hecho a pelo a las demás. Eso implica multitud de pruebas. Las reunirán todas. Mientras los cabrones se hayan deshecho de todo cuanto pudiera identificarte, deberías estar a salvo. Y no tiene sentido preocuparse de lo que no puedes controlar, ¿verdad?
—No.
—Y en cuanto a ti…, no estás planeando irte a casa y cortarte las venas en la bañera, ¿no? ¿O usar esa última bala?
—No. —Tess recordó la dulzura que impregnaba el aire nocturno mientras estaba sentada en la camioneta con el corto cañón del Exprimelimones en la boca—. No, estoy bien.
—Entonces es hora de que te marches. Yo me quedaré aquí sentada un poco más.
Tess se puso en pie, luego volvió a sentarse en el banco.
—Hay algo que necesito saber. Ahora te has convertido en encubridora. ¿Por qué haces esto por una mujer a la que ni siquiera conoces? Una mujer a la que solo has visto una vez.
—¿Creerías que es porque a mi abuela le encantan tus libros y se sentiría decepcionada si fueras a la cárcel por un triple asesinato?
—Ni en lo más mínimo —respondió Tess.
Betsy permaneció callada durante unos instantes. Tomó su lata de Dr. Brown’s, y seguidamente volvió a soltarla.
—Violan a muchas mujeres, ¿no crees? Quiero decir, en esto no eres especial.
No, Tess sabía que a ese respecto no era especial, pero saberlo no reducía el dolor y la vergüenza. Ni le calmaría los nervios mientras esperaba los resultados de la prueba del sida que pronto se realizaría.
Betsy esbozó una sonrisa. No tenía nada de agradable. Ni de bonito.
—Hay mujeres por todo el mundo que están siendo violadas mientras hablamos. También niñas. Algunas sin duda tendrán peluches favoritos. Algunas son asesinadas, y otras sobreviven. Entre las que sobreviven, ¿cuántas crees que denuncian lo sucedido?
Tess meneó la cabeza.
—Yo tampoco —dijo Betsy—, pero sé lo que dice la Encuesta Nacional sobre Víctimas de Crímenes, porque lo busqué en Google. Según los sondeos, el sesenta por ciento de las violaciones quedan sin denunciar. Tres de cada cinco. Creo que podría ser inferior, pero ¿quién puede asegurarlo? Fuera de las clases de matemáticas, es difícil demostrar un negativo. Imposible, en realidad.
—¿Quién te violó? —preguntó Tess.
—Mi padrastro. Yo tenía doce años. Me puso un cuchillo de mantequilla en la cara mientras lo hacía. Me quedé quieta (estaba aterrorizada), pero el cuchillo se le resbaló al correrse. Probablemente no fue a propósito, pero ¿quién sabe?
Betsy tiró hacia abajo del párpado inferior izquierdo con la mano izquierda. Ahuecó la derecha debajo, y el ojo de cristal cayó rodando limpiamente en la mano. La cuenca vacía era de un suave color rojo, y se inclinaba hacia arriba, pareciendo contemplar el mundo con asombro.
—El dolor fue…, bueno, no hay forma de describir un dolor así, de veras que no. Me pareció como si fuera el fin del mundo. Y la sangre. Mucha. Mi madre me llevó al médico. Me dijo que tenía que contar que iba corriendo descalza y me resbalé en el suelo de la cocina porque ella acababa de encerarlo. Que me caí hacia delante y me saqué el ojo con la esquina de la encimera. Dijo que el médico querría hablar conmigo a solas, y que ella dependía de mí. «Sé que te ha hecho una cosa horrible», dijo, «pero si la gente se entera me van a echar la culpa a mí. Por favor, cariño, haz esto por mí y yo me aseguraré de que nunca te vuelva a pasar nada malo». Y eso es lo que hice.
—¿Y volvió a pasar?
—Tres o cuatro veces más. Y siempre me quedé quieta, porque solo me quedaba un ojo para donar a la causa. Escucha, ¿ya hemos acabado aquí o no?
Tess se movió para abrazarla, pero Betsy se encogió. Como un vampiro cuando ve un crucifijo, pensó Tess.
—No lo hagas —dijo Betsy.
—Pero…
—Lo sé, lo sé, muchas gracias, solidaridad, hermanas para siempre, bla, bla, bla. No me gusta que me abracen, eso es todo. ¿Ya hemos acabado aquí o no?
—Hemos acabado.
—Entonces márchate. Y yo tiraría esa pistola tuya al río de camino a casa. ¿Has quemado la confesión?
—Sí. Puedes apostar.
Betsy asintió con la cabeza.
—Y yo borraré el mensaje que dejaste en mi contestador.
Tess se alejó andando. Miró atrás una vez. Betsy Neal seguía sentada en el banco. Se había vuelto a colocar el ojo en su sitio.