¿Por dónde debería empezar?
—Venga ya —dijo Tom—. Los hombres guardan la mayoría de sus secretos en uno de estos dos sitios: el estudio o el dormitorio. Puede que Doreen no lo sepa, pero tú sí. Y esta casa no posee estudio.
Entró en el dormitorio de Al Strehlke (con Manises a la zaga), donde encontró una cama de matrimonio extra grande arreglada con un eficiente estilo militar. Tess miró debajo. Nada.
Empezó a moverse en dirección al armario, se detuvo, luego giró sobre sus talones de vuelta a la cama. Levantó el colchón. Miró. Tras cinco segundos —quizá diez— pronunció dos palabras con voz seca y sin inflexiones.
—Premio gordo.
Sobre los muelles del somier descansaban tres bolsos de mujer. El del medio era un bolso sin asas de color crema que Tess habría reconocido en cualquier sitio. Lo abrió de un tirón. No contenía nada a excepción de unos Kleenex y un lápiz de ojos con un ingenioso cepillo para pestañas oculto en la mitad superior. Buscó la cinta de seda con su nombre, pero no estaba. La habían retirado con cuidado, pero apreció un diminuto corte en el fino cuero italiano donde las puntadas habían sido descosidas.
—¿El tuyo? —preguntó Tom.
—Sabes que sí.
—¿Y qué hay del lápiz de ojos?
—Esas cosas las venden a miles en todos los hipermercados de Amér…
—¿Es el tuyo?
—Sí. Es el mío.
—¿Ya te has convencido?
—Yo… —Tess tragó saliva. Sentía algo, pero no estaba segura de qué era. ¿Alivio? ¿Horror?—. Supongo que sí. Pero ¿por qué? ¿Por qué los dos?
Tom no lo dijo. No era necesario. Quizá Doreen no lo supiera (o no quisiera admitirlo, pues a las ancianas que seguían sus aventuras no les gustaba el material repulsivo), pero Tess sospechaba que sí. Porque Mamá jodió a ambos. Eso es lo que cualquier psiquiatra diría. Lester era el violador; Al era el fetichista que participaba indirectamente. Quizá hasta ayudó con una o con las dos mujeres de la tubería. Nunca lo sabría con certeza.
—Probablemente no terminarías de registrar la casa entera hasta el amanecer —dijo Tom—, pero deberías registrar el resto de esta habitación, Tessa Jean. Probablemente destruyó todo lo del bolso, imagino que cortó las tarjetas de crédito y las tiró al Río Colewich, pero tienes que asegurarte, porque cualquier cosa que lleve tu nombre conducirá a la policía directamente hasta tu puerta. Empieza por el armario.
Tess no encontró en el armario sus tarjetas de crédito ni ninguna otra cosa que le perteneciera, pero sí encontró algo. Estaba en el estante superior. Se bajó de la silla en la que se había subido y lo estudió con creciente consternación: un pato de peluche que podría haber sido el juguete favorito de un niño. Un ojo había desaparecido y el pelo sintético estaba apelmazado. De hecho, en algunos lugares no quedaba nada de ese pelo, como si el pato hubiera sido manoseado casi hasta la muerte.
En el descolorido pico amarillo se veía una mancha de color marrón oscuro.
—¿Es lo que yo creo que es? —preguntó Tom.
—Oh, Tom, creo que sí.
—Los cuerpos que viste en la alcantarilla…, ¿alguno podría haber sido el cadáver de un niño?
No, ninguno de los dos había sido tan pequeño. Pero quizá la alcantarilla que corría bajo Stagg Road no había sido el único vertedero de cadáveres de los hermanos Strehlke.
—Ponlo otra vez en el estante. Deja que lo encuentre la policía. Has de asegurarte de que no tiene un ordenador con cosas sobre ti. Después lárgate pitando de aquí.
Algo frío y húmedo acarició la mano de Tess. Casi profirió un grito. Era Manises, que la miraba con ojos brillantes.
—¡Más carne! —pidió Manises, y Tess le dio otro trozo.
—Si Al Strehlke tiene un ordenador —dijo Tess—, puedes estar seguro de que lo tiene protegido con contraseña. Y es difícil que me lo haya dejado abierto para que pueda fisgar.
—Pues te lo llevas y lo arrojas al puñetero río de camino a casa. A dormir con los peces.
Pero no había ningún ordenador.
En la puerta, Tess le dio a Manises el resto de la carne. Probablemente la vomitaría por toda la alfombra, pero eso no iba a molestar a Camionero Grande.
Tom dijo:
—¿Estás satisfecha, Tessa Jean? ¿Te convences ahora de que no mataste a un hombre inocente?
Supuso que no le quedaba más remedio, porque el suicidio ya no parecía una opción.
—¿Qué hay de Betsy Neal, Tom? ¿Qué pasa con ella?
Tom no respondió… pero, una vez más, no fue necesario. Porque, después de todo, él era ella.
¿Verdad?
Tess no estaba completamente segura. Y ¿acaso importaba, mientras supiera qué hacer a continuación? En cuanto a mañana, sería otro día. Scarlett O’Hara había tenido mucha razón a ese respecto.
Lo más importante era que la policía debía ser informada de los cadáveres en la alcantarilla. Aunque solo fuera porque en alguna parte habría amigos y familiares que aún estarían preguntándose por ellas. Y también porque…
—Porque el pato de peluche dice que podría haber más.
Esa fue su propia voz.
Y eso estaba bien.