«Antes de que te pegues un tiro, ¿por qué no piensas por ti misma?».
Eso procuraba hacer, mientras conducía la vieja pick-up de vuelta a la ventosa carretera de acceso a la casa de Alvin Strehlke. Empezaba a pensar que Tom, incluso sin hallarse en el mismo vehículo, era mejor detective que Doreen Marquis en sus mejores días.
—Iré al grano —dijo Tom—. Si no crees que Al Strehlke era parte del asunto, y quiero decir una parte importante, es que estás loca.
—Claro que estoy loca —contestó ella—. ¿Por qué si no intentaría convencerme a mí misma de que no disparé al hombre equivocado cuando sé que lo hice?
—Es la culpa la que habla, no la lógica —replicó Tom. Su tono era petulante de un modo exasperante—. No era un corderito inocente, ni siquiera una oveja medio negra. Despierta, Tessa Jean. No eran solo hermanos, eran socios.
—Socios de empresa.
—Los hermanos nunca son solo socios de empresa. Siempre es más complicado. Especialmente cuando tienes por madre a una mujer como Ramona.
Tess torció hacia el camino de entrada asfaltado de Al Strehlke. Supuso que Tom podría acertar al respecto. Sabía una cosa: Doreen y sus amigas de la Sociedad de la Calceta nunca se habían topado con una mujer como Ramona Norville.
El foco se encendió. El perro arrancó: yark-yark, yarkyark-yark. Tess esperó a que la luz se apagara y a que el animal se calmara.
—No hay forma de que pueda saberlo alguna vez con certeza, Tom.
—No podrás estar segura si no echas un vistazo.
—Aunque él lo supiera, no fue el que me violó.
Tom permaneció en silencio durante unos instantes. Creyó que se había rendido, pero entonces dijo:
—Cuando una persona hace algo malo y otra persona lo sabe pero no se lo impide, ambos son igualmente culpables.
—¿A los ojos de la ley?
—También a mis ojos. Digamos que fue solo Lester quien cazaba, violaba, y asesinaba. No lo creo, pero digamos que fue así. Si el hermano mayor lo sabía y se calló, eso lo hace merecedor de la muerte. De hecho, diría que meterle un par de balas fue demasiado piadoso. Atravesarlo con un atizador ardiendo se acercaría más a mi concepto de justicia.
Tess meneó la cabeza cansinamente y tocó la pistola posada en el asiento. Quedaba una bala. Si tenía que usarla con el perro (y en realidad, ¿qué era una muerte más entre amigos?), debería hacerse con otra pistola, a menos que quisiera probar a colgarse o alguna otra cosa. Pero los tipos como los Strehlke solían tener armas de fuego. Esa era la parte hermosa, como hubiera dicho Ramona.
—Si lo sabía, sí. Pero un «si» tan grande no se merecía una bala en la cabeza. La madre es otro cantar; en lo que a ella respecta, los pendientes era todo cuanto necesitaba como prueba. Pero aquí no hay ninguna.
—¿De verdad? —susurró Tom en voz tan baja que Tess apenas si pudo oírla—. Ve a ver.