Le embargaba la sensación de que debería volver a la tienda abandonada donde todo había sucedido y terminar sus asuntos allí. Podría sentarse durante un rato en el aparcamiento lleno de hierbajos, escuchar el viento haciendo repicar el viejo letrero (TE GUSTA LE GUSTAS), pensar en lo que fuera que pensara la gente en los momentos finales de su vida. En su caso, probablemente se acordaría de Fritzy. Suponía que Patsy lo acogería, y eso estaría bien. Los gatos son supervivientes. No les importaba mucho quién les diera de comer, siempre y cuando su cuenco estuviera lleno.
No requeriría mucho tiempo para alcanzar la tienda a esa hora, pero aun así le parecía una distancia enorme. Estaba muy cansada. Decidió que montaría en la vieja camioneta de Al Strehlke y allí lo consumaría. Sin embargo, no quería salpicar de sangre la confesión que había escrito con tanto dolor, eso no parecía correcto considerando todo el derramamiento de sangre que detallaba, y por tanto…
Se llevó las páginas de la libreta Blue Horse a la sala de estar, donde la televisión seguía encendida (un hombre joven con aspecto de delincuente vendía ahora un robot fregasuelos), y las dejó caer en el regazo de Strehlke.
—Sujétame esto, Les —dijo ella.
—No hay problema —contestó él. Reparó en que parte de su enfermizo cerebro ya empezaba a secarse en el huesudo hombro desnudo. Eso estaba bien.
Tess salió a la ventosa noche y lentamente trepó al volante de la pick-up. El chillido de los goznes al cerrarse la portezuela del conductor le resultó extrañamente familiar. Pero no, no era tan extraño; ¿no lo había oído ya en la tienda? Sí. Ella procuraba devolverle el favor que él le iba a hacer; él iba a cambiarle el neumático para que pudiera regresar a casa y dar de comer a su gato.
—No quería que se le agotara la batería —dijo, y se echó a reír.
Se puso el corto cañón del 38 en la sien, luego lo reconsideró. Un disparo de ese tipo no siempre era efectivo. Quería destinar su dinero a ayudar a mujeres maltratadas, no a pagar sus cuidados mientras yacía inconsciente año tras año en algún hogar para vegetales humanos.
La boca, mejor. Más seguro.
El cañón le dejó un regusto aceitoso en la lengua, y notó la pequeña protuberancia de la mira clavándose en el cielo de la boca.
He tenido una buena vida…, bastante buena, diría, y aunque cometí un error al final, quizá no me lo tengan en cuenta si existe algo después de esto.
Ah, pero el viento de noche estaba cargado de dulzura. Así como las frágiles fragancias que transportaba a través de la ventanilla medio abierta. Era una lástima renunciar, pero ¿qué otra opción tenía? Era hora de irse.
Tess cerró los ojos, flexionó el dedo sobre el gatillo, y fue entonces cuando Tom habló. Era extraño que pudiera hacerlo, porque Tom se hallaba en el Expedition, y el Expedition se hallaba en la casa del otro hermano, casi a kilómetro y medio de distancia. Además, la voz que oyó no se parecía en nada a la que solía fabricar para Tom. Ni sonaba como propia. Era una voz fría. Y Tess… Tess tenía un arma en la boca. No podía hablar en absoluto.
—Nunca fue una buena detective, ¿eh?
Se sacó el revólver.
—¿Quién? ¿Doreen?
A pesar de todo, estaba horrorizada.
—¿Quién si no, Tessa Jean? ¿Y por qué habría de ser buena? Nació de tu viejo yo, ¿verdad?
Tess supuso que era cierto.
—Doreen cree que Camionero Grande no violó y asesinó a aquellas otras mujeres. ¿No es eso lo que escribiste?
—Yo —dijo Tess—. Estoy segura. Estaba cansada, eso es todo. Y horrorizada, supongo.
—También te sentías culpable.
—Sí. También me sentía culpable.
—¿Crees que la gente que se siente culpable hace buenas deducciones?
No. Quizá no las hicieran.
—¿Qué intentas decirme?
—Que solo has solucionado una parte del misterio. Antes de que pudieras resolverlo todo, tú, no una anciana detective de cliché, hay que admitir que sucedió algo desafortunado.
—¿Desafortunado? ¿Así es como lo llamas? —Desde una gran distancia, Tess se oyó a sí misma reír. En algún lugar el viento hacía repiquetear un canalón flojo contra un alero. El sonido recordaba al letrero de Seven Up de la tienda abandonada.
—Antes de que te pegues un tiro —dijo el nuevo y extraño Tom (cuya voz sonaba más femenina por momentos)—, ¿por qué no piensas por ti misma? Pero no aquí.
—¿Dónde, entonces?
Tom no respondió a esta pregunta; tampoco hacía falta. Lo que dijo fue:
—Y llévate contigo esa puta confesión.
Tess bajó de la camioneta y volvió a entrar en la casa de Lester Strehlke. Se quedó en la cocina del hombre muerto, reflexionando. Lo hizo en voz alta, con la voz de Tom (que por momentos sonaba más como la suya propia). Doreen parecía haberse ido de excursión.
—La llave de la casa de Al estará en la anilla con la llave de contacto —dijo Tom—, pero está el perro. No querrás olvidarte del perro.
No, eso sería malo. Tess se acercó a la nevera de Lester. Tras hurgar un poco, encontró un paquete de hamburguesas en el fondo del estante inferior. Utilizó una revista de clasificados Uncle’s Henry para envolverlo, luego regresó a la sala de estar. Le arrebató la confesión del regazo a Strehlke, con cautela, muy consciente de que la parte del hombre que la había herido (la parte que había hecho que tres personas fueran asesinadas esa noche) yacía bajo las páginas.
—Me llevo tu carne picada, pero no me guardes rencor. Te estoy haciendo un favor. Huele a semen podrido.
—Ladrona además de asesina —dijo Camionero Chico con una monótona voz de muerto—. Qué bonito.
—Cállate, Les —contestó ella, y se marchó.