La entrada al 101 de Township Road no era larga y estaba sin pavimentar. Se trataba de un estrecho camino formado simplemente por un par de surcos; los arbustos que crecían a ambos lados rasparon los costados de la pick-up F-150 azul cuando Tess la condujo hasta la casa. Esta no tenía aspecto de cuidada; esta era una espeluznante rectoría vieja y hacinada que bien podría haber salido directamente de La matanza de Texas. A veces la vida imitaba al arte, vaya si no. Y cuanto más rudimentario el arte, más cercana la imitación.
Tess no hizo ningún esfuerzo por pasar inadvertida; ¿por qué molestarse en apagar los faros cuando Lester Strehlke conocería el ruido de la camioneta de su hermano tan bien como el sonido de su voz?
Aún llevaba puesta la gorra marrón salpicada de lejía que Camionero Grande se ponía cuando no estaba en la carretera, la gorra de la suerte que al final resultó ser de mal fario. El anillo con el falso rubí era demasiado grande para cualquiera de sus dedos, por lo que lo guardó en el bolsillo izquierdo del pantalón.
El Camionero Chico se vestía y conducía como su hermano cuando salía de caza, y mientras que quizá él nunca tendría tiempo suficiente (o cerebro suficiente) para apreciar la ironía de que se le apareciera su última víctima usando los mismos accesorios, Tess sí.
Aparcó en la puerta trasera, apagó el motor, y bajó del vehículo, empuñando la pistola. La puerta no estaba cerrada con llave. Entró en una especie de almacén que olía a cerveza y comida estropeada. Una solitaria bombilla de sesenta vatios colgaba del techo al final de un sucio cable. Enfrente había cuatro contenedores de basura llenos a rebosar, de esos de plástico con capacidad para cien litros que se podían comprar en cualquier Walmart. Detrás se apilaba contra la pared lo que parecía el resultado de acumular revistas de anuncios clasificados durante cinco años. A la izquierda, subiendo un único escalón, había una puerta. Sin duda llevaría a la cocina. En lugar de un pomo tenía un anticuado cerrojo. La puerta chirrió sobre sus goznes sin engrasar cuando descorrió el pestillo y la empujó. Una hora antes, semejante chirrido la habría aterrorizado hasta el punto de la parálisis. Ahora no le preocupó en lo más mínimo. Tenía trabajo que hacer. Todo se reducía a eso, y era un alivio estar libre de toda carga emocional. Se internó en el olor de cualquiera que fuese la grasienta carne que el Camionero Chico hubiera frito para la cena. Oyó unas risas enlatadas en la tele. Alguna comedia. Seinfeld, creía.
—¿Qué coño haces aquí? —preguntó a voces Lester Strehlke desde la vecindad de la risa enlatada—. No me queda más que una cerveza y media, si has venido a eso. Voy a bebérmela y luego me iré a la cama. —Tess siguió el sonido de la voz—. Si hubieras llamado, te habría ahorrado el pa…
Ella entró en la sala de estar. Él la vio. Tess no había especulado sobre cuál podría ser su reacción ante la reaparición de su última víctima, empuñando un arma y llevando la gorra que el mismo Lester se ponía cuando le asaltaban sus impulsos. Nunca hubiera podido predecir el extremo de la que presenció. Abrió la boca hasta el suelo, y seguidamente el rostro entero quedó petrificado. La lata de cerveza que sostenía se le cayó de la mano y aterrizó en su regazo, salpicando de espuma su única prenda de vestir, un par de calzoncillos amarillentos.
Está viendo un fantasma, pensó Tess mientras se acercaba levantando la pistola. Bien.
Dispuso de tiempo para observar que, a pesar del desorden de la sala de estar y la ausencia de globos de nieve y figuritas cutres, el equipo para ver la tele era idéntico al de la casa de su madre en Lacemaker Lane: la butaca La-Z-Boy, la mesa bandeja (aquí contenía una última lata Pabst Blue Ribbon sin abrir y una bolsa de Doritos en lugar de Coca-Cola Light y Cheez Doodles), la misma TV Guide, la que tenía en portada a Simón Cowell.
—Tú estás muerta —musitó.
—No —contestó Tess. Le puso el cañón del revólver en la cabeza. El hombre hizo un tímido intento de agarrarle la muñeca, pero fue insuficiente y demasiado tardío—. Ese eres tú.
Apretó el gatillo. La sangre brotó del oído y la cabeza se dobló a un lado con un latigazo. Por un instante pareció un hombre que intentara librarse de una tortícolis. En la tele, George Constanza dijo: «¡Estaba en la piscina! ¡Estaba en la piscina!». Los espectadores rieron.