Una vez extinguido aquel horrible resplandor, el semirremolque proporcionaba una excelente protección, pero no podía permanecer allí. No si pretendía ejecutar lo que había venido a ejecutar. Tess se apresuró hacia la parte trasera de la casa; le aterrorizaba la posibilidad de activar otro detector de movimiento, pero sentía que no tenía otra opción. No había detector que activar, pero la luna se ocultó tras una nube y tropezó con el mamparo del sótano; casi se golpeó la cabeza contra una carretilla cuando cayó de rodillas. Por un momento, en aquella posición, volvió a preguntarse en qué se había convertido. Era una miembro del Gremio de Autores que había disparado a una mujer no hacía mucho. Después de apuñalarla en el estómago.
He cruzado completamente la línea; estoy haciendo el indio.
Entonces recordó cuando él la llamó zorra, puta zorra llorona, y dejó de preocuparse por si estaba o no haciendo el indio. Además, se trataba de un dicho estúpido. Y racista, por añadidura.
Strehlke sí que tenía un huerto detrás de la casa, pero de reducidas dimensiones; por lo visto no merecía la pena protegerlo de las depredaciones de los ciervos con una luz activada por movimiento. No obstante, tampoco quedaba nada a excepción de unas cuantas calabazas, la mayoría pudriéndose en los emparrados. Pasó por encima de las hileras, dobló la esquina del otro lado de la casa, y allí estaba la cabina. La luna había vuelto a aparecer y convertía el cromado en la plata líquida de las espadas de las novelas de fantasía.
Tess se arrimó al vehículo, anduvo pegada al costado izquierdo, y se arrodilló junto a la rueda delantera (que alcanzaba la altura de la barbilla; de la suya, al menos). Sacó el Exprimelimones del bolsillo. Strehlke no entraría en el garaje con la camioneta porque la cabina bloqueaba el acceso. Y aunque no, el garaje probablemente se hallaría repleto de adornos de soltero: herramientas, aparejos de pesca, equipo de acampada, piezas de camión, cajas de refrescos de saldo.
Eso solo son conjeturas. Hacer conjeturas es peligroso. Doreen te reprendería por ello.
Claro que sí, nadie mejor que Tess conocía a las damas de la Sociedad de la Calceta, pero aquellas nenas amantes de los postres raramente se arriesgaban. Cuando se tomaban riesgos, uno se veía obligado a realizar cierto número de conjeturas.
Tess miró su reloj y quedó atónita al ver que solo eran las diez menos veinticinco. Parecía que hubieran transcurrido cuatro años desde que le sirviera una ración doble a Fritzy y abandonara su casa. Quizá cinco. Creyó oír un motor que se aproximaba, luego determinó que no. Hubiera deseado que amainara el viento, pero si los deseos fueran cerdos, el beicon siempre estaría de oferta. Este era un dicho que ninguna dama de la Sociedad de la Calceta habría expresado jamás (Doreen Marquis y sus amigas adoraban cosas del tipo «cuanto antes se empieza, antes se termina»), pero que igualmente encerraba una gran verdad.
Quizá sí que fuera a emprender un viaje, domingo noche o no. Quizá Tess continuara allí cuando saliera el sol, con el frío metido en sus ya doloridos huesos a causa del constante viento que peinaba esa colina solitaria donde se volvía loca por estar.
No, el loco es él. ¿Te acuerdas de cómo bailaba? ¿De la sombra que danzaba en la pared detrás de él? ¿Te acuerdas de cómo cantaba? ¿De su voz chillona? Espérale, Tessa Jean. Espera hasta que el infierno se congele. Has llegado demasiado lejos para dar media vuelta.
Lo cierto era que eso la asustaba.
Es imposible que sea un decoroso asesinato de salón. Lo entiendes, ¿no?
Lo entendía. Este asesinato en particular (si fuera capaz de cometerlo) encajaría mejor en El justiciero de la ciudad que en La Sociedad de la Calceta de Willow Grove va al teatro. El gigante aparcaría, era de esperar que pegado a la cabina tras la que se ocultaba. Apagaría los faros de la pick-up, y antes de que sus ojos pudieran adaptarse…
Esta vez no era el viento. Reconoció el latido mal afinado del motor antes incluso de que los faros salpicaran la curva de la entrada. Tess hincó una rodilla en el suelo y se caló bien la gorra para que el viento no se la llevara. Tendría que acercarse, y eso significaba que debía actuar con sincronización exquisita. Si intentara disparar desde donde estaba emboscada, muy probablemente fallaría, incluso a corta distancia. El instructor de armas le había explicado que no podía confiar en el Exprimelimones a más de tres metros. Le había recomendado que comprara una pistola más fiable, pero nunca lo hizo. Y acercarse lo suficiente para asegurarse de matarlo no era todo. Tendría que cerciorarse de que se trataba de Strehlke en su camioneta, y no el hermano o algún amigo.
No tengo ningún plan.
Sin embargo ya era demasiado tarde para planear nada, porque era la camioneta, y cuando el foco se encendió, vio la gorra marrón con las salpicaduras de lejía. Vio también que contraía el rostro debido a la deslumbrante luz, igual que le había sucedido a ella, y supo que estaría momentáneamente cegado. Era ahora o nunca más.
Soy la Mujer Coraje.
Sin un plan, sin siquiera pensarlo, salió de detrás de la cabina; no corría, sino que daba largas y tranquilas zancadas. El viento la envolvía en ráfagas y hacía ondear sus pantalones cargo. Abrió la puerta del pasajero y vio en una mano el anillo con la piedra roja. El hombre estaba agarrando una bolsa de papel con la forma cuadrada de lo que contenía en su interior. Cerveza, probablemente un pack de doce. Se volvió hacia ella y algo terrible sucedió: se dividió en dos. Una, la Mujer Coraje, vio al animal que la había violado, estrangulado y metido en una tubería con dos cadáveres en descomposición. La otra, Tess, vio el rostro ligeramente más ancho y las arrugas alrededor de la boca y los ojos que no habían estado allí el viernes por la tarde. Pero aún mientras registraba estas evidencias, el Exprimelimones ladró por dos veces en su mano. La primera bala perforó la garganta de Strehlke, justo por debajo de la barbilla. La segunda abrió un agujero negro sobre la tupida ceja derecha e hizo añicos la ventanilla del conductor. El gigante se desplomó contra la puerta, y la mano que sujetaba la bolsa de papel cayó inerte. Su cuerpo entero se convulsionó de manera monstruosa, y la mano con el anillo pegó en el centro del volante, haciendo sonar el claxon. Dentro de la casa, el perro empezó a ladrar de nuevo.
—No, ¡es él! —Continuaba en la puerta, con la pistola en la mano, mirándolo fijamente—. ¡Tiene que ser él!
Se precipitó al otro lado de la pick-up, perdió el equilibro, cayó sobre una rodilla, se levantó, y abrió la puerta del conductor de un tirón. Strehlke resbaló fuera y su cabeza muerta golpeó el asfalto liso de la entrada. La gorra salió despedida. El ojo derecho, arrastrado por la bala que había penetrado justo por encima, estaba clavado en la luna. El izquierdo estaba clavado en Tess. Y no fue el rostro lo que finalmente la convenció, el rostro con las arrugas que veía por primera vez, el rostro picado con antiguas cicatrices de acné que no habían estado allí el viernes por la tarde.
«¿Era un hombre grande, o muy grande?», había preguntado Betsy Neal.
«Muy grande», había contestado Tess, y era cierto…, pero no tanto como este hombre. Su violador medía unos dos metros, según había calculado cuando se bajó de la camioneta (de esta camioneta, no le cabía duda al respecto). Orondo de panza, grueso de muslos, y tan ancho como una puerta. Pero este hombre debía de medir unos dos metros diez. Había venido a cazar a un gigante y terminó matando a un titán.
—Oh, Dios mío —dijo Tess, y el viento se llevó sus palabras—. Oh, Dios bendito, ¿qué he hecho?
—Me has matado, Tess —respondió el hombre en el suelo… y ciertamente eso parecía lógico, habida cuenta de los orificios de bala en la cabeza y en la garganta—. Fuiste y mataste a Camionero Grande, justo lo que querías.
Sus músculos flaquearon. Cayó de rodillas junto al hombre. Por encima, la luna enviaba haces de luz desde el cielo rugiente.
—El anillo —musitó ella—. La gorra. La camioneta.
—Se pone el anillo y la gorra cuando sale de caza —explicó Camionero Grande—. Y conduce la pick-up. Cuando sale de caza, yo estoy en la carretera en un Halcón Rojo, y si alguien lo ve, sobre todo sentado, pensará que me está viendo a mí.
—¿Por qué iba a hacer eso? —le preguntó Tess al hombre muerto—. Eres su hermano.
—Porque está loco —respondió Camionero Grande pacientemente.
—Y porque ya había dado resultado antes —dijo Doreen Marquis—. De jóvenes, cuando Lester tuvo problemas con la policía. La cuestión es si Roscoe Strehlke se suicidó a causa de aquel primer problema, o porque Ramona obligó al hermano mayor Al a asumir la culpa. O puede que Roscoe fuera a contarlo y Ramona lo matara. Hizo que pareciera un suicidio. ¿Cómo ocurrió, Al?
Pero respecto a este asunto Al guardó silencio. Un silencio de muerte, de hecho.
—Te contaré lo que yo pienso —prosiguió Doreen bajo la luz de la luna—. Creo que Ramona sabía que si tu hermano pequeño terminaba en una sala de interrogatorios con un policía medio inteligente, podría confesar algo mucho peor que tocar a una chica en el autobús del colegio o espiar a las parejas de los coches en el picadero local o cualquiera que fuese el delito de tres al cuarto del que le acusaban. Creo que tu madre te persuadió para que asumieras la culpa, y que persuadió a su marido para que se hiciera el tonto. O lo intimidó, sí, eso es. Y bien porque la policía nunca pidió a la chica que hiciera una identificación positiva, o bien porque no presentó cargos, se salieron con la suya.
Al no dijo nada.
Tess pensó: Estoy de rodillas hablando con voces imaginarias. He perdido el juicio.
Pero una parte de ella sabía que intentaba mantener la cordura. La única manera de conseguirlo era entendiendo lo sucedido, y creía que la historia que estaba relatando con la voz de Doreen se aproximaba mucho a la verdad. Se basaba en conjeturas y pobres deducciones, pero parecía lógica. Concordaba con lo que había dicho Ramona en sus últimos momentos.
«Estúpida hija de puta, no sabes de lo que estás hablando».
Y: «No lo entiendes. Es un error».
Era un error, de acuerdo. Todo lo que había hecho esa noche había sido un error.
No, todo no. Estaba metida en el ajo. Lo sabía.
—¿Tú lo sabías? —le preguntó Tess al hombre que había asesinado. Alargó la mano para asir el brazo de Strehlke, pero la retiró. Aún estaría caliente bajo la manga. Creyendo que seguía vivo—. ¿Lo sabías?
No respondió.
—Déjame intentarlo —dijo Doreen. Y con su más comprensiva voz de anciana, la de «puedes contármelo todo», la voz que siempre funcionaba en las novelas, preguntó—: ¿Cuánto sabías, señor Camionero?
—A veces sospechaba —respondió él—, pero casi nunca pensaba en ello. Tenía un negocio que dirigir.
—¿Le preguntaste alguna vez a tu madre?
—Puede que sí —dijo, y a Tess le pareció que su ojo derecho extrañamente bizco se mostraba evasivo. Pero bajo aquella demencial luz de luna, ¿quién podría afirmar una cosa así? ¿Quién podría asegurarlo?
—¿Cuando desaparecieron las muchachas? ¿Preguntaste entonces?
Camionero Grande no contestó a esto, quizá porque Doreen había empezado a sonar como Fritzy. Y como Tom el Tomtom, por supuesto.
—Pero nunca hubo pruebas, ¿verdad? —Esta vez fue la propia Tess. No estaba segura de si respondería a su voz, pero lo hizo.
—No. Ninguna prueba.
—Y tú no querías pruebas, ¿verdad?
Ninguna respuesta esta vez, por lo que Tess se levantó y se acercó con paso vacilante a la gorra marrón salpicada de lejía, que el viento había arrastrado hasta el césped al otro lado de la entrada. Justo cuando la recogía, el foco se apagó. Dentro, el perro dejó de ladrar. Eso la hizo pensar en Sherlock Holmes, y allí de pie en el claro de luna azotado por el viento, Tess se oyó a sí misma proferir la risa más triste que jamás hubiera brotado de garganta humana. Se sacó su gorra, la metió en el bolsillo de la chaqueta, y en su lugar se puso la del hombre. Resultaba demasiado grande para ella, así que se la quitó solo el tiempo necesario para ajustar la correa trasera. Regresó hasta el hombre que había asesinado, el hombre a quien Tess juzgaba quizá no del todo inocente… pero sin duda demasiado inocente para merecer el castigo que la Mujer Coraje le había impuesto.
Tocó la visera de la gorra y preguntó:
—¿Es esta la que llevas cuando estás en la carretera? —Sabiendo que no lo era.
Strehlke no respondió, pero sí lo hizo Doreen Marquis, decana de la Sociedad de la Calceta.
—Claro que no. Cuando estás conduciendo para Halcón Rojo llevas una gorra de Halcón Rojo, ¿verdad, querido?
—Sí —dijo Strehlke.
—Y tampoco llevas tu anillo, ¿verdad?
—No. Demasiado llamativo para los clientes. No es serio. ¿Y si alguien en una de esas paradas de camiones roñosas, alguien demasiado borracho o colocado, lo viera y creyera que era de verdad? Nadie se atrevería a atracarme, soy demasiado grande y fuerte para eso, o por lo menos lo era hasta esta noche, pero alguien podría pegarme un tiro. Y no merezco que me disparen. Ni por un anillo falso, ni por las cosas terribles que mi hermano pudiera haber hecho.
—Y tu hermano y tú nunca conducís para la compañía al mismo tiempo, ¿verdad, querido?
—No. Cuando él está en la carretera, yo me encargo de la oficina. Cuando yo estoy en la carretera, él…, bueno. Me figuro que ya sabes lo que hace cuando yo estoy en la carretera.
—¡Deberías haberlo contado! —le chilló Tess—. Aunque solo lo sospecharas, ¡deberías haberlo contado!
—Tenía miedo —dijo Doreen con su comprensiva voz—. ¿Verdad, querido?
—Sí —dijo Al—. Tenía miedo.
—¿De tu hermano? —preguntó Tess, incrédula, o sin querer creer—. ¿Miedo de tu hermano pequeño?
—No de él —dijo Al Strehlke—. De ella.