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No había googleado la dirección de la casa de Al Strehlke; había esperado conseguir esa información de Norville. Pero, como no cesaba de recordarse a sí misma, las cosas de esta índole nunca transcurrían de acuerdo a lo planeado. Lo que debía hacer ahora era no perder la cabeza y completar el trabajo.

El estudio de Norville estaba en el piso de arriba, en lo que probablemente se planteó originariamente como un dormitorio para invitados. Allí encontró más Osos Amorosos y más Hummels. Había también media docena de fotografías enmarcadas, pero ninguna de sus hijos, de su novia, o del difunto gran Roscoe Strehlke; eran fotografías firmadas por escritores que habían hablado para Brown Baggers. El cuarto le recordó a Tess el vestíbulo del Stagger Inn con las fotos de los grupos.

A mino me pidió que le firmara una foto, pensó Tess. Por supuesto que no, ¿quién querría acordarse de una escritora de mierda como yo? Yo era básicamente una cabeza parlante para rellenar un hueco en su agenda. Por no mencionar un pedazo de carne para la picadora de su hijo. Qué suerte tuvieron de que yo apareciera en el momento adecuado.

En el escritorio de Norville, debajo de un tablón de anuncios sepultado en circulares y correspondencia de la biblioteca, había un Mac de sobremesa muy similar al de Tess. El monitor parecía apagado, pero la luz encendida en la CPU le indicó que el ordenador solo estaba en modo suspendido. Pulsó una tecla con un dedo enguantado. La pantalla se actualizó y se encontró mirando el escritorio electrónico de Norville. Sin necesidad de latosas contraseñas, qué bien.

Tess hizo clic en el icono de la libreta de direcciones, bajó hasta la H, y encontró Halcón Rojo. La dirección era Transport Plaza 7, Township Road, Colewich. Siguió bajando, hasta la S, y encontró tanto a su crecido conocido de la noche del viernes como al hermano de su conocido, Lester. Camionero Grande y Camionero Chico. Ambos vivían en Township Road, cerca de la compañía que debían de haber heredado de su padre: Alvin en el número 23, Lester en el número 101.

Si hubiera un tercer hermano, pensó, serían Los Tres Camioneritos. Uno en una casa de paja, uno en una casa de madera, uno en una casa de ladrillos. Pero ¡ay!, solo hay dos.

De nuevo en el piso de abajo, sustrajo sus pendientes del plato de cristal y los metió en el bolsillo del abrigo. Mientras, miraba a la mujer muerta sentada contra la pared. No existía compasión alguna en esa mirada, solo la clase de gesto con el que cualquiera podría despedir un trabajo difícil que ya estuviera terminado. No había necesidad de preocuparse por las pruebas; Tess tenía plena confianza de que no había dejado ninguna, ni siquiera una hebra de pelo. El guante de cocina (ahora con un agujero de disparo) había vuelto a su bolsillo. El cuchillo era un artículo común que se vendía en cualquier hipermercado de Estados Unidos. Por lo que sabía (y le traía sin cuidado), encajaba con el juego de cuchillos de Ramona. Hasta ahora estaba limpia, pero aún le aguardaba la parte complicada. Abandonó la casa, montó en el coche, y se marchó. Quince minutos más tarde se detuvo en el aparcamiento de una estación de servicio desierta el tiempo suficiente para programar en su GPS el número 23 de Township Road.