La puerta principal de Norville tenía vidrieras biseladas a ambos lados. Eran gruesas y deformaban la visión, pero Tess pudo distinguir un bonito empapelado en la pared y un pasillo con suelo de madera pulida. Había una mesita auxiliar con un par de revistas encima. O quizá eran catálogos. En el otro extremo del pasillo vislumbró una habitación grande. El sonido de un televisor surgía de allí. Oyó cantar, así que probablemente Ramona no estuviera viendo Saw. De hecho, si Tess no se equivocaba y la canción era «Climb Ev’ry Mountain», Ramona estaba viendo Sonrisas y lágrimas.
Tess tocó al timbre. De dentro le llegó un repique de campanillas que recordaba a las notas iniciales de «Dixie», una elección extraña para Nueva Inglaterra, pero claro, si Tess tenía razón sobre ella, Ramona Norville era una mujer extraña.
Tess oyó el ruido de unas fuertes pisadas y se volvió, de manera que la luz a través del cristal biselado apenas iluminaría su rostro. Separó la libreta en blanco del pecho y ejecutó movimientos de escritura con una mano enguantada. Hundió los hombros un poco. Daría la impresión de ser una mujer realizando algún tipo de encuesta. Era domingo por la noche, estaba cansada, lo único que deseaba era preguntar por el nombre del dentífrico favorito de la mujer (o cualquier otra tontería), y luego irse a casa.
No te preocupes, Ramona, puedes abrir la puerta, cualquiera vería que soy inofensiva, la clase de mujer que no le haría bu ni a un ganso.
Con el rabillo del ojo vislumbró una distorsionada cara de pez emergiendo a la vista tras el cristal biselado. Hubo una pausa que pareció durar una eternidad, y entonces Ramona Norville abrió la puerta.
—¿Sí? ¿Puedo ayudar…?
Tess se volvió. La luz de la puerta abierta bañó su rostro. Y el shock que observó en el rostro de Norville, con la mandíbula desencajada por la sorpresa, le dijo todo cuanto necesitaba saber.
—¿Tú? ¿Qué estás haciendo…?
Tess sacó el Exprimelimones calibre 38 del bolsillo derecho. En el trayecto desde Stoke Village había imaginado que se atascaría, lo había imaginado con una nitidez de pesadilla, pero salió sin complicaciones.
—Apártate de la puerta. Si intentas cerrarla, te pegaré un tiro.
—No lo harás —dijo Norville. No retrocedió, pero tampoco cerró la puerta—. ¿Estás loca?
—Métete dentro.
Norville tenía puesto un batón azul, y cuando Tess notó que la pechera ascendía precipitadamente, levantó la pistola.
—Dispararé al menor indicio de que vas a gritar. Más te vale creerlo, puta, porque ni mucho menos estoy de broma.
El enorme busto de Norville se desinfló. Los labios se retiraron de la dentadura; los ojos se movían de lado a lado dentro de las órbitas. Ya no tenía aspecto de bibliotecaria, ni su semblante era jovial y acogedor. A Tess le parecía una rata atrapada fuera de su agujero.
—Si disparas esa pistola, todo el vecindario lo oirá.
Tess lo dudaba, pero no discutió.
—¿Y qué importa? Estarás muerta. Métete dentro. Si te comportas y contestas a mis preguntas, puede que aún sigas viva mañana por la mañana.
Norville reculó, y Tess entró por la puerta alargando rígidamente el arma delante de ella. En cuanto cerró la puerta (lo hizo con el pie), Norville se detuvo. Se quedó parada junto a la mesita de los catálogos.
—No toques nada, ni me tires nada —dijo Tess, y por el gesto de la boca de la otra mujer adivinó que la idea de agarrar y tirar algo había cruzado por la mente de Ramona—. Puedo leerte como un libro. Por eso estoy aquí. Más atrás. Hasta la sala de estar. Me encanta la familia Trapp cuando se ponen a rocanrolear.
—Estás chiflada —dijo Ramona, pero empezó a recular de nuevo. Llevaba puestos unos zapatos. Incluso en bata llevaba puestos unos feos zapatones. De hombre y con cordones—. No tengo ni idea de qué estás haciendo aquí, pero…
—No me vengas con gilipolleces, mamaíta. No te atrevas. Te lo vi todo en la cara cuando abriste la puerta. Absolutamente todo. Me creías muerta, ¿verdad?
—No sé de qué estás…
—Estamos entre mujeres, así que ¿por qué no confesar?
Ya se encontraban en el salón. Había pinturas sensibleras en las paredes (payasos y animales abandonados de ojos grandes) y montones de repisas y mesas atestadas de fruslerías: bolas de nieve, bebés troll, figuras de Hummel, Osos Amorosos, y una casa caramelo de cerámica a lo Hansel y Gretel. Pese a que Norville era bibliotecaria, no se veía ni un solo libro. De cara a la televisión había una butaca La-Z-Boy con un banquito delante y una mesa bandeja al lado. Esta contenía una bolsa de ganchitos Cheez Doodles, una botella grande de Coca-Cola Light, el mando a distancia, y una TV Guide. Sobre el televisor descansaba una fotografía enmarcada de Ramona y otra mujer que entrelazaban los brazos una alrededor de la otra y juntaban las mejillas. Daba la impresión de haber sido tomada en un parque de atracciones o en una feria del condado. Situado delante de la foto, un plato de cristal para dulces relucía con centelleantes puntos de luz bajo la lámpara del techo.
—¿Cuánto tiempo llevas haciéndolo?
—No sé de qué hablas.
—¿Cuánto tiempo llevas siendo la chula del violador homicida de tu hijo?
Los ojos de Norville titubearon, pero volvió a negarlo…, lo cual planteaba a Tess un problema. Al venir hacia aquí, matar a Ramona Noville parecía no solo una opción, sino el resultado más probable. Tess se había sentido casi segura de que podría hacerlo, y de que no necesitaría utilizar la cuerda de barco que tenía en el bolsillo izquierdo del pantalón. Ahora, sin embargo, descubrió que no podría seguir adelante a menos que la mujer confesara su complicidad. Porque lo que había estado escrito en su rostro cuando vio a Tess plantada en la puerta, llena de contusiones pero por lo demás vivita y coleando, no era suficiente.
No bastaba.
—¿Cuándo empezó todo? ¿Qué edad tenía? ¿Quince? ¿Qué dijo, que solo estaba «tonteando»? Eso es lo que afirman muchos cuando empiezan.
—No tengo ni idea de a qué te refieres. Vienes a la biblioteca y haces una presentación perfectamente aceptable…, deslucida, obviamente solo estabas allí por el dinero, pero por lo menos llenaste la fecha libre de nuestro calendario, y luego te presentas en mi casa, apuntándome con una pistola y soltando toda clase de salvajadas…
—Eso no te servirá, Ramona. Vi su foto en la web de Halcón Rojo. Con el anillo y todo. Me violó e intentó matarme. Creyó que me había matado. Y tú me enviaste directa a él.
La boca de Norville se abrió en una horripilante mezcla de conmoción, consternación, y culpabilidad.
—¡Eso no es cierto! ¡Estúpida hija de puta, no sabes de lo que estás hablando! —Se lanzó hacia delante.
Tess levantó la pistola.
—Ah-ah, no lo hagas. No.
Norville se detuvo, pero Tess no creía que la bibliotecaria permaneciera inmóvil por mucho más tiempo. Se estaba armando de valor para la lucha o para la huida. Y puesto que debía de saber que Tess la perseguiría si trataba de correr y adentrarse en la casa, sería probablemente lucha.
La familia Trapp se puso a cantar otra vez. Considerando la situación en la que Tess estaba inmersa (en la que ella misma se había metido), toda esa porquería de alegría coral resultaba insoportable. Mientras encañonaba a Norville con la mano derecha, Tess recogió el mando a distancia con la izquierda y silenció la tele. Se disponía a soltar el mando cuando se quedó helada. Había dos cosas encima del televisor, pero al principio solo se había fijado en la foto de Ramona y su novia; el plato para dulces apenas se había ganado un vistazo.
Ahora advirtió que el centelleo que había supuesto que provenía del cristal tallado de los bordes no provenía en absoluto de los bordes. Provenía de algo en su interior. Sus pendientes estaban en el plato. Sus pendientes de diamante.
Norville agarró la casa de caramelo de Hansel y Gretel de su repisa y se la tiró. La arrojó con fuerza. Tess se agachó y la casa de caramelo le pasó a escasos centímetros por encima de la cabeza, haciéndose añicos contra la pared a su espalda. Dio un paso hacia atrás, tropezó con el banquito, y se desplomó con las piernas abiertas. La pistola salió volando de su mano.
Las dos se lanzaron a por ella, Norville dejándose caer sobre las rodillas y embistiendo con el hombro contra el brazo y el hombro de Tess, como un jugador de fútbol americano con el propósito de placar al quaterback. La bibliotecaria agarró la pistola, al principio en una suerte de juego malabar, luego empuñándola con firmeza. Tess metió la mano dentro de la chaqueta y la cerró en torno al mango del cuchillo de carnicero que era su arma de respaldo, consciente de que iba a ser demasiado tarde. Norville era demasiado corpulenta… y demasiado maternal. Sí, eso era. Había protegido a aquel hijo descarriado suyo durante años, y estaba decidida a protegerlo ahora. Tess debería haberle pegado un tiro en el recibidor, en el mismo momento de cerrar la puerta tras ella.
Pero habría sido incapaz, pensó, e incluso en ese momento, saber que era la verdad le proporcionó algo de consuelo. Se irguió sobre las rodillas, con la mano todavía en el interior de la chaqueta, y se encaró con Ramona Norville.
—Eres una escritora de mierda y fuiste una invitada de mierda —dijo Norville. Sonreía, hablando cada vez más rápido. Su voz poseía la cadencia nasal de un subastador—. Parloteabas con la misma desgana que en tus estúpidas novelas. Eras perfecta para él, y él se lo iba a hacer a alguien, conozco las señales. Te envié por ese camino y salió bien y me alegro de que te follara. No sé qué pensabas que ibas a hacer al venir aquí, pero esto es lo que vas a conseguir.
Apretó el gatillo y no hubo nada salvo un chasquido seco. Tess había tomado lecciones cuando compró el revólver, y la más importante consistía en no poner una bala en la primera cámara donde caería el percutor. Por si acaso se accionaba el gatillo por accidente.
Una expresión de sorpresa casi cómica invadió el rostro de Norville. La hizo rejuvenecer. Bajó la vista al arma, y en ese momento Tess sacó el cuchillo del bolsillo interior de la chaqueta, se lanzó a trompicones hacia delante, y lo hundió hasta la empuñadura en el vientre de Norville.
La mujer emitió un sonido vitreo, como un «OOO-OOOO», que intentaba ser un grito y fracasaba. La pistola de Tess cayó al suelo y Ramona reculó tambaleándose contra la pared, con la vista en el mango del cuchillo. Un brazo como aspa de molino barrió una fila de figuras de Hummel. Cayeron del estante y se hicieron añicos en el suelo. Ella emitió otra vez ese sonido, «OOO-OOOO». La pechera de la bata aún seguía inmaculada, pero la sangre empezaba a gotear del dobladillo, repiqueteando sobre los zapatos de hombre de Ramona Norville. Cerró las manos en torno a la empuñadura del cuchillo, trató de tirar de él para liberarlo, y emitió por tercera vez el «OOO-OOOO».
Alzó la vista hacia Tess, incrédula. Tess echó la vista atrás. Estaba recordando algo que había sucedido en su décimo cumpleaños. Su padre le regaló una honda, y ella había salido en busca de cosas a las que disparar. En algún punto, a cinco o seis bloques de su casa, vio un perro callejero con las orejas mordisqueadas hurgando en un cubo de basura. Colocó una piedrecita en el tirador y se la lanzó. Solo pretendía espantar al chucho (o eso se dijo entonces), pero lo alcanzó en los cuartos traseros. El perro aulló con un miserable aik-aik-aik y escapó a la carrera, pero antes le dirigió a Tess una mirada de reproche que esta nunca había olvidado. Habría dado cualquier cosa por deshacer su acción; nunca más había vuelto a disparar su honda contra un ser vivo. Entendía que matar formaba parte de la vida (no tenía reparos en aplastar mosquitos o poner trampas cuando veía excrementos de ratón en el sótano, y había comido su buena ración de hamburguesas del Mickey D’s), pero había creído que nunca sería capaz de herir a algo de esa manera sin sentir remordimientos o pesar. No sufrió ninguna de las dos cosas en el salón de la casa de Lacemaker Lane. Quizá porque, al final, había sido en defensa propia. O quizá no.
—Ramona —dijo—, ahora mismo siento cierta afinidad con Richard Widmark. Esto es lo que les hacemos a los chivatos, cariño.
Norville estaba de pie en un charco de su propia sangre y en su bata finalmente comenzaban a florecer amapolas de sangre. Tenía el semblante pálido. Sus ojos oscuros se veían enormes y relucían conmocionados. Sacó la lengua y la deslizó lentamente, por el labio inferior.
—Ahora tendrás mucho tiempo para reflexionar mientras te retuerces, ¿qué te parece?
Norville empezó a resbalar. Sus zapatos de hombre se escurrían por la sangre con un ruido acuoso. Tanteó en busca de una de las repisas restantes y la arrancó de la pared. Un pelotón de Osos Amorosos se inclinó hacia delante y se suicidó.
Aunque aún no sentía ningún pesar o remordimiento, Tess descubrió que, a pesar de sus fanfarronadas, poseía muy poco de Tommy Udo en su interior; no tenía ganas de observar ni de prolongar el sufrimiento de Norville. Se agachó y recogió el 38. Del bolsillo derecho de sus pantalones sacó el otro objeto que había tomado del cajón junto al horno. Se trataba de un guante de cocina acolchado. Silenciaría un disparo de pistola con bastante eficacia, siempre y cuando el calibre no fuera muy grande. Eso lo había aprendido mientras escribía La Sociedad de la Calceta de Willow Grove se embarca en un crucero de misterio.
—No lo entiendes. —La voz de Norville era un susurro áspero—. No puedes hacerlo. Es un error. Llévame a… hospital.
—El error fue tuyo. —Tess colocó el guante de cocina sobre la pistola, que empuñaba con la mano derecha—. Fue no castrar a tu hijo nada más averiguar lo que era. —Pegó el guante contra la sien de Ramona Norville, volvió la cabeza levemente hacia un lado, y apretó el gatillo. Se produjo un sonido bajo, un enfático plag, como un hombre corpulento aclarándose la garganta.
Eso fue todo.