A las cuatro se acostó, sin ninguna esperanza de poder pegar ojo, pero su cuerpo en recuperación tenía sus propias propiedades. Sucumbió casi al instante, y cuando despertó debido al insistente dah-dah-dah del reloj de cabecera, se alegró de haber puesto el despertador. Fuera, el viento racheado de octubre peinaba las hojas de los árboles y las hacía volar por el patio trasero a ras del suelo en vividos colores. La luz había adquirido ese dorado extraño y sin profundidad que parece ser propiedad exclusiva de las tardes otoñales de Nueva Inglaterra.
Sentía mejor la nariz (reducido el dolor a una sorda palpitación), pero aún tenía la garganta irritada y cojeó más que caminó hasta el cuarto de baño. Se metió en la ducha y permaneció en el compartimiento hasta que el cuarto de baño estuvo tan brumoso como un páramo inglés en un relato de Sherlock Holmes. La ducha ayudó. Un par de paracetamoles del botiquín ayudarían aún más.
Se secó el pelo, luego limpió con la mano el espejo empañado. La mujer en el cristal le devolvía la mirada con ojos atormentados por la furia y la cordura. El espejo no aguantó desempañado por mucho tiempo, pero fue suficiente para que Tess comprendiera que tenía la seria intención de hacerlo, sin importar las consecuencias.
Se vistió con un suéter negro de cuello de cisne y unos pantalones cargo negros con amplios bolsillos de solapa. Se recogió el pelo en un moño y se encasquetó una gorra negra de propaganda. El moño hacía un bulto por detrás, pero al menos ningún testigo potencial sería capaz de decir: «No pude verle bien la cara, pero tenía el pelo rubio y largo. Lo llevaba recogido con una de esas cintas elásticas para el pelo; ya sabe, de las que puedes comprar en JCPenney».
Bajó al sótano donde guardaba su kayac desde el Día del Trabajo y cogió el carrete de cuerda de amarre amarilla que estaba situado en el estante sobre la embarcación. Usó las tijeras de podar para cortar aproximadamente un metro y veinte de cuerda, luego la enrolló alrededor del antebrazo y la deslizó en uno de los amplios bolsillos del pantalón. De vuelta en la cocina, se metió su navaja suiza en el mismo bolsillo, el izquierdo. El bolsillo derecho lo reservaba para el Exprimelimones del 38… y un objeto más, que sacó del cajón junto al horno. Después le sirvió una ración doble de comida a Fritzy, pero antes de permitirle que empezara a comer, lo abrazó y le plantó un beso en la coronilla. El viejo gato acható las orejas (normalmente no era un ama besucona) y se apresuró hacia su plato en cuanto lo depositó en el suelo.
—Hazlo durar —le dijo Tess—. Tarde o temprano, Patsy vendrá a echarte un ojo si no regreso, pero pueden pasar un par de días. —Esbozó una sonrisita y agregó—: Te quiero, viejo zarrapastroso.
—Bueno, bueno —contestó Fritzy, luego se empleó a fondo con la comida. Tess comprobó una vez más las notas de su memorando PARA NO SER ATRAPADA, y entretanto mentalmente hizo un inventario de su equipo y repasó los pasos que pretendía tomar una vez llegara a Lacemaker Lane. Creía que el punto más importante que debía tener presente era que las cosas no se desarrollarían como ella esperaba. Cuando se trataba de cosas así, siempre había cartas sorpresa en la baraja. Pudiera ser que Ramona no estuviera en casa. O que estuviera, pero con su hijo violador-asesino, los dos cómodamente sentados en la sala de estar viendo alguna película del Blockbuster que les levantara el ánimo. Saw, quizá. Pudiera ser que el hermano pequeño (sin duda conocido en Colewich como ¡Camionero Chico!) también se encontrara allí. Por lo que Tess sabía, esa noche Ramona podría estar celebrando en su casa una reunión de Tupperwares o un club de lectura. Lo importante consistía en no descomponerse por sucesos inesperados. Tess suponía que, si no se veía capaz de improvisar, era muy probable que estuviera dejando su casa de Stoke Village por última vez.
Quemó sus notas PARA NO SER ATRAPADA en la chimenea, removió las cenizas con el atizador, y luego se puso una chaqueta de cuero y un par de guantes finos de cuero. La chaqueta tenía un profundo bolsillo en el forro. Tess deslizó uno de los cuchillos de carnicero en su interior, como amuleto de buena suerte, y se dijo a sí misma que no olvidara que estaba allí. Lo último que necesitaba este fin de semana era una mastectomía accidental.
Justo antes de salir por la puerta, conectó la alarma antirrobo.
El viento la asedió de inmediato, agitando el cuello de la chaqueta y las perneras del pantalón cargo. Las hojas se arremolinaban en miniciclones. En el cielo no-completamente-oscuro, por encima de su refinado trocito residencial de Connecticut, las nubes surcaban el rostro de una luna de tres cuartos. Tess pensó que era una noche perfecta para una película de terror.
Montó en el Expedition y cerró la puerta. Una hoja cayó en espiral sobre el parabrisas, y después echó a correr disparada.
—He perdido el juicio —dijo con impasibilidad—. Se me cayó y murió en aquella alcantarilla, o cuando andaba alrededor de la tienda. Es la única explicación para esto.
Arrancó el motor. Tom el Tomtom se iluminó y dijo:
«Hola, Tess. Veo que nos vamos de viaje».
—Así es, amigo mío. —Tess se inclinó hacia delante y programó el 75 de Lacemaker Lane en el metódico cerebrito de Tom.