Ramona Norville resultó ser una mujer jovial, ancha de espaldas y de busto generoso, alrededor de los sesenta, con mejillas sonrojadas, un corte de pelo de Marine y un decidido apretón de manos de «no hacer prisioneros». Esperaba a Tess en el exterior de la biblioteca, en medio de la plaza de aparcamiento reservada para el Autor del Comentario de Hoy. En lugar de desearle a Tess los buenos días (eran las once menos cuarto), o de alabarle sus pendientes (lágrimas de diamante, una extravagancia reservada para las pocas ocasiones en que salía a cenar y para los compromisos como ese), le hizo una pregunta de hombre: ¿Había venido por la 84?
Cuando Tess respondió afirmativamente, los ojos de la señora Norville se agrandaron y se disipó el color de sus mejillas.
—Me alegro de que haya llegado aquí sana y salva. La 84 es la peor autopista de América, en mi humilde opinión. Además del largo rodeo. Podemos mejorar la situación para el camino de vuelta, si lo que dice internet es correcto y vive usted en Stoke Village.
Tess confirmó que sí, aunque no estaba segura de si le gustaba que cualquier extraño (aunque se tratara de una agradable bibliotecaria) supiera dónde recostaba ella su cansada cabeza. Pero no valía de nada quejarse; en estos tiempos, todo estaba en internet.
—Puedo ahorrarle más de quince kilómetros —dijo la señora Norville mientras ascendían la escalera de la biblioteca—. ¿Tiene GPS? Así sería más fácil que con unas indicaciones escritas al dorso de un sobre. Una maravilla de aparatos.
Tess, que sí había agregado un GPS al salpicadero de su Expedition (lo llamaban un Tomtom y se enchufaba al mechero de coche), dijo que sería algo estupendo reducir el viaje en quince kilómetros.
—Mejor cruzar por el granero de Robin Hood que dar toda la vuelta —dijo la señora Norville, y palmeó suavemente a Tess en la espalda—. ¿Tengo razón o tengo razón?
—Totalmente —convino Tess, y así, de manera tan simple, quedó sellado su destino. Siempre había sentido debilidad por los atajos.