Tras constatar que su Expedition arrancaba, le dio al taxista una propina de veinte en lugar de diez. El hombre se lo agradeció con entusiasmo y acto seguido puso rumbo a la I-84. Tess le imitó, pero no sin antes conectar a Tom en el receptáculo del mechero y encenderlo.
«Hola, Tess —saludó Tom—. Veo que nos vamos de viaje».
—Solo a casa, Tommy-boy —dijo ella, y salió del aparcamiento, muy consciente de estar conduciendo un coche con un neumático que había montado el hombre que casi la mató. Al No-Sé-Qué-Polaco. Un camionero hijo de su madre—. Con una parada por el camino.
—No sé en qué estás pensando, Tess, pero deberías tener cuidado.
Si se hubiera hallado en casa en lugar de en su coche, Fritzy habría sido su interlocutor, y Tess se habría mostrado igual de impasible. Llevaba inventándose voces y conversaciones desde la infancia, aunque dejó de hacerlo en público a los ocho años, salvo cuando buscaba un efecto cómico.
—Yo tampoco sé en qué estoy pensando —respondió ella, pero eso no era del todo cierto.
Más adelante se encontraba la intersección con la US-47 y el Gas & Dash, puso el intermitente, giró, y aparcó en el costado del edificio con el morro del Expedition entre las dos cabinas. Vio el número de Limusinas Royal en el polvoriento ladrillo de hormigón entre ambas. Los dígitos eran sinuosos, irregulares, escritos por un dedo incapaz de mantenerse firme. Un escalofrío le recorrió la espalda, y se envolvió con sus brazos, apretando con fuerza. Luego se bajó del coche y se acercó al teléfono que aún funcionaba.
Alguien, quizá un borracho con una llave, había arañado la placa de las instrucciones, pero aún se leía la información relevante: llamadas al 911 sin coste, levantar el auricular y marcar el número. Chupado, coser y cantar.
Pulsó el 9, vaciló, pulsó el 1, entonces vaciló otra vez. Visualizó una piñata, y una mujer presta a golpearla con un palo. De un momento a otro todo su contenido saldría por los aires. Sus amigos y colegas se enterarían de que la habían violado. Patsy McClain se enteraría de que la historia del tropezón con Fritzy en la oscuridad era una mentira producto de la vergüenza…, y que Tess no había confiado en ella lo suficiente para contarle la verdad. Pero, francamente, nada de eso era lo más importante. Suponía que podría resistir un pequeño escrutinio público, especialmente si con ello evitaba que el hombre al que Betsy Neal había llamado Camionero Grande violara y matara a otra mujer. Tess se dio cuenta de que hasta podría ser vista como una heroína, una posibilidad que ni siquiera hubiera sido capaz de plantearse la noche anterior, cuando orinar la hacía llorar de dolor y su mente retornaba una y otra vez a la imagen de sus braguitas robadas en el bolsillo central del peto del gigante.
Únicamente…
—¿Qué gano yo a cambio? —volvió a preguntarse. Habló en voz muy baja, mientras contemplaba el número de teléfono que había garabateado en el polvo—. ¿Qué gano yo a cambio?
Y pensó: Tengo una pistola y sé cómo usarla.
Colgó el teléfono y regresó al coche. Miró la pantalla de Tom, que mostraba la intersección de Stagg Road y la Ruta 47.
—Necesito pensar en esto un poco más —dijo ella.
—¿Qué hay que pensar? —preguntó Tom—. Si lo mataras y luego te atraparan, irías a la cárcel. Con violación o sin ella.
—Eso es lo que necesito pensar —contestó Tess, y torció hacia la US-47, que la llevaría a la I-84.
El tráfico en la interestatal era escaso, propio de una mañana de sábado, y viajar al volante del Expedition era bueno. Balsámico. Normal. Tom estuvo callado hasta que pasó la señal que rezaba SALIDA 9 STOKE VILLAGE 2 MILLAS. Entonces dijo:
—¿Estás segura de que fue un accidente?
—¿Qué? —Tess dio un respingo, sobresaltada. Había oído las palabras de Tom saliendo de su boca, pronunciadas con la voz grave que siempre empleaba para el interlocutor imaginario de sus conversaciones imaginarias (una voz muy poco parecida a la verdadera voz robótica de Tom el Tomtom), pero no sonó como un pensamiento suyo—. ¿Estás diciendo que el cabrón me violó por accidente?
—No —replicó Tom—. Estoy diciendo que si hubiera sido por ti, habrías vuelto por el mismo camino que a la ida. Este camino. La I-84. Pero a alguien se le ocurrió una idea mejor, ¿verdad? Alguien que conocía un atajo.
—Sí —convino ella—. Ramona Norville. —Lo meditó, luego meneó la cabeza—. Demasiado rocambolesco, amigo mío.
Para esto Tom no tuvo respuesta.