25

Si la voz hubiera pertenecido a un hombre, Tess habría soltado un chillido. Logró evitarlo, pero se volvió tan bruscamente que dio un pequeño traspiés. La mujer en el hueco de los abrigos (una delgada insinuación, de no más de metro sesenta) parpadeó con sorpresa y retrocedió un paso.

—Hey, calma.

—Me ha asustado —se excusó Tess.

—Ya veo. —Una nube de oscuro pelo cardado rodeaba el óvalo perfecto y diminuto del rostro de la mujer. Un lápiz asomaba entre el cabello. Poseía unos punzantes ojos azules que no llegaban a emparejar del todo. Una chica Picasso, pensó Tess.

—Estaba en la oficina. ¿Es usted la dueña del Expedition o la dueña del Honda?

—Del Expedition.

—¿Tiene una identificación?

—Sí, dos documentos, pero solo uno con foto. El pasaporte. El resto de mis cosas estaba en mi bolso. Mi otro bolso. Creí que a lo mejor era lo que tenían guardado.

—No, lo siento. ¿Pudiera ser que lo escondiera bajo el asiento o algo así? Únicamente miramos en las guanteras, pero, claro, solo si el coche está abierto. El suyo lo estaba, y su número de teléfono venía en los papeles del seguro. Aunque seguro que ya lo sabe. A lo mejor encuentra su bolso en casa. —La voz de Neal sugería que eso no era muy probable—. Cualquier documento con una foto que se parezca a usted servirá, supongo.

Neal condujo a Tess hacia una puerta por detrás de la zona del ropero, y luego siguieron por un corredor tortuoso y estrecho que bordeaba la sala principal. En las paredes se veían más fotos de grupos. En cierto punto atravesaron una vaharada de cloro que a Tess le provocó una picazón en los ojos y en la delicada garganta.

—Si cree que el servicio huele ahora, debería venir cuando el garito está a tope —dijo Neal, y a continuación agregó—: Ah, lo olvidé; ya ha estado aquí.

Tess no hizo comentario alguno.

Al final del pasillo había una puerta en la que se leía SOLO PERSONAL AUTORIZADO. La estancia al otro lado era grande y agradable, rebosante de luz matinal. Una foto enmarcada de Barack Obama colgaba en la pared, por encima de una pegatina con el eslogan SÍ, PODEMOS. Desde allí Tess no alcanzaba a ver el taxi (el edificio se interponía en el camino), pero sí su sombra.

Eso está bien. Quédate ahí donde estás y gánate diez pavos. Y si no salgo, no entres. Llama a la policía.

Neal se acercó al escritorio en el rincón y se sentó.

—Déjeme ver su identificación.

Tess abrió el bolso, hurgó por debajo del 38, y sacó el pasaporte y su carnet del Gremio de Autores. Neal apenas le echó un vistazo superficial a la foto del pasaporte, pero cuando reparó en el carnet del Gremio, abrió mucho los ojos.

—¡Usted es la mujer de Willow Grove!

Tess sonrió animosamente, lo cual le causó dolor en los labios.

—Culpable de los cargos. —Su voz sonaba brumosa, como si estuviera recuperándose de un fuerte resfriado.

—¡A mi abuela le encantan esos libros!

—Como a muchas abuelas —dijo Tess—. Cuando finalmente el afecto se filtre a la siguiente generación, la que no está viviendo ahora de rentas fijas, me voy a comprar un château en Francia.

A veces se ganaba una sonrisa con ese comentario. No de parte de la señora Neal, sin embargo.

—Espero que eso no pasara aquí. —No especificó más, ni fue necesario. Tess sabía a qué se refería, y Betsy Neal sabía que lo sabía.

Tess pensó en recurrir a la historia que ya le contara a Patsy (el pitido del detector de humo, el gato bajos los pies, el choque contra el poste de la escalera) y no se molestó. Esa mujer tenía aspecto de ser eficiente a la luz del día, y probablemente visitara en raras ocasiones el Stagger Inn durante el horario de apertura, pero era evidente que no se creaba ilusiones sobre lo que a veces acontecía allí cuando se hacía tarde y los clientes estaban borrachos. Después de todo, se trataba de la persona que venía a primera hora del sábado para efectuar las llamadas de cortesía. Probablemente habría escuchado una buena cantidad de cuentos «del día después» sobre caídas a medianoche, resbalones en la ducha, etcétera, etcétera.

—No fue aquí —respondió Tess—. No se preocupe.

—¿Ni en el aparcamiento? Porque si se topó con problemas ahí, tendré que hacer que el señor Rumble hable con el personal de seguridad. El señor Rumble es el jefe, y se supone que las noches de mucho ajetreo los de seguridad comprueban regularmente los videomonitores.

—Fue después de marcharme.

Ahora sí tendré que hacer la denuncia anónima, si es que en algún momento pretendí denunciarlo. Porque estoy mintiendo, y esta mujer se acordará.

¿Si en algún momento pretendió denunciarlo? Por supuesto que sí. ¿Verdad?

—Lo siento mucho. —Neal hizo una pausa, como si deliberara consigo misma. Después dijo—: No es mi intención ofenderla, pero probablemente no se le haya perdido nada en un sitio como este, para empezar. Las cosas no resultaron demasiado bien para usted, y si llegara a los periódicos…, bueno, mi abuela se llevaría una gran decepción.

Tess coincidía. Y como era capaz de adornar una historia de manera convincente (era el talento que pagaba las facturas, a fin de cuentas), eso fue lo que hizo.

—Un mal novio es más peligroso que el colmillo de una serpiente. Creo que lo dice la Biblia. O quizá et doctor Phil. En cualquier caso, he roto con él.

—Muchas mujeres dicen eso, pero terminan cediendo. Y un tipo que lo hace una vez…

—Lo volverá a hacer. Sí, lo sé, fui muy tonta. Si mi bolso no está aquí, ¿cuál es esa otra pertenencia mía?

La señora Neal dio media vuelta en su silla giratoria (el sol le lamió el rostro, resaltando momentáneamente aquellos extraños ojos azules), abrió uno de los archivadores, y extrajo a Tom el Tomtom. Tess se alegró de ver a su viejo compañero de viajes. Eso no mejoraba las cosas, pero se trataba de un paso en la dirección correcta.

—En teoría no deberíamos quitar nada de los coches de los clientes, solo buscamos la dirección y el número de teléfono si podemos, y luego los cerramos, pero no me sentía cómoda dejando esto. A los ladrones no les importa romper una ventanilla para hacerse con algún objeto especialmente apetecible, y esto se encontraba sobre el salpicadero.

—Gracias. —Tess notó que las lágrimas asomaban a sus ojos tras las gafas oscuras, y deseó fervientemente hacerlas retroceder—. Ha sido todo un detalle.

Betsy Neal sonrió, y en un instante el adusto rostro de la Señora Encargada de los Negocios se transformó en una cara radiante.

—No hay de qué. Y cuando ese novio suyo vuelva arrastrándose a pedir una segunda oportunidad, piense en mi abuela y en todos sus fieles lectores y dígale «de eso nada, monada». —Lo meditó un momento—. Pero hágalo con la cadena de la puerta echada. Porque es verdad que un mal novio es más peligroso que el colmillo de una serpiente.

—Buen consejo. Escuche, he de marcharme. Le pedí al taxista que me esperara hasta estar segura de que realmente iba a recuperar mi coche.

Y ahí podría haber acabado todo (en serio, eso podría haber sido todo), pero entonces Neal le preguntó, con apropiada timidez, si tendría inconveniente en firmarle un autógrafo para su abuela. Tess le contestó que por supuesto que no, y pese a todo lo acontecido, observó con franca diversión cómo Neal tomaba una hoja de papel y usaba una regla para rasgar el membrete del Stagger Inn antes de pasársela por encima del escritorio.

—¿Podría poner «Para Mary, una auténtica fan»?

Tess podía. Y mientras añadía la fecha, una nueva fábula le vino a la cabeza.

—Un hombre me ayudó cuando mi novio y yo estábamos…, ya sabe, peleándonos. De no ser por él, me podría haber lastimado mucho más. —¡Sí! ¡Incluso violado!—. Me gustaría darle las gracias, pero no sé su nombre.

—Dudo que yo pueda serle de ayuda. Solo hago trabajo de oficina.

—Pero usted es de aquí, ¿no es cierto?

—Sí…

—Lo conocí en la tiendecita que está más abajo.

—¿El Gas & Dash?

—Sí, creo que se llama así. Es donde mi novio y yo tuvimos nuestra riña. Fue a causa del coche. Yo no quería conducir, ni tampoco quería dejarle a él. Estuvimos discutiendo todo el tiempo mientras íbamos andando por la carretera…, íbamos haciendo eses por la carretera…, haciendo eses por Stagg Road.

Neal sonrió como sonríe la gente cuando ha oído el mismo chiste muchas veces antes.

—En cualquier caso, este hombre llegó en una vieja camioneta azul con esa masilla para el óxido alrededor de los faros…

—¿Bondo?

—Sí, creo que se llama así. —Sabía condenadamente bien que se llamaba así. Su padre había mantenido a la compañía casi sin ayuda—. Como sea, recuerdo que cuando se bajó, pensé que más que montar en el camión parecía llevarlo puesto.

Al devolverle la hoja de papel autografiada, vio que Betsy Neal ahora sonreía abiertamente.

—Oh, Dios mío, a lo mejor sé quién es.

—¿De veras?

—¿Era un hombre grande, o muy grande?

—Muy grande —dijo Tess. Sintió una peculiar alegría expectante que parecía localizada no en la cabeza sino en el centro del pecho. Era así como se sentía cuando los hilos de una trama descabellada empezaban a confluir, tensos como las asas de un bolso trenzado con precisión. Cuando esto ocurría, siempre experimentaba una sensación de sorpresa y, al mismo tiempo, de no sorpresa. No existía una satisfacción igual.

—¿Por casualidad se fijó si llevaba un anillo en el meñique? ¿Una piedra roja?

—¡Sí! ¡Como un rubí! Aunque demasiado grande para ser auténtico. Y una gorra marrón…

Neal asentía con la cabeza.

—Llena de salpicaduras blancas. Lleva diez años con esa maldita gorra puesta. Usted se refiere a Camionero Grande. No sé dónde vive, pero es de los alrededores, de Colewich o de Néstor Falls. Me lo encuentro a veces, en el supermercado, en la ferretería, en el Walmart, en sitios así. Y una vez que lo has visto, ya no lo olvidas. En realidad se llama Al No-Sé-Qué-Polaco. Tiene uno de esos apellidos difíciles de pronunciar, ya sabe. Strelkowicz, Stancowitz, algo así. Apuesto a que podría encontrarlo en la guía telefónica, porque él y su hermano poseen una compañía de transportes. Líneas Halcón, creo que se llama. O tal vez Líneas Águila. Bueno, algo con un nombre de pájaro. ¿Quiere que lo busque?

—No, gracias —respondió Tess en tono amable—. Ya me ha sido de mucha ayuda, y mi taxista me espera.

—Vale. Pero hágase un favor y aléjese de ese novio suyo. Y manténgase lejos del Stagger. Por supuesto, si le cuenta a alguien que yo he dicho eso, tendré que matarla.

—Me parece justo —dijo Tess, con una sonrisa—. Lo tendría merecido. —Se volvió en el vano de la puerta—. ¿Me haría un favor?

—Sí, si puedo.

—Si casualmente viera a Al No-Sé-Qué-Polaco por la ciudad, no le mencione que ha hablado conmigo. —Sonrió aún más ampliamente, pese al dolor que le provocaba en los labios—. Quiero darle una sorpresa. Hacerle un regalo, o algo.

—Sin problema.

Tess se entretuvo un poco más.

—Me encantan sus ojos.

Neal se encogió de hombros y sonrió.

—Gracias. No son exactamente iguales, ¿verdad? Antes me acomplejaban, pero ahora…

—Ahora se siente cómoda —dijo Tess—. Se acostumbró a ellos.

—Supongo que sí. Hasta conseguí algún trabajo de modelo cuando tenía veintitantos. Pero a veces, ¿sabe qué? A veces es mejor desprenderse de algunas cosas. Como el gusto por los hombres de mal temperamento.

Ante eso, no parecía que hubiera nada que responder.