Cuando el taxi giró hacia Stagg Road, el pulso de Tess se aceleró. Para cuando alcanzaron el Stagger Inn, latía desbocado a lo que parecían ciento treinta pulsaciones por minuto. El taxista debió de notar algo por el espejo retrovisor…, o quizá solo fueron las marcas visibles de la paliza lo que propició su pregunta.
—¿Va todo bien, señora?
—De perlas —respondió—. Es solo que no tenía pensado volver aquí esta mañana.
—Pocos lo piensan —dijo el taxista. Chupaba un mondadientes, embarcado en un lento y filosófico viaje de un lado a otro de la boca—. Supongo que tendrán sus llaves aquí, ¿no? ¿Se las dejó al camarero?
—Ah, en eso no hay problema —dijo alegremente—. Pero me están guardando otra posesión mía; la señora que llamó no dijo de qué se trataba, y por más que procuro no logro dilucidar qué podría ser.
Dios bendito, hablo como una de mis andanas señoras detectives.
El taxista hizo rodar el mondadientes al punto de partida. Fue su única respuesta.
—Le pagaré diez dólares más si espera hasta que salga —le dijo Tess, ladeando la cabeza en dirección al bar—. Quiero cerciorarme de que mi coche arranca.
—Noproblemo —dijo el taxista.
Y si me pongo a gritar porque me encuentro con que él está esperándome ahí dentro, venga a la carrera, ¿de acuerdo?
Pero no habría dicho una cosa semejante ni aunque hubiera podido hacerlo sin parecer totalmente chiflada. El taxista era un cincuentón gordo que respiraba ruidosamente. No supondría rival para el gigante si aquello fuera una trampa…, como sería el caso en una película de miedo.
Atraída de vuelta, pensó Tess con desaliento. Atraída de vuelta por una llamada de la novia del gigante, que está tan loca como él.
Una idea estúpida, paranoica, pero el camino hasta la puerta del Stagger Inn se hizo eterno; sus zapatos retumbaban en la compacta tierra apisonada: clamp-clad-clamp. El aparcamiento que la noche anterior había sido un océano de coches ahora se hallaba desierto a excepción de cuatro islas automotoras, una de las cuales era su Expedition. Estaba al fondo del aparcamiento (claro, no habría querido que nadie le observara al situarlo allí), y pudo ver el neumático delantero izquierdo. Era normal y corriente, viejo y de flanco negro; no casaba con los otros tres, pero por lo demás parecía en buen estado. Lo había cambiado. Por supuesto que sí. ¿Cómo si no habría podido mover el coche desde su…, su…?
Su patio de recreo. Su campo de batalla. Trajo el coche hasta aquí, lo aparcó, volvió andando a la tienda abandonada, y se fue en su vieja F-150. Menos mal que no recobré el conocimiento antes; él me habría encontrado vagando en las nubes y yo no estaría aquí ahora.
Miró por encima del hombro. En una de las películas que ahora ya no se quitaba de la cabeza, seguramente habría visto al taxi alejándose a toda velocidad (abandonándome a mi suerte), pero aún seguía allí. Levantó una mano en dirección al conductor, y este respondió con el mismo gesto. Se encontraba bien. Su coche estaba aquí y el gigante no. El gigante estaba en su casa (su guarida), muy posiblemente recuperándose aún de los esfuerzos de la noche anterior.
El letrero en la entrada decía CERRADO. Tess llamó a la puerta y no obtuvo respuesta. Probó el pomo, y cuando este giró, siniestros complots de película retornaron a su mente. Complots verdaderamente estúpidos donde el pomo siempre giraba y la heroína clamaba (con voz trémula): «¿Hay alguien ahí?». Todo el mundo sabe que es una locura entrar, pero ella lo hace de todos modos.
Tess volvió la vista hacia el taxi, comprobó que seguía allí, se recordó a sí misma que llevaba una pistola cargada en el bolso de repuesto, y entró de todos modos.