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El teléfono sonaba en la distancia, en algún universo adyacente. Entonces se detuvo y Tess oyó su propia voz, la grabación gratamente impersonal que empezaba «Ha llamado a…». A esto le siguió la voz de alguien que dejaba un mensaje. Una mujer. Para cuando Tess, a duras penas, alcanzó el estado de vigilia, la persona que llamaba había cortado.

Miró el reloj de la mesilla de noche y vio que eran las diez menos cuarto. Había dormido otras dos horas. Por un instante se alarmó: quizá, después de todo, había sufrido una conmoción cerebral o una fractura. Luego se relajó. La noche anterior había realizado mucho ejercicio. La mayor parte había sido sumamente desagradable, pero el ejercicio era el ejercicio. Resultaba natural que hubiera caído dormida. Quizá incluso se echara una siesta por la tarde (darse otra ducha, seguro), pero antes tenía una diligencia que hacer. Una responsabilidad con la que cumplir.

Se puso una falda larga de tweed y un suéter de cuello alto que en realidad le iba demasiado grande; le lamía la parte inferior de la barbilla. Perfecto para Tess. Se había aplicado corrector sobre la contusión de la mejilla. No lo tapaba por completo, igual que sus gafas de sol más grandes tampoco enmascaraban por completo los ojos morados (los labios hinchados constituían una causa perdida), pero el maquillaje ayudó, de todas formas. El mismo acto de aplicárselo la hizo sentirse más anclada a su vida. Más al mando.

En el piso de abajo, pulsó el botón de PLAY del contestador automático, creyendo que la llamada procedería sin duda de Ramona Norville, haciendo la obligada revisión del día después: lo pasamos bien, espero que usted se divirtiera, las reacciones han sido muy favorables, por favor venga otra vez (ni de coña), bla, bla, bla. Pero no se trataba de Ramona. El mensaje era de una mujer que se identificó como Betsy Neal. Decía que llamaba desde el Stagger Inn.

—Como parte de nuestro esfuerzo por evitar que se mezclen bebida y conducción, nuestra política es hacer una llamada de cortesía a las personas que hayan dejado sus vehículos en nuestro aparcamiento después del cierre —decía Betsy Neal—. Podrá recoger su Ford Expedition, matrícula de Connecticut 775 NSD, hasta las cinco de esta tarde. Después de esa hora será remolcado al Taller Excellent, en el 1500 de John Higgings Road, Colewich North, a expensas suyas. Por favor, tenga presente que no disponemos de sus llaves, señora. Debió de llevárselas. —Una pausa—. Hay aquí otra de sus pertenencias; por favor, pase por la oficina cuando venga. Recuerde que necesitaré ver alguna identificación. Gracias y que tenga un buen día.

Tess se sentó en el sofá y se echó a reír. Antes de escuchar el discurso enlatado de la mujer, había planeado ir al centro comercial conduciendo su Expedition. No tenía su bolso, no tenía su llavero, no tenía su maldito coche, pero aun así planeaba salir andando por el paseo de entrada, montarse, y…

Se recostó contra un cojín, riéndose a pleno pulmón y dándose puñetazos en el muslo. Fritzy se escondía bajo la butaca al otro lado de la sala, mirándola como si estuviera loca.

Aquí estamos todos locos, así que tómate otra taza de té, pensó, y rio con más fuerza que nunca.

Cuando finalmente paró (sólo que más bien fue como quedarse sin pilas), volvió a reproducir el mensaje. Esta vez se concentró en lo que esa mujer Neal decía sobre otra de sus pertenencias. ¿Su bolso? ¿Quizá sus pendientes de diamante? Pero eso sería demasiado bueno para ser cierto. ¿Verdad?

Ir al Stagger Inn en un vehículo negro de Limusinas Royal podría resultar demasiado memorable, por lo que llamó a la compañía de taxis de Stoke Village. El operador le dijo que estarían encantados de llevarla a lo que nombró como «El Stagger» por una tarifa plana de cincuenta dólares.

—Perdone que sea tan caro —dijo—, pero el conductor tiene que volver vacío.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Tess, pasmada.

—Dejó allí su coche, ¿no? Ocurre continuamente, sobre todo los fines de semana. Aunque también recibimos llamadas después de las noches de karaoke. Su taxi llegará en quince minutos como mucho.

Tess se comió un bollo Pop-Tart (le dolía al tragar, pero había perdido su primer intento de desayuno y tenía hambre), y luego esperó al taxi de pie en la ventana de la sala de estar, mientras hacía rebotar la llave de repuesto del Expedition en la palma de la mano. Se decidió por un cambio de planes. No se molestaría en ir al centro comercial de Stoke Village; en cuanto hubiera recogido su coche (y cualquiera que fuese la otra pertenencia que Betsy Neal custodiaba), conduciría los ochocientos metros hasta el Gas & Dash y llamaría a la policía desde allí.

Simplemente, parecía apropiado.