Al despertar, la luz indiscutiblemente cuerda de las seis de la mañana entraba a raudales por las ventanas. Había cosas que era necesario hacer y decisiones que era necesario tomar, pero por el momento le bastaba con estar viva y en su propia cama en lugar de metida en una alcantarilla.
Esta vez la micción fue casi normal, y no vio nada de sangre. Volvió a darse una ducha; una vez más hizo correr el agua tan caliente como pudo soportar, cerrando los ojos y dejando que cayera sobre la cara palpitante. Cuando tuvo suficiente, se echó champú en el pelo y lo extendió lenta y metódicamente, empleando los dedos para masajearse el cuero cabelludo, sorteando el punto doloroso donde debió de golpearla. Al principio el profundo rasguño en su espalda le escocía, pero pasó y sintió como un ramalazo de felicidad. Apenas si pensó en la escena de la ducha de Psicosis.
La ducha siempre era donde mejor desarrollaba sus ideas, un ambiente similar a un útero, y si alguna vez había necesitado concentrarse y pensar bien, ese era el momento.
No quiero ir a ver al doctor Hedstrom, y no me hace falta ir a ver al doctor Hedstrom. Esa decisión ya está tomada, aunque más tarde, a lo mejor dentro de un par de semanas, cuando mi cara recupere su aspecto más o menos normal, tendré que hacerme análisis de ETS…
—No te olvides de la prueba del sida —dijo, y la idea le retorció el rostro en una mueca tan violenta que le dolió la boca. Le aterraba la idea. Sin embargo, tendría que efectuarse la prueba. Por su propia tranquilidad de espíritu. Y nada de eso abordaba la que ahora reconocía que era la cuestión principal de la mañana. Lo que hiciera o dejara de hacer respecto a su propia violación solo le concernía a ella, pero eso no se aplicaba a las mujeres de la tubería. Mujeres que habían perdido mucho más que ella. ¿Y la siguiente mujer que fuera atacada por el gigante? Porque habría otra, de eso no le cabía duda. Quizá no hasta dentro de un mes, o un año, pero la habría. Al cerrar el grifo de la ducha, Tess comprendió (de nuevo) que la próxima podría ser ella, en el caso de que el gigante regresara a comprobar la alcantarilla y no la encontrara allí. Ni la ropa en la tienda, por supuesto. Si había hurgado en su bolso, lo cual era casi seguro, entonces tendría su dirección.
—También mis pendientes de diamante —dijo—. El hijo de puta pervertido de mierda me robó mis pendientes.
Aun si él evitara la tienda y la alcantarilla durante una temporada, aquellas mujeres ahora pertenecían a Tess. Eran su responsabilidad, y no debía eludirla solo porque su foto pudiera aparecer en la portada del Inside View.
Bajo la serena luz matinal en una zona residencial de Connecticut, la solución se le antojaba ridículamente simple: una llamada anónima a la policía. El hecho de que una novelista profesional con diez años de experiencia no hubiera pensado en ella inmediatamente casi se merecía el castigo de una tarjeta amarilla. Daría la ubicación (la tienda abandonada TE GUSTA LE GUSTAS en Stagg Road), y describiría al gigante. ¿Qué dificultad entrañaría localizar a un hombre así? ¿O a una camioneta Ford F-150 de color azul con un emplaste de Bondo alrededor de los faros?
Chupado, coser y cantar.
Pero mientras se secaba el pelo, sus ojos se posaron sobre el Exprimelimones del 38 y pensó: Demasiado fácil. Porque…
—¿Qué saco yo a cambio? —le preguntó a Fritzy, que se hallaba sentado en la puerta y la miraba con sus luminosos ojos verdes—. ¿Qué narices saco yo a cambio?