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Todo se desarrolló exactamente igual a como lo había visualizado: la llegada, la propina que añadió al recibo de la tarjeta de crédito, el recorrido por el paseo bordeado de flores (le pidió a Manuel que esperara y la iluminara con los faros hasta que entrase), los maullidos de Fritzy mientras inclinaba el buzón y pescaba la llave del gancho. Entonces estuvo dentro, y Fritzy se le enroscó ansiosamente alrededor de los pies, deseando que lo tomara en brazos y lo acariciara, deseando que le diera comida. Tess hizo esas cosas, pero antes cerró con llave la puerta principal y a continuación activó la alarma antirrobos por primera vez en meses. Cuando vio el destello de la palabra ARMADA en la pantallita verde sobre el teclado numérico, por fin empezó a sentirse como ella misma, o algo similar. Miró el reloj de cocina y quedó atónita al ver que solo eran las once y cuarto.

Mientras Fritzy se comía su Banquete de Fantasía, ella comprobó las puertas del patio trasero y de la terraza lateral, cerciorándose de que ambas tuvieran el pestillo echado. Después las ventanas. Se suponía que el panel de control de la alarma informaba si algo se encontraba abierto, pero no confiaba en él. Cuando tuvo la certeza de haber asegurado todo, se dirigió al armario del pasillo delantero y bajó una caja que llevaba tanto tiempo en el estante superior que estaba cubierta por un paño de polvo.

Cinco años atrás se había producido una oleada de robos y asaltos a casas en el norte de Connecticut y el sur de Massachusetts. Los malos eran sobre todo drogadictos enganchados a los ochenta, así llamaban a la Oxycontina sus muchos admiradores de Nueva Inglaterra. Se exhortó a los residentes de la zona a que fueran particularmente cuidadosos y que tomaran «precauciones razonables». Tess no se había formado una opinión a favor o en contra de las armas de fuego, ni le preocupaba especialmente que unos extraños invadieran su casa durante la noche (no en aquel entonces), pero un arma parecía encajar bien bajo el epígrafe de «precauciones razonables», y en cualquier caso, pretendía instruirse sobre pistolas para el próximo libro de Willow Grove. El miedo a un robo parecía la oportunidad perfecta.

Fue a la armería de Hartford que tenía la mejor valoración en internet, y el empleado le recomendó un Smith & Wesson del calibre 38, un modelo que denominó Exprimelimones. Lo compró principalmente porque le gustó el nombre. El empleado también le habló sobre un buen campo de tiro a las afueras de Stoke Village. Tess había ido diligentemente con su arma una vez que el período de espera de cuarenta y ocho horas expiró y la tuvo realmente en su poder. Disparó unas cuatrocientas balas en el transcurso de una semana, y al principio disfrutaba de la emoción de los estallidos, pero rápidamente se hizo aburrido. La pistola había permanecido en el armario desde entonces, guardada en su caja junto con cincuenta cartuchos de munición y su licencia de armas.

Cargó el revólver, sintiéndose mejor, más segura, con cada bala que metía en el tambor. Lo puso en la encimera de la cocina y luego comprobó el contestador automático. Había un mensaje. Era de Patsy McClain, la vecina de al lado. «No he visto ninguna luz esta noche, así que imagino que has decidido quedarte en Chicopee. ¿O es que te has ido a Boston? En cualquier caso, he usado la llave de detrás del buzón para dar de comer a Fritzy. Ah, y te dejé el correo en la mesita de la entrada. Todo publicidad, lo siento. Llámame mañana antes de que salga para el trabajo si ya estás de vuelta. Solo quiero saber si has llegado sana y salva».

—Oye, Fritz —dijo Tess, al tiempo que se agachaba para acariciarle—. Supongo que esta noche has tenido ración doble. Muy inteligente por tu…

Alas grises se cernieron sobre su visión, y si no se hubiera agarrado a la mesa de cocina, habría caído cuan larga era en el suelo de linóleo. Profirió un grito de sorpresa que sonó débil y distante. Fritzy echó las orejas hacia atrás, le dedicó una escrutadora mirada con los ojos entornados, pareció decidir que no iba a desplomarse (al menos, no encima de él), y regresó a su segunda cena.

Tess se enderezó despacio, sujetándose a la mesa para mayor seguridad, y abrió el frigorífico. No había ensalada de atún, pero sí requesón con mermelada de fresa. Lo devoró con avidez, raspando el recipiente de plástico con la cuchara para apurar hasta el último resto de cuajada. Estaba frío y se deslizaba con suavidad por su dañada garganta. No estaba muy segura de que hubiera podido comer carne, de todas formas. Ni siquiera atún de lata.

Bebió zumo de manzana directamente de la botella, eructó, y luego caminó con dificultad hasta el cuarto de baño de abajo. Se llevó consigo la pistola, con el dedo por fuera del seguro del gatillo, como le habían enseñado.

En el estante sobre el lavabo había un espejo de aumento ovalado, un regalo de Navidad de su hermano que vivía en Nuevo México. Escrito encima con letras doradas se leían las palabras GUAPA YO. La Vieja Tess lo había utilizado para depilarse las cejas y arreglarse rápidamente el maquillaje. La nueva lo utilizó para examinarse los ojos. Estaban inyectados en sangre, por supuesto, pero las pupilas parecían del mismo tamaño. Apagó la luz del baño, contó hasta veinte, luego la volvió a encender y observó que sus pupilas se contraían. Aquello también parecía estar bien. Así que probablemente no hubiera sufrido ninguna fractura de cráneo. Quizá una conmoción cerebral, una ligera conmoción cerebral, pero…

Como si yo lo supiera. Tengo una Licenciatura en Artes por la Universidad de Connecticut y un doctorado en ancianas señoras detectives que se pasan al menos un cuarto de cada novela intercambiándose recetas que copio de internet y modifico solo lo suficiente para que no me acusen de plagio. Puede que entre en coma o que muera de una hemorragia cerebral durante la noche. Patsy me encontraría la próxima vez que viniera a dar de comer al gato. Tienes que ir a ver a un médico, Tessa Jean. Y lo sabes.

Lo que sabía era que si iba a su médico, cabía la posibilidad real de que su infortunio llegara a ser de dominio público. Los médicos garantizaban la confidencialidad, formaba parte de su juramento hipocrático, y una mujer que se ganara la vida como abogada o como asistenta o como agente inmobiliario casi podía dar por descontado que se respetaría su privacidad. Hasta podría ocurrir en el caso de la misma Tess, era ciertamente posible. Probable, incluso. Por otra parte, bastaba con ver lo sucedido a Farrah Fawcett: se convirtió en pasto de tabloides cuando un empleado de hospital se fue de la lengua. La misma Tess había oído rumores sobre las desventuras psiquiátricas de un novelista que había sido un clásico de las listas de ventas con sus relatos de vigorosas hazañas. La propia agente de Tess le había pasado el más jugoso de estos rumores mientras comían no hacía ni dos meses… y Tess escuchó.

Hice más que escuchar, pensó mientras contemplaba su yo golpeado y aumentado. Pasé aquel chismorreo en cuanto tuve oportunidad.

Aunque el médico y su personal mantuvieran la boca cerrada sobre la escritora de misterio que había sido golpeada, violada y atracada al volver de una aparición pública, ¿qué pasaría con los pacientes que pudieran verla en la sala de espera? Para algunos no sería solo otra mujer con moratones en la cara que prácticamente gritaban paliza; sería la novelista residente en Stoke Village, ya sabes quién, hicieron una película para la tele sobre unas señoras detectives hace un año o dos, la echaron en el canal Lifetime, por Dios, seguro que la has visto.

No tenía la nariz rota, después de todo. Resultaba difícil creer que algo pudiera doler tantísimo sin estar roto, pero así era. Estaba hinchada (por supuesto, pobrecita), y dolía, pero podía respirar por ella; además, en el piso de arriba guardaba algo de Vicodina con la que capear el dolor por esa noche. Sin embargo, tenía un par de radiantes ojos a la funerala, una mejilla amoratada e hinchada, y un anillo de cardenales alrededor de la garganta. Eso era lo peor, era la clase de collar que la gente interpretaba solo en un sentido. Contaba, además, con una colección de contusiones, moratones y rasguños en la espalda, en las piernas y en el trasero. Pero ropajes y medias encubrirían la tragedia.

Genial. Soy poeta y no lo sé.

—La garganta… Podría llevar cuellos de cisne.

Totalmente. Octubre era tiempo para cuellos de cisne. En cuanto a Patsy, podría decirle que por la noche se cayó por las escaleras y se golpeó en la cara. Decirle que…

—Que creí oír un ruido, y que cuando bajaba las escaleras para echar un vistazo, Fritzy se me enredó entre los pies.

Fritzy oyó su nombre y maulló desde la puerta del cuarto de baño.

—Decir que me pegué en mi estúpida cara con el balaustre a los pies de la escalera. Podría incluso…

Incluso hacer una pequeña marca en el poste, por supuesto que sí. Quizá con el martillo para ablandar carne que guardaba en un cajón de la cocina. Nada llamativo, solo uno o dos golpecitos, lo suficiente para desconchar la pintura. Esa historia no engañaría a un médico (ni a una vieja y perspicaz detective como Doreen Marquis, decana de la Sociedad de la Calceta), pero sí engañaría a la dulce Patsy McC, cuyo marido no le había levantado la mano ni una sola vez en los veinte años que estuvieron juntos.

—No es que tenga algo de lo que estar avergonzada —susurró a la mujer en el espejo. La Nueva Mujer con la nariz torcida y los labios hinchados—. No es eso. —Cierto, pero la exposición pública la avergonzaría. Se hallaría desnuda. Una víctima desnuda.

Pero ¿y qué pasa con las demás mujeres, Tessa Jean? ¿Las mujeres de la tubería?

Tendría que pensar en ellas, pero no esta noche. Esta noche se encontraba cansada, dolorida, y escarificada hasta el fondo de su alma.

Muy en su interior (en su alma escarificada) sintió un ascua encendida de furia hacia el hombre responsable de esto. El hombre que la había puesto en aquella situación. Miró la pistola depositada al lado del lavabo, y supo que si él estuviera ahí, la usaría sin un segundo de vacilación. Saber eso la hizo sentirse confusa respecto a sí misma. También la hizo sentir más fuerte.