Llegó la limusina, una Lincoln Town Car. El hombre sentado tras el volante se apeó y miró en derredor. Tess lo observó celosamente desde la esquina de la tienda. Vestía un traje oscuro. Era un tipo pequeño, con gafas, que no tenía pinta de violador…, pero, por descontado, no todos los gigantes eran violadores ni todos los violadores eran gigantes. Tenía que confiar en él, sin embargo. Si quería volver a casa y dar de comer a Fritzy, no le quedaba alternativa. Por tanto, dejó caer su improvisada y asquerosa estola junto al teléfono que aún funcionaba y caminó despacio y con paso firme hacia el coche. La luz que brillaba a través de las ventanas resultaba cegadora después de haber permanecido en las sombras a ese lado del edificio, y sabía el aspecto que presentaba su rostro.
Me preguntará qué me ha pasado, y me preguntará si quiero ir a un hospital.
Pero Manuel (que acaso hubiera presenciado cosas peores, no era imposible) se limitó a sujetar la puerta y a decir:
—Bienvenida a su Limusina Real, señora. —Tenía un ligero acento hispano a juego con su tez aceitunada y sus ojos oscuros.
—Donde me tratan a cuerpo de rey —dijo Tess. Procuró sonreír, lo cual hizo que le dolieran los labios hinchados.
—Sí, señora. —Nada más. Que Dios bendijera a Manuel, que acaso hubiera presenciado cosas peores, quizá en su lugar de origen, quizá en la parte de atrás de ese mismo coche. ¿Quién sabía qué secretos guardaban los conductores de limusina? Era una pregunta que podría encerrar un buen libro en su interior. No de la clase que ella escribía, claro…, aunque ¿quién sabía qué clase de libros escribiría después de esto? ¿O si volvería a escribir alguno? La aventura de aquella noche podría haberle arrebatado aquel solitario placer durante una temporada. Quizá para siempre. Resultaba imposible saberlo.
Subió al asiento trasero del coche, moviéndose como una anciana con osteoporosis avanzada. Ya sentada, y después de que el chófer hubiera cerrado la puerta, envolvió los dedos alrededor de la manija y observó con atención, queriendo cerciorarse de que era Manuel quien se ponía ante el volante, y no el gigante del peto. En Terror en Stagg Road 2 habría sido el gigante: una vuelta de tuerca más antes de los créditos. Usa un poco de ironía, es buena para la sangre.
Pero fue Manuel quien entró en el coche. Por supuesto. Se relajó.
—La dirección que tengo es Primrose Lane, número 19, en Stoke Village. ¿Es correcta?
Por un instante fue incapaz de recordar; en la cabina había tecleado sin vacilación el número de su tarjeta telefónica, pero se quedaba en blanco cuando se trataba de su propia dirección.
Relájate, se dijo. Ya se acabó. Esto no es una película de miedo, es tu vida. Has pasado por una experiencia terrible, pero ya se acabó. Así que relájate.
—Sí, Manuel, así es.
—¿Querrá hacer alguna parada, o vamos directamente a su casa? —Fue lo más cerca que estuvo de mencionar lo que las luces del Gas & Dash debían de haberle mostrado mientras ella caminaba hacia el Town Car.
Era solo suerte que siguiera tomando sus píldoras anticonceptivas (suerte y tal vez optimismo; ni siquiera había tenido un rollo de una noche en los últimos tres años, a menos que uno contara lo de esa tarde), pero la suerte había escaseado en el día de hoy, y agradecía esta pequeña bendición. Estaba segura de que Manuel podría encontrar una farmacia abierta en algún punto del trayecto, los conductores de limusina parecían conocer esa clase de cosas, pero no se veía capaz de entrar en una y pedir la píldora del día después. Su rostro habría revelado demasiado bien por qué necesitaba una. Además, estaba el problema del dinero, por supuesto.
—Ninguna parada, tan solo lléveme a casa, por favor.
Pronto estuvieron en la I-84, muy concurrida por el tráfico de un viernes noche. Stagg Road y la tienda abandonada quedaron atrás. Lo que le aguardaba delante era su propia casa, con su sistema de seguridad y una cerradura en cada puerta. Y eso era bueno.