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Aproximadamente un kilómetro y medio después de pasar la señal de Colewich, Tess comenzó a oír un rumor quedo, rítmico, que parecía brotar de la carretera a través de sus pies. Su primer pensamiento fue para los Morlocks mutantes de H. G. Wells, atendiendo su maquinaria en las entrañas de la tierra, pero otros cinco minutos aclararon el sonido. Le llegaba por el aire, no desde el suelo, y era un sonido que conocía: el latido de un bajo. El resto de la banda fue uniéndose a medida que avanzaba. Empezó a divisar una luz en el horizonte, no unos faros, sino el fulgor blanco de los arcos de sodio y el destello rojo del neón. El grupo estaba tocando «Mustang Sally», y pudo oír risas. Era un sonido ebrio y hermoso, salpicado de voces alegres y festivas. Hizo que le entraran ganas de llorar un poco más.

El bar de carretera, un viejo granero de mala muerte con un enorme aparcamiento de tierra que parecía lleno hasta los topes, se llamaba Stagger Inn. Se detuvo al borde del resplandor proyectado por las farolas del aparcamiento, frunciendo el ceño. ¿Por qué tantos coches? Entonces recordó que era viernes por la noche. Por lo visto el Stagger Inn era el local de moda de la noche de los viernes si vivías en Colewich o en alguna de las poblaciones vecinas. Tendrían un teléfono, pero había demasiadas personas. Se fijarían en su rostro amoratado y su nariz torcida. Querrían saber qué le había sucedido, y no se encontraba en condiciones de inventarse una historia. Al menos no todavía. Ni siquiera un teléfono público en el exterior sería de utilidad, porque también distinguía gente fuera. A montones. Por supuesto. En estos días tenías que salir fuera si querías fumar un cigarrillo. Además…

Él podría estar allí. ¿No había estado brincando alrededor de ella en algún momento, cantando una canción de los Rolling Stones con una horrible voz disonante? Tess supuso que podría haber soñado aquella parte (o haber sufrido una alucinación), pero no lo creía. ¿No era posible que, después de esconder su coche, él hubiera venido aquí mismo, al Stagger Inn, con las cañerías limpias y listas para pasar la noche de fiesta?

El grupo se lanzó a interpretar una versión perfectamente apropiada de un viejo tema de los Cramps: «Can Your Pussy Do the Dog».

No, pensó Tess, pero hoy un perro se lo hizo a mi conejito, no cabe duda.

La Vieja Tess no aprobaría un chiste semejante, pero a la Nueva Tess le pareció la hostia de gracioso. Profirió una carcajada ronca y echó a andar de nuevo, cruzando al otro lado de la carretera, donde las luces del aparcamiento del bar no la alcanzaban de lleno.

Al pasar más allá del edificio, vio una vieja furgoneta blanca estacionada de espaldas a un muelle de carga. No había farolas a este lado del Stagger Inn, pero la luz de la luna fue suficiente para mostrarle el esqueleto que aporreaba la batería de magdalenas. No era de extrañar que la furgoneta no se hubiera detenido a recoger los maderos llenos de clavos desperdigados en el asfalto. Los Panaderos Zombis llegaban tarde al montaje, y eso no era bueno, porque los viernes noche, en el Stagger Inn, las caderas se meneaban, con los músicos se vibraba y el buen rollo reinaba.

—¿Tu conejito sabe hacer el perro? —preguntó Tess, y se ciñó un poco más el retazo roñoso de alfombra alrededor del cuello. No era una estola de visón, pero en la fría noche de octubre era mejor que nada.