Caminaba por el medio de Stagg Road y cantaba «It’s a Heartache» cuando oyó a su espalda el ruido de un motor que se aproximaba. Giró sobre sus talones, a punto de perder el equilibrio, y divisó unos faros que alumbraban la cima de una colina que sin duda ella acababa de superar. Era él. El gigante. Había regresado, y al no encontrar su ropa, había investigado la alcantarilla y descubierto que ella ya no estaba dentro. La buscaba.
Tess salió disparada hacia la cuneta, tropezó sobre una rodilla, perdió la sujeción de su improvisado chal, se irguió, y se adentró a trompicones entre la maleza. Una rama le arañó en la mejilla. Oía a una mujer que sollozaba de miedo. Se tiró al suelo, apoyándose en las manos y las rodillas; el pelo le caía sobre los ojos. La carretera se iluminó cuando los faros salvaron la colina. Vio el trozo de alfombra con total claridad, y supo que el gigante también lo vería. Se detendría y se apearía del vehículo. Ella intentaría huir, pero él la atraparía. Gritaría, pero nadie la oiría. En las historias de este género nunca había nadie para oír los gritos. La mataría, pero antes la violaría un poco más.
El coche (era un coche, no una pick-up) pasó sin reducir la marcha. Del interior manaba música de la Bachman-Turner Overdrive, a todo volumen: «B-B-B-Baby, no has visto n-n-nada aún». Observó el parpadeo de las luces traseras hasta que se perdieron de vista. Notó que se estaba preparando para ausentarse otra vez y se abofeteó las mejillas con ambas manos.
—¡No! —gruñó con su voz de Bonnie Tyler—. ¡No!
Retrocedió un poco. Sintió un fuerte impulso de quedarse agazapada entre los arbustos, pero eso no sería bueno. No era solo que faltara mucho para el amanecer, probablemente aún faltaba mucho para la medianoche. La luna estaba baja en el cielo. No podía quedarse ahí, y no podía continuar… apagándose. Debía pensar.
Tess recogió el trozo de alfombra de la cuneta, empezó a echárselo de nuevo sobre los hombros, y entonces se palpó las orejas, sabiendo lo que descubriría. Los pendientes, las lágrimas de diamante, una de sus pocas extravagancias reales, habían desaparecido. Volvió a romper en lágrimas, pero este arrebato de llanto fue más breve, y cuando terminó se sintió mejor, más como ella misma. Más en ella misma, una habitante de su mente y de su cuerpo en lugar de un espectro flotando alrededor.
¡Piensa, Tessa Jean!
De acuerdo, lo intentaría. Pero caminaría entretanto. Y se acabaron las canciones. El sonido de su voz cambiada le producía escalofríos. Era como si, al violarla, el gigante hubiera creado a una mujer nueva. Ella no quería ser una mujer nueva. Le gustaba la antigua.
Caminar. Caminar bajo la luz de la luna con su sombra avanzando a su lado por la carretera. ¿Qué carretera? Stagg Road. Según Tom, se hallaba a unos seis kilómetros de la intersección de Stagg Road con la US-47 cuando corrió a meterse en la trampa del gigante. No era tan malo; ella caminaba al menos cuatro kilómetros diarios para mantenerse en forma, ejercitándose en la cinta andadora los días que llovía o nevaba. Claro que esta se trataba de su primera caminata como la Nueva Tess, la del dolor, el coño ensangrentado y la voz rasposa. Pero encontraba un aspecto positivo: estaba entrando en calor, la mitad superior de su cuerpo se estaba secando, y llevaba zapatos planos. Casi se había calzado sus tacones de tres cuartos, lo cual habría hecho muy desagradable ese paseo nocturno, sin duda. Tampoco era que hubiera sido divertido bajo ninguna otra circunstancia, no no n…
¡Piensa!
Pero antes de que pudiera empezar a hacerlo, la carretera se iluminó delante de ella. Tess volvió a lanzarse a la maleza como una flecha, esta vez logrando sujetar el retazo de alfombra. Era otro coche, gracias a Dios, no su camioneta, y no desaceleró.
Aún es posible que sea él. Quizá haya cambiado la pick-up por un coche. Pudo llegar a casa, a su guarida, y cambiar de vehículo. Habrá pensado: «verá que es un coche y saldrá de dondequiera que se esconda. Me hará señas con la mano y entonces será mía».
Sí, sí. Eso era lo que pasaría en una película de miedo, ¿verdad? Víctimas aullantes 4, o Terror en Stagg Road 2, o…
Empezaba otra vez a ausentarse, por lo que se dio varias bofetadas más en las mejillas. En cuanto estuviera en casa, en cuanto le pusiera la cena a Fritzy y se metiera en su propia cama (con todas las puertas cerradas con llave y todas las luces encendidas), podría ausentarse todo cuanto quisiera. Pero no ahora. No no no. Ahora tenía que seguir andando, y esconderse cuando se acercara algún vehículo. Si era capaz de hacer esas dos cosas, al final llegaría a la US-47, y quizá hubiera una tienda. Una tienda de verdad, una con cabina de teléfono si tenía suerte…, y se merecía algo de buena suerte. No llevaba su bolso, su bolso aún se encontraba en el Expedition (dondequiera que estuviese), pero se sabía de memoria el número de la tarjeta telefónica de la AT&T; su número de casa más 9712. Facilísimo. Chupado, coser y cantar.
Aquí había una señal al borde de la carretera. A la luz de la luna, Tess pudo leerla con suma facilidad:
ESTÁ ENTRANDO EN EL MUNICIPIO DE COLEWICH.
¡BIENVENIDO, AMIGO!
—Te gusta Colewich, le gustas tú —musitó.
Conocía la localidad, cuyo nombre los lugareños pronunciaban «Colitch». Se trataba en realidad de una ciudad pequeña, una de tantas en Nueva Inglaterra que habían sido prósperas en los días de los molinos textiles y que continuaban subsistiendo de algún modo en la nueva era del comercio libre, cuando los pantalones y las chaquetas de Estados Unidos se fabricaban en Asia o en Centroamérica, probablemente por niños que no sabían leer ni escribir. Aún se hallaba en las afueras, pero seguramente sería capaz de caminar hasta un teléfono.
¿Y luego qué?
Luego ella…, ella…
—Llamaré a una limusina —dijo. La idea irrumpió en su mente como la salida del sol. Sí, eso era exactamente lo que haría.
Si esto era Colewich, entonces su residencia en Connecticut distaba menos de cincuenta kilómetros. El servicio de limusinas que utilizaba cuando quería ir al Aeropuerto Internacional Bradley o a Hartford o a Nueva York (Tess no conducía por ciudad si podía evitarlo) tenía su base en la vecina localidad de Woodfield. Las Limusinas Royal proporcionaban servicio las veinticuatro horas del día. Mejor todavía, tenían archivado el número de su tarjeta de crédito.
Tess se sintió mejor y comenzó a andar un poco más rápido. Entonces unos faros alumbraron la carretera y una vez más se precipitó hacia los arbustos y se agachó, tan aterrada como una presa acorralada: gamo zorro conejo. Este vehículo sí que era un camión, y se puso a temblar. Siguió temblando aun después de ver que se trataba de un pequeño Toyota blanco, en nada parecido a la vieja Ford del gigante. Cuando desapareció, intentó obligarse a volver a la carretera, pero al principio no pudo. Lloraba otra vez, lágrimas cálidas en su rostro frío. Notaba que se estaba preparando para abandonar el cono de luz de la consciencia una vez más. No debía dejar que eso pasara. Si se permitiera a sí misma adentrarse demasiadas veces en aquella negrura despierta, al final podría no encontrar el camino de regreso.
Se obligó a concentrarse en lo que haría después: darle las gracias al conductor de la limusina y añadir una propina en el formulario de la tarjeta de crédito antes de recorrer lentamente el paseo flanqueado de flores hasta la puerta principal. Levantar el buzón y coger la llave suplementaria del gancho oculto detrás. Escuchar los maullidos ansiosos de Fritzy.
Pensar en Fritzy obró el milagro. Se abrió camino entre la maleza y reanudó su marcha, preparada para ponerse a cubierto al segundo de percibir la luz de unos faros. En el mismo segundo. Porque él estaba ahí fuera, en algún sitio. Comprendió que de aquí en adelante él siempre estaría ahí fuera. A menos, claro, que la policía lo atrapara y lo encarcelara. Pero para que eso ocurriera ella tendría que denunciar lo sucedido, y en el instante en que le vino la idea a la mente, visualizó un deslumbrante titular negro al estilo del New York Post:
ESCRITORA DE «WILLOW GROVE»
VIOLADA TRAS UNA CONFERENCIA
Los tabloides como el Post sin duda reproducirían una foto suya de diez años atrás, cuando se publicó su primer libro de la Sociedad de la Calceta. En aquellos días ella rondaba los treinta, tenía un largo cabello rubio oscuro que le caía en cascada por la espalda, y unas bonitas piernas que le gustaba exhibir con faldas cortas. Más, de noche, la clase de zapatos descubiertos de tacón alto a los que algunos hombres (el gigante, por ejemplo, casi seguro) se referían como zapatos de folladora. No mencionarían que ahora era diez años más vieja, pesaba nueve kilos más, y que cuando fue agredida sexualmente vestía un cómodo y práctico atuendo, casi desaliñado, de mujer de negocios; esos detalles no encajaban con el tipo de historia que gustaba contar a los tabloides. El artículo sería suficientemente respetuoso (si bien con un deje de frivolidad entre líneas), pero su foto contaría la historia real, una que probablemente precedía a la invención de la rueda: Ella lo pidió… y tuvo lo que quería.
¿Era realista, o solo se trataba de su vergüenza y su maltrecho sentido de la autoestima imaginando el peor escenario? ¿La parte de ella que querría continuar escondiéndose en los arbustos aun si lograba escapar de esa horrible carretera y ese horrible estado de Massachusetts y regresar a su segura casita en Stoke Village? Lo ignoraba, y supuso que la verdadera respuesta subyacía en algún punto entre medias. Una cosa que sí sabía era que conseguiría el tipo de cobertura a escala nacional que a toda escritora le gustaría cuando publica un libro y que ninguna desea por ser violada y robada y dejada por muerta. Visualizó a alguien que alzaba la mano durante el Turno de Preguntas y que inquiría: «¿Se le insinuó usted de algún modo?».
Eso era ridículo, y Tess lo sabía pese a su estado actual… pero también sabía que si aquello salía a la luz, algún día alguien alzaría la mano para preguntar: «¿Va a escribir sobre ello?».
¿Y qué diría? ¿Qué podría decir?
Nada, pensó Tess. Me taparía los oídos con las manos y huiría del escenario.
Pero no.
No no no.
La verdad era, en primer lugar, que ella no se vería en esa situación. ¿Cómo iba a ser capaz de asistir a otra lectura, a otra conferencia, a otra firma de libros, sabiendo que él podría aparecer, sonriéndole desde la última fila? ¿Sonriendo bajo aquella extravagante gorra marrón con manchas de lejía? Quizá con sus pendientes en el bolsillo. Acariciándolos.
La idea de contárselo a la policía le provocó una quemazón en la piel, y pudo notar su rostro literalmente estremeciéndose de vergüenza, incluso allí fuera, sola en la oscuridad. Quizá no fuera Sue Grafton ni Janet Evanovich, pero tampoco era, estrictamente hablando, una persona anónima. Hasta saldría en la CNN durante uno o dos días. El mundo se enteraría de que un gigante loco de sonrisa burlona había descargado su pistola dentro de la Escriba de Willow Grove. Incluso podría destaparse el hecho de que se guardó su ropa interior como recuerdo. La CNN no informaría de esa parte, pero el National Enquirer o el Inside View no tendrían escrúpulos.
Fuentes de la investigación han señalado que se encontró la ropa interior de la Escriba en el cajón del presunto violador: unas braguitas azules de Victoria Secret con ribetes de encaje.
—No puedo contarlo —dijo—. No se lo contaré a nadie.
Pero hubo otras antes que tú, podría haber otras después de…
Rechazó ese pensamiento. Estaba demasiado cansada para plantearse cuál era su responsabilidad moral. Se ocuparía de aquella cuestión más tarde, si Dios quería concederle un más tarde…, y parecía probable. Pero no en esta carretera desierta donde cualquier par de luces que se aproximara podría traer detrás a su violador.
El suyo. Ahora le pertenecía.