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Estaba sentada en una roca y tenía los ojos hinchados de tanto llorar. El mugriento retazo de alfombra seguía alrededor de sus hombros. Sentía dolor y una quemazón en la entrepierna. Un regusto ácido en la boca sugería que había vomitado en algún punto entre sus paseos alrededor de la tienda y el descanso en esa roca, pero no lo recordaba. Lo que sí recordaba…

¡Me han violado, me han violado, me han violado!

—No eres la primera ni serás la última —dijo, pero este sentimiento de amor cruel, brotando como lo hizo en una serie de sollozos ahogados, no resultaba de mucha ayuda.

¡Ha intentado matarme, casi me mata!

Sí, sí. Y en este momento su fracaso no ofrecía mucho consuelo. Miró a su izquierda y divisó la tienda a cincuenta o sesenta metros carretera abajo.

¡Ha matado a otras! ¡Están en la tubería! ¡Los bichos se arrastran sobre ellas y les da igual!

—Sí, sí —dijo con su voz rasposa de Bonnie Tyler, y entonces volvió a ausentarse.