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Tess concertaba doce charlas remuneradas al año, siempre que pudiera conseguirlas. A mil doscientos dólares cada una, eso representaba más de catorce mil dólares. Era su plan de jubilación. Después de doce libros, aún se sentía satisfecha con la Sociedad de la Calceta de Willow Grove, pero no se engañaba con que podría continuar escribiéndolos hasta que fuera una septuagenaria. De hacerlo, ¿qué encontraría en el fondo del barril? ¿La Sociedad de la Calceta de Willow Grove viaja a Terre Haute? ¿La Sociedad de la Calceta de Willow Grove en la Estación Espacial Internacional? No. Ni siquiera aunque los grupos literarios para señoras que constituían su puntal los leyeran (y probablemente así sería). No.

Por tanto, fue un ardillita buena; llevaba una buena vida con el dinero que generaban sus libros… pero hacía acopio de bellotas para el invierno. Cada año durante los últimos diez metía entre doce y dieciséis mil dólares en su fondo de inversiones. La suma total no era tan alta como habría deseado, a causa de la oscilación del mercado de valores, pero se decía a sí misma que si continuaba con esos actos de promoción, probablemente le iría bien; ella era la pequeña locomotora que sí podía. Y asistía gratis a tres eventos al año, como mínimo, para acallar así la voz de su conciencia. Ese órgano a menudo irritante no debería remorderle por ganarse un dinero honrado a cambio de un trabajo honrado, pero a veces lo hacía. Probablemente porque darle a la sin hueso y garabatear su nombre no encajaba con el concepto de trabajo en el que había sido educada.

Además de unos honorarios de al menos mil doscientos dólares, imponía un requisito más: poder viajar al lugar de la conferencia en automóvil, con no más de una parada para hacer noche en el trayecto de ida o vuelta. Esto significaba que raramente llegaba más al sur de Richmond, o más al oeste de Cleveland. Una noche en un motel resultaba agotadora, pero era aceptable; dos la dejaban para el arrastre durante una semana. Y Fritzy, su gato, detestaba cuidar del hogar él solo. Eso quedaba patente cuando regresaba a casa; se entrelazaba entre sus piernas en la escalera, y a menudo hacía un uso promiscuo de las uñas cuando lo sentaba en el regazo. Y aunque Patsy McClain, la vecina de al lado, se encargaba bien de su alimentación, el gato raramente comía mucho hasta que Tess volvía a casa.

No era que temiera volar, ni que vacilara a la hora de pasar las facturas por los gastos de viaje a las organizaciones que la contrataban, igual que hacía con las habitaciones de motel (buenos siempre, elegantes nunca). Lo que odiaba: las aglomeraciones, la indignidad de los escáneres de cuerpo entero, la manera en que las aerolíneas ahora buscaban sacar tajada de lo que antes concedían gratis, los retrasos… y el hecho innegable de no tener el control. Eso era lo peor. En cuanto atravesabas los interminables controles de seguridad y embarcabas, ponías tu más valiosa posesión, tu vida, en manos de extraños.

Claro que eso también valía para las autopistas e interestatales que casi siempre tomaba en sus viajes; un borracho podría perder el control, saltarse la mediana, y acabar con tu vida en una colisión frontal (ellos sobrevivirían; los borrachos, al parecer, siempre lo hacían), pero detrás del volante de su coche, al menos mantenía cierta ilusión de control. Y le gustaba conducir. Era relajante. Algunas de sus mejores ideas se le ocurrían cuando iba con el control electrónico de velocidad puesto y la radio apagada.

—Seguro que fuiste un camionero de largas distancias en tu última encarnación —le dijo Patsy McClain en una ocasión.

Tess no creía en vidas pasadas, ni en futuras, para el caso (en términos metafísicos, pensaba que lo que veías era lo que tenías), pero le gustaba la idea de una vida en la que no fuera una mujer pequeña con rostro élfico, sonrisa tímida, y escritora de misterios amigables, sino un tipo fornido con una gran gorra que protegiera del sol sus bronceadas cejas y sus entrecanas mejillas, dejando que el ornamento de un bulldog en el capó le condujera por el millón de carreteras que surcaban el país. En esa vida no tendría necesidad de conjuntar su ropa antes de una aparición pública; unos tejanos desteñidos y unas botas con hebillas servirían. Le gustaba escribir, y no le importaba hablar en público, pero lo que verdaderamente le gustaba era conducir. Tras su aparición en Chicopee, eso le pareció curioso…, pero no curioso en el sentido de gracioso. No, en absoluto, nada de eso.