El último día del año conduje hasta Hemingford Home para ver al señor Stoppenhauser del banco. Le expliqué que había decidido que no podía seguir viviendo en la granja. Le expliqué que me gustaría vender el terreno de Arlette al banco y usar el saldo de lo recaudado para redimir la hipoteca. Al igual que Harlan Cotterie, contestó que no. Durante uno o dos instantes simplemente me quedé sentado en la silla de cara a su escritorio, incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír.
—¿Por qué no? ¡Es buena tierra!
Me contó que trabajaba para un banco, y que un banco no era una agencia de bienes inmuebles. Se dirigió a mí como señor James. Mis días como Wilf en aquella oficina habían terminado.
—Eso es…
«Ridículo» fue la palabra que me vino a la mente, pero no quise arriesgarme a ofenderlo por si existía la más mínima posibilidad de que cambiara de opinión. Una vez tomada la decisión de vender la tierra (y la vaca, también tendría que encontrar un comprador para Aquelois, posiblemente un forastero con un, bolsa de habichuelas mágicas para canjear), la idea se había aferrado a mí con la fuerza de una obsesión. Por tanto, continuó hablando sosegadamente, sin alzar la voz.
—Eso no es exactamente cierto, señor Stoppenhauser. El banco compró el Rodeo cuando salió a subasta el verano pasado, Y también el Triple M.
—Se trataba de situaciones diferentes. Poseemos la hipoteca sobre sus treinta y dos hectáreas iniciales, y estamos contentos con ello. Lo que haga con esas cuarenta hectáreas de pastura no es de nuestra incumbencia.
—¿Quién ha venido a verle? —inquirí, y entonces comprendí que ya conocía la respuesta—. Fue Lester, ¿verdad? El lacayo de Cole Farrington.
—No tengo ni idea de lo que está hablando —dijo Stoppenhauser, pero advertí el parpadeo en sus ojos—. Creo que su pena y su…, su lesión… le han dañado temporalmente la facultad para pensar con claridad.
—Ah, no —dije, y empecé a reír. Era un sonido peligrosamente desequilibrado, incluso a mis propios oídos—. Nunca en toda mi vida he pensado con mayor claridad, señor. Vino a verle, él u otra persona, estoy seguro de que Cole Farrington puede permitirse contratar a todos los picapleitos que desee, y cerraron el trato. ¡Actúan en co-co-connivencia! —Reía con carcajadas más fuertes que nunca.
—Señor James, me temo que tendré que pedirle que se marche.
—Quizá lo tenían planeado todo de antemano —proseguí—. Quizá por eso estaba tan ansioso de hablarme de la maldita hipoteca, para empezar. O quizá cuando Lester se enteró de lo de mi hijo, vio una oportunidad de oro para sacar provecho de mi infortunio y acudió corriendo. Quizá se sentó en esta misma silla y dijo: «Esto nos va a beneficiar a los dos, Stoppie; tú consigues la granja, mi cliente consigue la tierra junto al riachuelo, y Wilf James puede irse al Infierno». ¿No es así más o menos como sucedió?
Stoppenhauser había pulsado un botón en su escritorio, y en ese instante la puerta se abrió. Era un banco de poca importancia, demasiado pequeño para emplear a un vigilante, pero el cajero que asomó era un muchacho fornido. De la familia Rohrbacher, por su aspecto; yo había ido a la escuela con su padre, y Henry debió de ir con su hermana pequeña, Mandy.
—¿Hay algún problema, señor Stoppenhauser? —preguntó.
—No si el señor James se marcha ahora —respondió—. ¿Querrías acompañarle hasta la puerta, Kevin?
Kevin entró, y al ser yo lento en levantarme, ciñó una mano justo por encima de mi codo izquierdo. Vestía como un banquero, tirantes y pajarita inclusive, pero la mano era la de un granjero, fuerte y encallecida. El muñón que aún estaba sanando me dio una punzada de advertencia.
—Venga por aquí, señor —dijo el muchacho.
—No me tires del brazo —repliqué yo—. Me duele el sitio donde antes tenía la mano.
—Entonces venga por aquí.
—Yo fui a la escuela con tu padre. Se sentaba a mi lado y me copiaba en los exámenes de primavera.
Me arrancó de la silla donde en una época se dirigían a mí como Wilf. El buenazo de Wilf, que sería un tonto si no solicitara una hipoteca. La silla casi se volcó.
—Feliz Año Nuevo, señor James —dijo Stoppenhauser.
—Lo mismo te deseo, cabrón estafador —repliqué. Ver la expresión conmocionada en su rostro quizá haya sido la última cosa buena que me ha sucedido en la vida. Llevo aquí sentado cinco minutos, mordisqueando la punta de la estilográfica y tratando de encontrar una desde entonces, un buen libro, una buena comida, una tarde agradable en el parque, y no puedo.
Kevin Rohrbacher me acompañó a través del vestíbulo. Supongo que es el verbo correcto; no se puede decir exactamente que me arrastrara. El suelo era de mármol, y nuestras pisadas producían eco. Las paredes eran de roble oscuro. En las ventanillas de las cajas, dos mujeres atendían a un pequeño grupo de clientes de fin de año. Una de las cajeras era joven y la otra vieja, pero sus expresiones de ojos grandes eran idénticas. Mas no fue su interés horrorizado, casi lascivo, lo que llamó la atención de mis propios ojos; quedaron completamente cautivados por otra cosa Un travesaño de roble nudoso de siete u ocho centímetros de ancho se extendía sobre las ventanillas de las cajas, y correteando afanosamente por él…
—¡Guardaos de la rata! —voceé, y señalé con el dedo.
La cajera joven profirió un pequeño grito, alzó la vista, luego intercambió una mirada con su homologa más vieja. No había rata alguna, solo la sombra pasajera del ventilador de techo. Y todos me observaban ahora.
—¡Contemplad cuanto gustéis! —les dije—. ¡Mirad hasta saciaros! ¡Mirad hasta que se os caigan vuestros ojos malditos de Dios!
Entonces me vi en la calle, y exhalando el frío aire inverna como humo de cigarro.
—No vuelva a menos que tenga negocios que hacer —indicó Kevin—. Y a menos que pueda mantener un lenguaje respetuoso.
—Tu padre era el mayor tramposo maldito de Dios que jamás fue conmigo a la escuela —le dije. Quería que me pegara, pero volvió a entrar y me dejó solo en la acera, de pie frente a mi viejo camión destartalado. Y así fue como Wilfred Leland James pasó su visita a la ciudad en el último día de 1922.
Cuando llegué a casa, Aquelois ya no se hallaba dentro. Estaba en el patio, yaciendo sobre un costado, y expulsaba sus propias nubes de vapor blanco. Veía las marcas en la nieve por donde había pisado al salir trotando del porche, y la grande en donde había aterrizado mal y se había roto las dos piernas delanteras. Ni siquiera una vaca inocente podía sobrevivir cerca de mí, según parecía.
Fui al ropero a por mi arma, luego entré en la casa, queriendo ver, si podía, qué la había aterrorizado tanto para abandonar su nuevo refugio a galope tendido. Las ratas, por supuesto. Tres de ellas, sentadas en el preciado aparador de Arlette, me miraron con ojos negros y solemnes.
—Volved y decidle que me deje en paz —las exhorté—. Decidle que ya ha causado suficiente daño. Por el amor Dios, decidle que me deje seguir con mi vida.
Continuaron sentadas observándome, con las colas enroscadas alrededor de sus cuerpos grises y gordos. De modo que levanté el rifle para alimañas y disparé a la situada en medio. La bala la destrozó y esparció sus entrañas por el empapelado que Arlette había seleccionado con tanto esmero nueve o diez años antes. Cuando Henry aún era solo un pequeñajo y las cosas iban bien entre nosotros tres.
Las otras dos huyeron. De regreso a su pasaje secreto bajo tierra, no me cabe duda. De regreso junto a su reina putrefacta. En el aparador de mi esposa dejaron varios montoncitos de mierda de rata y tres o cuatro retales del saco de arpillera que Henry fue a buscar al granero aquella noche a principios del verano de 1922. Las ratas habían venido a matar a mi última vaca y a traerme fragmentos de la crespina de Arlette.
Salí afuera y acaricié la cabeza de Aquelois. El animal estiró el pescuezo y mugió lastimeramente. Ponle fin. Tú eres el amo, tú eres el dios de mi mundo, así que ponle fin.
Así lo hice.
Feliz Año Nuevo.
Este fue el final de 1922, y este es el final de mi relato; el resto es el epílogo. Los emisarios congregados en esta habitación (¡cómo gritaría el gerente de este buen y viejo hotelito si los viera!) no tendrán que esperar mucho más para emitir su veredicto. Ella es la juez, ellas son el jurado, pero yo seré mi propio verdugo.
Perdí la granja, por supuesto. Nadie, incluyendo la compañía Farrington, compraría aquellas cuarenta hectáreas hasta que el hogar desapareciera, y cuando los carniceros de cerdos finamente se abatieron sobre su presa, me vi obligado a vender aun precio demencialmente bajo. El plan de Lester funcionó a la perfección. Estoy seguro de que fue suyo, y estoy seguro de que obtuvo una gratificación.
Ah, bien; habría perdido mi pequeño punto de apoyo en el condado de Hemingford aun cuando hubiera dispuesto de recursos financieros a los que echar mano, y ello encierra una suerte de perverso consuelo. Se dice que la depresión en la que nos hallamos inmersos empezó el Viernes Negro del pasado año, pero la gente de estados como Kansas, Iowa y Nebraska sabe que se inició en 1923, cuando las cosechas que sobrevivieron a las terribles tormentas de esa primavera fueron diezmadas por la sequía que siguió, una sequía que se prolongó durante dos años. Las pocas cosechas que lograron llegar a los mercados en las grandes ciudades y a las lonjas agrícolas en las pequeñas ciudades se vendían a precios de mendigo. Harlan Cotterie resistió hasta 1925 más o menos, y después el banco embargó su granja. Tropecé con esa noticia mientras repasaba concienzudamente los artículos de subastas bancarias en el World-Herald Hacia 1925, esos artículos a veces ocupaban páginas enteras del periódico. Las pequeñas granjas habían comenzado a desaparecer, y creo que dentro de cien años (quizá solo setenta y cinco) habrán sucumbido todas. Para 2030 (si se alcanza tal año), toda Nebraska al oeste de Omaha será una única granja enorme. Probablemente en posesión de la compañía Farrington, y aquellos que tengan la desgracia de vivir en esa tierra pasarán su existencia bajo sucios cielos amarillos y llevarán máscaras antigás para impedir ahogarse en el hedor de los cerdos muertos. Y toda corriente de agua fluirá teñida de rojo con la sangre de la matanza.
Para 2030, solo las ratas serán felices.
«Eso es como dar dólares por cuatro peniques», dijo Harlan el día que le ofrecí la tierra de Arlette, y al final tuve sin remedio que vendérsela a Cole Farrington a un precio aún menor. Andrew Lester, abogado, llevó los papeles a la pensión de Hemingford City donde me hospedaba a la sazón, y sonrió mientras yo firmaba. Por supuesto que sí. Los peces grandes siempre se comen a los chicos. Fui un tonto al creer que por una vez podría ser diferente. Fui un tonto, y todos a quienes en alguna ocasión amé pagaron el precio.
A veces me pregunto si Sallie Cotterie volvió con Harlan, o si él se fue a McCook con ella después de perder la granja. No lo se, pero creo que probablemente la muerte de Shannon terminó con aquel matrimonio otrora feliz. El veneno se difunde como la tinta en el agua.
Entretanto, las ratas han iniciado su avance desde el zócalo. Lo que fuera un cuadrado se ha convertido en un círculo aprisionador. Saben que esto es solo el epílogo, y nada de lo que siga a un acto irrevocable importa mucho. Terminaré, empero. Y no me atraparán mientras esté vivo; esa pequeña victoria final será mía. Mi vieja chaqueta marrón cuelga del respaldo de la silla en la cual me siento. La pistola está en el bolsillo. Cuando haya terminado las últimas páginas de esta confesión, la usaré. Dicen que los suicidas y los asesinos van al Infierno. En ese caso, conozco todos sus recovecos, porque he habitado en él durante los últimos ocho años.
Me trasladé a Omaha, y acaso sea una ciudad de idiotas, como solía afirmar, pero si es así, entonces al principio me comporté como un ciudadano modelo. Acometí la empresa de beberme las cuarenta hectáreas de Arlette, e incluso vendiendo a peniques el dólar, tardé dos años. Cuando no bebía, visitaba los lugares donde había estado Henry durante sus últimos meses de vida: la tienda y estación de gasolina en Lyme Biska con la Chica del Gorro Azul en el tejado (para entonces ya cerrada, con un letrero en la puerta entablada que rezaba EN VENTA POR EL BANCO), la casa de empeños en la calle Dodge (donde emulé a mi hijo y compré la pistola ahora guardada en el bolsillo de mi chaqueta), la sucursal de Omaha del First Agricultural Bank. La bonita cajera aún trabajaba allí, aunque su apellido ya no era Penmark.
—Cuando le entregué el dinero, me dio las gracias —me contó—. Tal vez se torció, pero alguien lo educó bien. ¿Lo conocía usted?
—No —respondí—, pero conocía a su familia.
Me acerqué, por supuesto, hasta Santa Eusebia, pero no hice tentativa alguna de entrar a inquirir acerca de Shannon Cotterie a la institutriz o matrona o cualquiera que fuera su título. Se trataba de una mole de edificio, gélida e intimidante, y sus gruesas piedras y sus ventanas como saeteras exteriorizaban perfectamente los sentimientos para con las mujeres que la jerarquía papista parece albergar en sus corazones. Observar a las pocas muchachas embarazadas que salían disimuladamente con los ojos alicaídos y los hombros encorvados me reveló todo lo que necesitaba saber sobre lo que había impulsado a Shan a desear abandonar el lugar.
Por extraño que parezca, donde más cerca me sentí de mi hijo fue en un callejón, aquel contiguo a la Farmacia y Heladería de Gallatin Street (Caramelos Schrafft’s y El Mejor Dulce de Azúcar Casero Nuestra Especialidad), a dos bloques de Santa Eusebia. Había un cajón de embalaje allí, probablemente demasiado nuevo para ser el mismo donde se sentaba Henry a la espera de una muchacha lo suficientemente aventurera para cambiar información por cigarrillos, pero podía fingir, y lo hice. Tal pretensión era más fácil estando borracho, y cuando acudía a la calle Gallatin, casi todos los días estaba verdaderamente muy borracho. A veces fingía que volvía a ser 1922 y que era yo quien esperaba a Victoria Stevenson. Si ella viniera, le cambiaría un cartón entero de cigarrillos por un recado: Cuando un muchacho que se hace llamar Hank aparezca por aquí preguntando por Shan Cotterie, dile que se pierda. Que se lleve la música a otra parte. Dile que su padre necesita que vuelva a la granja, que quizá con ellos dos trabajando juntos puedan salvarla.
Pero aquella muchacha se hallaba fuera de mi alcance. La única Victoria que conocí fue la versión posterior, la que tenía tres lindos hijos y el respetable título de señora Hallett. Para entonces ya había dejado la bebida, tenía un trabajo en la fábrica de Confecciones Bilt-Rite, y había vuelto a familiarizarme conmigo mismo a base de navaja y espuma de afeitar. Aplicado este barniz de respetabilidad, ella me recibió de buen grado. Le conté quién era yo solo porque, si he de ser honesto hasta el final, mentir no era una opción. Advertí en la dilatación de sus ojos que ella había observado el parecido.
—Atiza, pero si era un encanto —dijo ella—. Y estaba locamente enamorado. Lo siento por Shan, también. Era una gran chica. Es como una tragedia sacada de Shakespeare, ¿no?
Salvo que pronunció algo parecido a tradigia, y después de eso ya nunca regresé al callejón de la calle Gallatin, porque, a mis ojos, el asesinato de Arlette había emponzoñado incluso el intento por ser amable de esta inocente joven matrona de Omaha. Ella creía que las muertes de Henry y Shannon eran como una tradigia sacada de Shakespeare. Ella creía que era romántico. ¿Aún pensaría así, me pregunto, si hubiera oído a mi mujer exhalar su último aliento a voz en grito dentro de un saco de arpillera empapado de sangre? ¿O vislumbrado el rostro de mi hijo, carente de ojos y carente de labios?
Tuve dos empleos durante mis años en la Ciudad de Entrada, también conocida como la Ciudad de los Idiotas. Usted dirá que claro que tuve empleos; de lo contrario me habría visto viviendo en la calle. No obstante, hombres más honestos que yo han continuado bebiendo incluso cuando deseaban parar, y hombres más decentes que yo han terminado durmiendo en portales. Supongo que podría decir que, tras mis años perdidos, realicé un último esfuerzo por vivir una vida real. Hubo ocasiones en las que realmente creía en ello, pero tumbado en la cama por la noche (y escuchando a las ratas correteando por las paredes, han sido fieles compañeras), siempre percibía la verdad: aún intentaba ganar. Incluso después de las muertes de Henry y de Shannon, incluso después de perder la granja, aún estaba tratando de derrotar al cadáver en el pozo. A ella y a sus adláteres.
John Hanrahan era el capataz del almacén en la fábrica de Bilt-Rite. No quería contratar a un hombre con una sola mano, pero le rogué que me hiciera una prueba, y cuando le demostré que podía tirar de un palé totalmente cargado de camisas o petos igual que cualquiera de sus hombres en nómina, me contrató, pasé catorce meses arrastrando aquellos palés, y a menudo regresaba cojeando a la casa de huéspedes donde me alojaba, aun con la espalda y el muñón en llamas. Sin embargo, nunca me quejé, y hasta encontré tiempo para aprender a coser. Esto lo hacía en mi hora del almuerzo (que duraba en realidad quince minutos) y durante el descanso de la tarde. Mientras los demás hombres salían al muelle de carga, fumaban y se contaban chistes verdes, yo aprendía a coser, primero en los sacos de embalaje que utilizábamos, y después en los petos que constituían las principales existencias en el almacén de la compañía. Resultó que poseía un don especial para ello; sabía incluso poner una cremallera lo cual no es una habilidad que por término medio abunde en un taller de confección en serie. Sujetaba la prenda en su sitio presionando con el muñón, y con el pie operaba el pedal eléctrico.
Coser estaba mejor pagado que acarrear, y le exigía menos a mi espalda, pero la Planta de Costura era lóbrega y cavernosa, y después de unos cuatro meses empecé a ver ratas en las montañas de pantalones recién azulados, y agazapándose en las sombras bajo las carretillas de mano que traían y llevaban el trabajo a destajo.
En varias ocasiones llamé la atención de mis colegas hacia estas alimañas. Afirmaban no verlas. Quizá fuera cierto. Creo que es mucho más probable que tuvieran miedo de que la Planta de Costura se cerrara temporalmente para permitir a los exterminadores realizar su trabajo. La plantilla de costura podría haber perdido el salario de tres días, o hasta de una semana. Para los hombres y mujeres con familia, eso habría supuesto una catástrofe. Resultaba más fácil decirle al señor Hanrahan que yo me imaginaba cosas. Lo entendía. ¿Y cuando empezaron a llamarme Wilf el Chiflado? Eso también lo entendía. No fue esa la razón por la cual renuncié al empleo.
Me despedí porque las ratas seguían acercándose.
Había ido guardando un poco de dinero, y estaba preparado para vivir de él mientras buscaba otro trabajo, pero no fue necesario. Solo tres días después de despedirme de Bilt-Rite, vi un anuncio en el periódico solicitando un bibliotecario para la Biblioteca Pública de Omaha («se requiere licenciatura o referencias»). Yo no poseía una licenciatura, pero he sido lector toda mi vida, y si los sucesos de 1922 me enseñaron algo, fue a engañar. Falsifiqué referencias de bibliotecas públicas en Kansas City y Springfield, Missouri, y conseguí el empleo. Tenía la seguridad de que el señor Quarles comprobaría las referencias y descubriría que eran falsas, así que me esforcé por convertirme en el mejor bibliotecario de América, y aprendí rápido. Cuando mi nuevo jefe me recriminara cara a cara el engaño, simplemente me abandonaría a su merced y esperaría lo mejor. Pero no se produjo confrontación alguna. Conservé mi empleo en la Biblioteca Pública de Omaha durante cuatro años. Técnicamente hablando, supongo que aún lo conservo, aunque no he acudido en una semana ni he avisado de estar enfermo.
Las ratas, ¿entiende? Me encontraron allí también. Empecé a verlas agazapadas sobre pilas de libros viejos en la Sala de Encuadernación, o correteando por las baldas más altas de las estanterías, escudriñándome con complicidad. La semana pasada, en la Sala de Consulta, saqué de la estantería un tomo de la Encyclopaedia Britannica para una cliente de edad (el correspondiente a Ra-St, el cual sin duda contiene una entrada para «Rattus norvegicus», por no mencionar «sacrificio») y descubrí un rostro hambriento, gris hollín, que me miraba de hito en hito desde el hueco. Era la rata que había arrancado a mordiscos la tetilla de Aquelois. Ignoro cómo era posible (estoy seguro de haberla matado) pero allí estaba, sin duda. La reconocí. ¿Cómo no hacerlo? Pegado a los bigotes, colgaba un trozo de arpillera, arpillera manchada de sangre.
¡Crespina!
Le entregué el tomo de la Britannica a la anciana señora que lo había solicitado (llevaba una estola de armiño, y los ojillo negros de la cosa me contemplaban sombríamente). Luego, sencillamente me marché. Vagué por las calles durante horas, y al final vine aquí, al hotel Magnolia. Y aquí he estado desde entonces, gastando el dinero que he ahorrado como bibliotecario (lo cual ya no tiene importancia) y redactando mi confesión, lo cual sí es importante. Yo…
Una de ellas acaba de morderme en el tobillo. Como para decir: «Date prisa, el tiempo casi ha expirado». Un poco de sangre ha empezado a mancharme el calcetín. No me molesta ni un ápice. He visto más sangre en mis tiempos; en 1922 hubo una habitación llena.
Y ahora creo que oigo…, ¿es mi imaginación?
No.
Alguien ha venido de visita.
Taponé la tubería, pero aun así las ratas escaparon. Cegué el pozo, pero ella también encontró el camino de salida. Y esta vez creo que no está sola. Creo que oigo arrastrarse dos pares de pies, no solo uno. O…
¿Tres? ¿Son tres? ¿La muchacha que habría sido mi nuera está también con ellos en un mundo mejor?
Creo que sí. Tres cadáveres arrastrando los pies por el pasillo, con los rostros (lo que queda de ellos) desfigurados por las mordeduras de rata; el de Arlette, además, torcido hacia un lado… por la coz de una vaca agonizante. Otro mordisco en el tobillo. ¡Y otro!
¿Cómo es que la gerencia…?
¡Ay! Otro. Pero no me atraparán. Ni tampoco mis visitantes, aunque ya veo girar el pomo de la puerta, y puedo olerlos, la carne restante colgando de los huesos despidiendo el hedor de los sacrificados en la matanza. La pistola dios ¿dónde esta la basta…?
OH HAZ QUE DEJEN DE MORDER M
Del Omaha World-Herald, 14 de abril de 1930:
BIBLIOTECARIO SE SUICIDA EN HOTEL DE LA LOCALIDAD
Hombre de Seguridad del hotel recibido con singular escena
El cuerpo de Wilfred James, un bibliotecario de la Biblioteca Pública de Omaha, fue descubierto el domingo en un hotel de la localidad cuando los esfuerzos del personal del establecimiento por ponerse en contacto con él no hallaron respuesta. El huésped de una habitación cercana se había quejado de «un olor como de carne en mal estado», y una camarera del hotel dijo haber oído «gritos o lloros amortiguados, como de un hombre con dolor» a última hora de la tarde del viernes.
Tras llamar repetidamente a la puerta sin recibir respuesta, el jefe de Seguridad del hotel usó su llave maestra y descubrió el cadáver del Sr. James, desplomado sobre el escritorio de la habitación.
«Vi una pistola y supuse que se había pegado un tiro», dijo el guardia, «pero nadie había informado de ningún disparo, y no había olor a pólvora. Cuando comprobé el arma, establecí que se trataba de una pistola del calibre 25 con un pobre mantenimiento, y que no estaba cargada.
»Para entonces, claro, ya había visto la sangre. No he visto nada igual en mi vida, y espero no volver a verlo. Se había mordido a sí mismo por todo el cuerpo, brazos, piernas, tobillos, hasta los dedos de los pies. Y eso no era todo. Era evidente que había estado trabajando en alguna clase de escrito, pero también había mordisqueado el papel. Estaba por todo el suelo. Era como cuando las ratas utilizan papel para construir sus nidos. Al final, se abrió las muñecas a dentelladas. Creo que fue eso lo que lo mató. Seguramente debía de haber perdido el juicio».
Poco se sabe del señor James en el momento de redactar esta noticia. Ronald Quarles, el director de la Biblioteca Pública de Omaha, contrató al señor James a finales de 1926. «Obviamente estaba de malas, e impedido por la pérdida de una mano, pero sabía de libros y sus referencias eran buenas», dijo Quarles. «Tenía buen trato con los colegas, pero era distante. Creo que había estado trabajando en una fábrica antes de solicitar un puesto aquí, y le contaba a la gente que antes de perder la mano había poseído una pequeña granja en el condado de Hemingford».
El World-Herald está interesado en el desventurado señor James, y solicita información de los lectores que pudieran haberle conocido. El cadáver está depositado en la morgue del condado de Omaha, pendiente de inhumación. «Si no aparece ningún allegado», dijo el doctor Tattersall, oficial médico jefe de la morgue, «supongo que se le dará sepultura pública».