Lo que el sheriff Jones dijo cuando se sentó al lado de mi cama del hospital fue:
—Lo vio en mis ojos, imagino. ¿No es así?
Yo seguía siendo un hombre muy enfermo, pero me había recuperado lo suficiente para mostrarme cauto.
—¿Ver qué, sheriff?
—Lo que había ido a contarle. No se acuerda, ¿verdad? Bueno, no me sorprende. Era todo un americano enfermo, Wilf. Estaba convencido de que iba a morir, y creí que lo haría antes de poder llevarle a la ciudad. Me figuro que Dios no ha acabado todavía con usted, ¿verdad?
Algo no había acabado conmigo, pero dudaba que fuera Dios.
—¿Era Henry? ¿Vino a contarme algo sobre Henry?
—No —respondió—, se trataba de Arlette. Son malas noticias, las peores, pero no puede culparse. No es como si la hubiera echado de casa a garrotazos. —Se inclinó hacia delante—. Puede que tenga la idea de que usted no me cae bien, Wilf, pero no es cierto. Hay varias personas por estos lares que no me gustan (y sabemos quiénes son, ¿verdad?), pero no me ponga en el mismo saco que a ellos solo porque tuve que proteger sus intereses. Usted me ha irritado una o dos veces, y creo que habría conservado la amistad de Harl Cotterie si hubiera atado a su chaval con una rienda más corta, pero siempre le he respetado.
Lo dudaba, pero mis labios permanecieron sellados.
—En cuanto a lo que le pasó a Arlette, lo diré otra vez, porque cabe repetirlo: no puede culparse.
¿No? Me parecía rara esa conclusión, aun proviniendo de un hombre de ley a quien nunca confundirían con Sherlock Holmes.
—Henry se ha metido en un lío, si algunos de los informes que he recibido son ciertos —dijo pesadamente—, y ha arrastrado consigo a Shan Cotterie. Están con el agua al cuello y lo más probable es que los dos acaben ahogándose. Ya es una situación difícil de manejar sin que además le reclamen responsabilidades por la muerte de su esposa. No necesita…
—Cuéntemelo —le rogué.
Dos días antes de su visita (quizá el día que me mordió la rata, quizá no, pero en torno a esa fecha), un granjero que se dirigía a Lyme Biska con lo último de su producción avistó un trío de perros coyotes peleando por algo a unos veinte metros al norte de la carretera. Es posible que hubiera proseguido su camino s no hubiera divisado también un zapato de charol rozado y un par de enaguas de color rosa tiradas en la cuneta. Se detuvo, disparó su rifle para ahuyentar a los coyotes, y se adentró en el prado para inspeccionar su presa. Lo que encontró fue el esqueleto de una mujer con los harapos de un vestido y varios trozos de carne aún colgando de los huesos. Lo que quedaba de su cabello era de un marrón apático, el color al que habría derivado el suntuoso castaño rojizo de Arlette tras unos meses a la intemperie.
—Algunos dientes habían desaparecido —dijo Jones—. ¿A Arlette le faltaban un par dientes traseros?
—Sí —mentí—. Los perdió por una infección en las encías.
—Aquel día después de que se fugara, su chico dijo que se llevó las joyas buenas. —Sí.
Las joyas que ahora estaban en el pozo.
—Cuando pregunté si habría echado mano a algún dinero, mencionó doscientos dólares. ¿No es eso correcto?
Ah, sí. El dinero ficticio que supuestamente Arlette había hurtado de mi cómoda.
—Es correcto.
El sheriff asentía con la cabeza.
—Bien, ahí lo tiene, ahí lo tiene. Algunas joyas y algo de dinero. ¿No diría que eso lo explica todo?
—No veo…
—Porque no lo mira desde la perspectiva de un agente de la ley. La asaltaron en la carretera, eso es todo. Algún tipejo vio a una mujer haciendo dedo entre Hemingford y Lyme Biska, la recogió, la mató, le robó el dinero y las joyas, y luego llevó su cadáver al erial más cercano, dejándola a suficiente distancia para que no pudiera ser vista desde la carretera.
Por su cara larga noté que especulaba con la idea de que probablemente la habían violado además de robado, y que probablemente resultó algo bueno que sus restos no permitieran confirmarlo.
—Sí, es lo más probable, pues —coincidí, y de algún modo fui capaz de mantener un semblante rígido hasta que se marchó. Entonces me di la vuelta y, aunque me golpeé en el muñón al hacerlo, rompí a reír. Enterré la cara en la almohada, pero ni siquiera eso sofocó el sonido. Cuando entró la enfermera, una sargenta vieja y fea, las lágrimas que me surcaban el rostro la indujeron a suponer (y suponer a la ligera hace asno a cualquiera) que había estado llorando. Se ablandó, algo que había creído imposible, y me suministró una dosis adicional de morfina. Yo era, después de todo, el doliente marido y padre desolado. Merecía consuelo.
Y ¿sabe por qué me reía? ¿Por la estupidez bienintencionada de Jones? ¿Por la fortuita aparición de una vagabunda muerta que a lo mejor había sido asesinada por su compañero de viaje estando ebrios? Por ambas cosas, pero principalmente por el zapato. El granjero solo se había detenido para investigar la razón de la pelea de los coyotes porque vio un zapato de charol de mujer en la cuneta. Sin embargo, cuando el sheriff Jones había preguntado por el calzado aquel día de verano en la casa, yo había respondido que faltaban las zapatillas de lona de Arlette. El idiota lo había olvidado.
Y nunca lo recordó.
Cuando regresé a la granja, casi todo mi ganado estaba muerto. La única superviviente era Aquelois, que me miró con ojos famélicos llenos de reproche y mugió lastimeramente. Le di de comer tan tiernamente como uno daría de comer a una mascota, y en realidad, era todo cuanto era. ¿De qué otra forma llamaría usted a un animal que ya no puede contribuir al sustento de una familia?
Hubo una época en la que Harlan, asistido por su esposa, habría cuidado de mi casa durante mi estancia en el hospital; así son las relaciones entre vecinos colindantes en el Medio Oeste. Pero incluso después de que los angustiosos mugidos de mis vacas moribundas empezaron a dispersarse por los campos hasta su granja mientras él se sentaba a cenar, se mantuvo alejado. De haberme encontrado en su posición, puede que hubiera hecho lo mismo. A ojos de Harl Cotterie, y del mundo, mi hijo no se había contentado solo con traerle la ruina a su hija; la siguió a lo que debería haber sido un lugar de refugio, la secuestró, y la arrastró a una vida de crimen. ¡Cómo debió de haber corroído a su padre ese asunto de los «Novios Bandidos»! ¡Cuál ácido! ¡Ja!
La semana siguiente, más o menos al mismo tiempo que se izaban los adornos de Navidad en las haciendas y a todo lo largo de la Calle Mayor, el sheriff Jones vino a la granja una vez más Un vistazo a su rostro me reveló cuáles eran sus noticias, y empecé a menear la cabeza.
—No. Más no. No lo toleraré. No puedo. Márchese.
Entré en la casa y traté de atrancar la puerta, pero seguía demasiado débil además de manco, y forzó la entrada con bastante facilidad.
—Recupere el control, Wilf —dijo él—. Lo superará.
Como si supiera de lo que hablaba.
Miró en la vitrina decorada con la jarra de cerveza de cerámica artesanal en la parte superior, encontró mi botella de whisky tristemente mermada, vertió el último dedo en la jarra, y me la ofreció.
—El doctor no lo aprobaría —dijo—, pero no está aquí, y va a necesitarlo.
Descubrieron a los Novios Bandidos en su escondite final Shannon muerta por la bala del cantinero, Henry por la que se había metido en su propio cerebro. Los cadáveres fueron transportados a la morgue de Elko, en espera de instrucciones. Harlan Cotterie se encargaría de su hija, pero no movería un dedo con respecto a mi hijo. Por supuesto que no. De eso me ocupé yo mismo. Henry llegó a Hemingford por tren el dieciocho de diciembre, y estuve en la estación, junto con un carruaje funerario negro de Castings Brothers. Mi imagen fue fotografiada repetidas veces. Me hicieron preguntas que ni siquiera traté de responder. Los titulares tanto del World-Herald como del mucho más humilde Hemingford Weekly destacaron la frase: PADRE AFLIGIDO.
Si los reporteros me hubieran visto en la casa de pompas fúnebres, sin embargo, en el momento de abrir el ataúd de pino barato habrían presenciado la verdadera aflicción; podrían haber destacado la frase PADRE LLORANDO A GRITOS. La bala que mi hijo se disparó en la sien mientras estaba sentado con la cabeza de Shannon en el regazo le atravesó el cerebro expandiéndose como un hongo y se llevó un gran trozo de cráneo en el lado izquierdo. Pero eso no era lo peor. Sus ojos habían desaparecido. El labio inferior había sido masticado por completo, de modo que sus dientes sobresalían en una macabra sonrisa. Lo único que quedaba de su nariz era un muñón rojizo. Antes de que los cadáveres fueran descubiertos por algún policía o algún ayudante de sheriff, las ratas se habían dado un festín con mi hijo y su querido amor.
—Adecéntele —le dije a Herbert Castings cuando pude volver a hablar racionalmente.
—Señor James…, señor…, el daño es…
—Ya veo el daño. Adecéntele. Y sáquele de esa mierda de caja. Póngale en el mejor ataúd que tenga. Me da igual lo que cueste. Tengo dinero. —Me incliné y le di un beso en la mejilla desgarrada. Ningún padre debería besar a su hijo por última vez, pero si algún padre mereció alguna vez tal destino, ese fui yo.
Shannon y Henry recibieron sepultura en la Iglesia Metodista Gloria de Dios de Hemingford, Shannon el día veintidós, y Henry en la víspera de Navidad. La iglesia se llenó para Shannon, y los llantos eran tan fuertes que casi hacían levitar el tejado. Lo sé porque estuve presente, al menos durante un rato. Me quede de pie en el fondo, inadvertido, y me marché sigilosamente mitad del panegírico del Reverendo Thursby. Este también presidió el funeral de Henry, pero huelga decir que la concurrencia fue mucho menor. Thursby vio a una sola persona, pero había otra. Arlette también estuvo presente, sentada mi lado, invisible y sonriendo. Susurrándome al oído.
«¿Te gusta cómo han resultado las cosas, Wilf? ¿Valió pena?».
Sumando los costes de las exequias, los gastos del entierro, lo gastos del mortuorio, y los costes de transporte del cadáver, inhumación de los restos terrenales de mi hijo costó poco más de trescientos dólares. Los pagué con el dinero de la hipoteca. ¿Qué otra cosa tenía? Cuando terminó el funeral, regresé a casa, a hogar vacío. Pero antes compré una botella de whisky.
1922 guardaba un truco más en la manga. El día después de Navidad, una imponente ventisca rugió procedente de las Roco sas, azotándonos con treinta centímetros de nieve y vientos huracanados. A medida que descendía la noche, la nieve se convirtió primero en aguanieve y luego en una lluvia torrencial. Hacia medianoche, estando yo sentado en el salón en tinieblas, curándome con pequeños sorbos de whisky el muñón que aullaba de dolor, me llegó un chirrido, un ruido de desgarro, desde la parte posterior de la casa. Se trataba del tejado viniéndose abajo, sección que pretendía arreglar con el dinero de la hipoteca (con una parte de él, al menos). Brindé por ello alzando mi vaso, luego tomé otro sorbo. Cuando el viento frío comenzó a soplarme en los hombros, cogí el abrigo de su percha en el ropero de entrada, me lo puse, me volví a sentar, y bebí un poco más de whisky. En algún punto caí dormido. Otro estrépito me despertó a eso de las tres de la madrugada. Esta vez fue la mitad delantera del establo la que se derrumbó. Aquelois sobrevivió de nuevo, y a la noche siguiente la metí en la casa conmigo. ¿Por qué? Quizá me haga usted esa pregunta, y mi respuesta sería: ¿Por qué no? ¿Por qué diablos no? Nosotros éramos los supervivientes. Nosotros éramos los supervivientes.
La mañana de Navidad (que pasé bebiendo whisky en mi fría salita, con mi vaca superviviente por compañía), conté lo que restaba del dinero de la hipoteca, y comprendí que no bastaría ni para empezar a cubrir el daño causado por la tormenta. Tampoco me preocupaba mucho, porque había perdido el gusto por la vida de granjero, pero la idea de que la compañía Farrington construyera un matadero de cerdos y contaminara el arroyo aún provocaba que me rechinaran los dientes de ira. Especialmente después del alto precio que había pagado por impedir que aquellas cuarenta hectáreas tres veces malditas cayeran en manos de la empresa.
De repente, se me ocurrió con atino que, estando Arlette oficialmente muerta en lugar de desaparecida, aquel terreno me pertenecía. Así que dos días más tarde me tragué mi orgullo y fui a ver a Harlan Cotterie.
El hombre que contestó cuando toqué a la puerta había salido mejor parado que yo, pero igualmente las conmociones de aquel año se habían cobrado su peaje. Había perdido peso, había perdido pelo, y tenía la camisa arrugada, aunque no tanto como la cara; y la camisa, al menos, se podía planchar. Aparentaba sesenta y cinco años en lugar de cuarenta y cinco.
—No me pegues —dije cuando vi que apretaba los puños—. Escúchame hasta el final.
—Nunca le pegaría a un hombre con una sola mano —dijo—, pero te agradecería que fueras breve. Y hablaremos aquí en la entrada, porque nunca volverás a poner un pie en mi casa.
—Está bien. —Yo mismo había perdido peso (a mansalva) y tiritaba de frío, pero el aire gélido le sentaba bien al muñón, así como a la mano invisible que aún parecía existir debajo—. Quiero venderte cuarenta hectáreas de buena tierra, Harl. Las cuarenta que Arlette estaba tan decidida a vender a la compañía Farrington.
Esbozó una sonrisa en respuesta, y los ojos centellearon en el fondo de sus recién hundidas cuencas.
—Pasando una mala racha, ¿eh? La mitad de tu casa y la mitad de tu establo se han desmoronado. Hermie Gordon dice que tienes una vaca viviendo contigo. —Hermie Gordon era el cartero rural, y un célebre chismoso.
Concreté un precio tan bajo que la boca de Harl se desencajó y sus cejas se alzaron disparadas. Fue entonces cuando noté un olor flotando en la ordenada y bien equipada granja de Cotterie que se antojaba completamente ajeno a aquel lugar: comida frita quemada. Aparentemente, Sallie Cotterie no estaba cocinando En un tiempo algo así habría suscitado mi interés, pero ese tiempo había pasado. Lo único que me importaba en ese momento era deshacerme de las cuarenta hectáreas. Dado que me habían costado tan caro, me parecía correcto venderlas barato.
—Eso es como dar dólares por cuatro peniques —dijo él. Entonces, con evidente satisfacción, añadió—: Arlette se revolvería en su tumba.
Ha hecho más que revolverse, pensé.
—¿Qué te hace sonreír, Wilf?
—Nada. Excepto por una cosa, esa tierra ya me trae sin cuidado. Lo único que sí me preocupa es preservarla de ese condenado matadero de Farrington.
—¿Aunque pierdas tu propia casa? —Asintió con la cabeza como si le hubiera preguntado alguna cuestión—. Me enteré de que la has hipotecado. No hay secretos en una ciudad pequeña.
—Aunque la pierda —convine—. Acepta el ofrecimiento Harl. Estarías loco si no. Ese arroyo lo llenarán a rebosar de sangre y pelo y tripas de cerdo; y ese arroyo también es tuyo.
—No —repuso.
Lo miré de hito en hito, demasiado sorprendido para hablar. Pero volvió a asentir con la cabeza como si le hubiera preguntado algo.
—Crees que sabes lo que me has hecho, pero no lo sabes todo. Sallie me ha dejado. Se ha ido para quedarse con su gente en McCook. Dice que a lo mejor vuelve, dice que meditará las cosas, pero no lo creo. Conque eso nos coloca a los dos en el mismo puñetero carro, ¿no? Somos dos hombres que comenzaron el año con mujeres y lo terminan sin ellas. Somos dos hombres que comenzaron el año con sus hijos vivos y lo terminan con ellos muertos. La única diferencia que veo es que yo no he perdido la mitad de mi casa y la mayor parte de mi granero en una tormenta. —Reflexionó sobre ello—. Y me quedan las dos manos. Eso es todo, supongo. A la hora de afilarme el arma, si alguna vez siento la necesidad, podré elegir qué mano usar.
—¿Qué…? ¿Por qué iba ella…?
—Vamos, usa la cabeza. También me culpa a mí por la muerte de Shannon. Dijo que si me hubiera bajado del caballo y no hubiera enviado fuera a Shannon, ella seguiría sana y salva y viviendo con Henry ahí al lado en tu granja en vez de yacer congelada en una caja bajo tierra. Dice que tendría un nieto. Me llamó fariseo estúpido, y tiene razón.
Alargué el brazo sano, y lo apartó de sí con un manotazo.
—No me toques, Wilf. No te lo advertiré más veces.
Volví a pegar mi mano al cuerpo.
—Una cosa sé seguro —prosiguió—. Si aceptara tu ofrecimiento, apetecible como es, me arrepentiría. Porque esa tierra está maldita. Puede que no estemos de acuerdo en todo, pero apuesto a que en eso sí. Si quieres venderla, véndesela al banco. Recuperarás la hipoteca y además te quedará algo de dinero.
—¡Se la venderían a Farrington en cuanto me diera media vuelta!
—Ajo y agua.
Fueron sus últimas palabras antes de darme con la puerta en las narices.