Henry regresó a la boca del callejón a diario después de aquel encuentro. Estoy seguro de que sabía que los polis podrían presentarse allí en lugar de Victoria, pero sentía que no le quedaba alternativa. La muchacha apareció al tercer día de vigía.
—Shan escribió una respuesta enseguida, pero no pude salir antes —explicó—. Algún memo se coló en ese agujero que tienen la caradura de llamar sala de música, y los pingüinos han estado en pie de guerra desde entonces.
Henry extendió la mano, y Victoria le entregó la nota a cambio de un Sweet Caporal. Había solo cinco palabras: «Mañana. 2 de la madrugada».
Henry echó los brazos alrededor de Victoria y la besó. La muchacha se rio con entusiasmo y ojos chispeantes.
—¡Cielos! Algunas chicas nacen con estrella.
Sí, indudablemente. Pero considerando que Victoria terminó con un marido, tres hijos, y una bonita casa en la calle Maple, en la mejor zona de Omaha, y que Shannon Cotterie no superó aquella maldición de año…, ¿a cuál de ellas diría usted que sonrió la suerte?
«Tengo algo de dinero y sé cómo conseguir más», había escrito Henry, y así fue. Solo horas después de besar a la atrevida Victoria (quien transmitió a Shannon el mensaje: «Dice que allí estará con las botas puestas»), un joven con una boina echada sobre la frente, que se tapaba la boca y la nariz con un pañuelo, robó el First National Bank. Esta vez el atracador se llevó ochocientos dólares, lo cual constituía un buen botín. No obstante, el guardia era más joven y entusiasta con sus responsabilidades, lo cual no era tan bueno. El ladrón se vio obligado a pegarle un tiro en el muslo para efectuar la huida, y aunque Charles Griner sobrevivió, desarrolló una infección (simpatizaba con él), y perdió la pierna. Cuando le visité en casa de sus padres en la primavera 1925, Griner se mostraba filosófico al respecto.
—Tengo suerte de estar vivo —dijo—. Para cuando me pusieron un torniquete en la pierna, estaba tendido en un puñetero charco de sangre de casi una pulgada de profundidad. Apuesto a que necesitaron una caja entera de detergente Dreft para sacar toda esa mierda.
Cuando traté de disculparme en nombre de mi hijo, agitó la mano restándole importancia.
—Nunca debí acercarme a él. A pesar de la gorra y el pañuelo, pude verle perfectamente los ojos. Debería haber sabido que no se detendría a menos que lo derribaran, y en ningún momento tuve oportunidad de desenfundar mi pistola. Estaba en sus ojos, ¿entiende? Pero yo mismo era joven. Ahora soy más viejo. Envejecer es algo que su hijo nunca tendrá la oportunidad de hacer. Lamento su pérdida.
Después de aquel trabajo, Henry disponía de dinero más que suficiente para comprar un coche, uno bueno, un turismo, pero fue más sensato. (Mientras escribo esto, de nuevo experimento ese sentimiento de orgullo: débil pero innegable). ¿Un crío con aspecto de haber empezado a afeitarse solo una o dos semanas antes, haciendo ostentación de riqueza con un Olds casi nuevo? Con toda seguridad eso le hubiera echado encima a los servidores de la ley.
Por tanto, en lugar de comprar un vehículo, lo robó. No un coche de turismo, eso tampoco; se decantó por un anodino cupé Ford. Fue ese el coche que aparcó detrás de Santa Eusebia, y fue ese al que subió Shannon, después de salir a hurtadillas de su habitación, deslizarse sigilosamente escaleras abajo con su bolsa de viaje en la mano, y escurrirse por la ventana del lavabo contiguo a la cocina. Tuvieron tiempo para intercambiar un único beso (Arlette no lo dijo, pero yo aún poseo mi imaginación) y Henry condujo el Ford rumbo al oeste. Al amanecer circulaban por la Carretera Omaha-Lincoln. Debieron de pasar cerca de su antiguo hogar (el de él y el de ella) hacia las tres de aquella tarde. Quizá miraran en esa dirección, pero dudo que Henry redujera la marcha; no querría detenerse a pasar la noche en un área donde pudieran reconocerlos.
Su vida como fugitivos acababa de comenzar.
Arlette me susurró cosas de aquella vida, más de lo deseado, y no tengo ánimo para incluir aquí nada más que los detalles esenciales. Si usted quiere saber más, escriba a la Biblioteca Pública de Omaha. Por un precio, le enviarán copias hectografiadas de las crónicas relacionadas con los Novios Bandidos, como llegaron a ser conocidos (y como ellos mismos se apodaban). Puede que incluso sea capaz de encontrar crónicas en su propio periódico, si usted no vive en Omaha; la conclusión de la historia se consideró lo suficientemente desgarradora como para merecer cobertura nacional.
Hank el Guapo y Shannon la Dulce, así los bautizó el World-Herald. En las fotografías aparecían imposiblemente jóvenes, (Y, por supuesto, lo eran). No quería mirar aquellas imágenes, pero lo hice. Existe más de una manera de ser mordido por las ratas, ¿verdad?
Al coche le reventó un neumático en la región de las colina de arena de Nebraska. Dos hombres se acercaron a pie mientra Henry montaba la rueda de repuesto. Uno desenfundó una es copeta de una especie de canana que llevaba bajo el abrigo (lo que se llamaba una bandolera «sacaclavos» en los días del Salvaje Oeste) y apuntó a los amantes en fuga. Henry no tuvo ninguna posibilidad en absoluto de empuñar su propia arma; la guardaba en el bolsillo de su abrigo, y si lo hubiera intentado, es casi seguro que lo habrían matado. Así pues, el atracador fue atracado. Bajo un frío cielo otoñal, Henry y Shannon caminaron cogido de la mano hasta una granja cercana, y cuando el granjero salió a la puerta a preguntar en qué les podía ayudar, Henry apuntó con la pistola al pecho del hombre y dijo que quería su coche y todo su dinero.
La muchacha que iba con él, contó el granjero a un periodista, se quedó en el porche mirando hacia otro lado. El granjero dijo que creía que lloraba. Dijo que se compadecía de ella, porque no era mayor que un minuto, y que estaba tan preñada como la vieja que vivía en un zapato, y porque viajar con un joven forajido únicamente podía deparar un mal final.
¿Ella intentó detenerle?, inquirió el reportero. ¿Intentó disuadirle?
No, respondió el granjero. Permaneció simplemente de espaldas, como si pensara que si no lo veía, entonces no estaba pasando. Encontraron abandonada la vieja carraca Reo del granjero cerca de la estación de ferrocarril de McCook, con una nota en el asiento: «Aquí tiene su coche de vuelta, le enviaremos el dinero que le robamos cuando podamos. Se lo cogimos solo porque estábamos en un apuro. Afectuosamente, “Los Novios Bandidos”». ¿Quién tuvo la idea de ese nombre? Probablemente Shannon; la caligrafía de la nota era suya. Solo lo utilizaron porque no querían dar sus nombres, pero de cosas así nacen las leyendas.
Un día o dos más tarde se produjo un atraco en el insignificante Frontier Bank de Arapahoe, Colorado. El ladrón, ataviado con una boina echada hacia abajo y un pañuelo echado hacia arriba, actuaba solo. Consiguió menos de cien dólares y se marchó conduciendo un Hupmobile cuyo robo se había denunciado en McCook. Al día siguiente, en el First Bank de Cheyenne Falls (casualmente también el único banco de Cheyenne Falls), una mujer joven se unió al muchacho. Ella ocultaba el rostro con su propio pañuelo, pero resultaba imposible disimular su embarazo. Se llevaron cuatrocientos dólares y salieron de la ciudad a toda velocidad, en dirección oeste. Se estableció un bloqueo en la carretera a Denver, pero Henry anduvo listo y no le abandonó la suerte. Viraron al sur no mucho después de dejar Cheyenne Falls, siguiendo una ruta por pistas de ganado y caminos de tierra.
Una semana más tarde, dos jóvenes, que se hacían llamar Harry y Susan Freeman, tomaron el tren con destino a San Francisco en Colorado Springs. Por qué se bajaron de repente en Grand Junction lo ignoro, y Arlette no lo dijo; vieron algo que les puso nerviosos, sospecho. Todo cuanto sé es que robaron un banco allí, y otro en Ogden, Utah. Su versión de ahorrar dinero para una nueva vida, quizá. Y en Ogden, un hombre intentó detener a Henry en el exterior del banco; Henry le disparó en el pecho. El hombre forcejeó igualmente, y Shannon lo hizo caer por los escalones de granito con un empujón. Lograron escapar. El hombre al que Henry disparó murió en el hospital dos días más tarde. Los Novios Bandidos se habían convertido en asesinos. En Utah, los asesinos convictos iban a la horca.
Eso ocurrió cerca de Acción de Gracias, aunque no sé a qué lado, si antes o después. La policía al oeste de las Rocosas tenía sus descripciones y extremó la vigilancia. A mí ya me había mordido la rata que se escondió en el armario (creo), o se encontraba a punto de hacerlo. Arlette me dijo que estaban muertos, pero no era cierto; no lo era cuando ella y su corte real vinieron a visitarme, quiero decir. O mintió o lo profetizó. Para mí, ambas cosas son la misma.
Su penúltima parada fue Deeth, Nevada. Era un día de frío glacial, a finales de noviembre o principios de diciembre, y el cielo blanco empezaba a escupir nieve. Solo querían tomar huevos y café en la única cantina del pueblo, pero su suerte casi se había desvanecido. El hombre tras la barra provenía de Elkhorn, Nebraska, y aunque no había vuelto a casa en años, su madre aún le enviaba fielmente paquetes enormes con los números del World-Herald. Acababa de recibir uno de esos paquetes apenas unos días antes, y reconoció a los Novios Bandidos de Omaha sentados en uno de los reservados.
En lugar de telefonear a la policía (o a los vigilantes de la cercana mina de cobre, lo cual habría resultado más rápido y efectivo), decidió efectuar un arresto ciudadano. Sacó un oxidado revolver de vaquero de debajo de la barra, apuntó el arma hacia ellos, y les ordenó (en la más pura tradición del Oeste) que levantaran las manos. Henry no obedeció. Salió deslizándose del reservado y caminó hacia el sujeto, diciendo:
—No haga eso, amigo, no queremos causarle ningún daño, pagaremos y nos iremos.
El cantinero apretó el gatillo y la vieja pistola falló. Henry se la arrebató de la mano, la abrió, miró el cilindro, y se echó a reír.
—¡Buenas noticias! —le dijo a Shannon—. Estas balas llevan ahí tanto tiempo que están verdes.
Dejó dos dólares en la barra (por la comida) y entonces cometió un error terrible. A día de hoy creo que las cosas habrían terminado mal para ellos pasara lo que pasase, pero aun así desearía poder llamarlo a través de los años: «¡No dejes esa pistola cargada! ¡No hagas eso, hijo! ¡Verdes o no, guárdate esas balas en el bolsillo!». Sin embargo, únicamente los muertos pueden llamar a través del tiempo; eso lo sé ahora, y por propia experiencia.
Cuando se marchaban (cogidos de la mano, me susurró Arlette en el oído ardoroso), el cantinero agarró aquel viejo pistolón de la barra, lo sostuvo con ambas manos, y volvió a apretar el gatillo. Esta vez disparó, y aunque probablemente creyera que apuntaba a Henry, la bala alcanzó a Shannon Cotterie en la parte inferior de la espalda. Ella profirió un grito y se precipitó por la puerta, trastabillando en la ventisca. Henry la apresó antes de que pudiera caer, y la ayudó a meterse en su último coche robado, otro Ford. El cantinero trató de pegarle un tiro a través de la ventana, y en esta ocasión la vieja pistola le explotó en las manos. Un trozo de metal le extirpó el ojo izquierdo. Nunca lo he compadecido. No soy tan indulgente como Charles Griner.
Shannon, gravemente herida (y quizá ya moribunda), se puso de parto mientras Henry conducía a través de una nieve cada vez más espesa hacia Elko, a menos de cincuenta kilómetros en dirección sudoeste; quizá pensó que encontraría un doctor. Ignoro si allí había algún médico o no, pero ciertamente había una estación de policía, y el cantinero telefoneó, todavía con los restos de su globo ocular secándose en la mejilla. Dos agentes locales y cuatro miembros de la Patrulla Estatal de Nevada los estaban esperando a la entrada de la ciudad, aunque Henry y Shannon nunca llegaron a verlos. Median cuarenta y ocho kilómetros entre Deeth y Elko, pero Henry solo recorrió cuarenta y cinco.
Ya dentro de los límites del municipio (pero aún lejos de la población), a Henry le abandonó su última pizca de suerte. Con Shannon chillando y sujetándose el vientre mientras se desangraba por todo el asiento, debía de ir conduciendo a mucha velocidad; a demasiada velocidad. O quizá pilló un bache en la carretera. Sea como fuere, el Ford patinó hacia la cuneta y se ahogó. Permanecieron allí sentados, en el vacío de aquel alto desierto, mientras un viento que soplaba cada vez más fuerte lanzaba nieve a su alrededor, y ¿en qué pensaba Henry? Que lo que los dos hicimos en Nebraska les había arrastrado a él y a la chica que amaba a aquel lugar en Nevada. Arlette no me contó eso, pero no hacía falta. Yo lo sabía.
Divisó el espectro de un edificio a través de la nieve, por momentos más espesa, y sacó a Shannon del coche. Logró dar unos pasos en el viento, y ya no pudo más. La muchacha que sabía hacer trigonoromía y podría haber sido la primera fémina en graduarse en la escuela normal de Omaha apoyó la cabeza en el hombro de su chico y dijo:
—No puedo llegar más lejos, cariño, déjame en el suelo.
—¿Y el bebé? —le preguntó.
—El bebé está muerto, y yo también quiero morir —respondió ella—. No soporto el dolor. Es terrible. Te quiero, cariño, pero déjame en el suelo.
En cambio, la llevó a aquel espectro de edificio, que resultó ser una cabaña refugio no muy diferente de la casucha cercana a Boys Town, aquella con una desteñida botella de Royal Crown Cola pintada en el costado. Había una estufa, pero no leña. Salió y se agenció unos trozos de madera residual antes de que la nieve los cubriera, y cuando volvió dentro, Shannon yacía inconsciente. Henry encendió la estufa, y luego posó la cabeza de la chica en su regazo. Shannon Cotterie estaba muerta antes de que la pequeña lumbre se redujera a rescoldos, y entonces solo quedó Henry, sentado en una miserable cabaña refugio donde una docena de sucios vaqueros se habían tumbado antes que él, casi siempre más borrachos que sobrios. Se sentó allí y acarició el cabello de Shannon mientras el viento aullaba en el exterior y el tejado de hojalata de la cabaña temblaba.
Todo eso me contó Arlette un día cuando estos dos niños condenados a la fatalidad aún seguían con vida. Todo eso me contó mientras las ratas reptaban sobre mí y su hedor me invadía la nariz y el dolor de mi mano infectada y abotagada era como el fuego.
Le supliqué que me matara, que me abriera la garganta igual que yo había abierto la suya, y no lo hizo.
Esa fue su venganza.
Puede que hubieran pasado dos días cuando llegó mi visitante, o incluso tres, pero no lo creo. Creo que solo fue uno. Me parece que no habría durado dos o tres días más sin recibir auxilio. Había dejado de comer, y casi ni bebía. Aun así, cuando comenzó el martilleo en la puerta logré salir de la cama y tambalearme hasta ella. Una parte de mí pensaba que a lo mejor era Henry, porque una parte de mí todavía osaba albergar la esperanza de que la visita de Arlette hubiera sido una alucinación incubada en el delirio… e incluso, aunque hubiera sido real, que me hubiera mentido.
Era el sheriff Jones. Se me aflojaron las rodillas al verle, y me desplomé hacia delante. Si no me hubiera agarrado, habría caído de bruces en el porche. Intenté hablarle de Henry y Shannon, contarle que a Shannon le iban a pegar un tiro, que iban a acabar en una cabaña a las afueras de Elko, que él, el sheriff Jones, tenía que llamar a alguien y evitarlo antes de que sucediera. Lo único que surgió fue un galimatías, pero captó los nombres.
—Se ha escapado con ella, de acuerdo —dijo Jones—. Pero si Harl vino a contárselo, ¿por qué se marcharía dejándole así? ¿Qué le mordió?
—Rata —me las arreglé para decir. Me pasó un brazo alrededor y medio me arrastró escaleras abajo hasta su coche. George el gallo yacía congelado en el suelo, junto al tajo, y las vacas estaban mugiendo. ¿Cuándo las había alimentado por última vez? No lo recordaba.
—Sheriff, tiene que…
Pero me interrumpió. Creyó que desvariaba, y ¿por qué no? Podría sentir la fiebre que me cocía por dentro, y vería su irradiación en mi rostro. Debió de ser como acarrear un horno.
—Necesita ahorrar fuerzas. Tiene que estar agradecido a Arlette, porque yo nunca habría venido aquí de no ser por ella.
—Muerta —logré decir.
—Sí. Está muerta, en efecto.
Así que entonces le confesé que yo la había matado, y, ah, el alivio. Un conducto taponado dentro de mi cabeza se acababa de abrir por arte de magia, y el fantasma infecto que había estado allí capturado finalmente desapareció.
Me tiró al interior de su coche como una bolsa de comida.
—Hablaremos de Arlette, pero ahora mismo le llevo a lo Ángeles de la Misericordia, y le agradecería que no vomitara en mi coche.
Cuando salía del patio delantero, dejando atrás el gallo muerto y las vacas mugientes (¡y las ratas! ¡No se olvide! ¡Ja!), intente explicarle de nuevo que tal vez no fuera demasiado tarde para Henry y Shannon, que tal vez aún existiera la posibilidad de salvarlos. Me oí a mí mismo decir que «estas son cosas que quizá sean», como si fuera el Espíritu de las Navidades Futuras en el relato de Dickens. Entonces perdí el conocimiento. Cuando desperté era el dos de diciembre y los periódicos de la zona oeste informaban de que «LOS NOVIOS BANDIDOS ELUDEN A LA POLICÍA DE ELKO, VUELVEN A ESCAPAR». Falso, pero nadie lo sabía aún. Excepto Arlette, por supuesto. Y yo.
El doctor confió en que la gangrena no se hubiera propagado a mi antebrazo, y se jugó mi vida al amputarme solo la mano izquierda. Fue una apuesta que ganó. Cinco días después de que el sheriff Jones me llevara al Hospital Ángeles de la Misericordia en Hemingford City, reposaba pálido y fantasmagórico en una cama de hospital, diez kilos más liviano y una mano izquierda menos, pero vivo.
Jones me hizo una visita, el rostro serio. Esperaba que me dijera que me arrestaba por el asesinato de mi mujer y que me esposara luego la mano superviviente al poste de la cama. Sin embargo, nunca ocurrió. Me expresó, en cambio, lo mucho que lamentaba mi pérdida. ¡Mi pérdida! ¿Qué sabría ese idiota sobre pérdidas?
¿Por qué estoy aquí sentado en esta miserable habitación de hotel (¡pero no solo!) en lugar de yacer en la tumba de un asesino? Se lo explicaré en dos palabras: mi madre.
Al igual que el sheriff Jones, tenía el hábito de salpicar su conversación con preguntas retóricas. En el caso de él, se trataba de un mecanismo conversacional que había adquirido durante toda una vida dedicada al cumplimiento de la ley; formulaba sus preguntitas tontas y observaba a su interlocutor en busca de alguna reacción de culpabilidad: una mueca, un fruncimiento de cejas, un leve movimiento de ojos. En el caso de mi madre, solo se trataba de una forma de hablar que había adquirido de su propia madre, que era inglesa, y me la había transmitido. He perdido cualquier rastro de acento británico que pude haber tenido alguna vez, pero nunca perdí la costumbre de mi madre de convertir afirmaciones en preguntas. «Será mejor que entres ya, ¿no?», solía decir ella. O «Tu padre ha vuelto a olvidarse el almuerzo; ¿verdad que tendrás que llevárselo?». Incluso observaciones sobre el clima venían expresadas como preguntas: «Otro día lluvioso, ¿no es cierto?».
Aunque estuviera febril y muy enfermo cuando el sheriff Jones apareció en la puerta aquel día de finales de noviembre, no deliraba. Recuerdo nítidamente nuestra conversación, como un hombre o mujer que recuerda las imágenes de una pesadilla particularmente vivida.
«Tiene que estar agradecido a Arlette, porque yo nunca habría venido aquí de no ser por ella», dijo.
«Muerta», contesté.
El sheriff Jones: «Ella está muerta, en efecto». Y después, hablando como había aprendido a hablar en las rodillas de mi madre: «Yo la maté, ¿verdad?».
El sheriff Jones entendió el mecanismo retórico de mi madre (y el suyo propio, no se olvide) como una verdadera pregunta. Unos años más tarde (en la fábrica donde encontré trabajo después de perder la granja) oí a un capataz que amonestaba a un empleado por enviar un pedido a Des Moines en lugar de a Davenport sin haber comprobado el formulario de transporte en la oficina de recepción. «Pero siempre enviamos los pedidos de los miércoles a Des Moines», protestó el empleado próximo a su despido. «Simplemente supuse…».
«Suponer a la ligera hace asno a cualquiera», replicó el capataz. Un viejo dicho, me figuro, pero era la primera vez que lo escuchaba. ¿Y extraña que me acordara en ese momento del sheriff Frank Jones? La costumbre de mi madre de convertir afirmaciones en preguntas me salvó de la silla eléctrica. Nunca fui procesado ante un jurado por el asesinato de mi esposa.
Hasta ahora, claro.
Están aquí conmigo, muchas más de doce, alineadas a lo largo del zócalo, bordeando toda la habitación, escrutándome con sus ojos aceitosos. Si una criada entrara con sábanas limpias y descubriera a estos jurados peludos, huiría a la carrera, chillando, pero ninguna criada vendrá; hace dos días que colgué el cartel de NO MOLESTAR en la puerta, y ahí ha permanecido desde entonces. No he salido. Podría pedir que me subieran la comida del restaurante calle abajo, supongo, pero sospecho que la comida provocaría una reacción por su parte. No tengo hambre, de todos modos, así que no implica ningún gran sacrificio. Han sido pacientes hasta ahora, mis jurados, pero sospecho que no aguantarán mucho más tiempo. Como cualquier jurado, están ansiosas de que acaben los testimonios para poder emitir un veredicto, recibir sus simbólicos honorarios (en este caso, pagados en carne), e irse a casa con sus familias. Así que debo concluir. No llevará mucho tiempo. El trabajo duro ya está terminado.