Retiré doscientos dólares en efectivo del dinero de mi hipoteca e ingresé el resto en el banco del señor Stoppenhauser. Hice algunas compras en la ferretería, el almacén de maderas, y la tienda de ultramarinos donde Henry podría haber recogido una carta de su madre… si siguiera viva para poder escribirla. Salí de la ciudad bajo una ligera llovizna, aunque para cuando llegué a casa caían chuzos de punta. Descargué las ripias y los cachivaches recién comprados, di de comer y ordeñé a las vacas, luego almacené las provisiones, en su mayoría telas y alimentos básicos que, sin Arlette para vigilar el rebaño en la cocina, empezaban a agotarse. Finalizada esa tarea, puse a calentar agua en el fogón de leña para prepararme un baño y me despojé de la ropa mojada. Saqué el fajo de dinero del bolsillo derecho de mi arrugado peto, lo conté, y vi que aún andaba rozando los ciento sesenta dólares. ¿Por qué me había traído tanto dinero en efectivo? Porque mi mente estaba distraída en otra parte. ¿Dónde, por el amor de Dios? En Arlette y Henry, claro. Por no mencionar a Henry y Arlette. Durante aquellos días lluviosos, ellos abarcaban en gran medida la totalidad de mis pensamientos.
Sabía que no era una buena idea tener a mano tanto dinero en efectivo. Sería conveniente retornarlo al banco, donde podría generar algún pequeño beneficio (aunque ni por asomo lo suficiente para igualar los intereses del crédito) mientras decidía la mejor forma de sacarle partido. Pero, entretanto, debería guardarlo en algún lugar seguro.
Me vino a la mente la caja con el sombrero rojo de puta. Era donde ella escondía su propio dinero, y allí había estado seguro Dios sabía cuánto tiempo. Mi fajo abultaba demasiado para caber en el interior de la cinta, así que decidí que lo metería dentro del mismo sombrero. Lo dejaría ahí hasta que encontrara una excusa para regresar a la ciudad.
Entré en el dormitorio, en cueros vivos, y abrí la puerta del armario. Aparté a un lado la caja que contenía su sombrero blanco de la iglesia, y traté de agarrar la otra. La había empujado hasta el fondo del estante, y tuve que ponerme de puntillas para alcanzarla. Estaba asegurada con una cuerda elástica alrededor. Enganché mi dedo por debajo para tirar de la sombrerera, momentáneamente consciente de que pesaba demasiado, como si en su interior hubiera un ladrillo en lugar de un gorro, y entonces sentí una extraña sensación glacial, como si tuviera la mano empapada de agua helada. Un momento después el hielo se transformó en fuego. Fue un dolor tan intenso que se me agarrotaron todos los músculos del brazo. Trastabillé hacia atrás, rugiendo de agonía y sorpresa, y el dinero se desparramó por doquier. Mi dedo seguía enganchado en el elástico, y arrastró la sombrerera. Encima, agazapada, se encontraba una rata noruega que se me antojaba demasiado familiar.
Es posible que usted me diga: «Wilf, todas las ratas se parecen entre sí», y en circunstancias ordinarias tendría razón, pero yo conocía a esta; ¿acaso no la había visto huir de mí con el pezón de una vaca colgando de su boca como la colilla de un cigarro?
La sombrerera se soltó de mi mano sangrante, y la rata se cayó al suelo. De haberme parado a pensar, la bestia habría vuelto a escaparse, pero el pensamiento consciente quedó anulado por el dolor, la sorpresa y el horror que supongo que casi cualquier hombre siente cuando ve manar la sangre de una parte de su cuerpo que aún permanecía entera solo segundos antes. Ni siquiera me acordaba de que estaba tan desnudo como el día que nací, simplemente hinqué el pie derecho sobre la rata. Oí crujir sus huesos y sentí aplastarse sus tripas. Un chorro de sangre e intestinos licuados brotó por debajo de la cola y me roció el tobillo izquierdo con tibieza. La rata intentó revolverse y morderme otra vez; veía rechinar sus grandes incisivos, pero no podía alcanzarme de lleno. No, claro estaba, mientras yo aguantara el pie encima. Así lo hice. Pisé con fuerza, sosteniendo mi mano herida contra el pecho, sintiendo la cálida sangre que apelmazaba el grueso pellejo que le crecía allí. La rata se retorcía y batía la cola. Me lanzó un latigazo a la pantorrilla, primero, y luego la cola se enroscó alrededor de mi pierna como una culebra. La sangre surgía a borbotones de su boca. Sus ojos negros sobresalían como canicas de mármol.
Permanecí con el pie sobre la rata moribunda durante un buen rato. Machacada por dentro, con sus entrañas reducidas a pulpa, y aun así daba coletazos e intentaba morder. Finalmente cesó todo movimiento. Me mantuve firme durante otro minuto, queriendo cerciorarme de que no fingía (¡una rata imitando a una zarigüeya, ja!), y cuando tuve la certeza de que estaba muerta, fui cojeando hasta la cocina, dejando tras de mí huellas sangrientas, mientras pensaba, de manera confusa, en la advertencia del oráculo a Pelias de cuidarse de un hombre que calzara una sola sandalia. Pero yo no era ningún Jasón; era un granjero medio loco por el dolor y el asombro, un granjero que parecía condenado a ensuciar de sangre su lugar de reposo.
Mientras sostenía la mano bajo la bomba, helándose con el agua fría, oí a alguien decir «Ya no más, ya no más, ya no más». Era yo, lo sabía, pero sonaba como un anciano. Uno que se había visto degradado a la mendicidad.
Recuerdo el resto de aquella noche, pero es como mirar fotografías antiguas en un álbum lleno de moho. La rata me había mordido en el tejido entre el pulgar y el índice de la mano izquierda; una mordedura terrible pero, en cierto sentido, afortunada. Si me hubiera apresado el dedo que tenía enganchado bajo aquella cuerda elástica, podría habérmelo arrancado de cuajo. Lo deduje cuando volví al dormitorio y recogí a mi adversario por la cola (usando mi mano derecha; la izquierda se encontraba demasiado rígida y dolorida para flexionarla). Medía unos sesenta centímetros de largo, y pesaba tres kilos por lo menos.
Entonces no era la misma rata que escapó por la tubería, le oigo decir. No pudo ser. Sin embargo lo era, le garantizo a usted que lo era. No poseía ninguna marca de identificación, ni zonas de pelaje blanco ni una recordable oreja convenientemente mordisqueada, pero sabía que era la misma que se había ensañado con Aquelois. Igual que sabía que no la encontré agazapada allá arriba por casualidad.
La llevé a la cocina por la cola y la tiré al cubo de las cenizas, que saqué a nuestra fosa de desperdicios. Iba desnudo bajo la lluvia torrencial, pero apenas era consciente de ello. Lo que notaba en mayor grado era mi mano izquierda, que palpitaba con un dolor tan intenso que amenazaba con devastar todo mi raciocinio.
Cogí mi guardapolvo del perchero en el cuarto ropero de la entrada (fue todo lo que pude discurrir), me envolví en él con los hombros encogidos, y salí de nuevo, esta vez en dirección al establo. Me unté la mano herida con el bálsamo Rawleigh. Eso había impedido que la ubre de Aquelois se infectara, y quizá surtiera el mismo efecto con mi mano. Me disponía a marcharme, pero entonces recordé cómo se me había escapado la rata la última vez. ¡La tubería! Me acerqué a ella y me agaché, esperando encontrar el cemento que la rellenaba despedazado a mordiscos, o desaparecido por completo, pero seguía intacto. Pues claro. Ni ratas de tres kilos con dientes descomunales pueden abrirse paso a dentelladas a través del hormigón. Que la idea me hubiera cruzado siquiera la mente demuestra el estado en el que me hallaba.
Por un instante pareció como si estuviera viéndome a mí mismo desde fuera: un hombre desnudo excepto por un guardapolvo desabotonado, su vello apelmazado con sangre hasta la ingle, su mano izquierda desgarrada, refulgente bajo una espesa capa mucosa de bálsamo para vacas, los ojos saliéndose de las órbitas. Similares a los ojos de la rata cuando la pisaba.
No era la misma rata, me dije. La que mordió a Aquelois está muerta en la tubería, o en el regazo de Arlette.
Pero sabía que lo era. Lo sabía entonces y lo sé ahora.
Era ella.
De vuelta en el dormitorio, me arrodillé y recogí el dinero manchado de sangre. Con una sola mano, resultó un proceso lento. En una ocasión mi mano desgarrada chocó contra la cama y aullé de dolor. Vi que la sangre fresca teñía la cataplasma, que adquirió un tono rosado. Puse el dinero encima del aparador, sin molestarme siquiera en cubrirlo con un libro o con uno de los malditos platos ornamentales de Arlette. Tampoco recordaba por qué me había parecido tan importante esconder los billetes, para el caso. De un puntapié mandé la sombrerera roja al armario, y lo cerré de un portazo. Por mí, podía quedarse allí hasta el fin de los tiempos.
Cualquiera que alguna vez haya sido propietario de una granja, o que haya trabajado en una, le dirá que los accidentes están a la orden del día, y que se deben tomar precauciones. Yo guardaba un rollo grande de vendas en un arcón al lado de la bomba de la cocina; el arcón que Arlette siempre había llamado el «armario del dolor». Me disponía a sacar el rollo cuando la olla que desprendía vapor en el fogón atrajo mi atención. El agua que había puesto a calentar para un baño cuando yo aún seguía entero y cuando ese dolor monstruoso que parecía estar consumiéndome solo era teórico. Se me ocurrió que a lo mejor el agua caliente y jabonosa era precisamente el remedio que necesitaba mi mano. La herida ya no podía doler más, reflexioné, y la inmersión la limpiaría. Me equivocaba en ambos puntos, pero ¿cómo iba a saberlo? Todos estos años más tarde, aún me parece una idea razonable. Supongo que hasta podría haber funcionado si me hubiera mordido una rata común.
Usé la mano buena, la derecha, para echar agua caliente en una palangana con un cucharón (la idea de inclinar la olla y verter el agua quedaba fuera de toda consideración), y luego añadí una pastilla del áspero jabón marrón de Arlette. Resultó ser la última pastilla; hay demasiadas cosas que un hombre omite cuando no está acostumbrado a abastecerse. Agregué un trapo, luego entré en el dormitorio, volví a ponerme de rodillas, y comencé a fregar la sangre y las tripas. Recordando en todo momento (por supuesto) la última vez que había limpiado sangre del suelo de ese maldito dormitorio. Al menos en aquella ocasión Henry compartió el horror conmigo. Solo y dolorido, constituía una tarea terrible. Mi sombra danzaba revoloteando en la pared, lo cual me trajo a la mente a Quasimodo en Notre Dame de París, de Hugo.
Con el trabajo casi terminado, me detuve y ladeé la cabeza con el aliento contenido, los ojos abiertos de par en par, el corazón que parecía latir sordamente en mi mano herida. Oía el sonido de algo que se escabullía, y daba la impresión de proceder de todas partes. El sonido de ratas corriendo. En aquel momento estaba seguro de ello. Las ratas del pozo. Sus leales cortesanos. Habían encontrado otra salida. La agazapada encima de la sombrerera roja solo fue la primera y la más atrevida. Se habían infiltrado en la casa, estaban en las paredes, y pronto saldrían y me inundarían. Ella se cobraría su venganza. Y oiría sus risas cuando las ratas me descuartizaran.
Arreció el viento, con fuerza suficiente para hacer temblar la casa, y aulló brevemente bajo los aleros. El ruido de rozamiento se intensificó, y se debilitó un poco cuando el viento amainó. El alivio que me invadió fue tan inmenso que venció al dolor (durante unos segundos, al menos). No eran ratas; se trataba de aguanieve. Con la llegada de la oscuridad y el descenso de temperatura, la lluvia se había medio solidificado. Reanudé el restregado de los restos.
Cuando acabé, tiré el agua de lavado teñida de sangre por encima de la barandilla del porche, y después me dirigí de nuevo al granero para aplicarme una capa fresca de bálsamo en la mano. Con la herida completamente limpia, observé que el pellejo entre el pulgar y el índice presentaba tres cortes que se asemejaban a los galones de un sargento. El pulgar izquierdo colgaba torcido, como si los dientes de la rata hubieran roto algún tendón importante entre el dedo y el resto de la mano. Apliqué la cataplasma de vaca y después caminé con paso lento hacia la casa, pensando: Duele, pero por lo menos está limpio. Aquelois no se infectó; yo tampoco lo haré. Todo irá bien. Intenté visualizar las defensas de mi cuerpo movilizándose y llegando al escenario de la mordedura como diminutos bomberos con cascos rojos y abrigos largos de lona.
En el fondo del armario del dolor, envuelto en una tela rasgada de seda que en el pasado pudo ser parte de las enaguas de Una dama, encontré una botella de píldoras de la Farmacia y Droguería de Hemingford Home. Escrito a pluma en la etiqueta, con pulcras letras mayúsculas, se leía: ARLETTE JAMES Tomar 1 o 2 a la Hora de Acostarse para el Dolor Mensual. Me tomé tres, con una inyección de whisky. Ignoro lo que contenían aquellas píldoras (morfina, supongo), pero surtieron efecto. El dolor continuaba allí, pero parecía pertenecer a un Wilfred James que en ese preciso instante existiera en algún otro nivel de realidad. Sentía que mi cabeza flotaba; el techo comenzó a girar suavemente; la imagen de los bomberos diminutos llegando para sofocar las llamas de la infección antes de que propagaran se hizo más nítida. El viento empezaba a soplar fon mayor fuerza, y para mi mente medio en sueños, el constante tamborileo del aguanieve contra la casa sonaba más que nunca como el correteo de las ratas tras las paredes, pero yo sabía lo que sabía. Creo que hasta lo dije en voz alta: Sé lo que sé, Arlette, no me engañas.
A medida que perdía la consciencia y empezaba a alejarme a la deriva, comprendí que a lo mejor me iba para siempre: que la combinación de trauma, bebida y morfina podría acabar con mi vida. Me encontrarían en una fría granja, con la piel de color azul grisáceo, la mano desgarrada descansando sobre mi vientre. La idea no me asustó; al contrario, era reconfortante.
Mientras dormía, el aguanieve se convirtió en nieve.
Cuando a la mañana siguiente desperté al alba, la casa se hallaba tan gélida como una tumba y tenía la mano hinchada al doble de su tamaño normal. La carne alrededor de la mordedura era de un gris ceniciento, pero los tres primeros dedos habían adquirido un apagado tono rosáceo que al final del día sería rojo. Palpar cualquier zona de la mano, excepto el meñique, me provocaba un dolor insoportable. No obstante, me la vendé tan fuerte como me fue posible, y eso redujo la palpitación. Encendí la lumbre en el fogón de la cocina (con una sola mano, fue un proceso largo, pero me las apañé), y después me arrimé, tratando de entrar en calor. Es decir, en todo el cuerpo salvo la mano mordida, claro; esa parte de mí ya ardía. Ardía y palpitaba como un guante con una rata escondida en su interior.
A media tarde estaba febril, y tenía la mano tan abotagada y las vendas me apretaban tanto que tuve que aflojarlas. Ese simple acto me hizo proferir un grito. Necesitaba que me examinara un doctor, pero nevaba con más fuerza que nunca, y no sería capaz de llegar ni a la casa de los Cotterie, mucho menos recorrer toda la distancia hasta Hemingford Home. Aun cuando el día hubiera estado despejado y seco, ¿cómo me las habría arreglado para arrancar el camión o el T accionando la manivela con una sola mano? Me senté en la cocina y alimenté el fogón hasta que rugió como un dragón; mientras, derramaba sudor y tiritaba de frío, sosteniendo el garrote vendado de mi mano contra el pecho, y recordando la manera amable en que la señora McReady había inspeccionado mi abarrotado patio delantero, no particularmente próspero. «¿Está usted en el intercomunicador, señor James? Veo que no».
No. No lo estaba. Me encontraba a mi suerte en la granja por la cual había matado, sin medio de pedir auxilio. Vi que la carne empezaba a ponerse roja más allá de donde terminaban las vendas: en la muñeca, surcada de venas que distribuirían el veneno por todo mi cuerpo. Los bomberos habían fracasado. Pensé en ligarme la muñeca con una cuerda elástica (en matar mi mano izquierda en un intento de salvar el resto de mí) y hasta en amputarla con el hacha que solíamos utilizar para partir la leña y decapitar al ocasional pollo. Ambas ideas se me antojaban absolutamente plausibles, pero también requerían demasiado trabajo. Al final no hice nada excepto acudir renqueante al armario del dolor en busca de más de las píldoras de Arlette. Me tomé otras tres, esta vez con agua fría (mi garganta ardía), y luego retorné a mi asiento junto al fuego. Iba a morir a causa de la mordedura. Estaba convencido y resignado a ello. La muerte por mordeduras e infecciones era tan común como el polvo en las llanuras. Si el dolor aumentara más de lo que fuera capaz de soportar, me tragaría todos los analgésicos restantes de una tacada. Lo que me impidió suicidarme inmediatamente (además del miedo a la muerte, que supongo que nos aqueja a todos nosotros, en mayor o menor grado) fue la posibilidad de que pudiera venir alguien: Harlan, o el sheriff Jones, o la amable señora McReady. Incluso era posible que se presentara el abogado Lester para amedrentarme un poco más por aquellas cuarenta hectáreas condenadas de Dios.
Pero mi mayor esperanza, sobre todas las demás, era que Henry regresara. Eso no ocurrió, sin embargo.
Fue Arlette quien vino.
Quizá se esté preguntando cómo tuve conocimiento de la pistola que Henry compró en la casa de empeños de la calle Dodge, y del robo al banco en la Plaza Jefferson. En tal caso, probablemente se habrá dicho a sí mismo: «Bueno, entre 1922 a 1930 hay mucho tiempo; es suficiente con rellenar los detalles en una biblioteca que conserve números atrasados del Omaha World-Herald».
Sacudí a los periódicos, por supuesto. Y escribí a gente que conoció a mi hijo y a su novia embarazada en su corta y catastrófica carrera entre Nebraska y Nevada. La mayoría de aquellas personas contestaron, con la disposición suficiente para proporcionar detalles. Un trabajo de investigación así es lógico, y sin duda le satisface a uno. Pero aquellas indagaciones se produjeron años más tarde, después de que yo abandonara la granja, y solo confirmaron lo que ya sabía.
«¿Ya?», se sorprenderá usted, y yo simplemente respondo: «Sí. Ya. Y lo supe no solo en el momento de ocurrir, sino antes de que ocurriera, al menos en parte. La última parte».
¿Cómo? La respuesta es simple. Mi esposa muerta me lo contó.
No da crédito, por supuesto. Lo entiendo. Ninguna persona racional lo creería. Solo puedo reiterar que esta es mi confesión, mis últimas palabras en la tierra, y no he incluido nada que no sepa que es cierto.
La noche siguiente (o la siguiente a esta; a medida que la fiebre se afianzaba, perdí la noción del tiempo), desperté de una cabezada delante de la cocina y volví a oír aquel sonido susurrante, de correteo. Al principio deduje que se había reanudado la lluvia de aguanieve, pero cuando me levanté a partir un trozo de pan de la hogaza que se endurecía en la encimera, advertí la delgada franja anaranjada de la puesta de sol en el horizonte, y Venus brillaba en el firmamento. La tormenta había pasado, pero el golpeteo era más fuerte que nunca. No procedía de las paredes, sin embargo, sino del porche trasero.
El pestillo de la puerta comenzó a moverse. Al principio solo temblaba, como si la mano que intentaba accionarlo fuera demasiado débil para liberarlo completamente de la ranura. El movimiento cesó, y acababa de decidir que no había visto nada de eso en absoluto, que era una alucinación nacida de la fiebre, cuando el cerrojo cedió con un pequeño claqueteo y la puerta se abrió de golpe con una fría ráfaga de viento. De pie en el porche se halla ba mi esposa. Aún lucía su crespina de arpillera, ahora moteada de nieve; debió de ser un viaje lento y doloroso desde lo que debería haber sido su lugar de descanso final. Tenía el rostro flácido por la descomposición, la mandíbula torcida violentamente a un lado, su sonrisa más amplia que nunca. Era una sonrisa llena de conocimiento, ¿y por qué no? Los muertos lo entienden todo.
Se encontraba rodeada por sus leales cortesanas. Eran ellas las que de algún modo la habían sacado del pozo. Eran ellas las que la mantenían erguida. Sin su cooperación, Arlette no habría sido más que un fantasma, malévolo pero inofensivo. Pero ellas la habían animado. Ella era su reina; y también su marioneta. Entró en la cocina, desplazándose de una manera horripilante, con un paso carente de huesos que nada tenía que ver con andar. Las ratas correteaban apresuradamente a su alrededor; algunas alzaban la vista hacia ella con amor, otras me miraban a mí con Odio. Bordeó la cocina tambaleándose, en un recorrido por lo que habían constituido sus dominios, mientras terrones de arena se desprendían de la falda de su vestido (no se veía rastro del edredón ni del cubrecama), y su cabeza basculaba y viraba sobre el corte de la garganta. En un momento dado la cabeza cayó completamente hacia atrás, colgando entre los omóplatos, y acto seguido se balanceó bruscamente hacia delante, con un chasquido grave y carnoso.
Cuando finalmente posó sus ojos nebulosos en mí, retrocedí hasta el rincón donde se encontraba la leñera, ahora casi vacía.
Déjame en paz —musité—. Ni siquiera estás aquí. Sigues en el pozo y no podrías salir ni aunque no estuvieras muerta.
Emitió un gorgoteo, que sonó como si alguien se atragantara con una salsa espesa, y prosiguió su avance, suficientemente real para proyectar sombra. Y olía su carne en descomposición, esta mujer que a veces me metía la lengua en la boca durante sus trances de pasión. Ella estaba allí. Ella era real. Igual que su séquito. Las sentía correteando de acá para allá sobre mis pies, y me hacian cosquillas en los tobillos con sus bigotes al olisquear los bajos de mis calzones largos.
Mis talones chocaron con la leñera, y cuando traté de esquivar el cadáver que se aproximaba, perdí el equilibrio y caí sentado encima. Me golpeé en la mano hinchada e infectada, pero apenas registré el dolor. Arlette se estaba encorvando sobre mí, y su cara … pendía. La carne se había despegado de los huesos y su cara flotaba como un rostro dibujado en el globo de un niño. Una rata trepó por un lado de la leñera, brincó sobre mi barriga, me subió por el pecho, y me olisqueó la parte inferior de la barbilla. Pude sentir que otras se escurrían bajo mis rodillas con facilidad. Pero no me mordieron. Esa misión en particular ya había sido cumplida.
Arlette se inclinó más cerca. Desprendía un hedor aplastante, y su ladeada sonrisa de oreja a oreja… la veo ahora, mientras escribo. Me ordené morir, pero mi corazón siguió latiendo. Su cara suspendida se deslizó por la mía. Noté que mi rastrojo de barba arrancaba diminutos pedazos de su piel; pude oír su mandíbula rota rechinando como una rama cubierta de escarcha. Entonces presionó sus labios gélidos contra el pabellón ardiente y febril de mi oreja y comenzó a susurrar secretos que solo una mujer muerta podría conocer. Chillé. Prometí matarme y ocupar su lugar en el Infierno si se detenía, solo eso. Pero no lo hizo, No lo haría. Los muertos no se detienen.
Eso es algo que ahora sé.
Después de huir del First Agricultural Bank con doscientos dólares en el bolsillo (o probablemente unos ciento cincuenta, más bien; parte del dinero se quedó en el suelo, recuerde), Henry desapareció durante unos días. «Se borró del mapa», en el argot del hampa. Esto lo digo con un cierto orgullo. Pensaba que lo atraparían casi inmediatamente nada más llegar a la ciudad, pero demostró que me equivocaba. Estaba enamorado, estaba desesperado, aún ardía de culpa y horror por el delito que ambos habíamos cometido…, pero a pesar de aquellas distracciones (aquellas infecciones), mi hijo evidenció coraje e inteligencia, incluso una cierta nobleza triste. La idea de esto último es lo peor.
Aún me invade la melancolía por su vida malgastada (tres vidas malgastadas; no debo olvidar a la pobre Shannon Cotterie embarazada) y la vergüenza por la ruina a la cual le conduje, como un ternero con una cuerda alrededor del pescuezo.
Arlette me mostró la «madriguera» en la que se refugió, y la bicicleta que ocultaba detrás; esa bicicleta fue la primera cosa que compró con el dinero robado. En aquella época no habría podido contarle dónde se hallaba exactamente su escondite, pero en los años transcurridos desde entonces lo he localizado y hasta lo he visitado; tan solo una cabaña junto a la carretera con un anuncio desteñido de Royal Crown Cola pintado en un lado. Se encontraba a pocos kilómetros al oeste de Omaha, y a la vista del suburbio de Boys Town, que había comenzado a operar el año anterior. Un cuarto, una única ventana sin cristal, y ninguna estufa. Cubrió la bicicleta con heno y hierbajos, y allí trazó sus planes. Luego, una semana o así después de robar el First Agricultural Bank (para entonces el interés de la policía por un robo menor se habría extinguido), comenzó a hacer viajes en bicicleta a Omaha.
Un muchacho corto de entendederas hubiera ido directamente al Hogar Católico de Santa Eusebia, donde los polis de Omaha le habrían echado el lazo (como sin duda el sheriff Jones esperaba que ocurriera), pero Henry Freeman James era más listo que eso. Averiguó el emplazamiento del Hogar, pero se mantuvo a distancia. En cambio, buscó la confitería y heladería más cercana. Dedujo, correctamente, que las chicas la frecuentarían siempre que pudieran (que era siempre que su comportamiento mereciera una tarde libre y tuvieran algo de dinero en sus bolsos), y aunque no se obligaba a las residentes de Santa Eusebia a llevar uniforme, se las reconocía fácilmente por sus vestidos sin gracia, sus ojos alicaídos y su comportamiento, ahora coqueto, ahora veleidoso. Aquellas con vientres abultados y sin anillo de boda habrían destacado especialmente.
Un muchacho corto de entendederas habría intentado entablar conversación con una de estas desafortunadas hijas de Eva allí mismo en la heladería, atrayendo así la atención. Henry se apostaba fuera, en la boca de un callejón entre la confitería y la mercería contigua, sentado en un cajón de embalaje y leyendo el periódico, con la bicicleta apoyada en la pared de ladrillos a su lado. Esperaba a una chica un poco más atrevida que aquellas que se contentaban simplemente con sorber sus gaseosas con helado y que luego volvían corriendo con las hermanas. Eso significaba una chica que fumara. La tercera tarde en el callejón se presentó una.
En el tiempo desde entonces la he encontrado, y he hablado con ella. No requirió mucho trabajo detectivesco. Estoy seguro de que Omaha les parecía una metrópoli a Henry y a Shannon, pero en 1922 era realmente un pueblo del Medio Oeste con pretensiones de gran ciudad solo un poco mayor que la media. Victoria Hallett es ahora una respetable mujer casada y con tres hijos, pero en el otoño de 1922 ella era Victoria Stevenson: joven, curiosa, rebelde, embarazada de seis meses, y aficionada a los Sweet Caporals. Aceptó encantada un cigarrillo del paquete que Henry le ofrecía.
—Coge otro par para luego —invitó él.
La muchacha se echó a reír.
—¡Estaría como una cabra si lo hiciera! Las hermanas nos registran los bolsos y nos sacan los bolsillos del revés al llegar. Tendré que masticar tres palotes de Black Jack para que no me huela el aliento a este pitillo. —Se acarició la abultada barriga con diversión y desafío—. Estoy metida en un apuro, como ya habrás visto. ¡Chica mala! Y mi amorcito huyó. ¡Chico malo, pero al mundo eso le da igual! Así que el dandi me encerró en una cárcel con pingüinos como guardias…
—No lo capto.
—¡Caray! ¡El dandi es mi padre! ¡Y pingüinos es como llamamos a las hermanas! —Se rio—. Vale, ya veo que eres de pueblo. ¡Y tanto! Bueno, de todas formas, la prisión donde hago condena se llama…
—Santa Eusebia.
—Ahora ya cocinas con gas, Jackson. —Le dio una calada a su cigarrillo, y entornó los ojos—. Dime, apuesto a que sé quien eres: el novio de Shan Cotterie.
—Una muñeca Kewpie para la chica —dijo Hank.
—Bueno, yo no me acercaría a más de dos bloques de nuestra casa, ese es mi consejo. Los polis tienen tu descripción. —Rio alegremente—. La tuya y la de otra media docena de Perritos Solitarios, pero ninguno de esos patanes tiene los ojos verdes como tú, ni una chica tan bien parecida como Shannon. ¡Ella es una verdadera Saba! ¡Guau!
—¿Por qué crees que estoy aquí y no allí?
—Te seguiré el juego. ¿Por qué estás aquí?
—Quiero ponerme en contacto, pero no quiero que me atrapen al hacerlo. Te daré dos dólares si le entregas una nota.
Los ojos de Victoria se abrieron como platos.
—Compañero, por un billete de dos me metería una corneta bajo el brazo y le llevaría un mensaje a García, así de mal ando de dinero. ¡Pásamela!
—Y otros dos si mantienes la boca cerrada sobre este asunto. Ahora y luego.
—Para eso no hace falta que me pagues más —dijo ella—. Me encanta fastidiarles el negocio a esas zorras santurronas. ¡Vaya, hasta te pegan en la mano si intentas coger un panecillo de más para la cena! ¡Es como en Gulliver Twist!
Le entregó la nota, y Victoria se la entregó a Shannon. La guardaba en el bolso entre sus cosas cuando la policía finalmente dio con ella y Henry en Elko, Nevada, y he visto una fotografía policial. Pero Arlette me contó lo que decía mucho antes, y el escrito real coincidía palabra por palabra.
«Esperaré detrás de la casa desde medianoche hasta el amanecer todas las noches durante dos semanas —rezaba la nota— si no apareces, sabré que lo nuestro ha terminado y volveré a Hemingford y ya no te molestaré más, aunque seguiré amándote por siempre. Somos jóvenes pero podríamos mentir sobre nuestra edad y comenzar una nueva vida en otro lugar (California). Tengo algo de dinero y sé cómo conseguir más. Victoria sabe como encontrarme si quieres enviarme una nota, pero solo una vez. Más no sería seguro».
Supongo que Harlan y Sallie Cotterie recibieron aquella nota. En tal caso, habrán visto que mi hijo firmó con su nombre dentro de un corazón. Me pregunto si fue eso lo que convenció a Shannon. Me pregunto incluso si era preciso que la convenciera. Es posible que lo que más deseara en el mundo fuera conservar (y legitimar) un bebé del cual ya se había enamorado. Trátase esta de una cuestión sobre la cual nunca se pronunció la horrible voz susurrante de Arlette. Probablemente no le importaba ni una cosa ni otra.