El sheriff Jones apareció el viernes, conduciendo el coche con la estrella dorada en la portezuela. Y no venía solo. Le seguía detrás mi camión. El corazón me dio un vuelco al verlo, pero se hundió en el acto al advertir quién estaba sentado tras el volante: Lars Olsen.

Intenté esperar pacientemente mientras Jones ejecutaba su Ritual de Llegada: colocarse el cinturón, enjugarse el sudor de la frente (pese al día frío y nublado), peinarse el cabello. No pude aguantar.

—¿Está bien? ¿Le ha encontrado?

—No, no. Imposible decir que sí. —Ascendió la escalera del porche—. Un jinete encontró el camión al este de Lyme Biska, pero ni rastro del chaval. Tal vez sabríamos más acerca de su estado de salud si hubiera informado de esto cuando desapareció. ¿Verdad?

—Esperaba que regresara por su cuenta —dije lánguidamente—. Se ha ido a Omaha. No sé cuánto necesito contarle, sheríff…

Lars Olsen había deambulado sin rumbo hasta situarse a distancia auditiva, con las orejas prácticamente aleteando.

—Vuelve a mi coche, Olsen —dijo Jones—. Esta es una conversación privada.

Lars, un espíritu manso, echó a correr sin demora. Jones se volvió hacia mí. Se mostraba mucho menos alegre que en su anterior visita y, además, había prescindido de su imagen de torpe.

—Ya sé lo suficiente, ¿verdad que sí? Que su chico dejó embarazada a la hija de Harl Cotterie y que probablemente ha salido disparado hacia Omaha. Sacó el camión de la carretera y lo escondió en un campo de hierba alta cuando vio que el depósito estaba casi seco. Eso fue inteligente. ¿Sacó esa clase de inteligencia de usted? ¿O de Arlette?

No dije nada, pero me había dado una idea. Una pequeña, pero que podría venir bien.

—Le contaré una cosa que hizo, la cual es de agradecer —dijo Jones—. Además, a lo mejor le evita la cárcel. Arrancó toda la hierba bajo el camión antes de continuar su alegre camino. Así los gases de combustión no prenderían fuego, ¿sabe? Puede que un jurado se mostrara un poco quisquilloso por iniciar una gran fogata que hubiera arrasado más de mil hectáreas de prado, ¿no cree? Aunque el infractor tenga solo quince años.

—Bueno, pero no sucedió así, sheriff; hizo lo correcto, entonces ¿por qué anda a vueltas con eso? —Conocía la respuesta, por supuesto. Al sheriff Jones le importaba un comino la gente como Andrew Lester, abogado, pero guardaba buena amistad con Harl. Ambos eran miembros de la recién fundada Logia de los Alces, y Harl la había puesto en contra de mi hijo.

—Un poco quisquilloso, ¿verdad que sí? —Se enjugó la frente de nuevo y se caló su Stetson—. Bueno, yo también me mostraría un poco quisquilloso si se tratara de mi hijo. Y ¿sabe qué? Si fuera mi hijo y Harl Cotterie fuera mi vecino, mi buen vecino, puede que me hubiera dado una carrera hasta allá y le hubiera dicho: «¿Harl? ¿Sabes qué? Creo que mi hijo intenta ir a ver a tu hija. ¿Quieres decírselo a alguien para que eche un ojo?». Pero usted tampoco hizo eso, ¿verdad?

La idea que el sheriff me había inspirado parecía cada vez mejor, y casi era el momento de sorprender con ella.

—No ha aparecido dondequiera que esté ella, ¿no?

—No, todavía no, pero tal vez siga buscando el sitio.

—No creo que se escapara para ver a Shannon —dije.

—¿Por qué, pues? ¿Tienen en Omaha una marca de helado mejor? Porque esa es la dirección que tomó, tan seguro como el aire.

—Creo que fue en busca de su madre. Creo que ella pudo haberse puesto en contacto con él.

Aquello le detuvo durante unos buenos diez segundos, tiempo suficiente para limpiarse el sudor de la frente y un cepillado de pelo. Después dijo:

—¿Cómo pudo hacerlo?

—En mi opinión, una carta. —La tienda de ultramarinos de Hemingford Home servía también de estafeta, donde se recibía toda la lista de correos—. Se la entregarían cuando fuera a comprar un caramelo o una bolsa de cacahuetes, como hace a menudo al salir de la escuela. No lo sé con certeza, sheriff, y tampoco sé la razón que le ha traído hasta aquí actuando como si yo hubiera cometido alguna especie de crimen. No fui yo quien le hizo un bombo.

—¡No debería hablar así de una buena muchacha!

—Quizá sí y quizá no, pero esto me pilló tan de sorpresa a mí como a los Cotterie, y ahora mi chico ha desaparecido. Por lo menos ellos saben dónde está su hija.

Calló una vez más, perplejo. Sacó una pequeña libreta del bolsillo trasero y apuntó algo en ella. La devolvió a su sitio y preguntó:

—¿Pero no sabe con certeza si su mujer se puso en contacto con el chico? ¿Es eso lo que me está diciendo? ¿Que es solo una conjetura?

—Sé que hablaba mucho de su madre después de que ella no marchara, pero luego paró. Y sé que no ha aparecido en ese hogar donde Harlan y su mujer metieron a Shannon. —Y en ese aspecto yo estaba tan sorprendido como el sheriff Jones…, pero terriblemente agradecido—. Junte las dos cosas, y ¿qué obtiene?

—No lo sé —dijo Jones, fruiendo el ceño—. Sinceramente, no lo sé. Creí que tenía esto resuelto, pero ya he estado equivocado antes, ¿verdad? Sí, y no será la última vez. «Estamos destinados a errar», eso es lo que el Libro dice. Pero, Dios bendito, los críos me complican la vida. Si tiene noticias de su hijo, Wilfred, yo le diría que trajera su culo flacucho a casa y se mantuviera alejado de Shannon Cotterie, si sabe dónde está la chica. Ella no querrá verle, eso se lo garantizo. La buena noticia es que ningún prado se incendió, y no podemos arrestarlo por robar el camión de su padre.

—No —dije con gravedad—, nunca conseguiría que yo presentara cargos.

Pero. —Alzó el dedo, lo cual me recordó al señor Stoppenhauser del banco—. Hace tres días, en Lyme Biska, no muy lejos de donde el jinete encontró su camión, alguien asaltó la tienda y estación de alcohol a las afueras de la ciudad, esa con la Chica del Gorro Azul en el tejado. Se llevó veintitrés dólares. Tengo el informe encima de mi mesa. Fue un tipo joven vestido con ropas viejas de vaquero, que se tapaba la boca con un pañuelo y llevaba un sombrero de llanero encasquetado hasta los ojos. La madre del propietario atendía el mostrador, y el tipo la amenazó con alguna clase de herramienta. Ella piensa que pudo ser una palanca o una biela, pero ¿quién sabe? Ronda los ochenta y está medio ciega.

Fue mi turno de callarme. Me hallaba estupefacto. Por fin hablé:

—Henry se marchó de la escuela, sheriff, y hasta donde puedo recordar, ese día se puso una camisa de franela y unos pantalones de pana. No cogió nada de ropa, y de todas formas, no tiene atavíos de vaquero, si se refiere a las botas y todo eso. Ni tampoco ningún sombrero de llanero.

—Pudo haber robado también esas cosas, ¿no?

—Si no sabe más de lo que acaba de contar, debería parar. Sé que usted es amigo de Harlan…

—Quieto, quieto. Esto no tiene nada que ver.

Sí tenía que ver, y ambos lo sabíamos, pero no existía razón alguna para continuar por ese camino. Quizá mis treinta y dos hectáreas no supusieran nada frente a las ciento sesenta de Harlan Cotterie, pero aun así yo era un terrateniente que pagaba sus impuestos, y no iba a dejarme intimidar. Ese era el argumento que pretendía exponer, y el sheriff Jones lo había captado.

—Mi hijo no es un ladrón, y no amenaza a mujeres. Eso no corresponde a su manera de actuar, ni a la manera en que fue educado.

Al menos, no hasta hace poco, susurró una voz interior.

—Probablemente fue un bala perdida que buscaba ganarse un dinero por la vía rápida —dijo Jones—. Pero sentía la obligación de sacar el tema, por eso lo hice. Y no sabemos qué dirá la gente, ¿verdad? Las habladurías vuelan. Todo el mundo habla, ¿verdad? Hablar es barato. El caso está cerrado en lo que a mí concierne: deja que el sheriff del condado de Lyme se preocupe de lo que pasa en Lyme Biska, ese es mi lema; pero debería saber que la policía de Omaha está vigilando la residencia de Shannon Cotterie. Por si acaso su hijo se pone en contacto, ya sabe.

Se peinó hacia atrás el cabello, luego se colocó el sombrero una última vez.

—Quizá vuelva por sí mismo, sin perjuicios, y podamos archivar todo este asunto como, no sé, una deuda incobrable.

—Bien. No se le ocurra llamarle mal hijo, a menos que esté dispuesto a llamar mala hija a Shannon Cotterie.

La manera en que se ensancharon sus fosas nasales sugería que eso no le gustó mucho, pero no replicó. En cambio dijo:

—Avíseme si vuelve y dice que ha visto a su madre, ¿eh? La tenemos registrada como persona desaparecida. Es una tontería, lo sé, pero la ley es la ley.

—Lo haré, descuide.

Asintió y se encaminó hacia su coche. Lars se había situado detrás del volante. Jones lo echó de allí; el sheriff era la clase de hombre que no permitía que nadie condujera por él. Pensé en el joven que había asaltado la tienda, y traté de convencerme de que mi Henry nunca haría algo semejante, e incluso aunque se hubiera visto empujado a ello, no sería lo bastante astuto para vestirse con ropa robada del granero o el barracón de alguien. No obstante, Henry ahora era diferente, y los asesinos aprenden a ser astutos, ¿no es cierto? Es una habilidad de supervivencia. Pensé que quizá…

Pero no. No lo diré de ese modo. Es demasiado pobre. Esta es mi confesión, mi última palabra, y si no puedo decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad, ¿de qué sirve? ¿De qué sirve todo?

Fue él. Fue Henry. Había advertido en los ojos del sheriff Jones que solo mencionaba aquel atraco de carretera porque no me doblegué del modo que él pensaba que debería hacerlo, pero yo sí lo creía. Porque sabía más que el sheriff Jones. Después de ayudar a tu padre a asesinar a tu madre, ¿qué era robar unas prendas de ropa nuevas y blandir una palanca ante una vieja? No mucho. Y si lo había intentado una vez, lo volvería a intentar, en cuanto aquellos veintitrés dólares desaparecieran. Probablemente en Omaha. Donde lo capturarían. Y entonces todo el asunto saldría a la luz. Casi con toda certeza, saldría a la luz.

Subí al porche, me senté, y oculté el rostro entre las manos.

Transcurrieron los días. Ignoro cuántos, solo sé que fueron lluviosos. Cuando en otoño cae la lluvia, las faenas en el exterior han de esperar, y no tenía ganado suficiente ni edificios anexos para ocupar las horas con tareas de interior. Intenté leer, pero las oraciones se antojaban inconexas, aunque de vez en cuando alguna palabra solitaria parecía emerger de la página y gritar. Asesinato. Culpa. Traición. Palabras así.

Días en los que me sentaba en el porche con un libro en el regazo, envuelto en mi abrigo de piel de cordero para protegerme de la humedad y el frío, observando las gotas de lluvia que se desprendían del alero. Noches en las que yacía despierto hasta las horas previas al amanecer, escuchando el sonido de la lluvia en el tejado. Se asemejaba al tamborileo de unos dedos tímidos solicitando la entrada. Pasé demasiado tiempo pensando en Arlette, en el pozo con Elpis. Empecé a fantasear con la idea de que aún se encontraba… no viva (me encontraba bajo una fuerte tensión, pero no loco), sino de algún modo consciente. De algún modo contemplando el desarrollo de los acontecimientos desde su improvisada tumba, y con placer.

¿Te gusta cómo han resultado las cosas, Wilf?, preguntaría ella si pudiera (y, en mi imaginación, lo hacía). ¿Valió la pena? ¿Qué dices?

Una noche, aproximadamente una semana después de la visita del sheriff Jones, cuando me senté con intención de leer La casa de los siete tejados, Arlette se me acercó sigilosamente por la espalda, extendió el brazo alrededor de mi cabeza, y me tocó el puente de la nariz con un dedo gélido y húmedo.

Dejé caer el libro sobre la alfombra trenzada de la salita, proferí un grito, y me incorporé de un salto. Al hacerlo, la fría yema del dedo se desplazó a la comisura de mi boca. Entonces me dio otro golpecito, en la coronilla, donde mi cabello raleaba. Esta vez me eché a reír, con una risa temblorosa y enojada, y me agaché a recoger el libro. En ese momento el dedo me rozó una tercera vez, ahora en la nuca, como si mi esposa muerta estuviera diciendo: «¿He atraído ya tu atención, Wilf?». Me desplacé a un lado, para que la cuarta vez no me alcanzara en el ojo, y alcé la vista. El techo sobre mi cabeza se había tornado amarillento y goteaba. El yeso aún no había comenzado a hincharse, pero si la lluvia continuaba, no tardaría. Podría incluso disolverse y caerse a pedazos. La gotera estaba situada encima de mi sitio de lectura especial. Por supuesto. El resto del techo parecía en buen estado, al menos por el momento.

Me acordé de Stoppenhauser diciendo «¿Y pretende decirme que no hay mejoras que podría acometer? ¿Un tejado que reparar?». Y esa astuta mirada. Como si lo hubiera sabido. Como si él y Arlette estuvieran juntos en esto.

Sácate esas cosas de la cabeza, me dije. Ya es bastante malo que sigas pensando en ella, allí abajo. Me pregunto si le saldrán ya los gusanos por los ojos. ¿Habrán devorado los bichos su afilada lengua, o la habrán erosionado, al menos?

Me acerqué a la mesa en el rincón del otro extremo de la sala, agarré la botella que estaba encima, y me serví un buen lingotazo de whisky. La mano me temblaba, pero solo un poco. Vacié el vaso en dos tragos. Era consciente del mal asunto que supondría convertir la bebida en un hábito, pero no ocurre cada noche que un hombre sienta que su esposa muerta le acaricia la nariz.

Y el alcohol me hizo sentir mejor. Con mayor control de mí mismo. No necesitaba sacar una hipoteca de setecientos cincuenta dólares para reparar mi tejado, podría remendarlo con retazos de madera cuando cesara la lluvia. No obstante, sería un apaño feo; conferiría a la casa el aspecto de lo que mi madre llamaría una chabola. Tampoco residía ahí la cuestión. Reparar una gotera requeriría uno o dos días. Necesitaba trabajar para sobrellevar el invierno. El trabajo duro expulsaría los pensamientos sobre Arlette en su trono inmundo, Arlette con su crespina de arpillera. Necesitaba un proyecto de mejoras en el hogar que me enviara a la cama lo bastante cansado para dormir de un tirón, en lugar de yacer despierto escuchando la lluvia y preguntándome si Henry se encontraría bajo ella, quizá tosiendo a causa de la gripe. A veces el trabajo es la única solución, la única respuesta.

Al día siguiente conduje a la ciudad en mi camión e hice lo que nunca pensé que haría de no haber necesitado el préstamo de treinta y cinco dólares: contraté una hipoteca por valor de setecientos cincuenta. Al final quedamos todos atrapados en artificios de nuestra propia invención. Así lo creo. Al final quedamos todos atrapados.

Esa misma semana, en Omaha, un hombre joven con un sombrero de llanero entró en una casa de empeños en la calle Dodge y compró una pistola niquelada del calibre 32. Pagó con cinco dólares que sin duda había conseguido, bajo coacción, de una anciana medio ciega que atendía su negocio bajo un letrero de la Chica del Gorro Azul. Al día siguiente, un hombre joven, con una boina en la cabeza y un pañuelo rojo que le cubría la boca y la nariz, entró en la sucursal de Omaha del First Agricultural Bank, apuntó con una pistola a una guapa empleada llamada Rhoda Penmark, y exigió todo el dinero de la caja. La jovencita le entregó unos doscientos dólares, principalmente en billetes de uno y cinco, mugrientos, como los que los granjeros guardan enrollados en el bolsillo de la pechera de sus petos.

Al salir, mientras con una mano se metía el dinero en los pantalones (claramente nervioso, dejó caer varios billetes al suelo), el corpulento guardia, un policía retirado, le dijo:

—Hijo, no quieres hacer esto.

El muchacho disparó su calibre 32 al aire. Varias personas gritaron.

—Tampoco quiero pegarle un tiro —contestó el joven del pañuelo—, pero lo haré si me obliga. Retroceda contra aquel poste, señor, y quédese allí si sabe lo que mejor le conviene. Tengo un amigo fuera vigilando la puerta.

El muchacho huyó a la carrera, quitándose ya el pañuelo de la cara. El guardia esperó durante un minuto aproximadamente, luego salió con las manos levantadas (no portaba ningún arma en el cinto), por si acaso existía realmente aquel amigo. No había nadie, por supuesto. Hank James no tenía amigos en Omaha a excepción de la chica en cuyo vientre crecía el bebé de ambos.