Dos horas más tarde, cuando estaba hundido en mi sillón de la salita y cabeceaba sobre un ejemplar de Silas Marner, Henry salió de su cuarto, vestido solo con sus calzoncillos de verano. Me contempló con seriedad.

—Madre siempre me insistía en que dijera mis oraciones, ¿sabía eso?

Parpadeé, sorprendido.

—¿Todavía? No, no lo sabía.

—Sí. Incluso cuando dejó de mirarme si no llevaba los pantalones puestos, porque decía que ya era mayor y que no estaría bien. Pero ahora soy incapaz de rezar, nunca más. Creo que, si me arrodillara, Dios me castigaría con la muerte.

—Si es que hay un Dios —maticé.

—Espero que no. Uno se siente más solo, pero espero que no haya ninguno. Imagino que todos los asesinos tienen esa esperanza. Porque si no existe el Cielo, tampoco existe el Infierno.

—Hijo, fui yo quien la mató.

—No; lo hicimos juntos.

No era cierto (no se trataba más que de un muchacho, y yo le había embaucado), pero él sí lo creía, e intuí que siempre sería así.

—Pero no debe preocuparse por mí, padre. Sé que piensa que cometeré un desliz, probablemente con Shannon. O que me sentiré tan culpable que iré a Hemingford y se lo confesaré a ese sheriff.

Por supuesto, esos pensamientos habían cruzado mi mente.

Henry negó con la cabeza, lenta y categóricamente.

—Ese sheriff… ¿Vio cómo se fijaba en todo? ¿Vio sus ojos?

—Sí.

—Intentaría sentarnos a los dos en la silla eléctrica, eso es lo que pienso, y da igual que yo no cumpla los quince hasta agosto. Va a estar también allí para mirarnos con esos ojos duros que tiene cuando nos pongan las correas y…

—Basta, Hank. Es suficiente.

No lo era, sin embargo. No para él.

—… y accionen el interruptor. Nunca permitiré que eso pase si puedo evitarlo. Esos ojos no van a ser nunca lo último que vea. —Consideró lo que acababa de decir—. Es decir, jamás. Nunca jamás.

—Vete a la cama, Henry.

—Hank.

—Hank. Vete a la cama. Te quiero.

Sonrió.

—Lo sé, pero no me lo merezco.

Se marchó, arrastrando los pies, antes de que yo pudiera replicar.

Y con esto a la cama, como dice el señor Pepys. Dormimos mientras los búhos cazaban y Arlette descansaba en la más profunda oscuridad con la mitad inferior de su rostro coceado pendiendo hacia un lado. A la mañana siguiente salió el sol, un buen día para el maíz, y nos dedicamos a nuestras faenas.

Cuando, acalorado y cansado, fui a preparar algo para almorzar, encontré una cacerola tapada en el porche. Había una nota aleteando bajo el borde. Decía así:

Wilf, sentimos mucho tu problema, y ayudaremos de la mejor forma que podamos. Harlan dice que no te preocupes por el pago de la cosechadora este verano. Por favor, avísanos si tienes noticias de tu mujer.

Con cariño,

Sallie Cotterie

PD: Si Henry viene a visitar a Shan, mandaré con él una tarta de arándanos.

Guardé la nota en el bolsillo delantero del peto con una sonrisa. Nuestra vida post-Arlette había empezado.

Si Dios nos recompensa en la Tierra por las buenas acciones (el Antiguo Testamento así lo sugiere, y ciertamente los puritanos creían en ello), entonces quizá Satán nos recompensa por los actos malvados. No sabría decirlo con certeza, pero sí puedo afirmar que fue un buen verano, con mucho calor y sol para el maíz, y solo la lluvia necesaria para mantener fresco nuestro huerto de casi media hectárea. Algunas tardes se descargaban tormentas, con truenos y rayos pero no con esas ráfagas de viento que mutilan las cosechas y que los agricultores del Medio Oeste temen. Harlan Cotterie vino con su Harris Giant y no sufrió ni una sola avería. Me preocupaba que la compañía Farrington pudiera interferir en mis asuntos, pero no ocurrió. Conseguí el préstamo del banco sin problema, y devolví el crédito en su totalidad hacia octubre, porque ese año los precios del maíz se pusieron por las nubes y los costes de transporte de la Great Western estaban por los suelos. Si conoce la historia, sabrá que esas dos cosas —el precio del producto y el precio de los portes— intercambiaron sus posiciones hacia el 23, y así han permanecido desde entonces. Para los agricultores del centro, la Gran Depresión se inició el verano siguiente, cuando el Mercado Agrícola de Chicago colapsó. Pero el verano de 1922 fue tan perfecto como cualquier agricultor hubiera deseado. Solo lo estropeó un incidente, relacionado con otra de nuestras diosas bovinas, y que relataré enseguida.

El señor Lester vino en dos ocasiones. Intentaba provocar, pero no tenía nada con lo que intimidarnos, y debía de saberlo, porque en ese mes de julio parecía bastante tenso. Imagino que sus jefes lo estaban apremiando, y él se limitaba a seguir la cadena. O lo procuraba. La primera vez hizo un montón de preguntas que en realidad no eran preguntas en absoluto, sino insinuaciones. ¿Creía yo que mi esposa había sufrido un accidente? Debía de ser eso, ¿verdad? De lo contrario se habría puesto en contacto con él a fin de acordar una cifra por aquellas cuarenta hectáreas, o sencillamente habría vuelto a la granja arrastrándose con el rabo (metafórico) entre las piernas. ¿O creía yo que había sido víctima de algún criminal en el camino? Esas cosas ocurrían de vez en cuando, ¿verdad? Y, ciertamente, resultaría muy conveniente para mí, ¿verdad?

La segunda vez que se presentó mostraba un aspecto desesperado además de tenso, y fue directamente al grano: ¿había sufrido mi esposa un accidente allí mismo en la granja? ¿Era eso lo que había ocurrido? ¿Era la razón por la que no había aparecido ni viva ni muerta?

—Señor Lester, si me está preguntando si he asesinado a mi esposa, la respuesta es no.

—Bueno, por supuesto, es lo que usted diría, ¿no?

—Es la última cosa que me pregunta, señor. Monte en la camioneta y márchese. No vuelva por aquí. Si lo hace, le atizaré con el mango de un hacha.

—¡Le encarcelarían por agresión!

Ese día llevaba un cuello de celuloide, y lo tenía ladeado. Casi era posible hasta compadecerse de él, plantado allí de pie con el cuello hurgando por debajo de la barbilla mientras ríos de sudor surcaban el polvo en su cara rechoncha, los labios temblorosos y los ojos casi fuera de las órbitas.

—Nada de eso. Le he advertido de que se mantenga lejos de mi propiedad, como es mi derecho, y tengo intención de enviar una carta certificada a su bufete declarando eso mismo. Si vuelve otra vez será allanamiento, y le machacaré. Tómese la advertencia en serio, señor.

Lars Olsen, que había vuelto a traer a Lester en su Red Baby, prácticamente ahuecaba las manos alrededor de las orejas para oír mejor.

Cuando Lester alcanzó el camión, por el lado sin puerta del pasajero, giró sobre sus talones con el brazo extendido y me apuntó con un dedo, como un abogado con inclinación por la teatralidad ante un tribunal.

—¡Creo que usted la mató! ¡Y tarde o temprano el homicidio saldrá a la luz!

Henry (o Hank, como prefería que le llamaran ahora) salió del granero. Había estado aventando el heno y sostenía la horca contra su pecho como un rifle en posición de «presenten armas».

—Lo que yo creo es que más le vale salir de aquí antes de que empiece a sangrar —amenazó.

El muchacho amable y bastante tímido que conociera yo hasta el verano del 22 jamás habría dicho nada semejante, pero este lo hizo, y Lester vio que hablaba en serio. Subió al vehículo. Sin puerta que cerrar de golpe, se conformó con cruzarse de brazos.

—Vuelve cuando gustes, Lars —dije agradablemente—, pero no lo traigas, no importa cuánto te ofrezca por acarrear su culo inútil.

—No, señor James —dijo Lars, y partieron.

Me volví hacia Henry.

—¿Ibas a pegarle con esa horca?

—Sí, señor. Hasta que chillara.

A continuación, con semblante adusto, regresó al granero.

Sin embargo, no siempre se mostró adusto ese verano, y el motivo de ello fue Shannon Cotterie. La vio mucho (más de lo apropiado para cualquiera de los dos; eso lo descubrí en otoño). La muchacha empezó a venir a la casa los martes y jueves por la tarde, vestida con faldas largas y el cabello pulcramente recogido con una cofia, y armada con un morral cargado de cosas ricas para comer. Explicó que sabía «lo que cocinaban los hombres». (Como si tuviera treinta años en lugar de quince), y aseguró que su intención era ver que tomábamos por lo menos dos cenas decentes a la semana. Y aunque yo solo disponía de una de las cazuelas de su madre para comparar, admito que era una cocinera suprema. Henry y yo nos limitábamos a echar filetes en una sartén sobre el anafe; la muchacha tenía una manera de condimentar que convertía un mero trozo de carne en algo delicioso. Traía verduras frescas en su morral, no solo zanahorias y guisantes, sino productos exóticos (para nosotros) como espárragos y fríjoles gordos que cocinaba con cebollas perla y beicon. Tomábamos hasta postre. Cierro los ojos en esta miserable habitación de hotel y huelo la masa. La veo de pie en la cocina, veo el movimiento de sus nalgas mientras batía huevos o montaba la nata.

«Generosa» era la palabra para describir a Shannon: de cadera, de busto, de corazón. Trataba a Henry con ternura, y le cuidaba. Así que me encariñé de ella…, salvo que esta declaración se me antoja demasiado pobre, Lector. La amaba, y ambos amábamos a Henry. Aquellos martes y jueves, tras la cena, yo insistía en fregar los cacharros y los enviaba al porche. A veces los oía murmurar entre ellos, y si me asomaba los veía sentados en las sillas de mimbre, uno al lado del otro, observando el Campo Oeste y cogidos de la mano como un viejo matrimonio. A veces los pillaba besándose, y en ese acto no había ni rastro de un viejo matrimonio. Existía en aquellos besos la dulce urgencia que solo pertenece a los muy jóvenes, y entonces me escabullía con dolor en el corazón.

Un caluroso martes por la tarde ella llegó temprano. Su padre se hallaba en nuestro Campo Norte con la cosechadora; Henry le acompañaba subido en la máquina, y una pequeña cuadrilla de indios de la reserva de Lyme Biska caminaba detrás… y detrás de estos, Urraca Vieja conducía el remolque. Shannon me pidió un cazo de agua fría, que le procuré encantado. Permaneció de pie en el lado sombreado de la casa, y mostraba un aspecto imposiblemente fresco pese al voluminoso vestido que la cubría desde la garganta hasta los tobillos y desde los hombros hasta la cintura; el vestido de una cuáquera, casi. Su manera de actuar era grave, acaso temerosa, y por un instante yo mismo me asusté. Se lo ha contado, pensé. Eso resultó no ser cierto. Excepto que, en varios sentidos, sí lo fue.

—Señor James, ¿Henry está enfermo?

—¿Enfermo? Diantres, no. Está sano como un caballo, diría. Y también come igual que uno. Tú misma lo has visto. Aunque creo que ni siquiera un hombre enfermo podría negarse a tu comida, Shannon.

Eso me hizo acreedor de una sonrisa, aunque distraída.

—Este verano se comporta distinto. Siempre supe cuáles eran sus pensamientos, pero ya no. Rumia.

—¿Sí? —pregunté (con demasiada efusividad).

—¿No lo ha notado?

—No, señora. —(Pero sí)—. A mí me parece el mismo de siempre. Pero siente un inmenso aprecio por ti, Shan. Quizá lo que para ti es cavilación, él lo sienta como una dolencia de amor.

Creí que me recompensaría con una sonrisa auténtica, pero no. Me tocó la muñeca. La mano estaba fría a causa del mango del cazo.

—Lo he pensado, pero… —Espetó el resto—: Señor James, si estuviera encaprichado de alguien más, de alguna de las chicas de la escuela…, usted me lo diría, ¿verdad? No intentaría… no herir mis sentimientos, ¿verdad?

Me reí ante eso, y observé que su bonito rostro se iluminaba de alivio.

—Shan, escúchame. Porque soy tu amigo. El verano siempre es una época de duro trabajo, y como Arlette se ha ido, Hank y yo hemos estado más ocupados que un empapelador manco. Cuando llega la noche, cenamos…, una buena cena si estás tú, y luego leemos durante una hora. A veces habla de lo que añora a su madre. Después nos acostamos, y al día siguiente nos levantamos y vuelta a lo mismo. Apenas tiene tiempo para cortejarte a ti, mucho menos a otra chica.

—Él me ha cortejado, eso es cierto —dijo, y desvió la mirada hacia el lugar donde, en el horizonte, resoplaba la cosechadora de su padre.

—Bien…, eso es bueno, ¿no?

—Solo pensé que… está tan callado…, tan taciturno… A veces se queda con la mirada perdida a lo lejos, y tengo que repetir su nombre dos o tres veces para que me haga caso y me responda. —Se ruborizó con fiereza—. Incluso sus besos son distintos. No sé cómo explicarlo, pero es así. Y si alguna vez le cuenta que he dicho eso, me moriré. De veras que me moriré.

Nunca se me ocurriría —dije—. Los amigos no se traicionan entre sí.

—Supongo que estoy siendo una tonta. Y claro que añora a su madre, eso lo sé. Pero hay tantas chicas en la escuela que son más bonitas que yo…, más bonitas que yo…

Alcé su barbilla para que me mirara a los ojos.

—Shannon Cotterie, cuando mi chico te mira, ve a la muchacha más bonita del mundo. Y tiene razón. Diantres, con su edad, yo mismo te cortejaría.

—Gracias —dijo. Lágrimas como diamantes diminutos se agolpaban en las esquinas de sus ojos.

—Lo único de lo que necesitas preocuparte es de volver a ponerle en su sitio si se aparta del camino. Los chicos a veces se ofuscan, ¿sabes? Y si me he pasado de la raya, adelante, dímelo. Esa es otra cosa que está bien entre amigos.

Me dio un abrazo entonces, y yo se lo devolví. Un abrazo bien fuerte, pero acaso mejor para Shannon que para mí. Porque Arlette se hallaba entre nosotros. En el verano de 1922, Arlette se interponía entre cualquier persona y yo, y sucedía lo mismo con Henry. Shannon así acababa de confirmármelo.

Una noche de agosto, terminada ya la cosecha y con la cuadrilla de Urraca Vieja pagada y de regreso en la reserva, me despertó el mugido de una vaca. Me he quedado dormido y se me ha pasado la hora del ordeño, pensé, pero tras buscar a tientas en la mesilla el reloj de bolsillo de mi padre, vi que marcaba las tres y cuarto de la madrugada. Arrimé el reloj al oído para comprobar que aún tenía cuerda, pero un vistazo por la ventana a la oscuridad sin luna habría servido al mismo propósito. Tampoco se trataba de la llamada ligeramente molesta de una vaca que necesita que le extraigan la leche. Era el sonido de un animal dolorido. Las vacas a veces braman de ese modo cuando paren, pero hacía mucho tiempo que nuestras diosas habían dejado atrás esa etapa de sus vidas.

Me levanté y eché a andar hacia la puerta, pero luego regresé a por el calibre 22 que guardaba en el armario. Oí a Henry serrando madera tras la puerta cerrada de su habitación al pasar apresuradamente por delante con el rifle en una mano y mis bolas en la otra. Esperaba que no se despertara y quisiera acompañarme a lo que podría ser una diligencia peligrosa. En aquel entonces ya quedaban pocos lobos en las praderas, pero Urraca Vieja me había contado que algunos zorros a lo largo del curso del río Platte y el Medicine Creek padecían la enfermedad del estío. Así llamaban a la rabia los shoshones. Un bicho rabioso en los establos era la causa más probable de aquellos gritos.

Ya en el exterior de la casa, los mugidos agonizantes sonaban Con mayor intensidad, y huecos, de algún modo. Con resonancia. Como una vaca en un pozo, pensé. Aquella idea me puso la piel de gallina en los brazos e hizo que asiera con fuerza el 22.

Para cuando alcancé el establo y abrí la puerta derecha empujando con el hombro, oí que las demás vacas empezaban a mugir en solidaridad, pero aquellos gemidos eran interpelaciones tranquilas en comparación con los bramidos de angustia que me habían despertado… y que despertarían también a Henry si no lograba poner fin a lo que los causaba. Una lámpara de arco de carbón colgaba en un gancho a la derecha de la puerta; no usábamos llamas abiertas en el establo a menos que fuera absolutamente necesario, sobre todo en verano, cuando el altillo estaba cargado de heno y cada silo rebosaba de maíz hasta arriba.

Palpé en busca del botón de encendido y lo apreté. Brotó un círculo brillante de luz blanco azulada. Deslumbrado en un primer momento, no pude distinguir nada; solo oía aquellos gritos de dolor y los ruidos sordos que producían las pezuñas de una de nuestras diosas al intentar escapar de lo que fuera que la estaba hiriendo. Era Aquelois. Cuando mis ojos se adaptaron un poco, vi que sacudía la cabeza de un lado a otro, reculaba hasta que sus cuartos traseros chocaban contra la puerta de su chiquero (el tercero a la derecha según se avanzaba por el pasillo), y luego embestía de nuevo hacia delante. Las otras vacas sembraban completamente el pánico entre ellas mismas.

Me armé de valor y corrí hasta allí con el 22 metido bajo el brazo izquierdo. Abrí la puerta de un tirón, y retrocedí un paso. Aquelois significa «aquella que ahuyenta el dolor», pero esta Aquelois sufría una agonía. Cuando salió al pasillo a trompicones, observé que sus patas traseras estaban embadurnadas de sangre. Se encabritó como un caballo (algo que nunca antes viera hacer a una vaca), y en ese momento divisé una enorme rata noruega aferrándose a una de las tetillas. El peso había convertido la protuberancia rosada en un tenso trozo de cartílago. Petrificado por la sorpresa (y el horror), recordé cuando, siendo todavía un niño, Henry se sacaba de la boca una tira de chicle rosado. «No hagas eso», le reprendía Arlette. «A nadie le interesa ver lo que has estado masticando».

Levanté el arma, luego la bajé. ¿Cómo iba a disparar con la rata balanceándose de acá para allá como un peso vivo al final de un péndulo?

En el pasillo, Aquelois mugía y sacudía la cabeza de un lado a otro, como si eso pudiera servir de alguna ayuda. En cuanto sus cuatro patas volvieron a tocar el suelo, la rata fue capaz de sostenerse en las tablas sucias de heno. Era como algún extraño tipo de cachorro monstruoso con gotas de leche en sus bigotes. Busqué algo con lo que golpearla, pero antes de que pudiera agarrar la escoba que Henry había dejado apoyada contra el chiquero de Femonoe, Aquelois volvió a ponerse sobre dos patas y la rata cayó al suelo. Al principio pensé que había conseguido desprenderse de ella, pero entonces divisé la protuberancia rosada y arrugada que sobresalía de la boca de la rata, como un cigarro de carne. La maldita alimaña había arrancado de cuajo una de las tetillas de la pobre Aquelois. El animal reposó la cabeza contra una de las vigas del establo y me dedicó un extenuado mugido, como si dijera: «Te he dado leche todos estos años sin ocasionar problemas, no como algunas que podría mencionar, luego ¿por qué has permitido que me pase esto?». Bajo su ubre se estaba formando un charco de sangre. Incluso con la conmoción y la repulsión, creía que no moriría a causa de la herida, pero ante su visión (y la de la rata, con la tetilla inocente en la boca) me invadió la ira.

Aun así no disparé, en parte porque tenía miedo del fuego, pero sobre todo porque, al llevar la lámpara de carbón en una mano, temía fallar. En lugar de eso, bajé la culata del rifle, con la esperanza de matar a la intrusa igual que Henry había matado a la superviviente del pozo con la pala. Pero Henry era un muchacho de reflejos rápidos, y yo un hombre de mediana edad que había sido despertado de un profundo sueño. La rata me esquivó con facilidad y se marchó trotando por el pasillo central. La tetilla cercenada se movía arriba y abajo en su boca, y comprendí que la estaba devorando (caliente y, sin duda, aún llena de leche) incluso mientras corría. Le di caza, lancé un par de golpes más, y fallé ambos intentos. Entonces vi hacia dónde se dirigía: la tubería que conducía al extinto pozo para el ganado. ¡Por supuesto! ¡El Bulevar de la Rata! Al rellenar el pozo, aquel se convirtió en su único medio de agresión. Sin ese conducto, habrían quedado sepultadas vivas. Sepultadas con ella.

Pero seguramente esa cosa es demasiado grande para caber por la tubería, pensé. Debe de haber venido del exterior, tal vez de un nido en el montón de abono.

Saltó a la abertura, y mientras lo hacía, estiró su cuerpo de la manera más asombrosa. Blandí la culata del rifle una última vez y la estrellé contra el borde del conducto. Erré el blanco por completo. Cuando bajé la lámpara de carbón hasta la boca de la tubería, alcancé a vislumbrar borrosamente la cola sin pelo que se internaba en la oscuridad, y oí el chirrido de sus garras en el metal galvanizado. Después desapareció. El corazón me latía con tanta fuerza que surgieron puntitos blancos delante de mis ojos. Aspiré una profunda bocanada de aire, pero estaba impregnado de un hedor a putrefacción y descomposición tan intenso que retrocedí tapándome la nariz con la mano. Las arcadas ahogaron la necesidad de gritar. Con aquel olor invadiendo mis fosas nasales, casi podía ver a Arlette al otro lado de la tubería, su carne, ahora infestada de bichos y gusanos, licuándose; sus facciones que empezaban a escurrirse de la calavera, la sonrisa de sus labios dando paso a la sempiterna mueca ósea que yacía debajo.

Me aparté de aquella atroz tubería a gatas, esparciendo el vómito primero a la izquierda y luego a la derecha, y después de expulsar toda la cena, escupí largos hilos de bilis. Con ojos acuosos, vi que Aquelois había regresado a su chiquero. Eso estaba bien. Por lo menos no iba a tener que perseguirla por el maíz y ponerle el ronzal para guiarla de vuelta.

Lo que quería hacer en primer lugar era taponar la tubería, lo deseaba más que cualquier otra cosa, pero a medida que mi gañote se calmaba, la lucidez se reafirmó a sí misma. La prioridad era Aquelois. Era una buena vaca lechera. Más importante que eso, ella era responsabilidad mía. Guardaba un botiquín en el pequeño despacho del establo donde llevaba las cuentas. Allí encontré un frasco grande de bálsamo antiséptico Rawleigh. Había un montón de trapos limpios en el rincón. Cogí la mitad y regresé al chiquero de Aquelois. Cerré la puerta para minimizar el riesgo de recibir una coz y me senté en el taburete de ordeñar. Creo que una parte de mí sentía que merecía ser pateado. Pero la vieja y querida Aquelois no se movió cuando la acaricié en la ijada y susurré: «Sooo, Jefa, tranquila, grandullona», y aunque tembló cuando le unté el bálsamo en la zona dañada, permaneció inmóvil.

Después de dar todos los pasos posibles para prevenir la infección, usé los trapos para secar el vómito. Era importante hacer bien el trabajo, pues cualquier granjero le dirá que el vómito humano atrae a los depredadores tanto o más que un vertedero de basura que no haya sido adecuadamente enterrado. Mapaches y marmotas, por supuesto, pero sobre todo ratas. Las ratas adoran los residuos humanos.

Me sobraron unos pocos trapos, pero procedían de la mantelería desechada de Arlette y eran demasiado finos para mi siguiente tarea. Cogí la hoz de su gancho, iluminé el camino hasta la pila de leña, y corté un irregular cuadrado de la gruesa lona que la cubría. De vuelta en el establo, me agaché y sostuve la lámpara cerca de la boca de la tubería, pues quería cerciorarme de que la rata (la misma u otra; donde hay una, con certeza habrá más) no estaba al acecho, preparada para defender su territorio, pero se hallaba vacía hasta donde me alcanzaba la vista, a unos cuatro metros de distancia. No había excrementos, pero eso no me sorprendió. Se trataba de una vía transitada (en ese momento, su única vía) y no la ensuciarían mientras pudieran hacer sus cosas en el exterior.

Metí la lona en la tubería. Era rígida y voluminosa, y al final tuve que usar el mango de la escoba para introducirla del todo, pero lo logré.

—Listo —dije en voz alta—. A ver si os gusta esto. Así os atragantéis.

Volví para echarle un vistazo a Aquelois. Permanecía tranquila, y cuando la acaricié me dirigió una afable mirada por encima del hombro. Sabía entonces y sé ahora que solo era una vaca (descubrirá que los granjeros albergan pocos sentimientos románticos hacia el mundo natural), pero esa mirada me llenó los ojos de lágrimas y me obligué a reprimir un sollozo. Sé que has hecho todo lo posible, decía. Sé que no es culpa tuya.

Sin embargo lo era.

Pensé que yacería despierto durante mucho tiempo, y que cuando me durmiera soñaría con la rata corriendo por las tablas sucias de heno hacia su escotilla de escape con la tetilla en la boca, pero caí dormido de inmediato, y mi sueño fue tranquilo y reparador. Desperté con la luz de la mañana que inundaba el dormitorio y el denso hedor del cadáver en descomposición de mi esposa muerta que impregnaba mis manos, las sábanas y la almohada. Me incorporé al instante, jadeando, pero consciente de que se trataba de una ilusión. Aquel olor fue mi pesadilla. No la había tenido durante la noche, sino con la primera y cuerda luz de la mañana, y con los ojos abiertos de par en par.

A pesar del bálsamo, esperaba una infección debida a la mordedura de la rata, pero no se produjo. Aquelois murió ese mismo año, aunque por otra causa. Nunca volvió a dar leche, sin embargo; ni una sola gota. Debería haberla matado, pero no tuve corazón para hacerlo. Ya había sufrido demasiado a cuenta mía.

Al día siguiente le entregué a Henry una lista de suministros y le indiqué que fuera a buscarlos con la camioneta al Hogar. Una gran sonrisa encandilada le quebró el rostro.

—¿El camión? ¿Yo solo?

—¿Todavía te acuerdas de manejar la caja de cambios? ¿Aún eres capaz de encontrar la marcha atrás?

—¡Cielos, claro que sí!

—Entonces creo que estás listo. Quizá no para Omaha, todavía, ni siquiera Lincoln, pero si conduces despacio, deberías llegar sano y salvo a Hemingford Home.

—¡Gracias!

Me rodeó con los brazos y me besó en la mejilla. Por un instante dio la impresión de que volvíamos a ser amigos. Incluso me permití el lujo de creérmelo un poco, aunque mi corazón sabía más. La evidencia podría estar bajo tierra, pero la verdad se hallaba entre nosotros, y siempre sería así.

Le entregué una cartera de piel con dinero.

—Pertenecía a tu abuelo. Te convendría guardarla bien; iba a regalártelo por tu cumpleaños en otoño, de todas formas. Hay dinero dentro. Si sobra algo, puedes quedártelo. —Casi agregué: «Y no traigas contigo ningún chucho», pero me detuve a tiempo. Esa había sido una manida ocurrencia de su madre.

Intentó agradecérmelo otra vez, pero fue imposible. Ya era demasiado.

—Pasa por la herrería de Lars Olsen en el camino de vuelta y llena el depósito. Hazme caso, o tendrás que venir a casa a pie en lugar de tras un volante.

—No me olvidaré. Y ¿padre?

—Sí.

Arrastró los pies y luego me miró con timidez.

—¿Podría pasar por casa de los Cotterie a preguntarle a Shan si quiere ir conmigo?

—No —respondí, y su cara se alargó antes de poder añadir—: Pídele permiso a Sallie o a Harlan. Y asegúrate de decirles que nunca antes has conducido hasta la ciudad. Está en juego tu honor, hijo.

Como si nos quedara algo a cualquiera de los dos.

Permanecí observando junto a la cancela hasta que nuestro viejo camión desapareció en una nube de su propio polvo. Había un bulto en mi garganta que era incapaz de tragar. Tenía la estúpida pero fortísima premonición de que nunca le volvería a ver. Supongo que es algo que la mayoría de los padres sienten la primera vez que ven a un hijo yéndose solo y se enfrentan a la comprensión de que si un niño tiene la edad suficiente para mandarle a hacer recados sin supervisión, entonces ya ha dejado de ser un niño.

Pero no podía pasar demasiado tiempo deleitándome en mis sentimientos; tenía una importante tarea que realizar, y había enviado a Henry lejos para poder ocuparme de ella yo solo. Advertiría lo sucedido a la vaca, por supuesto, y probablemente adivinaría qué lo había provocado, pero pensé que aun así podría paliar un poco el efecto de ese conocimiento.

Primero comprobé el estado de Aquelois, que parecía decaída, pero por lo demás bien. Luego examiné la tubería. Seguía obstruida, pero no me hacía ilusiones; requeriría tiempo, pero finalmente las ratas roerían la lona. Debía perfeccionar el trabajo. Llevé un saco de cemento Portland hasta el pozo de la casa y preparé la mezcla en un viejo balde. De vuelta en el establo, mientras esperaba a que espesara, empujé la lona aún a mayor distancia en la tubería, dos metros, que fueron los que rellené con cemento. Para cuando regresó Henry (y con buen ánimo, pues logró que Shannon le acompañara y ambos habían compartido una gaseosa con helado, pagada con el cambio de los recados), ya estaba endurecido. Supongo que unas pocas ratas debieron de salir a forrajear, pero no me cabía duda de que había enclaustrado a la gran mayoría en la oscuridad, incluyendo a la que se ensañó con la pobre Aquelois. Y en la oscuridad morirían. Si no de asfixia, de inanición cuando su innombrable despensa estuviera agotada.

Eso pensaba entonces.

En los años entre 1916 y 1922 hasta los granjeros estúpidos de Nebraska prosperaron. Harlan Cotterie, lo opuesto a un estúpido, prosperó más que la mayoría. Su granja lo demostraba. Agregó un establo y un silo en 1919, y en 1920 construyó un profundo pozo que bombeaba un increíble caudal superior a veinte litros por minuto. Un año más tarde instaló fontanería interior (aunque sensatamente conservó el retrete del patio trasero). Así, tres veces por semana, él y sus mujeres disfrutaban de lo que constituía un lujo inverosímil en aquella región del país: duchas y baños calientes donde el agua se suministraba no con ollas puestas a hervir en el anafe de la cocina, sino mediante cañerías que primero la transportaban desde el pozo y luego la vertían al sumidero. Fueron los baños lo que reveló el secreto que Shannon Cotterie había estado guardando, aunque supongo que yo ya lo conocía, que lo supe desde el día que me dijo «Él me ha cortejado, eso es cierto», hablando con una voz plana, opaca, impropia de ella, y mirándome no a mí, sino a la silueta de la cosechadora de su padre y a los espigadores que andaban dificultosamente detrás de la máquina.

Esto ocurrió hacia finales de septiembre, con el maíz ya cosechado por otro año, pero aún pendiente la recolección de los huertos. Un sábado por la tarde, mientras Shannon disfrutaba de una ducha, su madre entró por la puerta de atrás con una colada que recogiera temprano del tendedero, pues amenazaba lluvia. Es probable que Shannon creyera que había cerrado completamente la puerta del cuarto de baño (la mayoría de las damas se muestran reservadas en lo que atañe a sus quehaceres en el aseo, y cuando el verano de 1922 cedía paso al otoño, Shannon Cotterie tenía cierto motivo en especial para sentirse así), aunque quizá se soltó el pestillo y se abrió parcialmente. Su madre echó un vistazo por casualidad, y aunque la vieja sábana que servía de cortina se extendía por todo lo largo del riel en forma de U, el rocío la había vuelto translúcida. No hizo falta que Sallie viera verdaderamente a la muchacha; atisbo su figura, por una vez sin uno de sus voluminosos vestidos estilo cuáquero para ocultarla. Con eso bastó. La muchacha estaba de cinco meses, o cerca; en cualquier caso, probablemente no habría podido guardar su secreto mucho más tiempo.

Dos días más tarde, Henry volvió a casa de la escuela (ahora utilizaba la camioneta) con aspecto asustado y culpable.

—Shan no ha ido los dos últimos días —me explicó—, así que pasé por casa de los Cotterie para preguntar si estaba bien. Creí que a lo mejor había pillado la gripe española. No me dejaron entrar. La señora Cotterie me dijo que siguiera mi camino, y que su marido vendría esta noche para hablar, después de que terminara sus faenas. Le pregunté si podía hacer algo, y me dijo: «Ya has hecho suficiente, Henry».

Entonces recordé la conversación con Shan. Henry se tapó la cara con las manos y dijo:

—Está embarazada, padre, y se han enterado. Sé que es eso. Nosotros queremos casarnos, pero tengo miedo de que ellos no nos lo permitan.

—No te preocupes por ellos —le dije—. No te lo permitiré yo.

Me miró con ojos dolidos y llorosos.

—¿Por qué no?

Pensé: ¿Has visto lo que pasó entre tu madre y yo y todavía preguntas? Pero lo que respondí fue:

—Ella tiene quince años, y a ti aún te faltan otras dos semanas.

—¡Pero nos amamos!

Oh, necio lamento. Ese ululato cobarde. Apreté las perneras del peto con los puños cerrados, pero me obligué a abrir las manos. Enfadarse no serviría de nada. Un muchacho necesitaba a una madre con la que discutir asuntos como ese, pero la suya estaba sentada en el fondo de un pozo cegado, atendida sin duda por un séquito de ratas muertas.

—Lo sé, Henry,…

—¡Hank! ¡Y hay otros que se casan a esa edad!

Otrora, sí; no tanto desde el cambio de siglo y el cierre de las fronteras. Pero eso no lo mencioné. Cuanto dije fue que no tenía dinero para proporcionarles un comienzo. Quizá para 1925, si los cultivos y los precios se mantenían, pero ahora no había nada. Y con un bebé en camino…

—¡Habría habido suficiente! —espetó—. ¡Si no hubieras sido tan cabrón con esas cuarenta hectáreas, habríamos tenido en abundancia! ¡Ella me hubiera dado una parte! ¡Y ella no me hubiera hablado de esa forma!

En un primer momento me quedé demasiado conmocionado para decir nada. Habían transcurrido seis semanas o más desde que el nombre de Arlette (o incluso el vago pronombre ella) dejara de existir entre nosotros.

Me miraba de modo desafiante. Y entonces, a lo lejos en nuestra porción de carretera, divisé a Harlan Cotterie. Siempre le consideré un amigo, pero la irrupción de una hija embarazada tiene por costumbre cambiar esas cosas.

—No, ella no te hubiera hablado de esa forma —concedí, y le miré directamente a los ojos—. Te habría hablado peor. Y lo más probable es que se hubiera reído. Si buscas en tu corazón, hijo, sabrás que es cierto.

—¡No!

—Tu madre llamó bruja a Shannon, y después te dijo que mantuvieras la colita en los pantalones. Fue su último consejo y, aun ordinario e hiriente como casi todo lo que decía, deberías haberlo seguido.

La ira de Henry decayó.

—Solo fue después de…, después de esa noche cuando… Shan no quería, pero yo la convencí. Y una vez que empezamos, a ella le gustó tanto como a mí. Una vez que empezamos, era ella la que lo pedía. —Lo expresó con un extraño orgullo, medio enfermizo, y luego meneó la cabeza cansinamente—. Y ahora en esas cuarenta hectáreas solo crecen hierbajos y yo estoy metido en un lío. Si madre estuviera aquí, me ayudaría a arreglarlo. El dinero lo arregla todo, eso es lo que él dice. —Henry asintió en dirección a la nube de polvo que se aproximaba.

—Si no te acuerdas de cómo se aferraba tu madre a cada dólar, entonces olvidas demasiado rápido por tu propio interés —dije—. Y si has olvidado cómo te cruzó la cara aquella vez…

—No lo he olvidado —dijo hoscamente. Y luego, con mayor resentimiento aún—: Creí que me ayudarías.

—Pienso intentarlo. Ahora mismo quiero que te esfumes. Estar aquí cuando aparezca el padre de Shannon sería como agitar un trapo rojo delante de un toro. Deja que vea en qué posición estamos, y cómo está él, y a lo mejor te llamo para que salgas al porche. —Le cogí por la muñeca—. Voy a hacer todo lo posible por ti, hijo.

Se liberó de mi agarre de un tirón.

—Más te vale.

Entró en la casa, y justo antes de que Harlan detuviera su coche nuevo (un Nash tan verde y reluciente bajo la capa de polvo como el lomo de un moscardón), oí el portazo de la mosquitera a mis espaldas.

El Nash resopló, y se produjeron varias detonaciones en el escape antes de apagarse. Harlan se apeó, se quitó el guardapolvo, lo dobló, y lo depositó en el asiento. Se lo había puesto porque estaba vestido para la ocasión: camisa blanca, corbata de lazo, pantalones buenos de domingo sujetos por un cinturón con hebilla de plata. Enganchó los dedos en él y se colocó el pantalón a su gusto por debajo de su barriga pequeña y en buena forma. Harlan siempre se había portado bien conmigo, y yo no solo le consideraba un amigo, sino un buen amigo, pero en aquel momento lo odié. No porque viniera a acusarme por el asunto de mi hijo; Dios sabe que yo habría actuado igual si nuestras posesiones se hubieran invertido. No, era su nuevo Nash, verde y radiante. Era la hebilla plateada del cinturón con forma de delfín. Era el nuevo silo, pintado de un rojo brillante, y la fontanería interior. Sobre todo, era la esposa obediente, feúcha de cara, que le esperaba en la granja, sin duda preparando la cena a pesar de su preocupación. La esposa que frente a cualquier problema respondería con amabilidad: «Lo que creas que es mejor, querido». Mujeres, tomad nota: una esposa así nunca ha de temer exhalar su último aliento a través de una garganta degollada.

Avanzó con grandes zancadas hacia los escalones del porche. Me puse en pie y le ofrecí la mano, esperando a ver si la estrechaba o la rechazaba. Hubo vacilación mientras analizaba los pros y los contras, pero al final le dio un breve apretón antes de soltar.

—Tenemos un problema considerable, Wilf —anunció.

—Lo sé. Henry acaba de contármelo. Mejor tarde que nunca.

—Mejor nunca jamás —matizó en tono grave.

—¿Te sientas?

Lo meditó también antes de coger la mecedora que había pertenecido a Arlette. Sabía que no quería sentarse (un hombre trastornado y enfurecido no se siente cómodo estando sentado), pero lo hizo igualmente.

—¿Te apetece un poco de té helado? No hay limonada, Arlette era la experta en limonada, pero…

Me impuso silencio con un gesto de su mano regordeta. Regordeta pero dura. Harlan era uno de los granjeros más ricos del condado de Hemingford, pero no actuaba como un simple capataz; a la hora de cosechar o de segar y secar el heno, allí estaba él el primero al lado de los jornaleros contratados.

—Quiero regresar antes de la puesta de sol. No veo una mierda con esos faros. Mi chica tiene un bollo en el horno, y me figuro que sabes quién ha sido el maldito cocinero.

—¿Serviría de algo si digo que lo siento?

—No. —Fruncía los labios con fuerza, y noté la sangre caliente palpitando a ambos lados de su cuello—. Estoy más furioso que un avispón, y lo peor es que no tengo a nadie con quien enfurecerme. No puedo enfadarme con los crios, porque son solo eso, crios, aunque si Shannon no estuviera encinta, la pondría sobre las rodillas y le pegaría una zurra por no actuar con sensatez aun cuando sabía lo que era mejor para ella. Ha recibido una buena educación, y en el dogma de la Iglesia, además.

Quise preguntarle si estaba insinuando que había educado mal a Henry. En cambio, mantuve la boca cerrada y le dejé que expusiera todo lo que había estado bufando en el trayecto hasta aquí. Traía un discurso elaborado, y una vez que lo soltara sería más fácil tratar con él.

—Me gustaría culpar a Sallie por no fijarse antes en el estado.

—Henry quiere casarse con ella y darle al bebé un nombre.

—Eso es tan condenadamente ridículo que no quiero ni oír lo. No diré que Henry no tiene ni una lata en la que mear, ni un lugar donde caerse muerto; sé que lo has hecho bien, Wilf, o lo mejor dentro de tus posibilidades, pero es lo máximo que puedo decir. Estos han sido años de vacas gordas, y aun así solo vas un paso por delante del banco. ¿Cuál será tu situación cuando vuelvan los años de escasez? Porque siempre vuelven. Si tuvieras el dinero de esas cuarenta hectáreas de ahí atrás, entonces sería distinto, el dinero amortigua los tiempos difíciles, todo el mundo lo sabe… Pero al irse Arlette, allí están como una vieja criada estreñida sentada en un orinal.

Durante un solo instante una parte de mí intentó imaginar cómo habrían resultado las cosas si hubiera cedido ante Arlette con respecto a esa puta tierra, igual que había hecho con respecto a tantas otras cosas. Estaría viviendo en la hediondez, eso es lo que habría ocurrido. Habría tenido que desenterrar el viejo estanque para las vacas, porque las vacas no beberían de un riachuelo con sangre y tripas de cerdo flotando.

Cierto. Pero yo viviría en lugar de simplemente subsistir, Arlette viviría conmigo, y Henry no sería el chico huraño, angustiado y difícil en que se había convertido. El chico que había metido a su amiga de la niñez en un atolladero.

—Bien, ¿qué quieres hacer? —pregunté—. Dudo que hayas hecho este viaje sin nada en mente.

Dio la impresión de no haberme oído. Miraba a través de lo campos hacia donde su nuevo silo se erguía en el horizonte. Su rostro tenía un aspecto apesadumbrado y triste, pero he llegado muy lejos y escrito demasiado para mentir; esa expresión no me conmovió mucho. 1922 había sido el peor año de mi vida, el año en el que me convertí en un hombre que ya no conocía, y Harlan Cotterie era simplemente otro derrubio en un rocoso y miserable tramo del camino.

—Es inteligente —dijo Harlan—. La señora McReady de la escuela dice que Shan es la alumna más inteligente a la que ha enseñado en toda su carrera, y eso se remonta a casi cuarenta años. Es buena en inglés, y mejor incluso en matemáticas, lo que según la señora McReady es raro en las chicas. Es capaz de hacer trigonoromía, Wilf. ¿Lo sabías? La propia señora McReady no es capaz de hacer trigonoromía.

No, lo ignoraba, pero sabía decir esa palabra. Sentí, sin embargo, que quizá ese no fuera el momento para corregir la pronunciación de mi vecino.

—Sallie quería mandarla a la escuela normal en Omaha. Aceptan también a chicas desde 1918, aunque hasta la fecha no se ha graduado ninguna mujer. —Me dirigió una mirada que era difícil de aguantar: mezcla de repulsión y hostilidad—. Mira, las mujeres siempre quieren casarse. Y tener bebés. Unirse a la Estrella de Oriente y barrer el condenado suelo.

Suspiró.

—Shan podría ser la primera. Posee la habilidad y el cerebro. Eso no lo sabías, ¿a qué no?

No, lo cierto era que no. Simplemente había hecho la suposición (una de tantas que ahora sé que resultaron erróneas) de que la muchacha era material de mujer de granja, y nada más.

—Hasta podría llegar a enseñar en la universidad. Planeábamos enviarla a esa escuela en cuanto cumpliera los diecisiete.

Sallie lo planeaba, querrás decir, pensé. Abandonado a tus propios recursos, esa disparatada idea nunca habría cruzado tu mente de granjero.

—Shan lo ansiaba, y habíamos reservado el dinero. Estaba todo arreglado. —Se volvió para mirarme, y oí el crujido de los tendones en su cuello—. Todavía está arreglado. Pero primero, casi de inmediato, se va al Hogar Católico de Santa Eusebia en Omaha. Ella aún no lo sabe, pero es lo que va a pasar. Sallie habló de mandarla a Deland, su hermana vive allí, o con mis tíos en Lyme Biska, pero no confío en ninguno de ellos para llevar a término lo que hemos decidido. Y una chica que causa esta clase de problemas no se merece ir a vivir con gente que conoce y ama.

—¿Qué es lo que habéis decidido, Harl? Aparte de enviar a tu hija a alguna especie de…, no sé…, ¿orfanato?

Se erizó.

—No es un orfanato. Es un lugar limpio, saludable y con mucho trabajo. Así me lo han contado. He estado en la centralita, y todos los informes que he recibido son buenos. Le asignarán tareas, tendrá clases, y dentro de cuatro meses dará a luz. Después de eso, entregaremos al niño en adopción. Las hermanas de Santa Eusebia se ocuparán de eso. Luego podrá volver a casa, y en otro año y medio se irá a la escuela de maestros, como desea Sallie. Igual que yo, claro. Sallie y yo.

—¿Cuál es mi parte en esto? Supongo que debo tener una.

—¿Te estás haciendo el listo conmigo, Wilf? Sé que has pasado un año duro, pero eso no lo aguanto.

—No me estoy haciendo el listo, pero has de saber que no eres el único que está enfadado y avergonzado. Solo dime lo que quieres, y a lo mejor podemos seguir siendo amigos.

La sonrisita singularmente fría con la que acogió mis palabras (apenas una inclinación de sus labios y un momentáneo atisbo de hoyuelos en las comisuras de la boca) dijo mucho sobre la poca esperanza que albergaba de que eso ocurriera.

—Sé que no eres rico, pero aun así tendrás que dar un paso adelante y asumir tu cuota de responsabilidad. Su estancia en el hogar, las hermanas lo llaman cuidado prenatal, me va a costar trescientos dólares. La hermana Camilla lo llamó una donación cuando hablé con ella por teléfono, pero reconozco una tarifa cuando la oigo.

—Si vas a pedirme que dividamos el…

—Sé que no podrías conseguir ciento cincuenta dólares, pero a lo mejor eres capaz de reunir setenta y cinco, que es el coste de la institutriz. La que va a ayudarla a mantenerse al día con sus lecciones.

—No puedo. Arlette me limpió cuando se fue. —Por vez primera me pregunté si ella no habría ahuchado algo. Ese asunto de los doscientos que supuestamente cogió al fugarse era pura mentira, pero en esta situación incluso un pequeño fajo de billetes guardado en un calcetín serviría de ayuda. Tomé nota mentalmente de revisar los armarios y los botes de la cocina.

—Pide otro préstamo en el banco —sugirió—. Devolviste el último, por lo que he oído.

Desde luego. Se suponía que esas cosas eran privadas, pero los hombres como Harlan Cotterie poseen oídos largos. Sentí una oleada fresca de aversión hacia él. ¿Que me prestaba el uso de la cosechadora y solo me cobraba veinte dólares? ¿Y qué? Ahora pedía eso y más, como si su preciosa hija nunca hubiera separado las piernas y dicho «entra y píntame las paredes».

—Disponía del dinero de la cosecha para pagarlo —señalé—. Ya no. Tengo mis tierras y mi casa, eso es más o menos todo.

—Encontrarás la forma —dijo—. Hipoteca la casa si hace falta. Tu parte son setenta y cinco dólares, y comparado con tener a tu hijo cambiando pañales a los quince años, creo que te sale barato.

Se puso en pie. Yo también.

—¿Y si no puedo encontrar la forma? ¿Entonces qué, Harl? ¿Me enviarás al sheriff?

Sus labios se curvaron en una expresión de desdén que transformó en odio mi aversión hacia él. Ocurrió en un instante, y aún siento ese odio hoy en día, cuando tantos otros sentimientos se han extinguido en mi corazón.

—Nunca recurriría a la ley por algo como esto. Pero si no asumes tu parte de responsabilidad, tú y yo hemos acabado. —Entrecerró los ojos bajo la menguante luz del día—. Tengo que irme si no quiero que me pille la noche. No necesitaré los setenta y cinco hasta dentro de un par de semanas, así que ese es el tiempo que tienes. Y no vendré a atosigarte para que pagues. Si es no, es que no. Pero no digas que no puedes, porque me conozco el cuento. Deberías haberla dejado que vendiera ese terreno a Farrington, Wilf. De haberlo hecho, Arlette seguiría aquí y tú tendrías dinero contante y sonante. Y a lo mejor mi hija no estaría encinta.

En mi mente, lo tiraba por encima del porche de un empujón, y mientras él intentaba levantarse, yo saltaba sobre su barriga dura y redondeada con ambos pies. Luego empuñaba la hoz del establo y le atravesaba un ojo. En la realidad, permanecí plantado con una mano en la barandilla y le observé bajar pesadamente los escalones.

—¿Quieres hablar con Henry? —pregunté—. Puedo llamarlo. Se siente tan mal por todo esto como yo.

Harlan no rompió el paso.

—Ella era pura y tu chico la mancilló. Si le haces salir, podría tumbarlo de un puñetazo. No sé si sería capaz de contenerme.

Me cuestioné eso. Henry estaba en edad de crecimiento, era fuerte, y, tal vez lo más importante de todo, conocía el asesinato. Harl Cotterie no.

El Nash no requería de manivela para arrancarlo, bastaba con pulsar un botón. La prosperidad era buena en todos los sentidos.

—Setenta y cinco es lo que quiero para cerrar este asunto —gritó por encima de la rotación y el petardeo del motor. A continuación giró alrededor del tajo, espantando a George y a su séquito, y puso rumbo a la granja del generador grande y la fontanería interior.

Cuando me di la vuelta encontré a Henry a mi lado, con aspecto cetrino y furioso.

—No pueden mandarla lejos así de esa manera.

De modo que había estado escuchando. No puedo negar que me sorprendiera.

—Pueden y lo harán —dije—. Y si intentas algo estúpido y testarudo, solo conseguirás empeorar una situación ya de por sí mala.

—Podríamos escaparnos. No nos cogerían. Si pudimos librarnos de…, de lo que hicimos…, me figuro que me salvaría si me fugo a Colorado con mi chica.

—No podrías —repliqué yo—, porque no tenéis dinero. Él dice que el dinero lo arregla todo. Pues esto es lo que digo yo: la falta de dinero lo estropea todo. Yo lo sé, y Shannon también. Ahora tiene un bebé del que cuidar…

—¡No si ellos la obligan a darlo!

—Eso no cambia los sentimientos de una mujer que lleva un chaval en el vientre. Un bebé las hace sabias en formas que los hombres no entienden. No os he perdido el respeto ni a ti ni a ella porque vaya a dar a luz, no sois los primeros ni seréis los últimos, aunque su Señoría tuviera la idea de que ella solo usaría en el retrete lo que tiene entre las piernas. Pero si le pides a una muchacha embarazada de cinco meses que huya contigo… y ella accede…, os perdería el respeto a ambos.

—¿Qué sabrás tú? —preguntó con infinito desprecio—. Ni siquiera eres capaz de rajar una garganta sin causar un estropicio.

Me quedé sin habla. Henry lo notó, y se fue dejándome así.

Al día siguiente se marchó a la escuela sin discutir, aunque ya no hallaría allí a su tesoro. Probablemente porque le permití coger la camioneta. Un muchacho aprovechará cualquier excusa para conducir un automóvil cuando la conducción es algo nuevo. Por supuesto, lo nuevo se desgasta. Lo nuevo se desgasta en todo, y normalmente no requiere mucho tiempo. Con frecuencia, lo que subyace es gris y ajado. Como la guarida de una rata.

Cuando se hubo ido, entré en la cocina. Vertí el azúcar, la harina y la sal de las latas de estaño y lo revolví todo. No había nada. Entré en el dormitorio y rebusqué entre sus ropas. No había nada. Miré en sus zapatos y no había nada. Sin embargo, cada vez que no encontraba nada, más convencido me hallaba de que debía de haber algo.

Tenía faena en el huerto, pero en lugar de dedicarme a ella, me dirigí a la parte trasera del establo, donde antes se ubicara el viejo pozo. Ahora crecían allí las hierbas: espiguillas y solidagos esmirriados. Elpis descansaba bajo la superficie. Arlette también. Arlette, con el rostro ladeado. Arlette, con su sonrisa de payaso. Arlette, con su crespina.

—¿Dónde está, puta insolente? —le pregunté—. ¿Dónde lo has escondido?

Procuré vaciar la mente, como me aconsejaba mi padre cuando extraviaba una herramienta o uno de mis pocos libros valiosos. Después de un rato retorné a la casa, al dormitorio, al armario. Había dos sombrereras en el estante superior. En la primera no encontré nada salvo un sombrero, el blanco que se ponía para ir a la iglesia (cuando se molestaba en ir, que era aproximadamente una vez al mes). El sombrero en la otra caja era rojo, y nunca se lo había visto. Me recordó al sombrero de una prostituta. Metidos en la cinta de satén interior, plegados en cuadrados diminutos no más grandes que una píldora, descubrí dos billetes de veintes dólares. Al Lector le digo ahora, aquí sentado en este cuartucho de hotel barato, mientras oigo a las ratas correteando y escabulléndose tras las paredes (sí, mis viejas amigas están aquí), que aquellos dos billetes de veinte dólares sellaron mi perdición.

Porque no eran suficiente. Se da cuenta de eso, ¿verdad? Por supuesto que sí. No hace falta ser un experto en trigonoromía para saber que uno necesita sumar treinta y cinco a cuarenta para obtener setenta y cinco. Eso no parece mucho, ¿verdad? No obstante, en aquellos días, por treinta y cinco dólares podías comprar víveres para dos meses, o unos buenos arreos de segunda mano en la herrería de Lars Olsen. Podías comprar un billete de tren hasta Sacramento…, lo cual a veces deseaba haber hecho.

35.

Y en ocasiones, tendido en la cama por la noche, puedo realmente ver ese número. Es un destello rojo, intermitente, como la advertencia para no cruzar un camino cuando un tren se acerca. Yo intenté cruzarlo, de todos modos, y el tren me arrolló. Si cada uno de nosotros lleva un Hombre Maquinador dentro, cada uno de nosotros también encierra a un Lunático. Y en estas noches en las que me cuesta dormir porque ese número que se enciende y apaga no me lo permite, mi Lunático asegura que fue una conspiración: que Cotterie, Stoppenhauser y el picapleitos de Farrington actuaban juntos. Yo soy más sensato, desde luego (por lo menos a la luz del día). Es posible que Cotterie y el señor Abogado Lester mantuvieran una charla con Stoppenhauser más tarde, después de hacer lo que hice, pero en un principio casi seguro que fue una conversación inocente; Stoppenhauser intentaba en verdad ayudarme… y hacer algo de negocio para el Home Bank & Trust, por supuesto. Pero cuando Harlan o Lester (o los dos juntos) vieron una oportunidad, la aprovecharon. El Hombre Maquinador actuó en connivencia: ¿qué te parece eso? Para entonces apenas me importaba, porque para entonces había perdido a mi hijo, pero ¿sabe a quién culpaba realmente?

A Arlette.

Sí.

Porque había sido ella quien dejó aquellos dos billetes dentro de su sombrero rojo de fulana para que yo los encontrara. ¿Y se da cuenta de cuán diabólicamente inteligente resultó ser? Porque no fueron esos cuarenta los que acarrearon mi perdición; fue el dinero que mediaba entre esa cantidad y la que Cotterie demandaba para la institutriz de su hija embarazada; la que quería para que ella pudiera estudiar latín y mantenerse al día con la trigonoromía.

35,35,35.

Pasé el resto de la semana pensando en el dinero que Harlan me exigía para pagar a la institutriz, y también todo el fin de semana. A veces sacaba aquellos dos billetes (los había desdoblado pero las arrugas continuaron presentes) y los estudiaba. La noche del domingo tomé una decisión. Le dije a Henry que el lunes tendría que llevarse el Modelo T a la escuela; yo debía ir a Hemingford Home y ver al señor Stoppenhauser del banco para solicitar un crédito. Uno pequeño. Solo treinta y cinco dólares.

—¿Para qué? —Henry estaba sentado en la ventana y miraba con aire taciturno hacia el cada vez más oscuro Campo Oeste.

Se lo conté. Creí que se originaría otra discusión acerca de Shannon, y en cierto sentido, lo deseaba. No la había mentado en toda la semana, aunque sabía que Shan ya no estaba. Mert Donovan me había informado cuando vino a por un cargamento de semillas de maíz para siembra.

—Se ha ido a una escuela de campanillas en Omaha —dijo—. Bueno, más poder para ella, eso es lo que pienso. Si van a votar, mejor que aprendan. Aunque —agregó tras un momento de cavilación—, la mía hace lo que yo le digo. Más le vale, si sabe lo que le conviene.

Si yo me había enterado de su marcha, Henry también, y probablemente antes que yo: los escolares son chismosos entusiastas. Pero él no había revelado nada. Supongo que quería darle una razón para que se desahogara de todo daño y recriminación. No sería agradable, pero a largo plazo podría ser beneficioso. No debería permitirse que una llaga en la frente o en el cerebro se encone. De lo contrario, lo más probable es que la infección se extienda.

Pero Henry se limitó a gruñir ante el anuncio, así que decidí apretarle un poco más.

—Tú y yo vamos a repartirnos la deuda —indiqué—. No ascenderá a más de treinta y ocho dólares si redimimos el préstamo antes de Navidad. Eso son diecinueve por cabeza. Cogeré tu parte de tu asignación.

Seguro que eso, pensaba, desembocaría en un torrente de ira…, pero solo produjo otro pequeño gruñido hosco. Ni siquiera discutió sobre lo de tener que llevarse el Modelo T a la escuela, aunque decía que los demás chicos se burlaban a su costa y lo llamaban «el rompeculos de Hank».

—¿Hijo?

—¿Qué?

—¿Te encuentras bien?

Se volvió hacia mí y sonrió; sus labios se movieron, al fin.

—Estoy bien. Buena suerte mañana en el banco, padre. Me voy a acostar.

Cuando se levantaba, pregunté:

—¿Me darías un beso?

Me besó en la mejilla. Fue la última vez.

Henry se llevó el T a la escuela y yo conduje la camioneta a Hemingford Home, donde el señor Stoppenhauser del banco me hizo pasar a su despacho después de una simple espera de cinco minutos. Le expliqué lo que necesitaba, pero rehusé decir para qué, y solo alegué motivos personales. Pensaba que para una cantidad tan insignificante no haría falta ser más específico, y acerté. Sin embargo, cuando terminé, juntó las manos sobre el papel secante de su escritorio y me miró con una severidad casi paternal. En el rincón, el reloj de péndulo desgranaba sosegadas porciones de tiempo. En la calle, considerablemente más fuerte, se oyó el retumbo quejumbroso de un motor. Cesó, se hizo el silencio, y acto seguido otro motor se puso en marcha. ¿Era mi hijo, llegando en el Modelo T primero, y robando mi camioneta después? No existe manera de poder saberlo con certeza, pero sospecho que sí.

—Wilf —dijo el señor Stoppenhauser—, ha tenido algo de tiempo para superar el que su mujer se marchara de la manera que lo hizo; perdón por sacar a relucir un asunto tan doloroso, pero se me antoja pertinente, y además, el despacho de un banquero es un poco como el confesionario de un sacerdote. Por lo tanto, le voy a ser muy directo, como los holandeses. Solo porque viene a cuento, pues mi madre y mi padre procedían de allí.

Eso ya lo había escuchado antes (igual que, imagino, la mayoría de quienes visitaban ese despacho), y le brindé la obediente sonrisa que se pretendía suscitar.

—¿El Home Bank & Trust le prestará treinta y cinco dólares? Seguro. Me siento tentado a hacer un trato de hombre a hombre y ponerlo de mi propio bolsillo, excepto que nunca llevo encima más de lo imprescindible para pagar la comida en el Splendid Diner y un cepillado de zapatos en la barbería. Demasiado dinero supone una tentación constante, incluso para un viejo artero como yo, y aparte, los negocios son los negocios. ¡Pero! —Alzó un dedo—. Usted no necesita treinta y cinco dólares.

—Lamentablemente, sí. —Me pregunté si sabría para qué. Quizá; era, en efecto, un viejo artero. Pero también Harl Cotterie, y ese otoño, Harl, además, era un hombre avergonzado.

—No, no. Setecientos cincuenta, eso es lo que usted necesita, y podría tener ese dinero hoy. Guárdelo en el banco o váyase con él en el bolsillo, me es indiferente cualquiera de las dos cosas. Hace tres años que liquidó la hipoteca de su casa. Está exenta de cargos. Así que no existe absolutamente ninguna razón por la que no debiera pegar un vuelco a su economía y contratar otra hipoteca. Se hace continuamente, muchacho, y las mejores gentes. Se sorprendería de algunas de las cuentas que llevamos. Las mejores gentes. Sí, señor.

—Se lo agradezco muy amablemente, señor Stoppenhauser, pero creo que no. Esa hipoteca fue como una nube gris sobre mi cabeza durante todo el período de vigencia, y…

—¡Wilf, esa es la cuestión! —El dedo volvió a elevarse. Esta vez oscilaba de acá para allá como el péndulo del reloj—. ¡Yipi-kai-yi! ¡Esa es exactamente la cuestión, vaquero! ¡Los tipos que contratan una hipoteca y se sienten como si siempre fueran a caminar bajo el sol son los que terminan incumpliendo los pagos y perdiendo su valiosa propiedad! Los tipos como usted, que llevan las letras bancarias como si cargaran con un montón de rocas en un día sombrío, ¡son los tipos que siempre pagan! ¿Y pretende decirme que no hay mejoras que podría acometer? ¿Un tejado que reparar? ¿Más ganado? —Me dirigió una mirada astuta y llena de picardía—. ¿Fontanería interior, tal vez, igual que su vecino de al lado? Cosas así se pagan por sí mismas, ¿sabe? Al final las mejoras podrían compensarle con creces el coste de una hipoteca. ¡Calidad por dinero, Wilf! ¡Calidad por dinero!

Lo medité. Por fin, contesté:

—Me siento muy tentado, señor. No le mentiré…

—No hay ninguna necesidad. El despacho de un banquero, el confesionario de un sacerdote: difieren muy poco. Los mejores hombres de este condado se han sentado en esa silla, Wilf. Los mejores.

—Pero solo vine a por un pequeño préstamo, que usted muy amablemente me ha concedido, y esta nueva proposición requiere mayor reflexión. —Se me ocurrió una nueva idea, una que me sorprendió muy gratamente—. Y debería discutirlo con mi chico, Henry…, o Hank, como gusta llamarse ahora. Está alcanzando una edad en la que es necesario que le consulte, porque lo que poseo será suyo algún día.

—Lo entiendo, lo entiendo perfectamente. Pero es lo correcto, créame. —Se puso en pie y me tendió la mano. Me levanté y se la estreché—. Vino aquí a comprar pescado, Wilf. Yo le ofrezco una caña. Un trato mucho mejor.

—Gracias. —Y, mientras abandonaba el banco, pensé: Lo hablaré con mi hijo. Fue un buen pensamiento. Un pensamiento cálido en un corazón que había permanecido helado durante meses.

La mente es algo curioso, ¿verdad? Preocupado como estaba por la oferta no solicitada del señor Stoppenhauser para contratar una hipoteca, en ningún momento me percaté de que habían reemplazado el vehículo en el cual llegué por el que Henry se llevó a la escuela. No estoy seguro de si lo habría notado inmediatamente ni siquiera aunque hubiera tenido asuntos menos graves en la cabeza. Ambos me eran familiares, después de todo; los dos me pertenecían. No me di cuenta hasta que me incliné para coger la manivela y vi un trozo de papel doblado, sujeto por un pedrusco, en el asiento del conductor.

Por un instante me quedé inmóvil, medio dentro medio fuera del T, con una mano en el costado de la cabina, la otra bajo el asiento, que era donde guardábamos la manivela de arranque. Supongo que comprendí por qué Henry se había marchado de la escuela y efectuado este cambio antes incluso de sacar su nota de debajo del improvisado pisapapeles y desdoblarla. El camión ofrecía una mayor fiabilidad para los viajes largos. Un viaje a Omaha, por ejemplo.

Padre:

He cogido el camión. Me imagino que sabes adonde voy. Déjame en paz. Sé que puedes mandar al sheriff Jones para traerme de vuelta, pero si lo haces se lo contaré todo. A lo mejor crees que cambiaré de idea porque soy «sólo un crío», PERO NO. Sin Shan no me importa nada. Te quiero, padre, aunque ni siquiera sé por qué, pues todo lo que hemos hecho solo me ha traído mizeria.

Tu hijo que te quiere,

Henry «Hank». James

Conduje de regreso a la granja en un estado de aturdimiento. Creo que varias personas me saludaron con la mano, creo que incluso Sallie Cotterie, que atendía el puesto de verduras al borde del camino de los Cotterie, me saludó, y probablemente devolví el saludo, pero no poseo ningún recuerdo de eso. Por primera vez desde que el sheriff Jones visitó la granja, con sus joviales preguntas que no requerían respuesta y sus ojos fríos e inquisitivos que todo lo observaban, la silla eléctrica se me antojaba como una posibilidad real, tanto que casi podía sentir en la piel las hebillas de las correas de cuero al ser apretadas alrededor de las muñecas y por encima de los codos.

Le apresarían, tanto si yo mantenía la boca cerrada como si no. Eso me parecía inevitable. No tenía ningún dinero, ni siquiera tres cuartos de dólar para llenar el depósito del camión, por lo que se encontraría andando mucho antes de llegar siquiera a Elkhorn. En caso de que se las ingeniara para robar algo de combustible, le apresarían cuando se acercara al lugar donde ella vivía ahora (Henry suponía que como prisionera; nunca cruzó su aún incompleta mente la idea de que ella podría ser una huésped voluntaria). Sin duda, Harlan habría proporcionado la descripción de Henry a la persona al cargo (la hermana Camilla). Incluso aunque no hubiera considerado la posibilidad de que el ultrajado zagal se presentara en el emplazamiento de la vil reclusión de su dama amada, la hermana Camilla lo habría sospechado. En su negocio, sin duda había tratado con zagales ultrajados con anterioridad.

Mi única esperanza residía en que, una vez abordado por las autoridades, Henry guardaría silencio el tiempo suficiente para comprender que le habían echado el lazo debido a sus propios ideales tontamente románticos más que por mi interferencia. Confiar en que un adolescente recobre el juicio es como apostar a caballo perdedor en un hipódromo, pero ¿qué otra cosa me quedaba?

Cuando enfilé el camino de entrada hacia el patio, un salvaje pensamiento me cruzó la mente: dejar en marcha el T, meter mis cosas en una maleta, y partir hacia Colorado. La idea perduró no más de dos segundos. Tenía dinero (setenta y cinco dólares, de hecho), pero el T moriría mucho antes de cruzar la frontera del estado en Jules burg. Y eso no era lo importante; de haberlo sido, siempre podría haber conducido hasta Lincoln y allí cambiar el T y sesenta dólares por un coche fiable. No, se trataba de la casa. El hogar. Mi hogar. Había asesinado a mi esposa para conservarlo, y no iba a renunciar ahora porque a mi estúpido e inmaduro cómplice se le hubiera metido en la mollera emprender una cruzada romántica. Si abandonaba la granja, no sería para mudarme a Colorado; sería para ingresar en la prisión del estado. Y no iría sino encadenado.

Eso ocurrió un lunes. No hubo noticias ni el martes ni el miércoles. El sheriff Jones no vino a decirme que habían recogido a Henry mientras hacía autostop en la Carretera Lincoln-Omaha, y Harl Cotterie no vino a decirme (con satisfacción puritana, sin duda) que la policía de Omaha había arrestado a Henry a petición de la hermana Camilla, y que en la actualidad estaba en el calabozo, contando disparates sobre cuchillos y pozos y sacos de arpillera. Todo transcurrió tranquilo en la granja. Coseché los vegetales del huerto, reparé la cerca, ordeñé las vacas, alimenté a las gallinas, todo ello en un estado de aturdimiento. Una parte de mí, y no precisamente pequeña, creía que todo esto pertenecía a un prolongado sueño, terriblemente complejo, del que despertaría con Arlette roncando a mi lado y el sonido de Henry partiendo leña para el fuego de la mañana.

Entonces, el jueves, la señora McReady (la querida y corpulenta viuda que enseñaba las materias académicas en la Escuela Hemingford) me visitó en su propio Modelo T para preguntarme si Henry se encontraba bien.

—Hay una…, una dolencia intestinal circulando —dijo—. Me preguntaba si la habría pillado. Se marchó muy de repente.

—Está dolido, es cierto —admití—, pero es el bicho del amor, no un bicho del estómago. Se ha fugado, señora McReady. —Unas lágrimas inesperadas, picantes y cálidas, anegaron mis ojos. Saqué el pañuelo del bolsillo delantero del peto, pero algunas rodaron por mis mejillas antes de poder enjugarlas.

Cuando mi visión se aclaró de nuevo, observé que la misma señora McReady, quien apreciaba a todos los niños, incluso a los problemáticos, estaba cerca de las lágrimas. Debía de haber sabido desde el comienzo de qué clase de bicho padecía Henry.

—Volverá, señor James. No tema. He visto esto en el pasado, y espero verlo una o dos veces más antes de mi retiro, aunque ese momento ya no dista tanto como en otro tiempo. —Bajó la voz, como si temiera que el gallo George, o alguna hembra de su harén, fuera un espía—. De quien querrá cuidarse es del padre de ella. Es un hombre duro e inflexible. No malo, pero sí duro.

—Lo sé —dije—. Y supongo que usted conoce el paradero actual de su hija.

Bajó la vista. Fue respuesta suficiente.

—Gracias por venir, señora McReady. ¿Puedo pedirle que guarde el secreto para sí?

—Por supuesto…, pero los niños están cuchicheando.

Sí. Cómo no.

—¿Está usted en el intercomunicador? —Buscó cables de teléfono—. Veo que no. No importa. Si me entero de algo, vendré a contárselo.

—Querrá decir si se entera de algo antes que Harlan Cotterie o el sheriff Jones.

—Dios cuidará de su hijo. Y también de Shannon. ¿Sabe? Hacían una pareja adorable; todo el mundo lo comentaba. A veces la fruta madura demasiado pronto y muere por una helada. Lástima. Es una lástima, triste, muy triste.

Me estrechó la mano (con un fuerte apretón de hombre), y se marchó en su cochecito barato. Creo que no se dio cuenta de que, al final, había hablado de Shannon y de mi hijo en pasado.