Dos días más tarde, mientras reparaba una sección de un cercado a escasamente medio kilómetro de la granja, divisé una gran nube de polvo aproximándose por nuestro camino desde la Carretera Omaha-Lincoln. Estábamos a punto de recibir una visita del mundo del que Arlette había deseado formar parte tan desesperadamente. Caminé hacia la casa con el martillo encajado en el cinturón y el mandil de carpintero atado a la cintura, con su alargado bolsillo lleno de clavos tintineantes. Henry no se encontraba a la vista. Quizá hubiera bajado a la alberca a darse un baño; quizá estuviera en su habitación, durmiendo.

Para cuando llegué al patio y me senté en el tajo de la leña ya había reconocido el vehículo que remolcaba tras de sí aquella cola de gallo: el camión de reparto Red Baby de Lars Olsen. Lars era el herrero de Hemingford Home, y también el lechero del pueblo. Por un cierto precio, además, servía como una especie de chófer, y tal era la función que desempeñaba en esta tarde de junio. El vehículo se detuvo en el patio, espantando a George, nuestro malhumorado gallo, y a su pequeño harén de gallinas. Antes incluso de que el motor emitiera su último estertor, un hombre corpulento envuelto en un ondulante guardapolvo gris se apeó por el lado del pasajero. Se quitó los anteojos, revelando unos grandes (y cómicos) círculos blancos alrededor de los ojos.

—¿Wilfred James?

—A su servicio —dije yo, poniéndome en pie. Me sentía bastante tranquilo. Quizá no lo habría estado tanto si hubiera venido en el Ford del condado que lucía una estrella en la puerta—. ¿Y usted es…?

—Andrew Lester —respondió—. Abogado.

Extendió la mano. La miré reflexivamente.

—Antes de estrechársela, mejor será que me diga de quién es usted abogado, señor Lester.

—En la actualidad estoy contratado por la Compañía de Ganado Farrington de Chicago, Omaha y Des Moines.

, pensé. No me cabe duda. Pero apuesto a que tu nombre ni siquiera está en la puerta. Los peces gordos de Omaha no tienen que tragar polvo para pagarse el pan de cada día, ¿verdad? Los peces gordos apoyan los pies encima de la mesa, beben café y admiran los bonitos tobillos de sus secretarias. Le dije:

—En ese caso, señor, ¿por qué no prosigue y retira esa mano? Sin ánimo de ofender.

Hizo justamente eso, y con una sonrisa de abogado. El sudor trazaba límpidos surcos por sus rollizas mejillas, y su cabello presentaba un aspecto apelmazado y enmarañado a causa del viaje. Me acerqué a Lars, que había izado el capó del motor y toqueteaba algo del interior. Silbaba y parecía tan contento como un pájaro en un cable. Le envidié por eso. Pensé que a lo mejor Henry y yo volvíamos a disfrutar otros días felices (en un mundo tan variopinto como este, cualquier cosa es posible), pero no sería en el verano de 1922. Ni en el otoño.

Estreché la mano de Lars y le pregunté cómo estaba.

—Bien, tirando —respondió—, pero seco. Me vendría bien algo de beber.

Asentí con la cabeza en dirección al lado este de la casa.

—Ya sabes dónde está.

—Sí —dijo, cerrando de un golpe la hoja del capó con un ruido metálico que provocó que las gallinas, que habían regresado sigilosamente, salieran volando una vez más—. Dulce y fresca como siempre, imagino, ¿no?

—Diría que sí. —Y pensé: Pero si aún pudieras bombear agua de ese otro pozo, Lars, creo que no te preocuparías por el sabor, no—. Pruébala a ver.

Echó a andar hacia el lado sombreado de la casa, donde se encontraba la bomba externa bajo un pequeño cobertizo. El señor Lester le observó y luego se volvió hacia mí. Se había desabotonado el guardapolvo. El traje que llevaba debajo necesitaría una limpieza en seco cuando regresara a Lincoln, Omaha, Deland, o dondequiera que colgara su sombrero cuando no atendía a los negocios de Cole Farrington.

—A mí también me vendría bien algo de beber, señor James.

—Y a mí. Clavetear un cercado es un trabajo fatigoso. —Le miré de arriba abajo—. Aunque no tan fatigoso como viajar treinta kilómetros en la camioneta de Lars, me apostaría cualquier cosa.

Se frotó el trasero y esgrimió su sonrisa de abogado. En esta ocasión había un toque de lamento en ella. Vi que sus ojos se movían acá y allá, por todas partes. No convenía infravalorar a ese hombre solo por el hecho de que le hubieran mandado al campo a recorrer traqueteando treinta kilómetros en un caluroso día de verano.

—Mis posaderas quizá nunca vuelvan a ser las mismas.

Había un cazo encadenado a un lado del pequeño cobertizo. Lars lo llenó y bebió, con la nuez de Adán subiendo y bajando por su cuello escuálido y quemado por el sol; después lo llenó de nuevo y se lo ofreció a Lester, quien lo miró con tanto recelo como yo había mirado su mano extendida.

—Quizá podríamos beber algo dentro, señor James. Se estaría más fresco.

—Sí —convine—, pero no le invitaría a entrar más de lo que le estrecharía la mano.

Lars Olsen vio de dónde soplaba el viento y no desperdició el tiempo para regresar a su camioneta. Pero primero le tendió el cazo a Lester. Mi visitante no se lo tomó de un trago, como había hecho Lars, sino en fastidiosos sorbitos. Como un abogado, en otras palabras, aunque no paró hasta que el cazo estuvo vacío, y en eso también se comportó como un abogado. La mosquitera se cerró de golpe y Henry salió de la casa, con el peto puesto y los pies descalzos. Nos lanzó una mirada que parecía absolutamente desinteresada (¡buen chico!) y seguidamente se dirigió a donde habría ido cualquier muchacho de campo hecho y derecho: a ver trabajar a Lars en su camión y, si tenía suerte, aprender algo.

Me senté en la pila de leña que guardábamos bajo una lona a ese lado de la casa.

—Imagino que está aquí por negocios. Los de mi mujer.

—En efecto.

—Bien, ya ha bebido, de modo que vayamos al grano. Todavía tengo por delante faena de un día entero, y son las tres de la tarde.

—Desde que sale el sol hasta que se pone. La vida en una granja es dura. —Suspiró como si supiera de qué hablaba.

—Lo es, y una mujer difícil la puede hacer aún más dura. Ella le ha enviado, supongo, aunque no sé por qué… Si fuese por algún papel legal, imagino que habría venido un ayudante del sheriff a entregármelo.

Me miró sorprendido.

—Su esposa no me ha enviado, señor James. De hecho, he venido hasta aquí en su busca.

Era como una obra de teatro, y ahora me proporcionó el pie para mostrar perplejidad, primero, y para reírme después, pues así lo requerían las instrucciones de escena.

—Eso lo demuestra.

—¿Demuestra qué?

—Cuando yo era un muchacho, en Fordyce, teníamos un vecino, un viejo desagradable de nombre Bradlee. Todo el mundo lo llamaba Papa Bradlee.

—Señor James…

—Mi padre hacía negocios con él de vez en cuando, y en ocasiones me permitía acompañarle. Esto se remonta a los días de las carretas. Comerciaban principalmente con semillas de maíz, por lo menos en primavera, pero a veces también intercambiaban herramientas. Por aquel entonces no había venta por correspondencia, y una buena herramienta podía circular por todo el condado antes de retornar a su origen.

—Señor James, no veo la reía…

—Y cada vez que íbamos a ver a ese tipo, mi madre me decía que me tapara las orejas, porque cada palabra que salía de la boca de Papa Bradlee era una blasfemia o algo indecente. —En un cierto sentido agrio, empezaba a disfrutar de esto—. De modo que, naturalmente, yo escuchaba todo con atención. Recuerdo que uno de los dichos favoritos de Papa era: «Nunca montes una yegua sin brida, porque nunca sabes hacia dónde saldrá corriendo la zorra».

—¿Y se supone que he de entender eso?

—¿Hacia dónde supone que ha salido corriendo mi zorra, señor Lester?

—¿Me está usted diciendo que su esposa se ha…?

—Fugado, señor Lester.

Levantado el campamento. Despedido a la francesa. Marchado a la chita callando. Como lector ávido y estudioso del argot americano, estas expresiones se me ocurren de manera natural. Cuando se corra la voz, sin embargo, Lars y casi toda la gente del pueblo dirán simplemente: «Se largó y lo ha dejado». A él y al chaval, en este caso. Naturalmente, pensé que se habría ido con sus amiguitos de los gorrinos de la compañía Farrington, y que lo próximo que sabría de ella sería a través de una notificación para informarme que vendía el terreno de su padre.

—Esa es su intención.

—¿Ya ha firmado? Porque si lo ha hecho, supongo que tendré que acudir a los tribunales.

—Todavía no, en realidad. Pero cuando lo haga, le desaconsejo emprender una acción legal que con toda seguridad perdería.

Me puse en pie. Uno de los tirantes de mi peto se había caído y lo enganché de nuevo en el hombro con el pulgar.

—Bien, como ella no está aquí, eso es lo que los profesional es de las leyes llaman «una cuestión discutible», ¿no es cierto? Yo la buscaría en Omaha si fuera usted. —Sonreí—. O en Saint Louis. Ella siempre estaba hablando de San-lu. Me parece que terminó hartándose de ustedes tanto como de mí y del hijo que alumbró. Dijo adiós y buen viaje. Una plaga en ambas casas. Eso es de Shakespeare, por cierto. Romeo y Julieta, una obra acerca del amor.

—Perdone que se lo diga, pero todo esto me resulta muy extraño, señor James. —Había sacado un pañuelo de seda de un bolsillo interior (apuesto a que los abogados viajantes de su índole tienen muchos bolsillos), y empezó a secarse el sudor de la cara. Sus mejillas ya no se veían solo ruborizadas, sino de un rojo brillante. El calor del día no bastaba para explicar el cambio de color en su rostro—. Muy extraño, sí, considerando la cantidad de dinero que mi cliente está dispuesto a pagar por esa propiedad, lindante con el arroyo Hemingford y próxima a la línea de ferrocarril de la Great Western.

—A mí también me va a hacer falta acostumbrarme, pero llevo ventaja sobre usted.

—¿Sí?

—Yo la conozco. Estoy seguro de que usted y sus clientes pensaban que ya tenían el trato completamente cerrado, pero Arlette James… Digamos que atarla a algo es como atar gelatina a un poste. Recuerde lo que decía Papa Bradlee, señor Lester. Cielos, ese hombre era todo un genio rural.

—¿Podría echar un vistazo dentro de la casa?

Volví a reír, y esta vez la risa no fue forzada. Al hombre no le faltaban arrestos, eso he de concedérselo, y se entendía que no deseara regresar con las manos vacías. Había cabalgado treinta kilómetros en una polvorienta camioneta sin puertas, le quedaban otros tantos de regreso a Hemingford City (y después un viaje en tren, sin duda), tenía el culo escocido, y la gente que lo envió allí no iba a alegrarse con su informe cuando finalmente alcanzara el final del trayecto. ¡Pobre diablo!

—Le contestaré con otra pregunta: ¿se bajaría los pantalones para que pudiera verle los huevos?

—Encuentro eso ofensivo.

—No le culpo. Piense en ello como… no como un símil, eso no es correcto, sino como una especie de parábola.

—No le entiendo.

—Bien, tiene un viaje de vuelta a la ciudad de una hora para meditar…, dos si al Red Baby de Lars le revienta un neumático. Y puedo garantizarle, señor Lester, que si yo le permitiera meter la nariz en mi casa (mi lugar privado, mi castillo, mis huevos), no encontraría el cadáver de mi mujer en el armario o… —Durante un terrible instante estuve a punto de decir «o en el pozo». Sentí cómo me brotaba el sudor en la frente—. O bajo la cama.

—En ningún momento he dicho…

—¡Henry! —llamé—. ¡Ven aquí un segundo!

Henry se acercó, con la cabeza gacha y arrastrando los pies por la tierra. Tenía aspecto de preocupado, quizá incluso culpable, pero eso estaba bien.

—¿Sí, señor?

—Cuéntale a este hombre dónde está tu madre.

—No lo sé. Cuando mi padre me llamó a desayunar el viernes por la mañana no estaba. Había hecho la maleta y se había ido.

Lester lo miraba minuciosamente.

—Hijo, ¿eso es la verdad?

—Sí, señor.

—¿Toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios?

—Padre, ¿puedo volver a la casa? Tengo deberes de la escuela de cuando estuve enfermo.

—Ve, pues —consentí—, pero no tardes. Recuerda que te toca ordeñar.

—Sí, señor.

Subió pesadamente los escalones y entró. Lester lo miró entretanto, y luego se dirigió a mí.

—Aquí hay más de lo que aparenta a simple vista.

—Veo que no lleva alianza, señor Lester. Si algún día llega a estar casado tanto tiempo como yo, descubrirá que en las familias siempre hay más de lo que parece. Y también descubrirá otra cosa: es imposible decir hacia dónde saldrá corriendo una zorra.

Se incorporó.

—Esto no ha acabado.

—Sí ha acabado —repliqué. Sabiendo que no. No obstante, si las cosas iban bien, nos hallábamos más cerca del final que antes. Si.

Echó a andar a través del patio, pero entonces se volvió. Usó su pañuelo de seda para secarse nuevamente la cara, y luego dijo:

—Si piensa que esas cuarenta hectáreas son suyas solo por haber asustado a su esposa… y por haberla mandado a freír espárragos con su tía en Des Moines, o con alguna hermana en Minnesota…

—Compruebe Omaha —sugerí con una sonrisa—. O San-lu. Ella no aguantaba a sus parientes, pero la enloquecía la idea de vivir en San-lu. Dios sabrá por qué.

—Si cree que puede cultivar y cosechar allí, será mejor que lo piense dos veces. Esa tierra no es suya. Si planta una sola semilla allí, me verá en los tribunales.

Así contesté yo:

—Estoy seguro de que tendrá noticias de ella en cuanto padezca un caso grave de ruinitis.

Lo que hubiera querido decir era: «No, no es mía… pero tampoco es suya. Se va a quedar ahí tal cual. Y eso está bien, porque será mía dentro de siete años, cuando vaya al juzgado a declararla legalmente muerta. Puedo esperar. ¿Siete años sin oler la mierda de cerdo cuando el viento sople del oeste? ¿Siete años sin tener que escuchar los chillidos de los cerdos moribundos (tan parecidos a los chillidos de una mujer moribunda), ni ver sus intestinos flotando por un riachuelo que es rojo por la sangre? A mí me parece que serán siete años excelentes».

—Que tenga un buen día, señor Lester, y protéjase del sol. A última hora de la tarde pega con fiereza, y va a darle directamente en la cara.

Subió al camión sin responder. Lars se despidió con la mano y Lester le habló con brusquedad. Lars le dirigió una mirada que bien podría significar «Ya puede ladrar y meter toda la prisa que quiera, que todavía nos quedan treinta kilómetros hasta Hemingford City».

Cuando desaparecieron y solo quedó a la vista la polvorienta cola de gallo, Henry salió al porche.

—¿Lo he hecho bien, padre?

Le cogí la muñeca, le di un apretón, y fingí que no notaba la carne tensándose bajo mi mano, como si se esforzara por contrarrestar un impulso de apartarse.

—Muy bien. Perfecto.

—¿Vamos a rellenar el pozo mañana?

Medité la respuesta detenidamente, porque nuestras vidas podrían depender de lo que decidiera. El sheriff Jones estaba entrado en años y en peso. No era un vago, pero resultaba difícil ponerle en movimiento sin una buena razón. Lester convencería finalmente a Jones para que viniera hasta aquí, pero probablemente no hasta que consiguiera que alguno de los dos desaforados hijos de Cole Farrington hiciera una llamada para recordar al sheriff qué compañía era la mayor contribuyente del condado de Hemingford (por no mencionar los condados vecinos de Clay, Fillmore, York y Seward). Aun así, pensaba que disponíamos al menos de dos días.

—Mañana no —respondí—. Pasado.

—Padre, ¿por qué?

—Porque vendrá el comisario, y el sheriff Jones es viejo pero no estúpido. Un pozo cegado podría levantar sospechas acerca de por qué se ha rellenado, así tan de repente. Pero un pozo que aún está siendo rellenado… y por un buen motivo…

—¿Qué motivo? ¡Cuéntamelo!

—Pronto —contesté—. Pronto.

Pasamos todo el día siguiente esperando divisar un remolino de polvo aproximándose hacia nosotros por la carretera, arrastrado no por la camioneta de Lars Olsen, sino por el coche del sheriff del condado. No apareció. Quien sí vino fue Shannon Cotterie, luciendo hermosa una blusa de algodón y una falda de cuadros, para preguntar si Henry estaba bien y, en caso afirmativo, si podría cenar con ella y sus padres.

Henry declaró que se encontraba bien, y me quedé mirando como se alejaban por el camino de tierra, tomados de la mano, con un profundo recelo. Mi hijo guardaba un terrible secreto, y los secretos terribles representan una pesada carga. El deseo de compartirlos es la cosa más natural del mundo. Y amaba a la muchacha (o él creía amarla, que viene a ser lo mismo cuando estás a punto de cumplir los quince). Para empeorar la situación, debía contarle una mentira, y la muchacha podría detectarla. Dicen que los ojos de un enamorado son ciegos, pero esta afirmación es un axioma para idiotas. A veces observan demasiado.

Pasé el azadón por el huerto (arrancando más guisantes que malas hierbas), y más tarde me senté en el porche, a fumar una pipa y esperar su regreso. Volvió justo antes de que saliera la luna. Con la cabeza gacha y los hombros encogidos, avanzaba a trompicones más que andaba. Odiaba verlo así, pero aún me sentía aliviado. Si hubiera compartido su secreto (siquiera una parte), no habría venido andando de esa manera. Si hubiera compartido su secreto, no habría regresado de ninguna manera.

—¿Se lo has contado como acordamos? —le pregunté cuando se sentó.

—Como acordaste. Sí.

—¿Y ha prometido no contárselo a sus padres?

—Sí.

—Pero ¿lo mantendrá?

Lanzó un suspiro.

—Probablemente, sí. Quiere a sus padres, y sus padres la quieren a ella. Me figuro que le notarán algo en la cara y se lo sacarán. Y aunque no, seguro que se lo contará al sheriff. Si es que se molesta en hablar con los Cotterie, claro.

—Lester vigilará todos sus movimientos. Le ladrará al sheriff Jones porque sus jefes en Omaha le están ladrando a él. Gira y gira; y dónde parará, nadie lo imagina.

—Nunca debimos hacerlo —reflexionó en voz alta, y luego lo repitió en un fiero murmullo.

No dije nada. Permanecimos un rato sin mediar palabra. Contemplamos la luna elevarse sobre el maíz, roja y embarazada.

—¿Padre? ¿Puedo tomar un vaso de cerveza?

Lo miré, sorprendido y sin sorpresa. Después entré y serví un par de vasos. Le pasé uno y le advertí:

—Nada de esto mañana o pasado, que conste.

—No. —Bebió un sorbo, hizo una mueca y volvió a beber—. Detesto mentirle a Shan, padre. Todo este asunto es sucio.

—La suciedad se lava.

—No la de este tipo —replicó, y tomó otro sorbo. Esta vez no hizo ninguna mueca.

Un poco más tarde, cuando ya la luna se había transmutado en plata, bordeé la casa para usar el retrete, y para escuchar al maíz y la brisa nocturna intercambiando los antiguos secretos de la tierra. Cuando regresé al porche, Henry ya no estaba. Su vaso de cerveza descansaba a medio terminar sobre la barandilla junto a los escalones. Después le oí en el establo, diciendo:

—Soo, Jefa. Tranquila.

Me acerqué a echar una ojeada. Abrazaba a Elpis por el pescuezo y la acariciaba. Creo que lloraba. Lo observé durante un rato, pero al final no dije nada. Volví a la casa, me desvestí y me tumbé en la cama donde había rebanado el cuello a mi mujer. Transcurrió mucho tiempo antes de dormirme. Y si usted no entiende los motivos (todos los motivos), entonces leer esto no le servirá de utilidad.

Habíamos llamado a nuestras vacas con nombres de diosas griegas menores, pero Elpis resultó ser o una mala elección o un chiste irónico. En caso de que usted no recuerde la historia de cómo sobrevino la maldad a nuestro triste y antiguo mundo, permítame que le refresque la memoria: todos los males escaparon cuando Pandora se rindió a su curiosidad y abrió el ánfora cuya custodia le había sido confiada. La única cosa que permaneció dentro cuando recobró suficiente ingenio para cerrar de nuevo la tapa fue Elpis, la diosa de la esperanza. Sin embargo, en el verano de 1922 no existía esperanza para nuestra Elpis. Era vieja y de mal carácter, ya no daba mucha leche, y prácticamente habíamos desistido de intentar sacarle la poca que tuviera; en cuanto te sentabas en el taburete, ella intentaba pegarte una coz. Deberíamos haberla convertido en comida un año antes, pero me mostraba reacio a pagar a Harlan Cotterie para que la descuartizara, y, aparte de los cerdos, yo no tenía maña para las matanzas…, una autoevaluación con la que usted, lector, seguramente coincida ahora.

—Y será dura de pelar —argumentaba Arlette, que había manifestado un secreto afecto por Elpis, quizá porque nunca tuvo que ordeñarla—. Mejor dejarla tranquila en su gozo.

Sin embargo ahora encontramos un uso para Elpis (en el pozo, casualmente) y su muerte podría servir a un fin mucho mas provechoso que unas cuantas tajadas fibrosas de carne.

Dos días después de la visita de Lester, mi hijo y yo le pusimos un ronzal y la guiamos bordeando el establo. A medio camino del pozo, Henry se detuvo. Sus ojos brillaban de consternación.

—¡Padre! ¡La huelo!

—Ve a la casa, entonces, y coge bolas de algodón para la nariz. Están en su cómoda.

Aunque agachó la cabeza, advertí la mirada de soslayo que me lanzó al irse. «Todo esto es culpa tuya», decía esa mirada. «Todo culpa tuya porque no supiste quedarte quieto».

Mas no me cupo duda de que me ayudaría a concluir el trabajo que nos aguardaba por delante. Pensara lo que pensase de mí en aquel momento, el cuadro también incluía a una muchacha, y no querría que ella se enterara de lo que había hecho. Aunque se hubiera visto forzado a ello, Shannon nunca lo comprendería.

Condujimos a Elpis hasta la tapa del pozo, donde el animal, de manera muy razonable, se negó a pisar. Nos situamos en el extremo opuesto, sujetando las correas como cintas en una danza de Maypole, y tiramos de ella, arrastrándola por la fuerza hasta la podrida madera. La tapa crujió bajo su peso…, se combó…, pero resistió. La vieja vaca permaneció allí plantada, gacha la cabeza, con la misma expresión estúpida y terca de siempre, exhibiendo los rudimentos amarillo verdoso de su dentadura.

—¿Y ahora qué? —preguntó Henry.

Abrí la boca para responder que no sabía, y fue en ese instante cuando la tapa se quebró en dos con un chasquido alto y crispado. Asimos con fuerza las correas, aunque por un instante temí que fuera a arrastrarme a ese maldito pozo con los dos brazos dislocados. Entonces el ronzal se soltó, roto, y pegó un latigazo hacia atrás. Las traillas a ambos lados se habían partido. Más abajo, Elpis empezó a mugir en agonía y a golpear la pared rocosa del pozo con las pezuñas.

—¡Padre! —chilló Henry. Se presionaba las manos, apretadas en puños, contra la boca, los nudillos hundidos en el labio superior—. ¡Hazla callar!

Elpis profirió un gemido largo y resonante. Sus pezuñas continuaban aporreando la piedra.

Agarré a Henry por el brazo y lo arrastré a trompicones de regreso a la casa. Lo senté en el sofá que Arlette encargó por catálogo, y le ordené que no se moviera hasta que volviera a buscarle.

—Y recuerda: ya casi se ha acabado.

—Nunca estará acabado —replicó, y se tumbó boca abajo en el sofá. Se cubrió las orejas con las manos, aun cuando desde allí no se escuchaban los mugidos de Elpis. Salvo que Henry seguía oyéndola, y yo también.

Cogí mi arma de caza del estante superior de la despensa. Solo era un calibre 22, pero serviría. ¿Y si Harlan oyera los disparos a través de las hectáreas que mediaban entre nuestras casas? Eso también encajaría con nuestra historia. En tanto Henry fuera capaz de mantener la serenidad para ceñirse a ella, naturalmente.

He aquí algo que aprendí en 1922: siempre hay cosas peores acechando. Crees que has presenciado la escena más terrible, la que fusiona todas tus pesadillas en un horror demencial que existe en la realidad, y el único consuelo es que nada puede haber peor. Que incluso si te equivocas, tu mente se quebrará ante su visión, y no sabrás nada más. Sin embargo siempre hay un mal peor, tu mente mantiene la entereza, y de algún modo continúas adelante. Quizá comprendas que, para ti, toda la dicha se ha evaporado del mundo, que tus actos han situado todo cuanto anhelabas conseguir fuera de tu alcance, quizá desees ser tú quien estuviera muerto, pero continúas adelante. Te das cuenta de que te hallas en un infierno de tu propia creación, pero sin embargo continúas adelante. Porque no queda otra cosa que puedas hacer.

Elpis había aterrizado sobre el cadáver de mi mujer, pero el rostro burlón de Arlette seguía siendo perfectamente visible, aun erguido hacia el mundo soleado de arriba, aún dando la impresión de escrutarme. Las ratas habían regresado. La vaca que se abatió sobre su mundo las obligó sin duda a retirarse a la tubería que con el tiempo llegué a denominar Bulevar de la Rata, pero entonces habían olido carne fresca, y se habían apresurado a investigar. Ya estaban mordisqueando a la pobre Elpis, mientras el animal mugía y pataleaba (ahora con menos energía), y una se sentaba sobre la cabeza de mi mujer muerta a modo de espeluznante corona. Había hurgado a través de un agujero en el saco de arpillera y extirpado un mechón de pelo con sus hábiles garras. Las mejillas de Arlette, que otrora fueran redondeadas y hermosas, colgaban en jirones.

Nada hay que pueda ser peor que esto, pensé. Sin duda he alcanzado el final del horror.

Pero sí, siempre hay cosas peores acechando. Mientras escudriñaba el fondo, paralizado por la conmoción y la repulsión, Elpis se puso a cocear de nuevo, y una de las pezuñas conectó con cuanto perduraba del rostro de Arlette. Se produjo un chasquido al romperse la mandíbula de mi mujer, y todo por debajo de la nariz se desplazó hacia la izquierda, como suspendido de una bisagra. Y aun así, la sonrisa de oreja a oreja persistía. Que ya no estuviera alineada con sus ojos la hacía todavía peor. Como si ahora ella poseyera dos caras con las que acosarme en lugar de una sola. Su cuerpo se desplomó contra el colchón, que resbaló como consecuencia. La rata sobre su cabeza se escabulló por detrás. Elpis volvió a mugir. Pensé que si Henry aparecía en ese momento y miraba dentro del pozo, me mataría por haberle convertido en partícipe de esto. Probablemente yo merecía morir. Pero mi muerte lo dejaría solo, y solo se hallaría indefenso.

Una parte de la tapa había caído dentro del pozo; otra parte aún pendía sobre el agujero. Cargué el rifle, lo apoyé en la superficie inclinada, y apunté a Elpis, que yacía con el pescuezo roto y la cabeza ladeada contra la pared de piedra. Esperé a que mis manos se aquietaran, luego apreté el gatillo.

Un disparo fue suficiente.

De vuelta en la casa, encontré a Henry durmiendo en el sofá. Yo seguía demasiado conmocionado como para considerarlo extraño. En aquel momento me parecía la única cosa verdaderamente esperanzadora del mundo: sucio, pero no tan mugriento que nunca volviera a estar limpio. Me agaché y le di un beso en la mejilla. Protestó con un gemido y apartó la cara. Lo dejé allí y me dirigí al establo a por mis herramientas. Cuando se reunió conmigo tres horas más tarde, yo ya había retirado el trozo de tapa rota que colgaba y me dedicaba a rellenar el pozo.

—Te ayudaré —dijo con voz plana y sombría.

—Bien. Coge el camión y vete a la escombrera del cercado oeste…

—¿Yo solo? —La incredulidad en su voz era apenas perceptible, pero me animó escuchar un indicio de emoción.

—Sabes manejar la palanca de cambios, y podrás encontrar la marcha atrás, ¿verdad?

—Sí…

—Entonces te las apañarás bien. Me queda mucho que hacer aquí entretanto, pero cuando vuelvas lo peor habrá acabado.

Esperaba que me contestara otra vez que lo peor nunca acabaría, pero no lo hizo. Reanudé mi trabajo con la pala. Aún se veía la parte superior de la cabeza de Arlette y la arpillera con aquel horrible mechón desarraigado asomando a través. Quizá una camada de ratas recién nacidas ocupara ya la cuna entre los muslos de mi esposa muerta.

Oí que el camión tosía una vez, luego dos. Confiaba en que la manivela no le rompiera un brazo a Henry si brincaba despedida hacia atrás.

La tercera vez que accionó la manivela nuestra vieja camioneta cobró vida con un rugido. Retrasó el encendido, pisó el acelerador una o dos veces, y a continuación se puso en marcha. Estuvo ausente casi durante una hora, pero cuando regresó, la caja del vehículo estaba llena de rocas y tierra. Lo condujo hasta el borde del pozo y apagó el motor. Se había despojado de la camiseta, y su torso brillante de sudor parecía demasiado delgado; podía contar sus costillas. Intenté recordar la última vez que le había visto tomar una buena comida, y en un primer momento no pude. Entonces caí en la cuenta de que debió de ser el desayuno de la mañana siguiente a deshacernos de ella.

A ver si esta noche puede tomar una buena cena, pensé. A ver si podemos ambos. Nada de ternera, pero hay cerdo en el refrigerador

—Mira hacia allá —indicó Henry con su nueva voz plana, y apuntó con el dedo.

Divisé la cola de gallo de una nube de polvo viniendo hacia nosotros. Bajé la vista al pozo. No bastaba, no todavía. La mitad de Elpis aún afloraba de la tierra, lo cual estaba bien, desde luego, pero la esquina del colchón manchado de sangre también sobresalía.

—Ayúdame —le rogué.

—¿Tenemos tiempo suficiente, padre? —Sonaba solo medianamente interesado.

—No lo sé. Quizá. No te quedes ahí parado y ayúdame.

La pala adicional estaba apoyaba contra la pared del establo al lado de los restos astillados de la tapa del pozo. Henry la empuñó y empezamos a sacar paladas de tierra y rocas de la caja del camión más rápido que nunca.

Cuando el coche del sheriff del condado, el de la estrella dorada en la portezuela y el faro en el techo, se detuvo junto al tajo de la leña (espantando una vez más a George y a las gallinas), Henry y yo estábamos sentados en los escalones del porche con las camisas quitadas y compartiendo la última cosa que Arlette preparó en su vida: una jarra de limonada. Se apeó el sheriff Jones, se ajustó el cinturón, se quitó el Stétson y se peinó el cabello gris hacia atrás. Seguidamente volvió a encasquetarse el sombrero sobre la línea donde concluía la piel blanca de su frente y tomaba el relevo una tez cobriza. Estaba solito y desamparado. Lo consideré una buena señal.

—Buenos días, gentes. —Se fijó en nuestros pechos desnudos, las manos sucias y las caras sudorosas—. Ha habido faena esta tarde, ¿no?

Escupí.

—Toda la maldita culpa es mía.

—¿Ah, sí?

—Una de nuestras vacas se cayó en el viejo pozo para el ganado —dijo Henry.

—¿Ah, sí? —repitió Jones.

—Sí —dije yo—. ¿Le apetece un vaso de limonada, sheriff? Es de Arlette.

—¿De Arlette, eh? ¿Así que ha decidido volver?

—No —respondí—. Se llevó su ropa favorita pero dejó la limonada. Tome un poco.

—De acuerdo. Pero antes necesitaría usar la letrina. Desde que cumplí los cincuenta y cinco o así, parece que tenga que pararme a mear en cada arbusto. Es una puñeta.

—Está detrás de la casa. Siga el sendero y busque la luna creciente en la puerta.

Rio como si fuera el chiste más divertido que hubiera escuchado en todo el año y echó a andar alrededor de la casa. ¿Se detendría de camino a mirar por las ventanas? Lo haría si era bueno en su trabajo, y yo tenía entendido que sí. Al menos en sus días jóvenes.

—Padre —llamó Henry. Habló en voz baja.

Lo miré.

—Si lo descubre, no haremos nada. Soy capaz de mentir, pero no puede haber más muertes.

—Está bien —asentí. Fue una conversación breve, pero en los ocho años transcurridos desde entonces he cavilado sobre tus palabras a menudo.

Regresó el sheriff Jones, abotonándose la bragueta.

—Entra y tráele un vaso al sheriff —le pedí a Henry.

Henry obedeció. Jones acabó con la bragueta, se quitó el sombrero, se peinó el cabello hacia atrás un poco más, y volvió a calarse el sombrero. Su placa resplandecía bajo el sol de primera hora de la tarde. Un revólver de gran tamaño colgaba de su cadera, y aunque Jones era demasiado viejo para haber luchado en la Gran Guerra, la pistolera parecía propiedad de las Fuerzas Expedicionarias. Quizá perteneció a su hijo, que murió en la contienda.

—Huele bien la letrina —comentó—. Algo que siempre se agradece en un día caluroso.

—Arlette solía echarle cal viva constantemente —expliqué—. Procuraré mantener esa práctica si no vuelve. Vamos al porche y sentémonos a la sombra.

—Buena idea lo de la sombra, pero creo que me quedaré de pie. Necesito estirar la columna.

Me senté en mi mecedora, la del cojín con las letras PA. El sheriff se plantó a mi lado, mirándome desde arriba. No me agradaba encontrarme en esa posición, pero intenté soportarlo con paciencia. Henry salió con un vaso. El mismo sheriff Jones se sirvió la limonada y la degustó; seguidamente la ingirió casi toda de un trago y se relamió.

—Está rica, ¿verdad que sí? Ni demasiado amarga ni demasiado dulce, en su justa medida. —Rio—. ¿No soy como Ricitos de Oro? —Apuró el resto de la limonada, pero negó con la cabeza cuando Henry se ofreció a rellenarle el vaso—. ¿Quieres que tenga que parar a mear en cada poste de aquí a Hemingford Home? ¿Y después todo el camino hasta Hemingford City?

—¿Ha trasladado la oficina? —pregunté—. Creía que la tenía aquí mismo, en el Hogar.

—Ahí sigue, ¿verdad? El día que consigan que traslade la oficina del sheriff a la capital del condado será el día que presente mi dimisión y deje que Hap Birdwell ocupe mi lugar, que lo está deseando. No, no, solo se trata de una vista en el juzgado de la ciudad. Lo cual no significa más que papeleo, pero ahí está. Y ya sabe cómo es el juez Cripps…, o no, supongo que no, siendo usted de los que acatan las leyes. Tiene mal temple, y cuando alguien no es puntual, el carácter se le avinagra todavía más. Conque, aunque todo se reduce a decir «con la ayuda de Dios» y a firmar con mi nombre un puñado de legajos, he de aligerar mis asuntos aquí, ¿verdad? Y espero que el maldito Maxie no se averie en el camino de vuelta.

No contesté. El sheriff no hablaba como un hombre que tuviera prisa, pero tal vez ese era su estilo.

Se sacó el sombrero y se peinó el cabello hacia atrás un poco más, pero en esta ocasión no volvió a calarse el sombrero. Me miró con seriedad, luego a Henry, luego otra vez a mí.

—Supongo que sabe que no estoy aquí por voluntad propia. Creo que lo que pase entre un hombre y su mujer solo les concierne a ellos. ¿No ha de ser así? La Biblia dice que el varón es la cabeza de la mujer, y que si la mujer ha de aprender cualquier cosa, es el marido quien debe enseñárselo en casa. Libro de los Corintios. Si la Biblia fuera mi único jefe, seguiría sus enseñanzas a rajatabla y la vida sería más simple.

—Me sorprende que el señor Lester no esté aquí —dije yo.

—Oh, él quería venir, pero le paré los pies. Además, quería que consiguiera un mandamiento judicial, pero le dije que no requería ninguno. Le dije que usted me permitiría echar un vistazo o no. —Se encogió de hombros. De rostro plácido, sus ojos eran agudos y permanecían en constante movimiento: fisgando y escrutando, escrutando y fisgando.

Cuando Henry me preguntó acerca del pozo, había respondido: «Le observaremos y decidiremos cuán avispado es. Si se muestra muy perspicaz, se lo enseñaremos nosotros mismos. No podemos dar la impresión de que ocultamos algo. Si te hago una seña con el pulgar, eso significará que creo que debemos correr el riesgo. Pero tenemos que estar de acuerdo, Hank. Si veo que no me respondes, mantendré la boca cerrada».

Levanté el vaso y bebí el último sorbo de limonada. Cuando vi que Henry me miraba, sacudí el pulgar una vez. Levemente. Podría haber sido un espasmo muscular.

—¿Qué se piensa ese Lester? —soltó Henry; sonaba indignado—. ¿Que la tenemos atada en el sótano? —Mantenía las manos pegadas a los costados, inmóviles.

El sheriff Jones se rio con ganas, en tanto que su enorme barriga se agitaba tras el cinturón.

—Bueno, no sé qué piensa, ¿verdad? Tampoco es que me importe mucho. Los abogados son pulgas en el pellejo de la naturaleza humana. Lo sé porque he trabajado para ellos toda mi vida adulta…, y contra ellos también. Pero… —Sus penetrantes ojos se clavaron en los míos—. No me vendría mal echar un vistazo, más que nada porque a él no le dejó. Está bastante sulfurado por eso.

Henry se rascó el brazo y, mientras lo hacía, sacudió el pulgar un par de veces.

—No le permití entrar en la casa porque le cogí tirria —expliqué—. Aunque para ser justos, supongo que hasta le cogería tirria al apóstol Juan si viniera aquí a batear para el equipo de Cole Farrington.

El sheriff prorrumpió en carcajadas: «¡Jua, jua, jua!». Pero sus ojos no reían.

Me levanté. Suponía un alivio estar de pie. Erguido, le sacaba casi diez centímetros a Jones.

—Puede mirar cuanto se le antoje.

—Se lo agradezco. Me facilitará mucho la vida, ¿verdad? Ya es suficiente tener que lidiar con el juez Cripps cuando me vaya. No necesito escuchar los ladridos de ningún sabueso legal de Farrington, si puedo evitarlo.

Entramos en la casa, yo encabezaba la marcha y Henry cerraba la retaguardia. Tras unos cuantos elogios sobre lo arreglada que estaba la salita y lo pulcra que estaba la cocina, nos encaminamos hacia el pasillo. El sheriff Jones echó un somero vistazo al cuarto de Henry, y entonces llegamos a la atracción principal. Empujé la puerta de nuestro dormitorio con una extraña sensación de certeza: la sangre habría retornado. Encharcando el suelo, salpicando las paredes, empapando el nuevo colchón. El sheriff Jones miraría con atención. Entonces se volvería hacia mí, sacaría las esposas que se asentaban en su carnosa cadera al otro lado del revólver y diría: «Queda arrestado por el asesinato de Arlette James, ¿verdad?».

Ni se veía sangre ni olía a sangre, porque la habitación había dispuesto de días para airearse. La cama estaba hecha, aunque no a la manera de Arlette; mi manera imitaba más el estilo del ejército, aun cuando mis pies me libraron de la guerra que arrebatara la vida al hijo del sheriff. No puedes ir a matar alemanes si tienes los pies planos. Los hombres con pies planos solo pueden matar a sus mujeres.

—Un cuarto encantador —comentó el sheriff Jones—. ¿Verdad que le entra luz desde primera hora de la mañana?

—Sí —respondí—. Y por las tardes se mantiene fresca, hasta en verano, porque el sol cae por el otro lado. —Me acerqué al armario y lo abrí. La sensación de certeza regresó, más fuerte que nunca. «¿Dónde está el edredón?», inquiriría. «El que va en ese hueco en medio del estante superior».

No hizo tal pregunta, por supuesto, pero acudió con presteza cuando le invité a ello. Sus perspicaces ojos, de un brillante color verde, casi felinos, se posaban aquí, allá, y por doquier.

—Vaya montón de trapos —observó.

—Sí —admití—, a Arlette le encantaba la moda y le encantaban los catálogos por correspondencia. Solo se llevó una maleta… Tenemos dos, y la otra sigue ahí, ¿la ve en el rincón de atrás? Diría que únicamente metió la ropa que más le gustaba. Y la más cómoda, supongo. Tenía dos pares de pantalones y unos tejanos, y han desaparecido, aunque no eran muy de su agrado.

—Los pantalones son buenos para viajar, ¿verdad? Seas hombre o mujer, los pantalones son buenos para cualquier viaje. Es posible que una mujer los prefiriera. Si anduviera con prisa, claro.

—Supongo.

—Se llevó las joyas buenas y la fotografía de los abuelos —intervino Henry detrás de nosotros. Me sobresalté levemente; casi me había olvidado de su presencia.

—¿Sí, eh? Bueno, supongo que sí.

Echó otra rápida ojeada a las ropas y cerró el armario.

—Bonita habitación —dijo, retrocediendo dificultosamente hacia el pasillo con su Stetson en las manos—. Y bonita casa. Una mujer tendría que estar loca para abandonar una habitación y una casa tan bonitas.

—Mamá hablaba mucho de la ciudad —dijo Henry, y lanzó un suspiro—. Tenía la idea de abrir alguna clase de tienda.

—¿Sí, eh? —El sheriff Jones le observaba intensamente con sus ojos verdes de gato—. ¡Caramba! Pero para algo así hace falta dinero, ¿no?

—Tiene las hectáreas de su padre —indiqué.

—Sí, sí. —Sonriendo con timidez, como si hubiera olvidado aquellas hectáreas—. Y tal vez sea para bien. «Mejor es morar en tierra de desierto que con mujer resentida e iracunda». Libro de Proverbios. ¿Te alegras de que se haya ido, hijo?

—No —respondió Henry, y se le desbordaron las lágrimas. Las bendije a todas y cada una de ellas.

—Vamos, vamos —dijo el sheriff Jones. Y tras ofrecerle ese somero consuelo, se agachó, apoyando las manos en sus rodillas regordetas, y miró debajo de la cama—. Parece que hay un par de zapatos de mujer ahí debajo. Y ya domados, además. Esos serían buenos para andar. Supongo que no se iría corriendo descalza, ¿verdad?

—Se puso sus zapatillas de lona —dije yo—. Son las que no están.

Era cierto, no estaban. De color verde desvaído, solía referirse a ellas como sus zapatillas de jardín. Recordaba haberlas visto justo antes de empezar a cegar el pozo.

—¡Ah! —exclamó—. Otro misterio resuelto. —Sacó un reloj chapado en plata del bolsillo del chaleco y lo consultó—. Bueno, más vale que me ponga en marcha. El tempus fugit.

Atravesamos la casa, con Henry cerrando la retaguardia, tal vez para poder enjugarse los ojos en privado. Acompañamos al sheriff hasta el sedán Maxwell con la estrella en la portezuela. Me encontraba a punto de preguntarle si quería ver el pozo, sabía incluso cómo iba a sacar el tema, cuando se detuvo y dirigió a mi hijo una mirada de aterradora amabilidad.

—Pasé por casa de los Cotterie —dijo el sheriff.

—Oh, ¿de verdad? —dijo Henry.

—Ya mencioné que últimamente tengo que pararme a regar casi cada arbusto, pero procuro usar una letrina siempre que hay una a mano, suponiendo que esté limpia y no deba preocuparme por las avispas mientras le cambio el agua al canario. Y los Cotterie son gente limpia. Con una hija bonita. ¿No es más o menos de tu edad?

—Sí, señor —respondió Henry, elevando un poquito la voz al pronunciar «señor».

—Andas medio enamoriscado de la muchacha, adivino, ¿verdad? Ella lo está de ti, por lo que cuenta su madre.

—¿Le ha contado eso? —preguntó Henry. Su voz denotaba sorpresa, pero también parecía complacido.

—Sí. La señora Cotterie dijo que estabas muy afectado por el asunto de tu madre, y que Shannon le había hablado de algo que contaste sobre este tema. Le pregunté de qué se trataba, y respondió que ella no era quién para contarlo, pero que podía preguntarle a Shannon. Y es lo que hice.

Henry se miró los pies.

—Le pedí que guardara el secreto.

—No irás a recriminárselo, ¿verdad? —preguntó el sheriff Jones—. Quiero decir, cuando un hombretón como yo, con una estrella en el pecho, interroga a una cosita como ella, es difícil que mantenga la boca cerrada, ¿verdad? Casi no le queda más remedio que hablar, ¿verdad?

—No lo sé —dijo Henry, aún con la vista en el suelo—. Probablemente. —No es que fingiera desdicha; se sentía verdaderamente desdichado. Aun cuando todo se desarrollaba conforme a nuestras expectativas.

—Shannon dice que tus padres tuvieron una fuerte riña por la venta de esas cuarenta hectáreas, y que cuando te pusiste del bando de tu padre, la señora James te pegó una buena bofetada.

—Sí —asintió Henry de forma anodina—. Ella había bebido mucho.

El sheriff Jones se volvió hacia mí.

—¿Estaba borracha o simplemente achispada?

—Algo entre medias —respondí—. Si hubiera estado completamente borracha, habría dormido durante toda la noche en lugar de levantarse, coger el hatillo y escabullirse como una ladrona.

—Pensó que volvería una vez que se despejara, ¿verdad?

—En efecto. Hay más de seis kilómetros hasta el pavimento. Creía con certeza que volvería. Mi teoría es que debió de pasar alguien y la recogió antes de que recuperara la lucidez. Algún camionero en la ruta Lincoln-Omaha, aventuraría.

—Sí, sí, yo también pienso lo mismo. Recibirá noticias suyas cuando contacte con el señor Lester, estoy seguro. Si pretende establecerse por su cuenta, si eso es lo que tiene en mente, necesitará dinero para hacerlo.

De modo que también conocía esa parte.

Sus ojos se aguzaron.

—¿Ella disponía de algún dinero, señor James?

—Bueno…

—No sea tímido. La confesión es buena para el espíritu. Los católicos tienen ahí algo a lo que aferrarse, ¿verdad?

—Guardo una caja en mi cómoda. Había metido allí doscientos dólares, para ayudar a pagar a los jornaleros que empezarán a trabajar el mes que viene.

—Y al señor Cotterie —recordó Henry. Dirigiéndose al sheriff Jones, agregó—: El señor Cotterie tiene una cosechadora de maíz. Una Harris Giant. Casi nueva. Es una pepita.

—Sí, sí, la vi en su patio. Menuda hijaputa, ¿verdad? Perdón por mi polaco. ¿Así que el dinero desapareció de la caja?

Sonreí agriamente…, solo que no era realmente yo quien esgrimía aquella sonrisa; el Hombre Maquinador había tomado el control desde el mismo instante en que el sheriff Jones aparcó junto al tajo de la leña.

—Dejó veinte. Muy generoso por su parte. Pero veinte es lo que siempre cobra Harlan Cotterie por usar su cosechadora, y por ese lado no hay problema. Y a la hora de pagar a los jornaleros, supongo que Stoppenhauser en el banco me adelantará un pequeño préstamo. A menos que le deba un favor a la compañía Farrington, claro. De cualquier modo, mi mejor peón se encuentra aquí mismo.

Hice ademán de alborotarle el pelo a Henry. Avergonzado, me esquivó agachando la cabeza.

—Bien, tengo una buena cantidad de noticias de las que informar al señor Lester, ¿verdad? No le agradará ninguna, pero si es tan listo como cree, adivinará que le conviene esperarla en su despacho, y calculo que sucederá más pronto que tarde. La gente posee la costumbre de presentarse cuando anda escasa de cuartos, ¿eh?

—Por mi experiencia, sí —dije yo—. Si hemos acabado aquí, sheriff, más vale que mi chico y yo retornemos al trabajo. Deberíamos haber cegado ese pozo inútil hace tres años. Una de mis viejas vacas…

—Elpis. —Henry habló como un niño en un sueño—. Se llamaba Elpis.

—Elpis —asentí—. Salió del establo y decidió darse un paseo por encima de la tapa, y la madera cedió. Ni siquiera mostró la gentileza de morirse por sí misma. Tuve que pegarle un tiro. Venga a la vuelta del establo y le enseñaré el precio de la vagancia asomando sus condenadas patas tiesas. Vamos a enterrarla ahí mismo, y desde ahora llamaré a ese viejo pozo la Insensatez de Wilfred.

—Bueno, me gustaría, ¿verdad? Sería algo digno de ver. Pero he de lidiar con ese viejo juez malhumorado. En otra ocasión. —Se encaramó al coche con un gruñido—. Gracias por la limonada y por ser tan cortés. Podría haber reaccionado de otra manera, considerando quién me envió.

—No hay problema —contesté—. Todos tenemos nuestro trabajo.

—Y con nuestra propia cruz hemos de cargar. —Sus ojos agudos se posaron de nuevo en Henry—. Hijo, el señor Lester me dijo que ocultabas algo. Estaba seguro. Y era cierto, ¿verdad?

—Sí, señor —reconoció Henry con su anodina voz, espantosa de algún modo. Como si todas sus emociones hubieran volado, igual que aquellas entidades liberadas del ánfora de Pandora. Aquí, sin embargo, no había una Elpis, ni para Henry ni para mí; nuestra Elpis yacía muerta en el pozo.

—Si me pregunta, le diré que se equivocaba —declaró el sheriff Jones—. Un abogado no necesita saber que una madre le ha puesto la mano encima a su hijo estando borracha. —Tanteó bajo el asiento, extrajo una larga herramienta en forma de S que yo conocía bien, y se la tendió a Henry—. ¿Salvarías la espalda y el hombro de un anciano, hijo?

—Sí, señor, con mucho gusto. —Henry cogió la manivela y se encaminó a la parte delantera del Maxwell.

—¡Cuidado con tu muñeca! —gritó Jones—. ¡Da coces como un toro! —Después se volvió hacia mí. El brillo inquisitivo de sus ojos había desaparecido, así como su color verde. Ahora veíanse apagados y grises y duros, igual que la superficie de un lago en un día nublado. Era el rostro de un hombre que podría estar a un tris de matar a golpes a un vagabundo en un tren y no perder ni un minuto de sueño por ello—. Señor James. Necesito preguntarle algo. De hombre a hombre.

—Adelante —asentí. Traté de prepararme para lo que sentía la certeza que vendría a continuación: «¿Hay alguna otra vaca en ese pozo? ¿Alguna que se llame Arlette?». Me equivocaba, sin embargo.

—Puedo poner un telegrama con el nombre y la descripción de su esposa, si lo desea. Porque no habrá ido más lejos de Omaha, ¿verdad? No si solo tenía ciento ochenta pavos. Y una mujer que ha pasado casi toda su vida cuidando del hogar no sabe cómo esconderse. Lo más probable es que esté alojada en una casa de huéspedes en el barrio este, donde son baratas. Podría traerla de vuelta. A rastras por el pelo, si así lo desea.

—Es una oferta generosa, pero…

Los apagados ojos grises me sondearon.

—Piénselo antes de responder sí o no. A veces es necesario hablarle a una mujer con la mano, si entiende lo que quiero decir, para que se porten bien. Una buena tunda es capaz de ablandar a algunas hembras. Piénselo.

—Lo haré.

El motor del Maxwell cobró vida con un estallido. Extendí la mano (la que le rebanó el cuello a Arlette), pero el sheriff Jones no se dio cuenta. Se afanaba en retrasar el encendido del Maxwell y en ajustar el regulador.

Dos minutos más tarde no era más que un menguante remolino de polvo en el camino de la granja.

—Ni siquiera ha querido mirar —se maravilló Henry.

—No.

Y eso resultó ser algo muy bueno.

Habíamos arrojado paladas deprisa y con fuerza en el momento de avistar al sheriff, y ahora nada afloraba salvo la tibia de una de las patas de Elpis. La pezuña quedaba a poco más de un metro por debajo de la boca del pozo. Una nube de moscas trazaba círculos en derredor. El sheriff se habría maravillado, de acuerdo, y su asombro habría aumentado aún más cuando la tierra delante de aquella pezuña protuberante empezó a palpitar arriba y abajo.

Henry soltó la pala y me asió del brazo. La tarde era calurosa, pero su mano estaba fría como el hielo.

—¡Es ella! —masculló. Su rostro parecía ser todo ojos—. ¡Está intentando salir!

—Deja de comportarte como un condenado tontaina —ordené, pero me sentía incapaz de apartar los ojos de aquel círculo de tierra jadeante. Era como si el pozo poseyera vida propia y estuviéramos contemplando los latidos de su corazón oculto.

Entonces, la tierra y los guijarros se esparcieron a un lado y a otro, y una rata emergió a la superficie. Los ojos, negros como gotas de petróleo, parpadearon bajo la luz del sol. Era casi tan grande como un gato adulto. Enganchado en sus bigotes se veía un trozo de arpillera marrón manchada de sangre.

—¡Ah, que te jodan! —chilló Henry.

Algo pasó silbando a escasos centímetros de mi oreja y entonces el filo de la pala de Henry dividió en dos la cabeza de la rata, que en ese momento alzaba la vista deslumbrada.

—La ha enviado ella —dijo Henry. Sonreía con una mueca—. Las ratas son suyas ahora.

—Nada de eso. Simplemente estás alterado.

Soltó la pala y se acercó al montón de rocas destinadas a rematar el trabajo una vez que el pozo se encontrara cegado casi en su totalidad. Allí se sentó y, absorto, me miró de hito en hito.

—¿Estás seguro? ¿Estás completamente seguro de que no va a rondarnos? La gente dice que las personas asesinadas regresan para atormentar a quienes…

—La gente dice muchas cosas. Un rayo nunca cae dos veces en el mismo sitio, romper un espejo trae siete años de mala suerte, el canto de un chotacabras a medianoche significa que un familiar está a punto de morir.

Hablaba de una manera razonable, pero continuaba mirando la rata muerta. Y el trozo de arpillera manchado de sangre. De su crespina. Aún la llevaba puesta, en la profunda oscuridad, solo que ahora con un agujero por el que sobresalía su cabello. Este verano esa moda causará furor entre las mujeres muertas, pensé.

—Cuando era niño creía de veras en ese adagio de que si pisaba una grieta algo malo le pasaría a mi madre —reflexionó Henry.

—Ahí lo tienes, ¿ves?

Se sacudió el polvo de los pantalones y se plantó a mi lado.

—Pero la pillé…, pillé a esa cabrona, ¿a que sí?

—¡Y tanto! —Mas como no me gustó el sonido de su voz (no, nada en absoluto), le di una palmadita en la espalda.

Henry seguía sonriendo burlonamente.

—Si el sheriff hubiera venido a mirar, como le invitaste, y hubiera visto a esa rata abriendo un túnel hasta arriba, habría tenido unas cuantas preguntas más que hacer, ¿no crees?

Algo en esta idea propició que Henry rompiera a reír histéricamente. Durante cuatro o cinco minutos dio rienda suelta a sus carcajadas, asustando a una bandada de cuervos posados en la cerca que mantenía al ganado lejos del maíz, pero finalmente se calmó. Para cuando terminamos nuestro trabajo ya se había puesto el sol, y oíamos a los búhos intercambiando impresiones mientras emprendían sus cacerías previas a la salida de la luna desde el altillo del establo. Las rocas en la parte superior del desaparecido pozo estaban bien encajadas, y no creía que ninguna otra rata pudiera retorcerse hasta la superficie. No nos molestamos en reemplazar la tapa rota; no existía necesidad. Henry casi volvía a parecerse a su yo normal, y pensé que a lo mejor disfrutaríamos de una noche de sueño decente.

—¿Qué dices de unas salchichas, unas judías y pan de maíz? —le pregunté.

—¿Puedo poner en marcha el generador y escuchar Hayride Party en la radio?

—Sí, señor. Permiso concedido.

Sonrió ante esto, su vieja sonrisa de siempre.

—Gracias, padre.

Cociné comida suficiente para cuatro peones de granja, y lo devoramos todo.