Hotel Magnolia

Omaha, Nebraska

11 de abril de 1930

A QUIEN PUEDA INTERESAR:

Me llamo Wilfred Leland James, y esta es mi confesión. En junio de 1922 asesiné a mi esposa, Arlette Christina Winters James, y sepulté su cadáver en un viejo pozo. Mi hijo, Henry Freeman James, me asistió en este crimen, aunque a sus catorce años no se le puede atribuir ninguna responsabilidad; yo lo embauqué para hacerlo, jugando con sus miedos, destruyendo sus naturales objeciones a lo largo de un período de dos meses. Es algo de lo que me arrepiento aún más amargamente que del crimen, por razones que este documento revelará.

El motivo que me indujo a cometer el asesinato, y ha supuesto mi perdición, consistía en cuarenta hectáreas de buena tierra en Hemingford Home, Nebraska. Mi esposa la heredó de su padre, John Henry Winters. Yo deseaba incorporar ese terreno a nuestra hacienda en propiedad, que en 1922 totalizaba treinta y dos hectáreas. Mi mujer, quien nunca se adaptó a la vida en una granja (o a ser la esposa de un granjero), ansiaba vendérsela a la compañía Farrington a cambio de dinero contante y sonante. Cuando le pregunté si francamente deseaba vivir junto a un matadero de Farrington, me sugirió que, además del terreno, también podíamos vender la granja… ¡la granja que perteneció a mi padre, y antes al suyo! Cuando le pregunté qué haríamos con dinero y sin tierra, contestó que podíamos mudarnos a Omaha, o incluso a Saint Louis, y abrir una tienda.

—Nunca viviré en Omaha —le aseguré yo—. Las ciudades son para idiotas.

Resulta irónico, considerando el lugar donde vivo ahora, pero no duraré aquí mucho más tiempo; lo sé tan bien como sé cuál es el origen del ruido que oigo en las paredes. Y sé dónde me encontraré cuando esta vida terrenal termine. Me pregunto si el Infierno puede ser peor que la ciudad de Omaha. Acaso sea la ciudad de Omaha, pero sin una buena campiña en derredor; solo un vacío humeante, apestando a azufre, atestado de almas perdidas como la mía.

Discutimos amargamente por esas cuarenta hectáreas durante el invierno y la primavera de 1922. Henry quedó atrapado en medio, si bien se decantaba más hacia mi lado; en los rasgos físicos salió a su madre, pero en su amor por la tierra se parecía a mí. Era un muchacho dócil sin nada de la arrogancia de su madre. Una y otra vez le decía que no albergaba deseo alguno de vivir en Omaha, ni en cualquier otra ciudad, y que sólo se iría si ella y yo llegábamos a un acuerdo, lo cual nunca logramos.

Consideré la posibilidad de acudir a la ley, con la convicción de que, como marido en la disputa, cualquier tribunal del país confirmaría mi derecho a decidir qué uso y propósito se daría a esa tierra. Pero algo me frenaba. No era el miedo a las habladurías de los vecinos, no me importaban los chismorreos de la gente del campo; se trataba de otra cosa. Yo había llegado a odiarla, ya sabe. Había llegado a anhelar su muerte, y por tal razón me contenía.

Creo que existe otro hombre dentro de cada hombre, un extraño, un Hombre Maquinador. Y también que hacia marzo de 1922, cuando el cielo del condado de Hemingford era blanco, y todos los campos, lodazales de nieve derretida, el Hombre Maquinador que moraba en el interior del Granjero Wilfred James ya había juzgado y decidido el destino de su mujer. Encarnaba, además, una suerte de justicia con capucha negra. La Biblia dice que más peligroso que colmillo de serpiente es el hijo desagradecido, pero una esposa ingrata y rezongona es siempre mucho más afilada.

No soy un monstruo; intenté salvarla del Hombre Maquinador. Le sugerí que si no podíamos ponernos de acuerdo, debería irse con su madre a Lincoln, a unos noventa kilómetros al oeste; una buena distancia para una separación que no es estrictamente un divorcio, pero que implica una disolución de la sociedad marital.

—Y dejarte la tierra de mi padre, supongo, ¿no? —preguntó, y sacudió la cabeza. Cómo odiaba el descaro con que levantaba la cabeza, tan similar al de una yegua mal domada, y el pequeño bufido que siempre lo acompañaba—. Eso nunca va a pasar, Wilf.

Propuse comprarle la tierra, si insistía. Tendría que ponerla a plazos, ocho años, quizá diez, pero le pagaría hasta el último centavo.

—El dinero que entra a cuentagotas es peor que el que no entra —replicó (con otro bufido y otro descarado movimiento de cabeza)—. Eso lo saben todas las mujeres. La compañía Farrington pagará a tocateja, y calculo que su oferta será muchísimo más generosa que la tuya. Y no viviré en Lincoln jamás. Eso no es una ciudad, solo un pueblucho con más iglesias que casas.

¿Se da cuenta de mi situación? ¿No entiende en qué «aprieto» me puso? ¿No puedo contar al menos con un poco de compasión por su parte? ¿No? Pues preste atención.

A principios de abril de ese año (por cuanto sé, hoy mismo se cumplen ocho años), se acercó a mí toda radiante y reluciente. Había pasado la mayor parte del día en el «salón de belleza» de McCook, y su cabello colgaba alrededor de sus mejillas en espesos rizos que me recordaron a los rollos de papel higiénico que uno encuentra en hoteles y posadas. Dijo que había tenido una idea. Deberíamos venderle las cuarenta hectáreas y la granja al grupo industrial Farrington. Estaba segura de que lo comprarían todo para conseguir la parcela de su padre, que prácticamente lindaba con la vía del ferrocarril (y probablemente tuviera razón).

—Después —prosiguió la insolente arpía—, nos repartimos el dinero, solicitamos el divorcio, y empezamos una nueva vida cada uno por su lado. Los dos sabemos que eso es lo que quieres.

Como si ella no.

—Oh, bueno… —dije, simulando que me tomaba la idea en serio—. ¿Y con quién se irá el chico?

—Conmigo, claro —respondió, con los ojos muy abiertos—. Un muchacho de catorce años necesita a su madre.

Empecé a «trabajarme» a Henry ese mismo día, relatándole la última ocurrencia de su madre. Estábamos sentados en el almiar de heno. Adopté mi semblante más triste y hablé con mi voz más triste, pintando un retrato de cómo sería su vida si su madre lograba continuar adelante con su plan: cómo se quedaría sin granja ni padre; cómo tendría que asistir a una escuela mucho más grande, separado de todos sus amigos (la mayoría de la primera infancia); cómo, en esa nueva escuela, tendría que luchar para hacerse un sitio entre extraños que se reirían de él y le llamarían paleto. Por el contrario, añadí, si pudiéramos conservar todo el terreno, estaba convencido de que para 1925 ya habríamos cancelado nuestros pagarés en el banco y viviríamos felices y libres de deudas, respirando aire puro en lugar de estar obligados a ver cómo tripas de cerdo flotaban en nuestro arroyo otrora limpio desde la salida hasta la puesta del sol.

—Ahora bien, ¿qué es lo que quieres? —pregunté después de dibujar este panorama con tanto detalle como fui capaz.

—Quedarme aquí con usted, padre —dijo. Las lágrimas rodaban por sus mejillas—. ¿Por qué ha de ser tan…, tan…?

—Adelante —le animé—. La verdad nunca es una grosería, hijo.

—¡Tan zorra!

—Porque casi todas las mujeres lo son —dije yo—. Forma parte de su naturaleza. La cuestión es qué vamos a hacer al respecto.

No obstante, el Hombre Maquinador en mi interior ya había pensado en el viejo pozo detrás del establo de las vacas, el que solamente usábamos como recolector de aguas porque era demasiado turbio y no muy hondo; apenas seis metros de profundidad, poco más que un desagüe. Tan solo era cuestión de incitarle a ello. Y debía hacerlo, seguro que usted lo comprende; yo podía matar a mi mujer, pero debía salvar a mi amado hijo. ¿De qué sirve poseer setenta y dos hectáreas, o cuatrocientas, si no tienes a nadie con quien compartirlas y a quien legárselas?

Fingí que meditaba el absurdo plan de Arlette de ver una buena tierra para el maíz convertida en un matadero de cerdos. Le pedí que me diera tiempo para acostumbrarme a la idea. Ella consintió. Y durante los dos meses siguientes seguí hablando con Henry, inculcándole una idea muy diferente. No resultó tan difícil como habría cabido esperar; poseía la belleza de su madre (la belleza de una mujer es como la miel, ¿sabe?, que atrae a los hombres hasta la colmena repleta de aguijones), pero no su maldita terquedad. Bastó con describirle el cuadro de cómo sería su vida en Omaha o en Saint Louis. Planteé la posibilidad de que quizá ni siquiera esos dos abarrotados hormigueros la satisfarían; quizá decidiera que solo le valdría Chicago.

—Entonces —añadí—, podrías encontrarte yendo a la escuela secundaria con negros.

Empezó a mostrarse frío para con su madre; tras unos pocos intentos (todos torpes, todos rechazados) por recuperar el afecto de su hijo, Arlette le correspondió con la misma frialdad. Yo (o más bien el Hombre Maquinador) me regocijé por ello. A principios de junio le comuniqué que, tras mucho recapacitar, había decidido que no le permitiría vender esas cuarenta hectáreas sin presentar batalla; que sería capaz de enviarnos a todos a la ruina y a la mendicidad si hacía falta.

Reaccionó con tranquilidad. Se decidió a solicitar consejo legal por cuenta propia (pues la ley, como sabemos, ofrecerá su amistad a quienquiera que pague). Yo ya lo había previsto. ¡Y me congratulo por ello! Porque no podía costearse tal consejo. Para entonces yo guardaba con celo el poco dinero que poseíamos. Incluso Henry me entregó su cerdito hucha cuando se lo requerí, para impedir que sisara también de esa fuente, por mísera que fuese. Por supuesto, Arlette acudió a las oficinas de la compañía Farrington en Deland, convencida (igual que yo) de que aquellos que tanto tenían que ganar asumirían con gusto la minuta legal.

—Así será, y entonces ella habrá ganado —le dije a Henry en el almiar, que se había convertido en nuestro sitio habitual de conversación. No estaba completamente seguro, pero yo ya había tomado mi decisión, aunque no llegaré a definirla como «plan».

—Pero, padre, ¡no es justo! —lloró. Sentado en el heno, aparentaba una edad muy joven, más próxima a los diez años que a los catorce.

—La vida nunca lo es —le dije—. A veces la única acción posible es aferrarte a lo que es tuyo por necesidad. Aunque alguien salga herido. —Hice una pausa, evaluando su rostro—. Aunque alguien muera.

Se puso blanco.

—¡Padre!

—Si se marchara —proseguí—, todo sería igual que antes. Cesarían todas las discusiones. Podríamos vivir aquí en paz. Le he ofrecido todo cuanto me ha sido posible para que se marche, pero no lo aceptará. Solo queda una cosa que pueda hacer. Que podamos hacer.

—¡Pero yo la quiero!

—Yo también la quiero —dije. Lo cual, pese al poco crédito que usted pueda concederme, era cierto. El odio que sentía hacia ella aquel año de 1922 era mayor que cualquiera que pueda profesar un hombre por una mujer a menos que el amor forme parte de ese sentimiento. Y, aun siendo resentida y obstinada, Arlette era una mujer de naturaleza cariñosa. Nuestras «relaciones maritales» no se interrumpieron en ningún momento, aunque, desde que comenzaran las discusiones por las cuarenta hectáreas, nuestras escaramuzas en la oscuridad habían ido pareciéndose cada vez más al apareamiento de dos animales en celo.

—No tiene por qué ser doloroso —dije—. Y cuando esté hecho…, bueno…

Le conduje a la parte de atrás del establo y le enseñé el pozo, donde prorrumpió en un amargo llanto.

—No, padre. Da igual lo que pase, pero eso no.

Pero cuando ella regresó de Deland (Harlan Cotterie, nuestro vecino más próximo, la transportó en su Ford casi todo el camino, menos los tres últimos kilómetros, que recorrió a pie) y Henry le imploró que cediera «para que pudiéramos volver a ser una familia», Arlette perdió los nervios, le pegó en la boca, y le dijo que dejara de gimotear como un perro.

—Tu padre te ha contagiado su timidez. Peor, te ha contagiado su avaricia.

¡Como si ella fuera inocente de ese pecado!

—El abogado me asegura que la tierra es mía para hacer lo que me venga en gana, y voy a venderla. Y en cuanto a vosotros dos, podéis quedaros aquí sentados y oler cómo se asan los cerdos y haceros vuestra comida y haceros vuestras camas. Tú, hijo mío, puedes pasarte todo el día arando y toda la noche leyendo sus interminables libros. A tu padre le han servido de bien poco, pero puede que a ti te vaya mejor. ¿Quién sabe?

—¡Madre, eso no es justo!

Arlette miró a su hijo igual que una mujer podría mirar a un extraño que se hubiera atrevido a tocarle un brazo. Y cómo se regocijó mi corazón cuando advertí que el muchacho le devolvía la mirada con la misma frialdad.

—Podéis iros al infierno, los dos. Yo me voy a Omaha y abriré una tienda de ropa. Eso es lo que yo entiendo por justo.

Esta conversación tuvo lugar en el patio polvoriento entre la casa y el establo, y su idea de lo que era justo para ella fue la última palabra. Cruzó el patio, levantando polvo con sus refinados zapatos de ciudad, entró en la casa y cerró de un portazo. Henry se volvió a mirarme. Tenía sangre en la comisura de la boca y el labio inferior empezaba a hincharse. La furia en sus ojos era salvaje, pura, de la clase que solo los adolescentes pueden experimentar. Es una furia que no repara en los costes. Asintió con la cabeza. Le devolví el gesto con la misma seriedad, pero dentro de mí el Hombre Maquinador sonreía.

Aquella bofetada selló su sentencia de muerte.

Dos días más tarde, cuando Henry se me acercó en el maizal, observé que su determinación flaqueaba de nuevo. Este hecho no me produjo consternación ni sorpresa; los años entre la niñez y la edad adulta son cual viento racheado, y aquellos que los viven giran como las veletas que algunos granjeros del Medio Oeste solían instalar en lo alto de sus silos de grano.

—No podemos —dijo—. Padre, ella está en Error. Y Shannon dice que aquellos que mueren en Error van al Infierno.

Dios maldiga a la Iglesia metodista y a las Juventudes Metodistas, pensé… pero el Hombre Maquinador tan solo sonreía. Durante los diez minutos siguientes hablamos sobre teología entre el maíz verde, mientras las nubes de principio de verano (las mejores nubes, las que flotan como goletas) navegaban lentamente sobre nosotros, proyectando una estela de sombras. Le expliqué que significaba todo lo contrario a enviar a Arlette al Infierno; la enviaríamos al Cielo.

—Pues un hombre o una mujer asesinada no muere en el tiempo de Dios, sino en el del Hombre —dije—. Su vida es sesgada antes de que él…, o ella…, pueda expiar sus pecados, y por eso todos los errores deben ser perdonados. Si lo miras de ese modo, cada asesinato es una Puerta al Cielo.

—¿Y qué pasa con nosotros, padre? ¿No iríamos al Infierno?

Señalé los campos, soberbios con sus nuevos brotes.

—¿Cómo puedes decir eso cuando estás viendo el Cielo alrededor nuestro? Pero ella pretende expulsarnos de aquí con la misma certeza que el ángel con la espada llameante expulsó a Adán y Eva del Paraíso.

Me dirigió una mirada de preocupación. Oscura. Detestaba ensombrecer a mi hijo de esa manera, pero parte de mí creía entonces, y lo sigue creyendo, que no fui yo el causante, sino Arlette.

—Y piensa —proseguí—. Si se va a Omaha, ella misma se cavará una fosa aún más profunda en el Sheol. Si te lleva con ella, te convertirás en un chico de ciudad…

—¡Nunca! —Gritó tan fuerte que los cuervos alzaron el vuelo del cercado y se alejaron revoloteando en el cielo azul como papel quemado.

—Eres joven, y lo harás —le dije—. Te olvidarás de todo esto…, aprenderás las costumbres de la ciudad… y empezarás a cavar tu propia tumba.

Si hubiera replicado que los asesinos no tenían ninguna esperanza de reunirse con sus víctimas en el Cielo, podría haberme dejado sin respuesta. Sin embargo, o su teología no alcanzaba tal extremo, o no quiso plantearse la cuestión. ¿Y existe el Infierno, o acaso nos forjamos uno propio en la tierra? Cuando repaso los últimos ocho años de mi vida, opto por lo segundo.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Cuándo?

Se lo conté.

—¿Y podremos seguir viviendo aquí después?

Respondí afirmativamente.

—¿Y no le dolerá?

—No —aseguré—. Será rápido.

Parecía satisfecho. Y todavía se podría haber evitado, de no ser por la propia Arlette.

Acordamos actuar un sábado por la noche, hacia mediados de un junio que estaba siendo tan bueno como cualquiera que recuerde. Algunas noches de verano, Arlette bebía una copa de vino, aunque raramente más. Existía un buen motivo para ello. Pertenecía a esa clase de personas que nunca se toman dos copas sin tomarse cuatro, luego seis, luego la botella entera. Y después otra botella, si es que había otra.

—Tengo que ser muy cuidadosa, Wilf. Me gusta demasiado. Por fortuna, mi voluntad es fuerte.

Aquella noche nos acomodamos en el porche, contemplando la última luz que persistía sobre los campos, escuchando el somnoliento cricrí de los grillos. Henry se recluyó en su habitación. Apenas había tocado la cena, y cuando Arlette y yo nos sentamos en las mecedoras a juego del porche, con las letras MA y PA bordadas en los cojines, me pareció oír un débil sonido que tal vez fueran arcadas. Recuerdo haber pensado que cuando llegara el momento se vería incapaz de afrontarlo. Su madre se levantaría malhumorada a la mañana siguiente, con «resaca» e ignorando lo cerca que había estado de no volver a presenciar jamás un amanecer en Nebraska. No obstante, seguí adelante con el plan. ¿Porque yo era como una de esas muñecas rusas? Quizá. Quizá todos los hombres sean así. Dentro de mí habitaba el Hombre Maquinador, pero dentro del Hombre Maquinador habitaba un Hombre Esperanzado. Ese tipo murió en algún momento entre 1922 y 1930. El Hombre Maquinador, una vez consumado el daño, se desvaneció. Sin sus confabulaciones y ambiciones, la vida se había manifestado como un espacio hueco.

Saqué la botella al porche, pero cuando intenté llenarle su vaso vacío, lo cubrió con la mano.

—No hace falta que me emborraches para conseguir lo que quieres. Yo también lo quiero. Me pica.

Separó los muslos y se puso la mano en la entrepierna para indicar dónde crecía ese picor. Encerraba Arlette una Mujer Vulgar dentro de sí, tal vez incluso una Ramera, y el vino siempre la desataba.

—Tómate otro vasito de todas formas —insistí—. Tenemos algo que celebrar.

Me miró con recelo. Una única copa de vino bastaba para humedecerle los ojos (como si una parte de su ser llorara por todo el vino que ansiaba y que no podía tener), y a la luz del ocaso brillaban anaranjados, como ojos en un fanal de calabaza con una vela en su interior.

—No habrá pleito —le comuniqué—, y no habrá divorcio. Si la compañía Farrington puede permitirse pagar por mis treinta y dos hectáreas además de las cuarenta, doy por finiquitada nuestra disputa.

Por primera y única vez en nuestro turbulento matrimonio, se quedó verdaderamente boquiabierta.

—¿Qué estás diciendo? ¿Es lo que creo que dices? ¡No juegues conmigo, Wilf!

—No lo hago —declaró el Hombre Maquinador. Hablaba con una desbordante sinceridad—. Henry y yo hemos mantenido muchas conversaciones sobre ello…

—Habéis sido uña y carne, eso es verdad —dijo ella. Había retirado la mano del vaso y aproveché la oportunidad para llenarlo—. Siempre en el almiar, o sentados en la pila de leña, o con las cabezas juntas en el campo de atrás. Pensaba que tendría algo que ver con Shannon Cotterie.

Bufido y respingo de cabeza. Sin embargo, intuí en sus ademanes cierta nostalgia también. Bebió un sorbo de su segundo vaso de vino. Dos sorbos de un segundo vaso y aún sería capaz de dejar el vaso e irse a la cama. Cuatro y bien podría yo ofrecerle la botella entera. Por no mencionar las otras dos que mantenía en reserva.

—No —dije yo—. No hablábamos sobre Shannon. —Aunque había descubierto a Henry cogiéndola de la mano en alguna ocasión, mientras caminaban los tres kilómetros hasta la escuela de Hemingford Home—. Hemos estado hablando sobre Omaha. El chico quiere ir, supongo. —No convenía exagerar la mentira, no tras un solo vaso de vino y dos sorbos de otro. Ella era desconfiada por naturaleza, así era mi Arlette, siempre buscando un motivo más profundo. Y, desde luego, en este caso existía uno—. Por lo menos para probar si le gusta. Y Omaha no queda tan lejos de Hemingford…

—No. No está tan lejos. Como ya te tengo dicho mil veces. —Otro sorbo de vino, y en lugar de soltar el vaso como hiciera antes, la sostuvo en la mano. Hacia el oeste, mientras oscurecía, la luz anaranjada sobre el horizonte se teñía de un púrpura verdoso preternatural que parecía arder en el cristal.

—Si fuera Saint Louis, eso ya sería distinto.

—He renunciado a esa idea —dijo Arlette. Lo que significaba, por supuesto, que había investigado la posibilidad y la había encontrado problemática. A mis espaldas, claro. Todo ello a mis espaldas excepto la visita al abogado de la compañía. Y eso también me lo habría ocultado si no hubiera pretendido utilizarlo como un garrote con el cual atizarme.

—¿Comprarán el lote completo? ¿Tú qué opinas? —pregunté—. ¿Las setenta y dos hectáreas?

—¿Cómo voy a saberlo?

Sorbito. El segundo vaso medio vacío. Si en este momento intentara quitárselo, alegando que ya había bebido suficiente, se resistiría a dejarlo.

—Lo sabes, no me cabe duda —contesté—. Las setenta y dos hectáreas no son diferentes a Saint Louis. Lo has investigado.

Me dirigió una perspicaz mirada de soslayo… y entonces prorrumpió en una cruel carcajada.

—Tal vez sí.

—Supongo que podríamos buscar una casa en las afueras de la ciudad —dije yo—. Donde al menos tuviéramos vistas a un prado o dos.

—Donde aposentarás tu culo en una mecedora del porche todo el día mientras tu mujer hace el trabajo para variar, ¿no? Eh, llena esto. Si vamos a celebrar, celebremos.

Rellené ambos vasos. El mío solo requirió un chorrito, pues no había dado sino un único trago.

—Creo que podría conseguir trabajo como mecánico. Coches y camiones, pero sobre todo maquinaria agrícola. Si puedo hacer que funcione ese viejo Farmall —señalé con el vaso hacia la oscura mole del tractor detenido junto al granero—, entonces supongo que podré hacer que funcione cualquier cosa.

—Y Henry te convenció.

—Me hizo ver que sería mejor aprovechar la oportunidad de ser feliz en la ciudad que quedarme aquí solo en la miseria.

—¡El chico muestra sentido común y el hombre escucha! ¡Por fin! ¡Aleluya! —Apuró su vaso y lo tendió en busca de más. Me asió por el brazo y se inclinó tan cerca de mí que percibí el olor a uvas agrias en su aliento—. Es posible que esta noche consigas esa cosa que te gusta, Wilf. —Se tocó el labio superior con la lengua manchada de púrpura—. Esa cosa asquerosa.

—Lo estoy deseando. —Si me ceñía a mi plan, esa noche iba a ocurrir algo todavía más asqueroso en la cama que habíamos compartido durante quince años.

—Que venga Henry —demandó ella. Empezaba a arrastrar las palabras—. Quiero felicitarle por ver finalmente la luz. —(¿He mencionado que el verbo «agradecer» no formaba parte del vocabulario de mi mujer? Tal vez no. A estas alturas tal vez ya no sea necesario)—. ¡Le invitaremos a una copa de vino! ¡Ya es lo bastante mayor! —Me propinó un codazo como uno de esos ancianos que observas sentados en los bancos que flanquean las escalinatas del palacio de justicia, contándose chistes verdes unos a otros—. Si se le desata un poco la lengua, puede que hasta descubramos si ya ha fornicado con Shannon…, una brujilla, pero tiene un bonito pelo, eso se lo concedo.

—Antes tómate otro vasito —sugirió el Hombre Maquinador.

Se tomó otros dos, y con eso vació la botella. (La primera). Para entonces cantaba «Avalon» con su mejor voz de juglar, y le bailaban los ojos al mejor estilo juglar. Inspiraba lástima verla así, y mayor lástima aún escucharla.

Entré en la cocina a por la segunda botella de vino, y juzgué adecuado el momento para llamar a Henry. Aunque, como ya he expuesto, no albergaba grandes esperanzas. Solo podría hacerlo si él accedía a ser mi cómplice voluntario, y en el fondo de mi corazón presentía que se acobardaría cuando se agotaran las palabras y se acercara la hora de la verdad. Si así ocurriera, nos limitaríamos a meterla en la cama. Por la mañana le diría que había cambiado de idea respecto a vender la tierra de mi padre.

Llegó Henry, y nada en su rostro pálido y afligido ofrecía un hálito de éxito.

—Padre, no creo que pueda —susurró—. Es mamá.

—Si no puedes, no puedes —dije, y en estas palabras nada se adivinaba del Hombre Maquinador. Estaba resignado; lo que hubiera de ser, sería—. En cualquier caso, ella es feliz por primera vez en meses. Borracha, pero feliz.

—¿No solo achispada? ¿Está borracha?

—No te extrañe; salirse con la suya es lo único que la hace feliz. Digo yo que catorce años con ella es tiempo suficiente para haber aprendido eso.

Frunciendo el ceño, ladeó la cabeza en dirección el porche cuando la mujer que le había alumbrado se lanzó a una discordante pero textual interpretación de «Dirty McGee». Henry arrugó la frente en respuesta a esta balada de taberna, quizá debido al estribillo («Ella deseaba ayudarle a que se la metiera / Pues McGee la Sucia de nuevo era»), o más probablemente por la manera en que arrastraba las palabras. Henry había hecho voto de abstinencia en un campamento de las Juventudes Metodistas, celebrado el año anterior durante el fin de semana del Día del Trabajo. Yo, por el contrario, me complací en su conmoción. Cuando los adolescentes no están girando como veletas ante un fuerte viento, son tan rígidos como los puritanos.

—Quiere que nos acompañes y tomes un vaso de vino.

—Padre, sabe que prometí al Señor que nunca bebería.

—Tendrás que arreglártelas con ella. Quiere celebrarlo. Vamos a vender y mudarnos a Omaha.

—¡No!

—Bueno…, veremos. Realmente depende de ti, hijo. Sal al porche.

Su madre, alegre, se irguió al instante, le rodeó con sus brazos por la cintura, le estrechó fuertemente contra su cuerpo, y le cubrió el rostro de extravagantes besos. De olor desagradable, por la mueca que esgrimió el chico. El Hombre Maquinador, entretanto, rellenó el vaso de ella, que volvía a estar vacío.

—¡Por fin todos juntos! ¡Mis hombres entran en razón! —Alzó su vaso para brindar, y derramó una buena cantidad de líquido sobre el busto. Se echó a reír y me guiñó un ojo—. Si eres bueno, Wilf, después podrás lamerlo de la ropa.

Henry la miró con confusa aversión mientras su madre se dejaba caer en la mecedora, se subía la falda, y se la colocaba entre las piernas. Arlette vio su semblante y rio.

—No hace falta ser tan remilgado. Te he visto con Shannon Cotterie. Una brujilla, pero tiene un pelo bonito y buena figura. —Se bebió el resto del vino y eructó—. Si no la has manoseado ya es que eres tonto. Pero más vale que tengas cuidado. Con catorce no se es demasiado joven para casarse. Aquí en el centro, con catorce hasta podrías casarte con tu prima. —Soltó otra carcajada y alargó el vaso. Le serví más vino de la segunda botella.

—Padre, ya ha bebido bastante —dijo Henry con el tono de reproche de un párroco. Por encima de nuestras cabezas, las primeras estrellas se hicieron visibles, parpadeando sobre las vastas llanuras que había amado toda mi vida.

—Oh, no sé —discrepé—. In vino veritas. Eso decía Plinio el Viejo… en uno de esos libros de los que tu madre siempre se está burlando.

—El arado en la mano todo el día, la nariz metida en un libro toda la noche —dijo Arlette—. Menos cuando me mete otra cosa a .

—¡Madre!

—¡Madre! —se mofó ella, luego alzó el vaso en dirección a la granja de Harlan Cotterie, aunque se hallaba demasiado lejos para divisar las luces. Ahora que el maíz estaba crecido, no las habríamos vislumbrado ni aunque distara un par de kilómetros menos. Cuando el verano se cierne sobre Nebraska, cada granja es un barco que navega en un inmenso océano verde—. Por Shannon Cotterie y sus nuevas tetitas, y si mi hijo no sabe de qué color son sus pezones, es que es un poco lerdo.

Mi hijo no respondió a la provocación, pero lo que pude apreciar en su rostro ensombrecido regocijó al Hombre Maquinador.

Ella se volvió hacia Henry, le asió por el brazo, y vertió el vino sobre su muñeca. Haciendo caso omiso a su maullido de disgusto, mirándole a la cara con repentina severidad, dijo:

—Pero cuando estéis retozando en el maizal o detrás del establo, procura no follártela. —Cerró la mano libre en un puño, extendió el dedo medio, y luego lo usó para palparse, describiendo un círculo alrededor de su entrepierna: muslo izquierdo, muslo derecho, vientre, ombligo, vientre, y de vuelta al muslo izquierdo—. Explora cuanto gustes, y frótate con tu Johnny Mac hasta que se ponga contento y escupa, pero mantente fuera del hogar a menos que quieras quedar pillado de por vida, igual que tu mamaíta y tu papaíto.

Henry se levantó y se marchó sin mediar palabra, y no le culpo. Había sido un espectáculo de extrema vulgaridad, incluso para Arlette. Debió presenciar ante sus ojos la transmutación de su madre (una mujer difícil, pero a veces afectuosa) en una maloliente madame de burdel que está instruyendo a un joven cliente todavía verde. Esto ya era bastante malo de por sí, pero mi hijo trataba con dulzura a la chica de los Cotterie, y eso lo empeoraba. Los muchachos no pueden evitar sino poner a sus primeros amores en un pedestal, y si alguien se presenta y escupe en el altar… incluso si ese alguien resulta ser la propia madre de uno…

Oí débilmente que su puerta se cerraba de un golpe. Y un débil aunque perceptible sollozo.

—Has herido sus sentimientos —le reproché.

Arlette expresó la opinión de que los sentimientos, al igual que justicia, eran el último recurso de los peleles. Luego alargó su vaso. Lo llené, consciente de que por la mañana no recordaría ninguna de sus palabras (siempre suponiendo que aún continuara allí para saludar a un nuevo día), y que lo negaría, con vehemencia, si se lo mencionara. Ya la había visto en tal estado de embriaguez anteriormente, pero no desde hacía años.

Dimos buena cuenta de la segunda botella (más bien ella, en singular) y la mitad de la tercera antes de que su barbilla se desplomara sobre la pechera manchada de vino y empezara a roncar. A través de su así constreñida garganta, aquellos ronquidos resonaban como el gruñido de un perro malhumorado.

Le pasé el brazo alrededor de los hombros, enganché la mano bajo su axila, y la puse en pie de un tirón. Protestó en susurros y me abofeteó flojamente con una mano hedionda.

Dégame en pá. Quiero igm’a dormí.

—Y eso vas a hacer —indiqué—. Pero en tu cama, no aquí en el porche.

La guie a través de la salita, ella se tambaleaba y roncaba, con un ojo cerrado y el otro abierto con mirada adormilada. La puerta de Henry se abrió. Se quedó plantado en el umbral, con rostro inexpresivo y mucho más viejo de lo que correspondía a su edad. Asintió hacia mí. Una sola inclinación de cabeza, pero que me dijo todo cuanto necesitaba saber.

La acosté en la cama, le quité los zapatos, y la dejé allí roncando con las piernas extendidas y una mano oscilando fuera del colchón. Volví a la salita y encontré a Henry de pie junto a la radio que había comprado el año anterior por insistencia de Arlette.

—No tiene derecho a decir esas cosas de Shannon —musitó.

—Pero seguirá diciéndolas —observé yo—. Así es ella, así la hizo el Señor.

—Y no tiene derecho a apartarme de Shannon.

—Eso también lo hará —le dije—. Si se lo permitimos.

—¿No podría…, padre, no podría usted conseguir su propio abogado?

—¿Crees que algún abogado cuyos servicios pudiera contratar con el poco dinero que tengo en el banco podría hacer frente a los abogados que Farrington nos echaría encima? Ellos lo manejan todo en el condado de Hemingford; yo no manejo nada salvo una hoz para cortar heno. Quieren esas cuarenta hectáreas y ella está empeñada en que las tengan. Esta es la única manera, pero te necesito. ¿Me ayudarás?

No pronunció palabra durante un buen rato. Agachó la cabeza y advertí las lágrimas que caían de sus ojos y goteaban en la alfombra. Entonces susurró:

—Sí. Pero si tengo que mirar… no estoy seguro de que pueda…

—Hay una forma en la que puedes ayudar sin tener que mirar. Ve al cobertizo y trae un saco de arpillera.

Obedeció. Entré en la cocina y cogí su cuchillo más afilado. Cuando Henry regresó con el saco, su rostro palideció al verlo.

—¿Tiene que ser con eso? ¿No puede… con una almohada…?

—Sería demasiado lento y demasiado doloroso —contesté—. Forcejearía.

Lo aceptó como si yo hubiera matado a una docena de mujeres antes que a mi esposa y supiera de lo que hablaba. Pero no era así. Únicamente sabía que en todos mis medio planes (mis fantasías para deshacerme de ella, en otras palabras) siempre imaginé el cuchillo que en ese instante sostenía en la mano. Por tanto sería con el cuchillo. El cuchillo o nada.

Permanecimos allí, a la luz de las lámparas de queroseno (en Hemingford Home no habría otra electricidad que la proporcionada por generadores hasta 1928), mirándonos el uno al otro, el gran silencio nocturno que existe en el centro de todo quebrado únicamente por el feo sonido de sus ronquidos. Y aún concurría una tercera presencia en aquella estancia: la ineluctable voluntad de Arlette, que existía aparte de la mujer (creí intuirla entonces; ahora, ocho años más tarde, estoy seguro). Esta es una historia de fantasmas, pero el fantasma se hallaba entre nosotros antes de que la mujer a la que pertenecía muriera.

—De acuerdo, padre… Nosotros… la enviaremos al Cielo. —El rostro de Henry se iluminó ante ese pensamiento. Qué horrible se me antoja ahora, especialmente al evocar cómo acabó.

—Será rápido —aseguré. De niño y de adulto había degollado a cientos de cerdos, y así lo creía. Pero me equivocaba.

Lo narraré rápido. En las noches de insomnio, que son muchas, lo visualizo una y otra vez, cada contorsión y cada tos y cada gota de sangre, en exquisita lentitud, así que permítame que lo narre rápido.

Entramos en el dormitorio, yo delante con el cuchillo de carnicero en la mano, mi hijo con el saco de arpillera. Andábamos de puntillas, pero bien podríamos haber estado tocando címbalos y aun así no la hubiéramos despertado. Le hice una seña a Henry para que se quedara a mi derecha, junto a su cabeza. Ahora oíamos, además de los ronquidos, el tictac del reloj despertador de su mesilla de noche, y me vino a la mente un pensamiento curioso: nosotros éramos como médicos atendiendo a un paciente importante en el lecho de muerte. Pero me consta que, por norma, los médicos en tal situación no tiemblan presos del miedo y la culpa.

Por favor, que no haya mucha sangre, pensé. Que se quede toda en la saca. Todavía mejor, que mi hijo se eche atrás ahora, en el último minuto.

Pero Henry no se echó atrás. Quizá creyó que le odiaría si lo hacía; quizá se rindió a la idea de que ella iría al Cielo; quizá estaba recordando ese obsceno dedo corazón, trazando un círculo alrededor de su entrepierna. No lo sé. Solo sé que murmuró «Adiós, mamá» y le enfundó la cabeza en el saco.

Arlette resopló con un gruñido e intentó revolverse. Yo pretendía meter la mano en el saco para ejecutar mi trabajo, pero el chico se vio obligado a empujar con fuerza para sujetarla, y no fui capaz. Vi que su nariz moldeaba en la arpillera una forma semejante a la aleta de un tiburón. Vi también la expresión de pánico despuntando en el rostro de mi hijo, y supe que no resistiría por mucho tiempo.

Apoyé una rodilla en la cama y una mano sobre su hombro. Luego rajé la arpillera y la garganta debajo. Profirió un grito y entonces empezó a sacudirse seriamente. La sangre brotó a través de la abertura en el tejido. Sus manos se alzaron y azotaron el aire. Henry se retiró de la cama con un alarido, trastabillando, y entonces yo intenté sujetarla. Arlette tiró del saco chorreante y le acuchillé las manos, cortándole tres dedos hasta el hueso. Volvió a chillar, un sonido tan fino y agudo como una esquirla de hielo, y la mano cayó sobre el cubrecama y empezó a temblar. Otra cuchillada sangrante en la arpillera, y otra, y otra. Cinco cortes en total efectué antes de que me apartara de un empujón con la mano sana; luego desgarró la tela que le cubría la cara. No pudo desprenderse por completo del saco, enganchado en el pelo, y así lo lucía como una crespina.

Le había rebanado el cuello con las dos primeras cuchilladas, la primera tan profunda que expuso a la vista el cartílago de la tráquea. Con las dos últimas le grabé la mejilla y la boca; el último corte era tan profundo que esgrimía la sonrisa de un payaso. Se extendía de oreja a oreja y exhibía toda la dentadura. Dejó escapar un rugido gutural, ahogado, el sonido que podría emitir un león a la hora del almuerzo. La sangre manaba de su garganta y fluía hasta los pies del cubrecama. Recuerdo haber pensado que tenía la apariencia del vino cuando Arlette alzó su vaso hacia la última luz del día.

Intentó levantarse de la cama. Al principio me dejó anonadado, y entonces me enfurecí. Me había estado fastidiando todos los días de nuestro matrimonio, y seguía fastidiándome incluso ahora, en nuestro sangriento divorcio. Pero ¿qué otra cosa debería haber esperado?

—¡Oh, padre, deténgala! —aulló Henry—. ¡Deténgala, oh, padre, por el amor de Dios, deténgala!

Me abalancé sobre ella como un amante fogoso y la abatí sobre la almohada bañada en sangre. De las profundidades de su garganta destrozada surgieron más gruñidos discordantes. Los ojos rodaban en las órbitas, derramando lágrimas. Enrosqué la mano en su pelo, le eché la cabeza hacia atrás, y le rebané la garganta una vez más. Luego rasgué el cubrecama que sobresalía por mi lado y le envolví la cabeza, capturando todo menos el primer latido de su yugular. Mi cara recibió esa rociada, y entonces la sangre caliente empezó a gotearme de la barbilla, la nariz y las cejas.

Detrás de mí, los aullidos de Henry cesaron. Me volví y vi que Dios se había apiadado de mi hijo (suponiendo que Él no hubiera vuelto el rostro al ver en lo que andábamos metidos): se había desmayado. Mi mujer se retorcía ahora más débilmente. Por fin yació inmóvil… pero yo permanecí sobre ella, presionando con el cubrecama, ahora empapado de sangre. Me recordé que con Arlette nada había sido fácil jamás. Y acerté. Después de treinta segundos (según marcó el despertador de latón que había comprado por catálogo), sufrió otra convulsión, arqueando la espalda tan vigorosamente que casi me derribó. Móntala, vaquero, pensé. O tal vez lo pronuncié en voz alta. No me acuerdo, que Dios me asista. De todo lo demás sí, pero no de eso.

Se apaciguó. Conté otros treinta segundos de latón, y después treinta más, por precaución. En el suelo, Henry se agitó y gruñó. Empezó a incorporarse, luego pareció pensarlo mejor. Se arrastró hasta el rincón más alejado de la habitación y se acurrucó hecho un ovillo.

—¿Henry? —llamé.

Nada procedente de la forma enroscada en el rincón.

—Henry, está muerta. Está muerta y necesito ayuda.

Nada todavía.

—Henry, ya es demasiado tarde para echarse atrás. El acto está consumado. Si no quieres ir a prisión… y que tu padre vaya a la silla eléctrica…, ponte en pie y ayúdame.

Se acercó a la cama tambaleándose. El pelo le caía sobre los ojos; relucían a través de los mechones apelmazados por el sudor como los ojos de un animal oculto entre los arbustos. Se lamía los labios repetidamente.

—No pises la sangre. Tenemos mucha porquería que limpiar, más de la que hubiera deseado, pero podemos encargarnos de ello. Eso si no la esparcimos por toda la casa, claro.

—¿Tengo que mirarla? Padre, ¿tengo que mirarla?

—No. Ninguno de los dos.

La volteamos, convirtiendo el cubrecama en su sudario. En ese instante comprendí que no podríamos sacarla de la casa de esa manera; en mis medio planes y fantasías no había visualizado más que un discreto hilo de sangre estropeando el cubrecama en el lugar que cubría su garganta degollada (su garganta limpiamente degollada). No había previsto, ni siquiera considerado, la realidad: la colcha blanca era de un púrpura negruzco en la habitación en penumbra, rezumando sangre igual que una esponja hinchada rezumaría agua.

Había un edredón en el armario. No pude reprimir el breve pensamiento de lo que diría mi madre si viera el uso que le estaba dando a ese regalo de bodas que había sido bordado con amor. Lo desplegué en el suelo. Depositamos a Arlette encima y luego la enrollamos.

—Deprisa —le apremié—. Antes de que esto también empiece a gotear. No…, espera…, ve a por una lámpara.

Estuvo fuera tanto tiempo que empecé a temer que hubiera huido. Entonces vi la luz oscilando en el corto pasillo entre su dormitorio y el que compartíamos Arlette y yo. El que habíamos compartido. Pude ver las lágrimas cayendo por su rostro céreo.

—Ponla en la cómoda.

Dejó la lámpara al lado del libro que yo había estado leyendo. Calle mayor, de Sinclair Lewis. Nunca lo terminé; nunca pensé ni siquiera en terminarlo. A la luz de la lámpara señalé las salpicaduras de sangre en el suelo, y el charco junto a la cama.

—Hay más escurriéndose del edredón —observó—. Si hubiera sabido cuánta sangre tenía…

Sacudí mi almohada para quitar la funda y la ceñí sobre el extremo del edredón como un calcetín sobre una espinilla sangrante.

—Agárrala por los pies —le indiqué—. Ahora tenemos que hacer bien esta parte. Y no te vuelvas a desmayar, Henry, porque no puedo hacerlo yo solo.

—Ojalá haya sido un sueño —dijo, pero se agachó y pasó los brazos por debajo del edredón—. ¿Cree que esto podría ser un sueño, padre?

—Dentro de un año, cuando todo esto haya quedado atrás, pensaremos que lo ha sido. —Una parte de mí verdaderamente lo creía—. Rápido, ya. Antes de que la funda de la almohada empiece a gotear. O el resto del edredón.

Cargamos con ella por el pasillo, por la salita y a través de la puerta delantera como hombres que transportan una pieza de mobiliario envuelta en una manta de mudanzas. Una vez que descendimos los escalones del porche respiré un poco más aliviado; la sangre en el patio podía ocultarse con facilidad.

Henry guardó la compostura hasta que doblamos la esquina del establo y apareció a la vista el viejo pozo. Estaba cercado por estacas con el propósito de que nadie pisara por accidente la tapa de madera que lo cubría. Bajo la luz de las estrellas, aquellos maderos ofrecían un aspecto lúgubre y horrendo, y al verlos, Henry profirió un grito ahogado.

—Eso no es tumba para una ma… mad… —fue todo cuanto logró decir, y entonces cayó desmayado en la maleza que crecía junto al establo. De repente me encontré yo solo cargando con el peso muerto de mi esposa asesinada. Me planteé soltar el grotesco fardo (cuya envoltura estaba ahora retorcida y de donde asomaba la mano acuchillada) el tiempo suficiente para reanimarle. Decidí que sería más piadoso que se quedara allí tumbado. Arrastré a Arlette hasta el pozo, la deposité en el suelo, y levanté la tapa de madera. Mientras la apoyaba contra dos de las estacas, el pozo exhaló en mi cara: un hedor a agua estancada y hierbas podridas. Libré una batalla contra mi gañote y perdí. Aferrándome a dos de las estacas para mantener el equilibrio, me doblé por la cintura y vomité la cena y el poco vino que había bebido. Se produjo un sonido resonante al chocar con el agua turbia del fondo. Aquel sonido, como el pensamiento de Móntala, vaquero, ha permanecido al alcance de la mano de mi memoria durante los últimos ocho años. Me despertaré en mitad de la noche con el eco en mi mente y sentiré las astillas de las estacas clavarse en las palmas de mis manos mientras me agarro firmemente a ellas como si me fuera la vida en el empeño.

Retrocedí apartándome del pozo y tropecé con el fardo que contenía a Arlette. Caí al suelo. La mano acuchillada quedó a centímetros de mis ojos. La introduje en el edredón y la acaricié, como para reconfortarla. Henry aún yacía entre los hierbajos con la cabeza apoyada en un brazo. Parecía un muchacho durmiendo tras una extenuante jornada durante la temporada de cosecha. En el firmamento brillaban las estrellas, miles, decenas de miles. Reconocí las constelaciones (Orión, Casiopea, la Osa Mayor y la Menor) que mi padre me enseñara. En la distancia, Rex, el perro de los Cotterie, ladró una sola vez y luego calló. Esta noche no acabará nunca, recuerdo que pensé. Y era cierto. En todas las cuestiones que importan, nunca acabó.

Levanté en brazos el fardo, y entonces dio una sacudida espasmódica.

Me quedé paralizado, aguantando la respiración a pesar de los latidos atronadores de mi corazón. No es posible que haya sentido eso, pensé. Esperé a que se repitiera. O quizá a que su mano asomara sigilosamente del edredón y tratara de asirme la muñeca con sus dedos acuchillados.

No sucedió nada. Lo había imaginado. Seguramente debía de ser eso. Y así la arrojé en el pozo. Vi que el edredón se desenredaba por el extremo que no estaba sujeto por la funda de la almohada, y entonces se oyó el plaf. Mucho más fuerte que el producido por mi vómito, además, vino acompañado de un acuoso impacto. Ya sabía que la profundidad del agua no era mucha, pero había confiado en que bastara para cubrirla. Aquel ruido me confirmó que no.

Una estruendosa sirena de carcajadas comenzó a sonar a mi espalda, un sonido tan cercano a la demencia que me puso la carne de gallina desde el culo hasta la nuca. Henry se había despertado y reincorporado. No, mucho más que eso. Corría y brincaba detrás de los establos de las vacas, saludando con la mano al cielo salpicado de estrellas, y reía.

—¡Mamá al pozo va y me da igual! —canturreaba—. ¡Mamá al pozo va y me da igual, porque mi señor ya no estáaa!

Le alcancé con tres grandes zancadas y lo abofeteé con todas mis fuerzas, dejándole sangrientas marcas de dedos en una aterciopelada mejilla que todavía no había sentido el roce de una navaja.

—¡Cállate! ¡Te van a oír! Te… Idiota, ya has vuelto a alertar a ese maldito perro.

Rex ladró una, dos, tres veces. Después silencio. Aguardamos, yo asiendo a Henry por los hombros, escuchando con la cabeza ladeada. El sudor me corría por la nuca. Rex ladró una vez más, luego desistió. Si alguno de los Cotterie se levantaba, pensaría que le había estado ladrando a un mapache. O en eso confiaba.

—Entra en la casa —le sugerí—. Lo peor ya ha pasado.

—¿De verdad, padre? —Me miraba con solemnidad—. ¿De verdad?

—Sí. ¿Estás bien? ¿Te vas a volver a desmayar?

—¿Me he desmayado?

—Sí.

—Estoy bien. No…, no sé por qué me reía de esa manera. Estaba confuso. Supongo que por el alivio. ¡Se acabó!

Se le escapó una risita y se tapó la boca con las manos, como un niño que sin darse cuenta ha dicho una palabra fea delante de su abuela.

—Sí —asentí—. Se acabó. Nos quedaremos aquí. Tu madre se ha ido a Saint Louis…, o a lo mejor era Chicago…, pero nosotros nos quedaremos aquí.

—¿Ella…? —Desvió la mirada hacia el pozo y la tapa apoyada contra tres de aquellas estacas que de algún modo presentaban tan lúgubre aspecto bajo la luz de las estrellas.

—Sí, Hank, se ha ido. —Su madre detestaba oír que le llamara Hank, lo consideraba un nombre común, pero ahora ya no había nada que pudiera hacer al respecto—. Nos ha abandonado. Y claro que lo lamentamos, pero entretanto la faena no espera. Ni la escuela.

—Y podré seguir siendo… amigo de Shannon.

—Por supuesto —dije, y con el ojo de mi mente vi el dedo medio de Arlette toqueteándose alrededor de la entrepierna en un círculo lascivo—. Claro que sí. Pero si alguna vez sientes la necesidad de confesarte con Shannon…

Una expresión de terror despuntó en su rostro.

—¡Nunca jamás!

—Eso es lo que piensas ahora, y me alegro. Pero si algún día te acuciara la necesidad, recuerda esto: ella huiría de ti.

—Vaya si lo haría —musitó.

—Ahora entra en la casa y coge los dos barreños de la despensa. Un par de lecheras del establo tampoco estarían de más. Llénalos con la bomba de la cocina y saca espuma con ese jabón que guarda bajo el fregadero.

—¿Debería poner a calentar agua?

Oí a mi madre decir: «Agua fría para la sangre, Wilf. Acuérdate».

—No hace falta —respondí—. Estaré allí en cuanto coloque en su sitio la tapa del pozo.

Empezó a dar media vuelta, entonces me asió del brazo. Tenía las manos terriblemente frías.

—¡Nadie puede enterarse jamás! —me susurró con voz ronca—. ¡Nadie puede saber jamás lo que hemos hecho!

—Nadie se enterará —le aseguré, sonando mucho más audaz de lo que me sentía. Las cosas ya se habían torcido, y empezaba a comprender que cualquier acción nunca es igual que el sueño de esa acción.

—Ella no regresará, ¿verdad?

—¿Qué?

—Ella no nos rondará, ¿verdad? —Salvo que lo pronunció con esa forma de hablar propia de las zonas rurales que siempre provocaba que Arlette meneara la cabeza y pusiera los ojos en blanco. No ha sido hasta ahora, ocho años más tarde, cuando he llegado a comprender lo similar que sonó a «odiará».

—No —respondí.

Pero me equivocaba.

Miré al fondo del pozo, y aunque solo tenía seis metros de profundidad, no había luna, y lo único que distinguí fue la pálida mancha del edredón. O quizá fuera la funda de la almohada. Bajé la tapa a su sitio, la enderecé un poco, y luego me encaminé de vuelta la casa. Procuré desandar la trayectoria que habíamos seguido con nuestra terrible carga, arrastrando los pies a propósito, tratando de borrar cualquier rastro de sangre. Lo haría mejor por la mañana.

Esa noche descubrí algo que la mayoría de la gente nunca ha de aprender: el asesinato es pecado, el asesinato es condenación (de la propia mente y del espíritu, seguramente, incluso aunque los ateos tengan razón y no exista una vida más allá), pero el asesinato, además, significa trabajo. Refregamos el dormitorio hasta tener la espalda dolorida, después continuamos con el pasillo, la salita y, finalmente, el porche. Cada vez que pensábamos que habíamos terminado, uno de nosotros encontraba otra mancha. Cuando el alba empezó a iluminar el cielo en el este, Henry estaba de rodillas en el dormitorio, frotando las grietas entre las tablas del suelo, y yo hacía lo propio en la salita, examinando centímetro a centímetro la alfombra de nudo cuadrada de Arlette, en busca de esa gota de sangre solitaria que podría traicionarnos.

No había ninguna allí (tuvimos fortuna en ese sentido), pero sí junto a ella, una gota del tamaño de una moneda de diez centavos. Parecía sangre de un corte al afeitarse. La limpié, luego regresé al dormitorio para comprobar cómo se desempeñaba Henry. Tenía mejor aspecto, y yo mismo me sentía mejor. Creo que fue la llegada del día, que siempre parece disipar lo peor de nuestros terrores. Sin embargo, cuando George, nuestro gallo, lanzó el primer cacareo lozano del día, Henry pegó un salto. Después se echó a reír. Fue una risa breve, y aún se percibía algo malo en ella, pero no me aterrorizó del modo que lo hicieran sus carcajadas cuando recuperó la consciencia entre el establo y el viejo pozo para el ganado.

—Hoy no puedo ir a la escuela, padre. Estoy demasiado cansado. Y… creo que la gente me lo notaría en la cara. Sobre todo Shannon.

No había pensado en la escuela, lo cual era otra evidencia de un plan a medio concebir. El medio plan de un asno. Debería haber pospuesto el acto hasta que la escuela del condado cerrara sus puertas durante el verano. Solo habría representado esperar una semana.

—Puedes quedarte en casa hasta el lunes, y luego decir a la maestra que pillaste la gripe y que no querías contagiar al resto de la clase.

—No es la gripe, pero estoy enfermo.

Igual que yo.

Habíamos extendido una sábana limpia del armario de la ropa blanca de Arlette (aquella casa contenía demasiadas cosas suyas… pero ya no más) y apilado la ensangrentada ropa de cama encima. El colchón también estaba manchado, por supuesto, y tendría que desaparecer. Guardábamos otro, no tan bueno, en el trastero. Acarreé el fardo con toda la ropa de cama, y Henry transportó el colchón. Retornamos al pozo momentos antes de que el sol despuntara por el horizonte. El cielo amaneció completamente límpido de nubes. Iba a ser un día espléndido para el maíz.

—No puedo mirar ahí dentro, padre.

—No tienes por qué —dije, y una vez más levanté la tapa de madera. Estaba pensando que debería haberla dejado levantada desde un principio («Sé previsor, ahórrate trabajo», solía decir mi propio padre), pero sabía que nunca habría sido capaz. No después de sentir (o creer que sentía) esa última sacudida a ciegas.

Ahora se veía el fondo, y lo que vi fue horrible. Arlette había aterrizado sentada, con la espalda erguida y las piernas aplastadas bajo el cuerpo. La funda de la almohada se había rajado y descansaba en su regazo. El edredón y el cubrecama se habían soltado y estaban desplegados alrededor de sus hombros como una suerte de complicada estola. El saco de arpillera enganchado en su cabeza, que le sujetaba el pelo como una crespina, completaba el retrato: casi tenía aspecto de haberse vestido para una noche en la ciudad.

¡Sí! ¡Una noche en la ciudad! ¡Por eso estoy tan contenta! ¡Por eso estoy sonriendo de oreja a oreja! ¿Y te has fijado en lo rojo que es mi pintalabios, Wilf? Nunca había llevado este color a misa, ¿verdad? No, esta es la clase de pintalabios que se pone una mujer cuando quiere hacerle esa cosa asquerosa a su hombre. Baja, Wilf ¿por qué no? No te preocupes por la escalera, ¡tan solo salta! ¡Enséñame lo mala que quieres que sea! ¡Me hiciste una cosa asquerosa, ahora déjame que yo te la devuelva!

—¿Padre? —Henry aguardaba con el rostro vuelto hacia el establo y los hombros hundidos, como un muchacho esperando su castigo—. ¿Va todo bien?

—Sí.

Arrojé en el pozo el fardo envuelto en lino, con la esperanza de que aterrizara encima de su cuerpo y cubriera esa espantosa sonrisa exagerada, pero en cambio una caprichosa corriente lo hizo flotar hasta su regazo. Ahora parecía encontrarse sentada en una suerte de extraña y ensangrentada nube.

—¿Está tapada? ¿Está tapada, padre?

Agarré el colchón y lo impulsé dentro. Aterrizó en el agua sucia sobre un extremo, y luego cayó contra la pared circular de piedra, creando una especie de pequeño cobertizo sobre ella, ocultando por fin su cabeza ladeada y su sonrisa sanguinolenta.

—Ahora sí. —Bajé la vieja tapa de madera a su sitio, consciente de que quedaba más trabajo por delante: el pozo requeriría ser cegado. Ah, pero esa era una tarea largo tiempo aplazada, en cualquier caso. El pozo constituía un peligro, razón por cual había plantado el círculo de estacas en derredor—. Entremos en la casa a desayunar.

—¡No podría comer ni un bocado!

Sin embargo lo hizo. Ambos lo hicimos. Freí huevos, panceta y patatas, y comimos hasta el último bocado. El trabajo duro despierta él apetito. Todo el mundo sabe eso.

Henry durmió hasta bien entrada la tarde. Yo me mantuve despierto. Parte de aquellas horas las pasé en la mesa de la cocina, bebiendo una taza tras otra de café solo. Parte las pasé caminando entre el maíz, hilera arriba y abajo, escuchando el entrechocar de espadas de las hojas bajo la suave brisa. En junio, a medida que se acerca el momento de la recolección, casi da la impresión de que el maíz hable. Esto desagrada a algunas personas (y existen los necios que afirman que es el sonido del maíz realmente creciendo), pero yo siempre había encontrado reconfortante ese sosegado murmullo. Me aclaraba la mente. Ahora, sentado en esta habitación de hotel de ciudad, lo añoro. La vida de la ciudad no es vida para un hombre de campo; para tal hombre esa vida es una especie de condenación en sí misma.

La confesión, he descubierto, también es un trabajo arduo.

Caminaba, escuchaba al maíz, intentaba trazar un plan, y finalmente lo conseguí. Era necesario, y no solo por mí mismo.

Hubo un tiempo, menos de veinte años atrás, cuando un hombre en mi situación no habría tenido de qué preocuparse; en aquellos días, los asuntos de un hombre solo le incumbían a él, especialmente si se trataba de un granjero respetado: un tipo que pagaba sus impuestos, asistía a la iglesia los domingos, apoyaba al equipo de béisbol local, las Estrellas de Hemingford, y votaba a los republicanos. Pienso que, en aquellos días, acontecían toda clase de cosas en lo que llamamos «el centro». Cosas que pasaban inadvertidas y de las cuales ni mucho menos se informaba. En aquellos días, la esposa de un hombre se consideraba asunto del hombre, y si ella desaparecía, ahí concluía todo.

Pero aquellos días habían pasado, y aunque no fuera así… Subsistía la cuestión del terreno. Las cuarenta hectáreas. La compañía Farrington las quería para su maldito matadero de gorrinos, y Arlette les había inducido a creer que lo iban a conseguir. Eso significaba peligro, y peligro significaba que las fantasías y los planes a medias ya no serían suficiente.

Regresé a la casa a media tarde, cansado pero tranquilo y con la mente lúcida, por fin. Nuestras pocas vacas estaban mugiendo, olvidada su hora de ordeño matinal. Cumplí con esa tarea y luego las puse a pastar; así me desentendí hasta después de la puesta de sol, en lugar de arrearlas para su segundo ordeño tras la cena. A ellas no les importó; las vacas aceptan las cosas tal y como son. Si Arlette se hubiera parecido más a una de nuestras jefas, reflexioné, aún continuaría viva y fastidiándome con una nueva máquina lavadora del catálogo del Monkey Ward. Y probablemente se la hubiera comprado. Ella siempre terminaba convenciéndome. Salvo en lo referente a la tierra. Sobre eso debería haber sido más lista. La tierra es asunto del hombre.

Henry aún dormía. En las semanas que siguieron durmió mucho, y yo se lo permití, aunque en cualquier verano ordinario habría colmado sus días con faena una vez que la escuela hubiera acabado. Y él habría colmado sus noches visitando a los Collerie o paseando arriba y abajo por nuestro camino de tierra con Shannon, los dos tomados de la mano y observando la salida de la luna. Cuando no estuvieran besándose, claro. Albergaba la esperanza de que tan dulces pasatiempos no se hubieran visto perjudicados por lo que habíamos hecho, pero creía que habían quedado estropeados. Que yo los había estropeado. Y, por supuesto, no me equivocaba.

Barrí de mi mente tales pensamientos diciéndome que por el momento bastaba con que durmiera. Le debía otra visita al pozo, y convenía que fuera solo. Nuestra cama desnuda parecía gritar «asesinato». Me acerqué al armario y examiné su ropa. Las mujeres poseen mucha, ¿verdad? Faldas y vestidos y blusas y jerséis y otras prendas íntimas, algunas de las cuales son tan complicadas y extrañas que un hombre ni siquiera puede diferenciar cuál es la parte delantera. Deshacerme de todo constituiría un error, porque el camión continuaba aparcado en el granero y el Modelo T, bajo el olmo. Arlette se habría marchado a pie, sin llevarse más de lo que pudiera transportar a mano. ¿Por qué no había cogido el T? Porque yo le habría oído arrancarlo y habría impedido que se marchara. Eso sonaba bastante verosímil. Por tanto… una única maleta.

La llené con lo que creía que una mujer precisaría y no se atrevería a abandonar. Metí sus pocas joyas buenas y el retrato de sus padres con el marco de oro. Estuve deliberando sobre los artículos de tocador, y decidí descartar todo excepto su frasco atomizador de perfume Florient y su cepillo. Había un Testamento en su mesilla de noche, obsequio del pastor Hawkins, pero nunca la vi leerlo, de modo que lo dejé donde estaba. Sí incluí, sin embargo, el frasco de pastillas de hierro que guardaba para sus períodos mensuales.

Henry aún dormía, pero ahora se agitaba de un lado a otro, como presa de las garras de un mal sueño. Me apresuré con mis tareas tanto como pude, deseando estar en la casa para cuando despertara. Bordeé el establo en dirección al pozo, solté la maleta en el suelo, y levanté la vieja tapa astillada por tercera vez. Gracias a Dios que Henry no me acompañaba. Gracias a Dios que no presenció lo que yo presencié. Creo que le habría hecho enloquecer. Casi me hizo enloquecer a mí.

El colchón estaba desplazado a un lado. Mi primer pensamiento fue que Arlette se lo había quitado de encima antes de intentar trepar fuera del pozo. Porque seguía viva. Respiraba. O así me lo pareció en un principio. Entonces, cuando la capacidad de raciocinio empezaba a resurgir a través de mi conmoción inicial (cuando empezaba a preguntarme qué clase de aliento podría causar que el vestido de una mujer subiera y bajara no solo a la altura del pecho sino en toda su extensión, desde el escote hasta el dobladillo), la mandíbula comenzó a moverse, como si se esforzara por hablar. No fueron palabras lo que emergió de su enormemente dilatada boca, sin embargo, sino la rata que había estado mordisqueando la exquisitez de su lengua. Primero apareció la cola. Entonces la boca se abrió en un bostezo más amplio a medida que la bestia retrocedía, excavando con las garras de sus patas traseras un asidero en la barbilla de mi mujer.

La rata se dejó caer en su regazo y, como consecuencia, un enorme torrente de hermanos y hermanas suyos brotó de debajo del vestido. Una tenía algo pegado en los bigotes, un trozo de la enagua, o acaso de su piel. Les tiré la maleta encima. No lo pensé, pues mi mente rugía de repulsión y terror, simplemente actué. Aterrizó sobre las piernas. La mayoría de los roedores, quizá todos, la esquivaron con suma agilidad. Luego se precipitaron por un agujero negro redondo que estuviera tapado por el colchón (el cual debían de haber apartado con la mera fuerza de su número), y desaparecieron en un santiamén. Sabía muy bien qué era ese agujero; la boca de la tubería que había suministrado agua a los abrevaderos del establo hasta que el nivel decreció tanto que terminó resultando inútil.

El vestido se desinfló alrededor del cadáver. La falsa respiración cesó. Sin embargo, ella me miraba de hito en hito, y lo que antes pareciera la mueca de un payaso ahora semejaba el escrutinio de una gárgola. Pude ver mordeduras de rata en sus mejillas, y el lóbulo de una de sus orejas había desaparecido.

—Dios santo —musité—. Arlette, cuánto lo siento.

No acepto tus disculpas, parecía decir esa mirada. Y cuando me encuentren así, con mordeduras de rata en mi cara muerta y la enagua mordisqueada bajo mi vestido, seguro que cabalgarás sobre el rayo en Lincoln. Y la mía será la última cara que veas. Me verás cuando la electricidad te fría el hígado y prenda fuego a tu corazón, y allí estaré riéndome.

Bajé la tapa y caminé dando tumbos hasta el granero. Allí me traicionaron las piernas, y de haberme hallado al sol seguramente me habría desmayado igual que Henry la noche anterior. Sin embargo, estaba a la sombra, y tras permanecer cinco minutos sentado con la cabeza inclinada casi entre las rodillas empecé a sentirme yo mismo otra vez. Las ratas habían llegado hasta ella, ¿y qué? ¿Al final no terminan alcanzándonos a todos? ¿Las ratas y los bichos? Tarde o temprano incluso el ataúd más sólido cede y permite el paso de la vida para que se alimente de la muerte. Así funciona el mundo, y ¿qué importaba? Cuando el corazón se detiene y el cerebro se asfixia, o bien nuestros espíritus se van a alguna otra parte, o bien sencillamente se apagan. Sea como fuere, no nos encontramos allí para sentir las laceraciones a medida que nuestra carne es devorada y arrancada del hueso.

Eché a andar hacia la casa, y había alcanzado los escalones del porche cuando una idea me detuvo: ¿y qué pasaba con el espasmo? ¿Y si había estado viva cuando la arrojé en el pozo? ¿Y si ella seguía viva, paralizada, incapaz de moverse tanto como uno de sus dedos acuchillados, cuando las ratas salieron de la tubería y comenzaron con sus depredaciones? ¿Y si había sentido a la que se introdujo retorciéndose en su convenientemente dilatada boca y comenzó a…?

—No —musité—. No lo sintió porque no hubo ninguna sacudida. En ningún momento. Ya estaba muerta cuando la arrojé adentro.

—¿Padre? —llamó Henry con una voz embotada por el sueño—. Padre, ¿es usted?

—Sí.

—¿Con quién habla?

—Con nadie. Yo solo.

Entré. Lo encontré sentado a la mesa de la cocina, en camiseta y calzoncillos, con aspecto aturdido e infeliz. Su cabello, levantado en remolinos, me recordó al chiquillo que una vez fue, y cómo reía y perseguía a las gallinas por el patio con su sabueso Boo (muerto mucho tiempo atrás) pegado a los talones.

—Ojalá no lo hubiéramos hecho —dijo cuando me senté frente a él.

—Lo hecho, hecho está, y no puede deshacerse —conteste—. ¿Cuántas veces te he dicho eso, muchacho?

—Un millón, más o menos. —Agachó la cabeza por unos instantes, luego alzó la vista hacia mí. Tenía los ojos ribeteados de rojo e inyectados en sangre—. ¿Nos van a pillar? ¿Vamos a ir a la cárcel? O…

—No. Tengo un plan.

—¡También tenías un plan que no le haría daño! ¡Y mira en qué resultó!

Un prurito de abofetearle me aguijoneó la mano, obligándome a dominarla con la otra. No era momento para recriminaciones. Además, él tenía razón. Yo tenía la culpa de todo cuanto había salido mal.

Menos de las ratas, pensé. Ellas no son responsabilidad mía.

Sin embargo lo eran. Por supuesto. De no ser por mí, ella habría estado junto al fogón, preparando la cena. Probablemente porfiando una y otra vez sobre esas cuarenta hectáreas, sí, pero vivita y coleando, al bollo y no en el hoyo.

Seguro que las ratas ya están de vuelta, susurró una voz en las profundidades de mi mente. Devorándola. Se acabarán las partes buenas, las partes sabrosas, la exquisiteces, y después

Henry alargó el brazo sobre la mesa y me tocó las manos nudosas. Di un respingo.

—Lo siento —se disculpó—. Estamos juntos en esto.

Le amé por eso.

—Vamos a estar bien, Hank; si no perdemos la cabeza, estaremos bien. Ahora escúchame.

Escuchó. En cierto momento empezó a asentir. Cuando terminé, me hizo una sola pregunta: ¿cuándo íbamos a rellenar el pozo?

—Todavía no.

—¿No es arriesgado?

—Sí —respondí.