[16]

Amary avanza su peón 20. h4-h5 para atrincherar una cabeza de puente en la plaza fuerte de su rival. Continúa con ello el asedio de la línea de defensa de Tarsis, liberando su torre que no va a ser un castillo en el aire, sino una fortificación de campaña; está rematando la partida. A Tarsis le sorprende que en una posición tan complicada su adversario no haya reflexionado más. Sus defensas son inexpugnables: la escaramuza sólo es la bocanada de un agonizante.

Al llegar a Niza, Nuria, Soledad y Tarsis asentaron sus reales en la planta alta de una modesta casa de vecinos sita en Chemin de Pessicart y compuesta de tres buhardillas destartaladas y de una azotea que amenazaba ruina. Pronto transformaron el chamizo en una estancia de tres cuartos y terraza cubierta de macetas. Nuria y Soledad se ganaron la vida como mujeres de la limpieza y Tarsis como fresador. Limpio de polvo y paja embolsaban, entre los tres, un sueldo que les permitía vivir con desahogo. Y como españoles. Se alimentaban de lentejas, migas, cocidos, paellas, albóndigas o empanadillas; golosineaban con bartolillos o arroz con leche, tomaban las once, merendaban con chocolate espeso y se curaban con tila y manzanilla. Y no sólo en el comer reproducían el modelo que habían vivido, sino en el vestir y en el beber, en el hablar y hasta en el comportarse. Habían conquistado un Gibraltar español en plena Costa Azul sin problemas diplomáticos. Y no fueron los únicos. El exilio se convirtió en un archipiélago insumiso bañado por la esperanza y la melancolía, que batalló en solitario para no perder sus señas de identidad. Los mandamases del solar patrio permanecieron al margen de aquellas microscópicas numancias. Y con razón, aquella gente no era del mismo paño que ellos.

Tarsis decidió conservar algunas de las disciplinas que habían adornado su período de agapito. Vivió con Nuria y Soledad como si los tres, y no sólo él, hubieran pronunciado el voto de castidad. Los primeros días fueron de verdadero agobio. No podía menos de hacer la rueda, encabestrado, cuando, al volver del trabajo, las contemplaba. A paso de buey, fue reduciendo los asaltos del deseo que le inflamaban y comprobó una vez más, como ya había hecho en el campo de trabajo, que «el hombre es un animal de costumbres». Se habituó a aquel fogueo diario, y sobre todo nocturno del que salía siempre con las manos limpias. Eso hubiera querido: en realidad, durante su sueño, las poluciones le aliviaban a traición, y hasta le pringaban los dedos.

Los tres, durante años, casados, pero sin haber pasado por la calle de la Pasa, formaron un matrimonio raro, blanco y bígamo. No se trataba de una bigamia similitudinaria o interpretativa, sino sencillamente consentida por las tres partes. Para ellos el matrimonio no fue una cruz, sino una eterna luna de miel en la que no cesaban de comer el pan de la boda… pero sin pasar al acto.

Practicaban una vida religiosa excéntrica en la que se fue imponiendo el parecer de Soledad. Los insectos fueron invadiéndola como una plaga. Según ella, el sacrificio de Jesús equivalía al del abejorro que muere en el momento de la fecundación; y así como durante siglos los hombres comulgan con su mensaje, muchos insectos guardan el esperma de sus machos muertos para procrear con ella millones de seres vivos. Nuria, exaltada, vivía un arrebato espiritual que se podría calificar de místico «insectil». Y no insectívoro: lejos de comer arañas o termitas, en cuanto veía una de ellas, la tomaba amorosamente y le pasaba la lengua por el caparazón.

Gracias a la escasez de fresadores en la región, Tarsis consiguió inmediatamente entrar en el taller APA (Atelier de Précision Achard) que hacía prototipos para Dassault, Thomson, Ferrodo y la SNIAS Los horarios y el salario eran diferentes a los que se practicaban en Valencia, y también el escalafón. En España el orden se establecía así: aprendiz mecánico, aprendiz adelantado, operario de tercera, operario de segunda y operario de primera. En Francia había más categorías y la progresión iba, según él, a reculones: manóeuvre, OS1 (ouvrier spécialisé 1), OS2, OS3, Pl (professionnel 1), P2, P3, y para terminar con el cuadro de honor, inexistente en Valencia, el «HQ» (el obrero hautement qualifié). Un viejo compañero nostálgico le dijo un día:

—Ahora va todo tan deprisa. En mi época sólo había cuatro categorías: apprenti, petite main, petit compagnon y compagnon. Yo comencé como ebanista. El olor de la madera lo añoro. Cuando entro en una carpintería o en una ebanistería me da no sé qué… Aún guardo las herramientas que hube de comprar…

—Me han hecho firmar un papel —le dijo Tarsis—. Lo he leído por encima; se habla incluso de pena de muerte si transmito al extranjero los planos que nos dan para las piezas.

—Todos los demás lo hemos firmado también. Como si supiéramos lo que hacemos. Antes, cuando era modelador, construía una hélice, y luego la veía en el Salón del Auto. Ahora nos piden piezas complicadísimas que van a parar a la barriga de un submarino atómico o al fuselaje de un avión o al radar de un misil. Tanto hablar de tribunales militares y ya ves, los planos ruedan por el taller sin que nadie les haga el menor caso.

Tarsis, al volver del trabajo, jugaba al ajedrez por correspondencia. Sus partidas contra el ex-campeón del mundo Estrine y contra el mejor jugador francés, Bergrasser, causaron sensación y fueron publicadas y analizadas en Le Courrier des Echecs. El ritmo del juego por correspondencia le convenía: en ocasiones, cuando el adversario era extranjero, las partidas podían durar años.

Nuria y Soledad dormían en una de las tres habitaciones de que constaba el piso, Tarsis ocupaba el cuarto más pequeño, la tercera pieza les servía de cocina, despensa y comedor. La espaciosa azotea, que sólo era un zaquizamí cuando llegaron, la transformaron en un carmen. En el verano, a veces, pasaban dos horas regando el sinfín de macetas y tiestos que Nuria colocaba con un arte de acuarelista. Soledad las conocía a cada una por su nombre (que ella misma les había dado por motivos misteriosos, «africana», «Inés», «filigrana», «bragazas», «traviesa») como cuando, siendo niña, podía nombrar a todas y cada una de las dos mil y pico ovejas del rebaño de su tío con las que iban, trashumantes, desde el sur de Teruel al centro de Jaén.

La explosión de Nuria la anunciaron una serie de rarezas que Soledad y Tarsis no captaron. Probablemente subconscientemente se valía de las extravagancias para pedir auxilio. No sólo lamía el caparazón de las cucarachas sino todo lo que le rodeaba, como si se tratara de una obligación mágica que tuviera que efectuar a intervalos regulares. Nunca superiores a los quince minutos. Todos los objetos, plantas o bichos que estaban en torno de ella, eran temas para su ceremonia. Los lamía… pero también les rozaba tres veces con la yema de los dedos bendiciéndolos. Cuando el sujeto a lamiscar se hallaba en el suelo, se ponía a gatas para realizar su gesto. Al mismo tiempo, su «misticismo insectil» rezumaba gota a gota de todos y cada uno de sus actos. A Soledad y Tarsis esto les complacía; ¡estaban tan espiritualmente unidos! Sin embargo, se les atravesó un nudo en la garganta cuando la vieron en la azotea de rodillas inclinarse delante de un pichón muerto hasta tocar el pico con su lengua.

Una noche, Soledad despertó a Tarsis y le pidió que la siguiera.

—No duerme. Lleva varias horas sin pegar ojo.

Cuando Tarsis entró en el dormitorio de las amigas, se encontró a Nuria sentada sobre la cama y con los ojos abiertos.

—He soñado con San Juan Evangelista. Le decía «Juanito, cuentas gilipolleces».

—Muy bien, Nuria… duerme, ¿quieres que te hagamos una tila?

—Es mi alma, ¡se rebela contra el Evangelio!

—Estás muy nerviosa.

—Nunca estuve tan tranquila… Debería beber mis orines para purificarme.

—Cálmate, Nuria.

—Cuando Soledad me contó que estabas encerrado en el campo de trabajo, supe que pagabas por mis pecados.

—Me metieron en el campo por desertor.

—Yo fui la puta… pero tú recibiste el castigo.

—¡Duerme!

A partir de entonces, Nuria pasaba las noches en vela, rezando, leyendo o murmurando. Soledad y Tarsis la mimaban:

—Me tratáis así porque pensáis que estoy enferma. Pero mi salud es perfecta. Elías, quiero que sepas que voy a tener un hijo que será tan pequeño como un escarabajo y tan feo como un piojo. Será al mismo tiempo un Aníbal sublimado y San Juan. Se llamará Francisco, María y José. Se le conocerá como al Fernando Tercero de la Libertad.

—¡Estás tan atormentada por la falta de sueño!

—Necesito tu intuición. Tú eres yo. Mi hijo nacerá el 4 de septiembre, será un emperador, será el hombre completo del siglo: erudito, músico, arquitecto, asceta, intuitivo, razonable. Le concebiré sin necesidad de varón como la madre de Buda, que quedó encinta al ver pasar un elefante, o como la Virgen María, que quedó preñada al recibir la visita de un arcángel.

Tarsis quería socorrerla, pero Nuria ni le escuchaba. Siguió hablando como si transmitiera un mensaje urgente:

—El Diablo y Dios existen, tú lo sabes, y tú también, Soledad. Pero lo que desconocéis, es que el Mal va a invadir la tierra con armas inimaginables. Satán está ganando terreno. Habrá una guerra que será una carnicería despiadada al final de la cual, como ha dicho Juan, los vivos envidiarán a los muertos. Lo veo muy bien porque viajo en el tiempo en ascensor.

—¡Quiero que duermas!

—Todo lo que hacemos tiene un sentido. Incluso el haber sido puta en Barcelona, o el que mis labios besaran las pollas de los clientes.

—¡Cállate!

—¡Pégame! ¡Fui una puta!

—¡No grites!

—Lo que no sabes es que tú serás el que darás a luz a mi hijo… por la cabeza. En ese instante, me volveré ciega.

—¿Yo?… ¿un hombre?

—Sí… tú… por eso tienes la cabeza tan gorda. Desde la noche de los tiempos, estás preparado para encerrar en ella a mi hijo.

Nuria seguía lamiendo y bendiciendo lo que le rodeaba…, pero también comenzó a tirar por la ventana los objetos maléficos, como la hucha que tenían en la cocina. Al día siguiente, cuando Tarsis volvió del trabajo, Nuria, temblando, le anunció:

—Van a llegar los marcianos, vienen de muy lejos, han colonizado Venus. Les he visto como te veo a ti. Tienen dientes de vampiro y se alimentan de nuestros sueños. Me han dicho que tras el cataclismo nos nutriremos con mierda. El orín será el nuevo esperma, y viajaremos en el tiempo gracias a la energía del orgasmo.

Sin parar ni un instante afirmaba proposiciones que Tarsis y Soledad juzgaban originales o incongruentes, y de las que deducía conclusiones paradójicas: «El diablo nos manipula… por ello hay moscas», «Vamos a levitar… por ello dominaremos el dolor», «Fui una esclava india en otra vida… por eso los monstruos nacen en el Japón», «Lo bello se volverá feo y viceversa… por eso las termitas fabricarán cañones», «Voy a llegar a tener tu intuición… por eso hablaré desde un armario como desde un televisor».

Cada vez más exaltada, Nuria se pasaba las noches presa de un torbellino. Aseguraba que su alma estaba en el cuerpo de un gato, que iba a haber una explosión atómica, que los marcianos se querían acostar con los hombres, que miraría al Sol, que es Dios, antes de volverse ciega, que el Diablo forma parte de Dios, que San Francisco de Asís se reencarnará en Frankenstein, que ella y Soledad se volverán homosexuales como Tarsis, que el culo es el centro de la vida, que la homosexualidad será la regla del porvenir, que los gusanos se transformarán en leones, que vamos a vivir un nuevo Sodoma y Gomorra, que su corazón iba a ser apuñalado siete veces como el corazón de la Virgen, que el alma se escapa al cagar, que el pecado mayor era el de orgullo.

Tarsis tenía la impresión de asistir al naufragio de Nuria, agobiado por el dolor, pero sin poder socorrerla:

—En Barcelona, me pegabas porque lo merecía.

—No, no, estaba loco.

—Y mi cuerpo se llenaba de cardenales: ¡decías que tenía la piel tan fina! Muérdeme: hazme sangrar con tus dientes.

Nuria insistió con tal frenesí, como si fuera en ello su vida, que Tarsis se vio obligado a hacerlo. La mordió en el brazo con tanta fuerza que temió arrancarle un bocado.

—¿Has visto mi brazo? Tus dientes no han dejado la menor traza. Lo había soñado tal como ha ocurrido.

Mientras Nuria continuó su discurso sin fin, Tarsis observó el brazo de cerca, en el que en efecto no había ninguna señal de su violento y largo mordisco. Estaba emocionado y espantado:

—Piensas que estoy enferma, ¿verdad?

—No.

—No tengo derecho a decir nada contra ti porque me estás curando. Si quisieras me podrías matar. Sólo te tengo a ti… y a Soledad.

Tarsis no podía consolarla. Nuria era como una coquita de Dios indefensa y amenazada que recorriera sin reposo sus cinco dedos, pero cuyo aparato acústico no pudiera captar la voz humana.

—No toques el baúl de la cocina: está lleno de esqueletos. Son de los hombres con que me acosté cuando era puta en Barcelona.

—Olvida todo aquello.

No cesaba de hablar de su hijo, que iba a salvar a la humanidad, que iba a ser cojo, que liberaría a la mujer, que sufriría todos los dolores de los hombres, que dispondría del orgullo hijo del órgano visual, que pasaría por los campos de trabajo como Elías, que permanecería encerrado en un manicomio, que proclamaría que todos somos fragmentos de Dios, que sería la confusión total y la racionalidad absoluta, que cuando subiera al cielo tendría el tamaño de nueve veces el dedo gordo del pie, que anunciaría la verdad que está escondida entre mil errores o que lucharía contra el Diablo.

—¿Vas a dormir por fin?

—Caigo en mi alma como el cosmos cayó en el génesis, me queda tan sólo un hilo de razón para escapar a la enfermedad. Tened cuidado, voy a matarme y a mataros. No lo podré evitar.

Soledad lloró desconsoladamente. Nuria le dijo:

—Soy insensible a la piedad.

Cuando Tarsis salió de la habitación, descompuesto, Soledad le esperaba sollozando.

—¡Tenemos que salvarla!

—Es tan frágil —dijo Tarsis—, me duelen sus dolores, me angustian sus angustias.

Tarsis sufría un dolor sordo que le traspasaba. Con Soledad seguía paso a paso la evolución del mal de Nuria. Un topo implacable le iba carcomiendo el cerebro. Cada noche llegaba con su cortejo de amenazas en blanco y con la excitación de Nuria que parecía padecer de un insomnio crónico. Pasaban las noches oyéndola, con los huesos molidos, cayéndose a pedazos, mientras ella describía todo lo que iba viendo o sintiendo. Buscaron mil maneras para hacerla dormir sin resultados positivos. Tan sólo, a veces, cuando al comienzo de la noche tomaba tres ampollas de Neurostabyl, al alba, se adormecía al fin.

—Nuria, estás muy cansada, tienes qué dormir. No puedes pasar días y semanas sin pegar ojo.

—¡Tengo que rezar tanto! Además, cuando duermo, veo en sueños con toda lucidez que la vida es cíclica y que, acordándome del pasado, puedo prever el futuro. Prefiero no dormir, así no veo lo que me va a suceder. Dime, ¿quieres que haga un trabajo para ti, que analice tus partidas de ajedrez?

—Sólo quiero que duermas.

—Puedo ser puta otra vez: soy insensible. Son los demás los que sufren. Sabes, mi hijo, tras que tú lo paras por tu cabeza, meterá su miembro en los ojos de los hombres y en los oídos de las mujeres. Tú lo llevarás nueve meses en tu cabezota… aunque, claro, nueve meses pueden pasar en horas.

—¿Y cómo sabes todo esto Nuria?

—Tú me lo has dicho, Elías, ¿no te acuerdas?

—¿Cuándo?

—En tus sueños.

—¿En mis sueños?, querrás decir en tus sueños.

—No, Elías: me lo dijiste en uno de tus sueños… en forma de metáfora, pero lo comprendí muy bien.

Lo que comprendía Tarsis es que el mal de Nuria degeneraba ante su inutilidad para ayudarla. La congoja le consumía y sentía no haberle dicho antes de que desbaratara, sencillamente, lo mucho que la quería.

Durante los ocho minutos largos de reflexión, Tarsis se ha preguntado si Amary está en sus cabales: ¿qué significa su ataque de delírium tremens? Él le pone la camisa de fuerza: 20 …g6-g5. Y si continúa con sus desvaríos de hombre de lunas le va a mostrar a vuelta de ojo por dónde sale el sol.

Que el Politburó envíe un comunicado a través de la agencia Tass, sin referencia expresa al gobierno soviético y al Partido, es un procedimiento inhabitual. Se diría que los miembros del máximo organismo ruso, contagiados por la situación, han elegido dirigirse al gobierno francés, pero sobre todo a la opinión pública a la manera de los secuestradores. Es un texto enérgico, firmado por los nombres y apellidos de todos y cada uno de los miembros del directorio. Señalan así hasta qué punto personalizan el problema. Se ha terminado para ellos la paciencia y barajar. El dolor del martirio de su camarada, que sienten en sus carnes, les subleva. Anuncian que se ven obligados a tomar en consideración el ultimátum de los raptores y esgrimen el suyo: o bien la policía francesa libera a Isvoschikov, o bien bombardearán los pozos petrolíferos de Arabia Saudita. Los expertos toman muy en serio la amenaza soviética, opinan que se ha creado una situación inextricable con las peores amenazas para la paz mundial. Para Tarsis es una posición de zugrwang que maloculta la estrategia de su adversario.

Amary corrige el rumbo de su abordaje: 21. Df4-g3. El ala Rey de su rival hace agua y a punto ha estado de hundiría: el sacrificio de Caballo en g5 que, en su momento, le hará zozobrar, aún no era posible a causa del jaque intermedio en a5. El plan de Tarsis es como una embarcación sin gobierno que se va al garete irremediablemente.

Pero para éste, la obstinación de Amary escolla su juego sin remisión. Sólo tiene que evitar el jaque continuo que permitiría a su rival arribar a puerto de claridad, para ello tranquilamente navegará tomando la estrella. Las estrellas las verá Amary.

La visión de una gabardina puede conducir al ser humano al vértigo o al furor. La de Amary provocó además a De Kerguelen el deseo de dimitir o de aceptar un contrato de investigador en el Ejército. La prenda estaba colgada de un perchero del Laboratorio de Genética Molecular. De su laboratorio, Amary se había instalado ya conquistando de entrada su cuelgacapas. Por primera vez, percibió que la ropa de su «secretario de Comité» olía a asesino que apestaba. Y a sanguijuela. Y a aprovechón. Respirando por la herida, descubrió lo que no había observado durante años; el laboratorio estaba formado por habitaciones pequeñas y tristes apelotonadas en el tercer piso de una torre chata y siniestra, como las sesenta y tantas más que contaba la Facultad de Ciencias, creando, cada cuatro, pequeños patios carcelarios. Se asomó a la ventana y comprobó que la planta alta que le rodeaba estaba protegida por alambradas. No era cierto, su desánimo le trabó la vista. Aunque quizás ésta era la intención del arquitecto, al que debió soplarle la musa en Alcatraz o Carabanchel.

Al despacho donde se hacían las reuniones de trabajo, se le conocía por «la casa de citas». Y con razón, pensó. Todos eran unas solemnes putas. A comenzar por su patrón, que con tanta obsequiosidad le estaba mostrando a Amary su artillería. Como un gallo, alzando la cresta, le enseñaba la joya de su láser «que logra impulsos de 10 pico-segundos». Tenía la impresión de que hurgaban en su bragueta o leían su diario íntimo de adolescente. Amary contemplaba los aparatos con desdén. El Spektralphontes Dmrio Zeiss, ni se dignó mirarlo. ¿Cómo es que su patrón no comprendía que despreciaba el esfuerzo que habían realizado los miembros del equipo para adaptar aquellos ingenios tan sofisticados a la investigación del código genético? Él recogería los datos que los biofísicos fenomenólogos, la chusma, rompiéndose la cabeza y arrimando el hombro, irían extrayendo de los aparatos. El aristócrata piensa, planea, decide y saca las conclusiones. Aborrecía a Amary cada vez más a cada paso que daba durante su visita de cumplido.

—Con esta centrifugadora, que se ha construido siguiendo nuestros planes, se llega a una velocidad de 60.000 vueltas por minuto. En ella tratamos las bacterias del virus E. Coli.

¡Qué moños se ponía su patrón! No cabía en su pellejo ni sus aparatos en este mundo: «sus» pantallas, «sus» cámaras frías, «sus» 260 manómetros que seleccionan el rayo de luz determinado… Hablaba a chorros poniendo paño al pulpito. ¡Qué iluso! Como si Amary pudiera interesarse al sermón ajeno. Amary, sin quitarse sus guantes blancos, sin arriesgar a que un virus E. Coli aventurero le saltara a la retina, o un circuito aún no enfriado le quemara la yema de los dedos, haría una síntesis de las estadísticas y de las informaciones que las abejas obreras libarán siguiendo su dictado. Y a paso de carga, encontraría la «palabra mágica» que durante años toda la colmena había buscado.

[A “el Niño” el código genético le entusiasmaba, ante la sorpresa de «el maestro». Se pasaba la noche hablando a través de la chimenea con “Mosquito”. “Mosquito” era un rinoceronte al que no había manera de sacarle del sótano donde, según él, vivía como un marqués. Era un pozo de ciencia en materia de código genético. Se había creado una “biblioteca” impresionante detrás de la caldera de la calefacción.

—¿Qué es la «biblioteca»?

«Mickey» ni siquiera sabía que la «biblioteca» era el conjunto de secuencias de ADN. «Mosquito» tenía una memoria de elefante a pesar de ser tan sólo rinoceronte, y era capaz de recitar de carretilla las bases de todas las secuencias repertoriadas hasta hoy.

Los «tres cóndores» también disponían de una «biblioteca» de primer orden: las secuencias, las anotaban de cualquier manera en los márgenes de sus cartas de fulleros de póker. Eso creía «el maestro».

—El ADN —le explicaba «el Niño» a «Doña Rosita»— está formado como dos escaleras de caracol enlazadas por dos hilos que se enroscan y que llevan escalones. Cada uno es una base. Sólo pueden ser A o T, G o C.

La serpiente ni siquiera sabía que estas bases salteadas y repetidas interminablemente creaban la secuencia. Y que el repertorio de las secuencias conocidas se llama la «biblioteca». A «Doña Rosita» lo único que le preocupaba era no perderse los programas de ópera radiadas por France-Musique y fumar sus horribles toscanos verdes.

—El código genético del ADN es toda la información que tiene la célula. Gracias a ella, sabe reproducirse, alimentarse y… matar.

—¿Matar a su madre? —preguntó «Teresa» sólo para molestar a «el maestro».

—¿Y tiene información pornográfica? —preguntó «Mickey» haciéndose el gracioso.

Estaban desatados. El código genético les divertía más que jugar a justicias y ladrones, o al escondecucas.

—Cada uno de los dos hilos del ADN de la célula más diminuta mide más de un metro; ¡tan enroscado está! —dijo «el Niño.» Y «Teresa», con voz de Marylin, susurró:

—Pídele al rinoceronte que nos envíe virutas de su cuerno para hacer bebidas afrodisíacas.

¡Pena perdida! ¡Con lo orgulloso que era «Mosquito»! No permitía que nadie le raspara su cuerno; por la noche, lo envolvía en una funda de gamuza.

—Basta ya de ordinarieces —gritó «el maestro» descompuesto—. Tú, «Mosquito», si no te callas, te envío un arpón por la chimenea.

Se oyó la risa sardónica del rinoceronte. Imitaba a Louis Armstrong a las mil maravillas. Además era maoísta y conocía su resistencia, no en balde su ídolo había declarado durante la larga marcha: «La historia es como la piel de un rinoceronte; las matanzas o los desastres sólo son como picaduras de mosquito en su caparazón…» «Arponcitos a mí»… Era como para morirse de risa.]

De Kerguelen sabía que su patrón soñaba ya con el artículo que iba a escribir Amary…, que, como está mandado, firmarían todos los miembros del laboratorio. Un texto que llamaría la atención por su rigor y por su invención… y adiós las vacas flacas del laboratorio, o los encargos del CNRS a cuentagotas y las subvenciones mezquinas. Accedería a los opulentos contratos del DGRST que sólo se conceden por esnobismo y compadreo… y ¿por qué no? ¡El Premio Nobel! De Kerguelen escupió con rabia.

Amary, a la una, cuando los demás se fueron a comer, vino a su despacho. De Kerguelen estaba decidido a notificarle que ya no formaba parte del Comité, que el terror rojo, negro o de color chocolate le traía sin cuidado, que lo único que no estaba dispuesto a tolerar, es que le ridiculizara apropiándose de su trabajo de investigador. Amary comenzó así:

—Para ti y para mí, el laboratorio del CNRS y nuestros trabajos como investigadores son vitales para nuestra seguridad; gracias a ellos, disponemos de la mejor coartada frente a la policía. Paralelamente, como marxistas, sin dejarnos impresionar por las reprobaciones de nuestros colegas de «izquierda», debemos preparar gracias a las transformaciones genéticas al hombre de la nueva sociedad.

—¿Te refieres a las manipulaciones genéticas?

—¿Qué persona razonable se negaría a realizarlas si, como se puede suponer, conducirán a la creación del hombre marxista?

—Todos los investigadores con dos dedos de ética…

—De ética burguesa al servicio de la clase dominante.

Hablaba como los «científicos» fascistas. ¿Se había vuelto loco? Iba a decirle que se largara, que no quería verle más, cuando tuvo la impresión de que le leía el pensamiento:

—Enver Hoxha dijo: «Tito merece un salivazo en la frente, un puñetazo en las narices y una bala en el pecho». Hace años que formamos un grupo clandestino. Estamos ligados. Nos jugamos la vida.

—No estamos en Albania.

—De Kerguelen, es posible que estés atravesando una crisis. La tendremos en cuenta. No olvides que toda la información sobre el grupo está entre tus manos.

—¿Crees que voy a traicionaros?

Pronto supo, por la prensa, que estaba al margen del Comité… aunque no le habían devuelto su libertad. Ni siquiera le informaron de la bomba que pusieron en la Agencia France-Press, ni del cohete que lanzaron contra el Palacio de Justicia de París, ni del asesinato del director del First National City Bank. Se dio cuenta de pronto que ni se atrevía a decirle a Amary lo que pensaba de él, ni osaba abandonar definitivamente al Comité.

[«El niño» tenía alborotado al cortijo con el código genético. Se divertían con él más que haciendo títeres. Sobre la alfombra, hacían un juego de construcción que llamaban el ADN. Los dos brazos eran dos cintas que estaban enroscadas formando dos escaleras de caracol en torno a «Doña Rosita». Las cuatro bases A,T,G, y C, eran Alubias, Tachuelas, Garbanzos y Cacahuetes. Les iban pegando sobre la cinta respetando el orden interminable de una secuencia. Todos sabían que, frente a una Alubia, necesariamente había que pegar una Tachuela —y viceversa— así como el Cacahuete siempre estaba cara a cara con un Garbanzo. A «el maestro», le toreaban. «Teresa» jugaba con ellos para chotearse de su orden de permanencia en la alacena. «Doña Rosita», por su parte, también había abandonado su radiador donde «el maestro» la tenía encerrada, como la cosa más natural; los «tres cóndores» habían atravesado la ventana como si tuvieran derecho a ello.

A «el maestro» le entraron ganas de pisotear el ridículo mecano. «Mickey» se acercó a él y desde sus cinco centímetros y pico le miró de hito en hito como si fuera el jalifa de la casa:

—No se te ocurra tocar nuestra ADN… «Él»…

No dijo más. Sabía que ante esta amenaza, a «el maestro» se le encogía el ombligo.

Todos hablaban al mismo tiempo en medio de un guirigay desconcertante. Sólo el vozarrón de «Mosquito», a través de la chimenea, imponía de vez en cuando unos instantes de silencio. «El maestro», ostensiblemente, se metió dos tapones de algodón en los oídos y se puso a leer Pekín informa… pero en realidad se moría de curiosidad por saber adónde iban a parar.

«Mickey» no comprendía gran cosa del código genético (a él no había que sacarle de las partículas elementales, en las que era un águila); dio su punto de vista. No podía ser más razonable, se dijo «el maestro»:

—¿Cómo queréis sin una computadora conseguir «la palabra mágica»?

«El niño» le replicó:

—No comprendes nada. La «palabra mágica» es un error de los investigadores. Intentan encontrar un orden lógico entre las bases de la cinta; nosotros hemos descubierto la razón de este orden. La regla.

«El maestro» se quitó los tapones de los oídos y se encaró con «el Niño»:

—¿Te refieres a mí? ¿Me tomas el pelo? ¿Soy yo el investigador que hace errores?

Le ponía en solfa en presencia de todos. «El niño» le explicó la regla tal y como la habían descubierto. Quedó patidifuso. Aquello era el colmo, aquel tipejo asesino había sido capaz de… Incluso la puta de «Teresa» y la serpiente de «Doña Rosita» estaban al corriente ya de lo que hacía varias semanas él estaba buscando sin éxito y con ayuda de todos los informes del laboratorio. Estaba fuera de sí.

—Me voy para siempre.

Una promesa más de borracho, se dijeron «los demás».

«El maestro» se fue a dormir con «el loco». Le contó la humillación que había sufrido… Pero «el loco» tuvo que confesarle la verdad, no sabía mentir, estaba demasiado majareta para hacerlo: él también había descubierto la regla de la secuencia.

—¿Tú?

—Sí… ¡Yo!

—¿Cómo?

—Con el rollo de papel higiénico.

—¿Te ríes de mí tú también?

—Me fabriqué con él una secuencia, fui anotando en los bordes la serie de bases A,T,G, y C… hasta que me di cuenta de cómo y por qué iban en este orden…]

En servicio de la revolución, De Kerguelen había colocado varias bombas en su vida, pero la que más le sacudió y conmovió, no tenía carga ni detonador; era un artículo de veinte páginas lleno de croquis, titulado: Análisis de los signos de organización genéticos: Estructura y Dinámica del genoma y de los problemas de estabilidad de el ADN.

Lo leyó en cinco minutos y lo volvió a leer. La investigación científica ¡qué farsa! Su nombre, el de su patrón y el de Ernest Byrrh figuraban con el de Amary como autores del texto…, según las hipócritas normas de la cortesía científica que exigen que figuren los miembros del laboratorio al pie de toda comunicación. Pero si los profanos podían confundirse, los feligreses sabían muy bien que Amary era el autor único y exclusivo… y que los demás, como suele ocurrir, se enteraron del contenido del artículo al corregir las segundas galeradas.

Y lo peor de todo: ¡la tesis de Amary era irrefutable!

Comenzaba su demostración con una evidencia: las parejas de bases «A.T.» y «T.A.» están unidas por dos electrodos y las G-C y C-G por tres. Deducía de ello que las primeras eran menos estables que las segundas.

¿Cómo es —se decía De Kerguelen— que ninguno de los investigadores haya dado importancia a esta propiedad? ¿Cómo es que él mismo dejó pasar una certidumbre tan significativa? Quizás porque le pareció una verdad de perogrullo.

Un bárbaro, un asesino, un robot había abordado el problema de manera diferente. No estaba obnubilado por el desorden aparente en que se presentaban las secuencias A,T,G,C y no quiso nunca buscar la «palabra mágica» que diera la pista, como él y todos sus colegas habían hecho… Le aborrecía. No había dado en el blanco por talento sino por falta de respeto al trabajo de los demás y por egoísmo rayano en la paranoia. Por total ausencia de generosidad.

«Una secuencia rica en A y T (es decir, no estable) tiene una significación biológica…»

¡Cabrito, maricón, hijo puta! Y además tenía razón: la serie de bases A,T,G,C, del ADN, no había que leerla como si se tratara de onomatopeyas sin puntuación… sino como el libro abierto de la organización biológica.

¡Toda su vida de investigador destruida! La «palabra mágica» enterrada para siempre… Toda su labor de años ridiculizada por un novato sin prejuicios, sin escrúpulos… de hielo.

El texto terminaba con una revelación que iba a cambiar el universo de la biología molecular: demostraba Amary que la transcripción, es decir, la transformación del informe sin brazos (el código genético del ADN) en brazos que van a trabajar y a producir, por ejemplo proteínas, se realiza siempre en períodos de baja estabilidad, es decir, ricos en bases «A» y «T».

De Kerguelen abrió la ventana y furiosamente arrojó el artículo. Las veinte páginas levantaron el vuelo, batieron las alas, se separaron revoloteando en la altura, se inmovilizaron un instante y comenzaron a caer lentamente planeando, atraídas por la chata cúpula de la gigantesca computadora que ocupaba todo el patio, entre las cuatro bajas torres; las fue devorando, aspiradas por una de sus largas rejillas.

—Carne de robot —se dijo—. Y aunque era bretón y no había pisado España en su vida, le venía a las mentes una frase de romántico español: «Más vale morir con honra que vivir con vilipendio».

Amary no comprendió que De Kerguelen, tras su artículo, estaba decidido a sacrificar su vida, si fuera necesario, para destruirle a él y a su Comité.

Tarsis avanza su tercer defensor: 21 …f7-f5: su ala de Rey descongestionada le va a hacer tragar quina a su rival. Y Amary sólo dispone de mejunjes y potingues, cuando lo que necesitaría para recobrar la salud es un kilo de LSD.