Irracional… es lo que parecería a todos la opinión de Tarsis si la conocieran: está convencido de que Amary ha raptado a Isvoschikov. Es el último acto —se dice— de una larga lista de atropellos. Detrás de los textos de los secuestradores en defensa del proletariado que publican los periódicos, adivina el sistema de reflexión de su adversario.
Precisamente el mundo proletario, Tarsis iba a conocerlo por la base. A los catorce años, hizo el viaje Madrid-Barcelona, casi confortablemente, escondido en un vagón de mercancías. Al llegar a la capital catalana, pasó tres rudas noches dormisqueando en la estación de Francia, y tres días en los que se sustentó con los desperdicios que encontraba por los mercados. En su cuarto día de fuga, topó con un anuncio en la calle Baños Viejos del centro de la ciudad, que decía: «SE BUSCA APRENDIZ». Fue admitido —a cala y a prueba— en un taller de orfebrería de la calle, situado en una habitación alquilada de un tercer piso; el acuerdo verbal entre el patrón —uno de los tres obradores que en él trabajaban— y él, nada tuvo que ver con lo que hoy se conoce por «contrato laboral».
Su primer trabajo consistió en llenar de agua los botijos, barrer el taller y limpiar las máquinas. Se esmeró. Una semana después, se le encomendó ya una misión de confianza; hacer los recados con una bolsita de cuero en el pecho colgada de su cuello por una cuerda: llevaba y traía las joyas del taller (rubíes, brillantes, ágatas, zafiros, y otras piedras) a los artesanos que trabajaban con el taller: los clavadores que hincaban las piedras en la joya, los cinceladores que hacían los grabados artísticos, las pulidoras que daban brillo; los cortadores de piedras que serraban con precisión, los grabadores que realizaban el dibujo de las joyas o la casa de baños donde se daba el barniz de oro o de plata. También mostraba a los clientes los modelos que su jefe ideaba y dibujaba en láminas de cartón. Como los modestos compradores también tenían sus gustos y pareceres, para determinar la forma de una joya, cada modificación le obligaba a una nueva caminata.
Todo el gremio de la joyería vivía por aquellos tiempos en el centro de Barcelona, en cuchitriles, la mayoría de las veces cochambrosos, o habitaciones alquiladas en las calles Petritxol, Baños Viejos o Boquería. No era raro que el artesano independiente dispusiera tan sólo de un cuartucho en el que la cama turca ceñía el tallercito: un pupitre con unos cajones en los que guardaba las herramientas y alguna foto «francesa». Los diversos oficios los practicaban hombres, salvo el pulido que siempre fue reservado a las mujeres; estas «pulidoras» hacían soñar a todo el gremio que las imaginaba, solteras, jóvenes, hermosas, viciosas y con manos de hadas, con las que frotaban y frotaban como odaliscas hasta la eternidad o el delirio.
Paso a paso, sin precipitación pero con derechura, el patrón le fue permitiendo pequeñas labores fáciles para que se fuera haciendo la mano durante lo que se podía llamar su pupilaje: así comenzó primero a soldar cadenas rotas, después a hacer sencillas reparaciones, y por fin, a serrar broches o anillos. Esta última operación se ejecutaba con una pequeña sierra que se rompía con suma facilidad. A Tarsis, un mal día, se le partió la serrezuela; dos cabos de la hoja se le hincaron en los dedos pulgar y mayor. Como era un accidente frecuente, el taller disponía para curar a la víctima de un baño de ácido, que no sólo servía para limpiar el polvillo negro de las soldaduras, sino que se utilizaba como mano de santo para cortar la efusión de sangre y cicatrizar las heridas que provocaban los serruchos. Taráis llamó la atención por el alarido extraordinario que lanzó, tan fuerte y doloroso que el patrón y los dos obradores temieron que le diera un ataque. A Elías Tarsis, se le apareció la figura del «francés» y temblando balbuceó:
—¡No soporto el dolor!
Vivía en régimen de pensión completa, en el piso de una viuda que trabajaba como sirvienta, y que tenía un hijo sordomudo algo mayor que él. Su trabajo no le disgustaba y apreció el crédito que le había brindado el patrón a la semana de su entrada en el taller, al confiarle las piedras preciosas. Patrones y obradores, por entonces, no enseñaban al aprendiz el oficio. Esta ausencia de instrucción le complacía a Tarsis, que parecía ahondar la diferencia entre enseñar y aprender. Se iba formando gracias a sus dotes de observación. Cuando por su cuenta comenzó a realizar sencillos trabajos, ya de obrador, con plata (el oro era demasiado costoso para confiarlo a un principiante), mostró rápidamente su pericia. Cada paso era una conquista, y cuando tuvo acceso al oro, no pudo reprimir un aire triunfante: imaginó que su padre le observaba feliz.
Pronto adquirió los gestos del trabajador del gremio: se cepillaba con pinceles tras el trabajo para recuperar todo el polvo de oro que hubiera podido quedar adherido a su bata de trabajo y se lavaba con cuidado las manos para que el filtro recogiera las últimas partículas que quedaban incrustadas entre sus uñas. (Los recuperadores compraban estos filtros y lograban separar la roña del oro.) Aunque el taller nada tenía de majestuoso, Tarsis sintió un júbilo irracional al tocar el oro… como quizás sólo experimentaban aquellos hombres que varios siglos antes habían tratado de descubrir la piedra filosofal.
Todo en su trabajo le parecía sugestivo, y hubiera dicho mágico, si la palabra le hubiera sido más familiar. Siempre con arrobo veía fundir el oro en los pequeños cubitos de arcilla gracias a una llamita de gas. El soplete del gas ocasionó algunos accidentes entre los aprendices de otros talleres, algunos de los cuales fueron conducidos medio asfixiados a las casas de socorro. Tarsis, sin embargo, desde el primer momento, mantenía en la boca el tubo de goma del gas sin aspirar nunca los venenosos efluvios, y soplaba con mimo, a fin de regular con exactitud la altura de la llama. Al terminar su primer año en el taller, se hizo imprimir unas tarjetas que decían:
Moltes felicitats
moltes prosperitats
vos desitja
l’aprenent
que treballa
molt diligent.
Las repartió entre los clientes y artesanos, y como el texto cayó en gracia —sobre todo porque estaba escrito en catalán por un muchacho que pasaba por madrileño— recibió aguinaldos generosos. Gracias a ellos, pudo comprarse las herramientas que le faltaban. Aprendices y obradores debían adquirir por su cuenta sus propios trebejos (sierras, tenazas, aparatos de medida); no podían utilizar las del compañero, que no estaban adaptadas a sus propias maneras de tomarlas, de inclinarlas, de apoyarlas. Pronto consiguió la autorización de estirar las hebras de oro para hacer anillos; con infinitas precauciones, tomaba la medida, cortaba la hebra, y le daba la forma, redondeándola con un mazo de madera antes de que fuera enviada a la pulidora para que la rematara. Prefería esta labor en la que sólo trabajaba con oro a la de realizar broches a partir de un dibujo. Su patrón, un hombre avaro de palabras y parco en efusiones, un día le dijo una frase que le proporcionó una satisfacción mucho más intensa que la que tuvo al conseguir el título de superdotado (y con razón).
—¡Vas a ser un obrero de categoría!
Un año después era el encargado de apreciar el oro determinando el número de quilates de cada pieza. Aunque la técnica era sencilla, la evaluación de los resultados sólo se podía realizar gracias al instinto: tras haber frotado el oro contra la piedra negra, se le echaba unas gotas de ácido. Se calculaban los quilates por la relación que existía entre el color que aparecía con el amarillo. Esta habilidad de graduar, a la que Tarsis no dio importancia, pasmó a sus compañeros. No le parecía más sorprendente que el que él y los dos obradores no utilizaran para trabajar la lupa que usaba su patrón.
No escribió nunca a su tía Paloma ni volvió a leer tebeos. Con el hijo de su patrona jugaba los domingos por las mañanas en el equipo de sordomudos de Barcelona que figuraba en División de Honor del Campeonato de Cataluña de Aficionados. Actuaba como interior derecha y era el único oyente del equipo. El árbitro, en aquellos encuentros, no utilizaba un silbato, sino un gran pañuelo blanco. Cuando un club profesional —el Español— quiso ficharle para su equipo juvenil, abandonó el fútbol por completo. No era para menos.
Amary en su tercera jugada avanza el caballo de Dama (3. Cb1-c3) manteniendo la presión sobre el centro. Coloca este caballo, como es su costumbre, hacia él: para que le mire… o le adore… o para que dé a su rival coces en la cara. Pero Tarsis está ausente en su salón de descanso observando quizás entre los brazos de su enorme Cristo, gracias al televisor del circuito cerrado, la maniobra de Amary.
En los talleres de orfebrería y en todos los obradores del gremio, el tema favorito de conversación era «la mujer».
Un trimestre después de su llegada a Barcelona, y en compañía de un operador de su taller, Antoni Puig, Tarsis visitó por vez primera una casa de putas: «El sombrero de copa» , sito no lejos del lugar donde Picasso en 1907 topó con las modelos de su cuadro Las putas de la calle Aviñón, inacabada sinfonía que pasaría a la historia del cubismo y de la gazmoñería con el título de Les demoiselles d’Avignon. Como representaba más edad de la que realmente tenía, no le fue difícil franquear la puerta donde un portero mal encarado solía pedir el carné de identidad a los más jóvenes, para no dejar pasar a los menores. Aquella primera visita la saboreó con tanto regalo, y al mismo tiempo le apesadumbró con tanta desazón que, como cierta primera dosis de cocaína que agarrota al que la toma, le cambió la vida. El lugar era —en su opinión— la gloria y el abismo donde gozaba entre tinieblas o sufría sin consuelo. Y sobre todo una droga de la que pronto no pudo prescindir: le sorprendía que hubiera podido vivir antes sin ella. Rápidamente aprendió que el «paraíso» y la «perdición» tenían varías estaciones. En efecto, a las pocas semanas ya, en compañía de su compañero Puig, la exploración se había convertido en romería cotidiana, tan prodigiosa e infame como fatal según él. Cada noche el periplo solía comenzar en la calle de las Tapias, donde estaban las putas más cachondas y chistosas, pasaba por la carretera de Sarriá, donde oficiaban las más finas y caras, y podía terminar en la Tierra Negra, detrás del parque de la Ciudadela, donde por menos de un duro la virtuosa meneaba al parroquiano, mientras éste, para mejorar y enaltecer el transporte, encajonaba su mano derecha en la entrepierna de su samaritana mientras que con la izquierda le sobaba los pezones; luego se limpiaban frotándose contra la pared.
Cada uno de los lupanares disponía de un gran salón que abría sobre un escenario delimitado por un cordón para separar al personal de las artistas. Las había que bromeaban con picardía y descaro, otras simple pero no inocentemente se movían para desplegar con primor todos sus encantos, pero las más victoriosas eran las psicólogas que con chabacanería se mofaban de los mirones. Unas iban vestidas de calle, otras cubrían sus desnudeces con dos toallitas, mientras que las más salerosas sólo llevaban braguitas y sostén. A ninguna se le ocurrió nunca la insensatez de aparecer desnuda. Se pagaba por adelantado a una alcahueta, que, de espaldas a la tribuna, se pasaba la noche leyendo vidas de santos. Estas sacristanas entregaban al cliente el sésamo-ábrete (una chapa de cobre de 60 cm de diámetro) tras el abono del socorro. Para evitar debates la mayoría de estos templos disponía de pasquines aparentes, en los que las bases del contrato estaban claramente expuestos: «Polvo, tanto. Francés, cuanto». Cada chapa sólo daba derecho a un servicio que terminaba inexorablemente a la primera riada. Y en ocasiones sucedía que el consumidor insaciable y menesteroso tras su primer chubasco, en el colmo de la exacerbación tenía que rematar la faena, solo, en los excusados.
Los expertos, que formaban legión, sin celos, glosaban las virtudes de las ejecutantes y aconsejaban a los noveles con misericordia:
—La de la blusa transparente lo hace como un tren y se traga todo el humo.
—Cuidado con la chata, tiene unos dientes fatales para la maniobra.
—La pelirroja mientras te toca la flauta te hace un repaso a la aduana.
Los miércoles a las dos de la madrugada, Tarsis y su amigo Puig asistían a la sesión cinematográfica del Principal Palacio especialmente dedicada a buscones, protectores y otros autorizados miembros del hampa barcelonesa. (La función era conocida por el nombre de «las golfas».) El interés de la película no superaba casi nunca el de las morcillas en alta voz que con gracejo brotaba de aquella sala repleta de calientacamas y tercerones.
Paralelamente a esta errancia nocturna en torno a la fornicación sin rostro humano, Puig, el compañero de Tarsis, rondaba durante el día alrededor de una vecina por la que suspiraba, pero a la que no se atrevía a declararse. Una mañana de domingo, Tarsis, tras su partido con los sordomudos, a conciencia, le emborrachó con chinchón seco para que dejara de hacer el oso y pidiera la mano de la muchacha en la que tenía puestos todos sus sentidos. O casi todos.
Tras el descubrimiento de la noche, sus delicias y sus pesadillas, Tarsis pasaba los días recordando su itinerario de casa en casa, en las que casi siempre tan sólo se detenía como mirón. Soñaba despierto durante su trabajo, y los delirios se repetían como una obsesión:
«… en las escaleras le meto mano por detrás, palpo su granada, la tiro al suelo, se la meto sin quitarle las bragas, me besa, tiene la lengua caliente y espesa, huele a jazmín, mi boca se llena de lefa, un torrente, llegamos al desván, envuelve mi polla con sus labios, con su lengua, me aspira, sin dientes ni escamas, con pétalos, planta sus pechos sobre mi boca, los chupo, los rocío de saliva y de espuma, la acaricio, tiemblo, lleno su boca de campanillas, de burbujas, las traga lentamente para no perder ni una gota, dentelleo, me besa por detrás, hiervo, mete su lengua en mi culo, veo las estrellas, tengo escalofríos, quiero morderla, triturarla, destrozarla, besarla, consolarla, oigo trompetas, se declara un incendio, las llamas la iluminan, sudo, la monto por detrás, siento sus piernas, finas, blancas, junto a mis cojones, cada vez tengo más ganas, me pica todo, mi sangre se llena de avispas, la veo en el metro, le levanto las faldas, le clavo la polla hasta su corazón, la gente nos mira, ella se deja como si soñara, entre las olas, en el estrépito de los túneles, las vecinas me acarician, las jodo una tras otra, el vagón marca el compás, todas me lamen entre las piernas, el culo, los cojones, la polla, se frotan a mis manos, a mis puños, a mis codos, a mis rodillas, voy a agonizar, mi tuétano se inflama, ardo por dentro, me chupan los dedos de los pies, me instalan en una rueda, una tras otra entran en mi polla, mi crisma se rompe, mi vientre no obedece, tiembla solo, me besan una tras otra tiritando con los labios húmedos, frenéticos, cientos de mujeres, miles de mujeres, millones de mujeres como arcángeles…»
Sus delirios concluían a menudo con la imagen de Dios mientras la constante erección le causaba un dolor insoportable.
Tarsis no acepta el gambito de Dama que le propone su rival y juega 3. … Af8-e7 con aparente descuido. Amary anuncia «J’adoube», con voz firme, a los árbitros, y acto seguido desplaza unos milímetros el Alfil que, en efecto, Tarsis no había colocado en el centro de la casilla. Con ello, en su opinión, le da una lección irrecusable.