[1]

Elías Tarsis no levanta la mirada, gracias a ello sus ojos no chocan con los del «robot implacable» que tiene frente a él. Si lo hiciera no podría reprimir el impulso de arrojar a su cara empedrada el tablero y las piezas de ajedrez.

—Huele a asesino que apesta. Llevo ya dos meses soportando este tufo. Es un criminal… podría probarlo.

Claro que podría demostrarlo, pero ¿quién le escucharía? ¿A quién le interesaría verificar las pruebas indiscutibles —según él— que ha acumulado durante un año? En realidad, ambiciona, más que acusar y condenar a Marc Amary, vengarse de él. Por culpa de esta máquina inexorable, de este autómata de sangre y vileza ha sufrido la pena más negra. Cuando la recuerda siente como si una ampolla de mercurio incandescente se paseara de su corazón a su cerebro y de su cerebro a su corazón. Comprende que tiene que sosegarse si quiere ganar el desafío ajedrecístico comenzado hace ya dos meses: tiene que conducir su inteligencia a través de los meandros de la acción pero sin que la sed de venganza le desoriente.

Marc Amary, para todos, árbitros, espectadores y miembros de la federación, no es el «robot de sangre y huesos» que pinta Tarsis, sino la imagen misma de la serenidad. Y de la Ciencia con C mayúscula. Probablemente podría asegurar como Leonardo de Vinci que el pájaro es un instrumento funcionando según las leyes matemáticas.

Tras el extraño y sensacional secuestro del ministro soviético de Asuntos Exteriores, Igor Isvoschikov, a su paso por París, la curiosidad de la prensa por el campeonato del mundo de ajedrez ha disminuido; sin embargo, el interés de los ajedrecistas, ahora que se vislumbra el desenlace, alcanza su cenit. Para ellos, nada hay más hermoso que lo verdadero. El teatro del Centro Beaubourg, marco del duelo, continúa abarrotándose ante cada partida, pero los espectadores ahora sólo se reclutan entre los aficionados más ardientes, aquellos para quienes las cinco horas (¡tan breves!) que suelen durar cada una de las sesiones son instantes en los que adivinan el perfume del asombro y el destello de la insolación, insolación que reciben como el maná del desierto. Los mirones que invadieron la sala los primeros días seguramente ahora prefieren seguir las pasmosas aventuras que van concibiendo y destilando con tino y parsimonia los raptores del dignatario soviético. Terroristas, por cierto, que hacen gala de tanta pericia epistolar como talento dramático. Un «Comité Communiste International» secuestrando a un dirigente del Kremlin es un estreno que no puede dejar indiferente al gran teatro del mundo.

Durante las veintitrés partidas que Tarsis ha jugado ya en este campeonato contra Amary, ha contemplado irritado el ciclo machacón de las ceremonias maniáticas de su adversario, lo que llama «sus ritos de castrado». Ahora que tras dos meses de refriega, trece partidas declaradas nulas, y cinco victorias cada uno, el próximo triunfo (el sexto y definitivo) dará al ganador el título de campeón del mundo, Tarsis teme que su furor se le suba a la cabeza y le haga perder la razón o, lo que es peor, la concentración.

Marc Amary es posible que se acuerde de los minutos y de los segundos que pasan, y que por ello ni use ni necesite reloj. (Los espectadores más entusiastas aseguran que todo en el genio es enigma.) Los martes, jueves y sábados —días en que se inician las partidas— se presenta sistemáticamente (éste es el adjetivo que habría que utilizar continuamente al referirse a Amary) a las cuatro menos cincuenta y cinco segundos, ni uno más ni uno menos. Tictac, tictac, su computadora de sangre y subconsciencia funciona automáticamente. O casi. Y el inquebrantable proceso comienza: invierte diez segundos en trasladarse desde la puerta del escenario a su sillón y en sentarse; veinte segundos en escribir la fecha, el nombre de Tarsis y el suyo en la planilla; diez segundos en verificar que se ha dado cuerda a tope a los dos relojes de control de tiempo y los quince segundos restantes en acomodar las figuras y los peones (perfectamente dispuestos ya según las reglas del ajedrez sobre el tablero) a su norma mágica o, como diría Tarsis, a sus exigentes caprichos «de asesino»: cada uno de los dieciséis trebejos tiene que ocupar el centro riguroso, al milímetro, de su casilla; los caballos con sus cabezas alineadas hacia él (¿adorándole?); las ranuras de los alfiles exactamente frente a sus ojos y los brazos de la crucecita que corona a su Rey paralela a la línea invisible que trazan sus dos codos sobre la mesa. «Carguen, apunten, fuego.» A las cuatro en punto, momento en que el árbitro pone en marcha el reloj del jugador que lleva las blancas, dando con ello comienzo de forma oficial a la partida, Amary se inmoviliza considerando el tablero y las piezas con una atención tan intensa que se diría que los ve por vez primera. Tan sólo los descubre. Cuando juega con blancas inicia a las cuatro en punto dos minutos cabales de reflexión… inútiles para todos los aficionados, ya que concluyen invariablemente con un gesto meticuloso y comedido que el mundo ajedrecístico conoce de memoria: el avance de dos escaques del peón de Rey: 1. e2-e4; toma el peón —como siempre cogerá las piezas a lo largo del encuentro— con la yema de sus dedos exangües, el índice y el pulgar. Efectuará todas y cada una de sus jugadas, cualquiera que sea la tensión del choque, con una lentitud y frialdad que pueden parecer indiferentes y que tienen la virtud de exasperar a Tarsis:

—Es un sádico redomado. Juega con tanta mesura aparente para sacarme de quicio. Intenta persuadirme de que no necesita perder su sangre fría para romperme la crisma. Así ha planeado todos sus desafueros. ¡Yo soy el único que sé de lo que es capaz!

Marc Amary es un investigador suizo del CNRS (El Centro Nacional de Investigaciones Científicas) afincado en París. A sus colegas no les sorprenderá el día en que los académicos de Estocolmo le otorguen el Premio Nobel de Física por sus descubrimientos sobre el solitón o la gran unificación, pero les desconcertó su súbita dedicación al ajedrez. Y no porque despreciaran este juego. A la mayoría les importaba dos higas. Ninguno de ellos, probablemente, sospecharía que a su deslumbrante y discreto compañero (que había militado sin embargo durante unas semanas en el estrafalario grupo Dimitrov) hoy en día el ajedrez, la Física, el Premio Nobel o el Campeonato del Mundo le importa infinitamente menos que lo que él mismo llama la creación del «hombre nuevo». Tan sólo en una ocasión, hace ya ocho años, en presencia de terceros, durante un simposium sobre «partículas elementales», hizo una declaración que hubiera podido traicionar su pasión. Y que no la traicionó porque los sabios suelen estar en la luna. Estaban, en realidad, en la Universidad de Heidelberg. Cuando un grupo de investigadores danés le pidió que firmara una petición en favor del profesor Yefim Faibisovich, recluso en un campo de trabajo, alegó:

—Si yo dirigiera un «centro» de esos, cambiaría los castigos. Daría a los prisioneros lápices y papel en cantidad suficiente como para que pudieran cumplir la condena que les infligiera: realizar el factorial de 9999… sin calculadora.

¡Qué ocurrencia tan chistosa!: un faraónico castigo consistente en multiplicar 9999 por 9998, el producto por 9997, el nuevo resultado por 9996… y así hasta llegar a la unidad. Broma que sus colegas interpretaron como una crítica sutil del sistema de concentración… A nadie se le ocurrió imaginar que este interminable suplicio pudiera ser su remedio para eliminar a los enemigos de su causa. Que entonces, ya, se contaban por billones.

Elías Tarsis, hijo de padres españoles, nació en Andorra la Vella…, «por casualidad», precisaba siempre el ajedrecista, como si no se viniera al mundo irremediablemente «por casualidad», cualquiera que fuere la ciudad natal. En su caso, «la casualidad» se cebó a gusto y su madre se apagó en el momento de darle a luz. Su padre llameó nueve años más; a su muerte, Elías fue acogido por su tía Paloma en Madrid. En aquellos años de poder triunfante y sin complejos se convocaba una vez por año un concurso de superdotados; con el mismo candor con que, para fastidiar a los franceses, se cristianó el cognac con un nombre de pila nacional, «jeriñac». Los galos ni se enteraron. Por eso, cuando descubrían superdotados hispanos como Picasso, aseguraban que eran franceses. Tarsis consiguió una de las diez becas de superdotado, la cual le hubiera podido permitir efectuar sus estudios secundarios y universitarios en condiciones económicas inmejorables. Inmejorables quería decir: colegio de curas gratis, libros de bóbilis bóbilis y los gastos de pensión. La tía de Tarsis, para no abusar, se conformó con la mitad de la última ventaja. Y Elías fue mediopensionista. Pero pronto, y ante la consternación de Paloma, que entre tanto había sido nombrada su tutora, renunció a los estudios y se puso a leer historietas infantiles.

—A mí los tebeos me van.

Y en efecto le iban a las mil maravillas. Encerrado en su habitación, aguantó más de un año, bajo el único retrato que conservaba de su padre: la foto de refugiado político que le habían facilitado las autoridades francesas. Cuando abandonó su cuarto, el piso estaba cubierto por medio metro de ropa sucia, de basura, de latas de conserva vacías, de tebeos manoseados y hasta de restos pringosos a los que por cierto su tía nunca se refirió porque era una mujer moderna que sabía de moral y de buenas costumbres. Con el tiempo esta clase de respeto, por el contrario, ya sólo lo practican las más anticuadas. Con catorce años, Tarsis se fugó a Barcelona donde abordó su vida de proletario con el rango de aprendiz en un taller de orfebrería, antes de recibir la alternativa como fresador.

Sin venir a cuento, la víspera del inicio del Campeonato del Mundo, Tarsis reunió a los tres árbitros y de un tirón les espetó:

—Marc Amary es un asesino. Ojo. No quiero que nadie entre en mi salón de descanso. Vale.

Y se quedó corto. Para los árbitros se pasó.

Cuando Amary realiza su primera jugada, un estrepitoso murmullo se alza de la sala. El árbitro islandés, R. H. Gugmundsson, levanta enérgicamente una pancarta en la que está escrita en grandes caracteres la palabra silencio, y por gestos firmes pide al público que cese su alboroto. Es normal que los fanáticos de ajedrez se exciten; Amary no ha jugado, como siempre lo hizo, con blancas en su primer lance, 1. e2-e4, sino 1. c2-c4. Se presiente una partida insólita y probablemente decisiva. Amary no se conforma con las tablas, como en trece ocasiones ya durante el campeonato. Quiere vencer a Tarsis, rematar así el campeonato y para ello comienza intentando sorprenderle. Y le sorprende.

Elías Tarsis, enfurecido, cala su frente entre sus puños y se abisma en el análisis de la primera jugada.

—¡Hubiera debido preverla! No podía continuar con la apertura española con la que no ha conseguido nada frente a mi defensa Berlín. ¡Es tan calzonazos! Sólo sabe matar por la espalda. ¡Qué porquería de jugada!: lenta y sin agresividad. Típica de él. Pero es capaz de haberme preparado una celada. Que se atreva.

La Federación Internacional no pudo reunir a los dos rivales antes del encuentro. Para representarle en el congreso preparatorio, Amary envió a Jacques Delpy, un colega suyo, investigador físico, mientras que Tarsis nombró como mandatario sencillamente al presidente de la Federación de Andorra. Era evidente que sólo saldrían a campaña el día de presentar batalla ante la trinchera del tablero, y que se negaban por completo a perder sus energías en guerrillas de comunicados, en escaramuzas burocráticas o en salvas de salón.

Aquel plantón puso al descubierto el odio de los dos contendientes entre sí, amén de la ignorancia que existía incluso en los medios ajedrecísticos en torno a las biografías de los dos jugadores. Un semanario sensacionalista inglés, no obstante, dos meses antes de la ceremonia, insinuó que Elías Tarsis fue proxeneta en Barcelona y que Amary había asesinado a su madre; se atrevieron a titular la doble página dedicada al torneo, «Un alcahuete y un parricida ¿pretenden ser campeones del mundo de ajedrez?». En realidad todo lo que sobre ellos se sabía a ciencia cierta se reducía a lo publicado en las revistas profesionales: coeficientes Elo de cada uno, fechas de los certámenes en que participaron y resultados. Los triunfos de ambos en los torneos nacionales, zonales, interzonales y en el de candidatos en que tomaron parte les permitieron, tras el accidente de aviación que costó la vida al campeón del mundo, transformar su duelo como finalistas del torneo de candidatos en certamen por el título absoluto. Hace dos años eran dos perfectos desconocidos y al iniciarse la final, salvo sus partidas publicadas y analizadas en la prensa especializada, aún nada se sabía sobre ellos.

Probablemente Amary no ha salido esta vez con 1. e2-e4 por los motivos que imagina Tarsis. El campeón suizo está convencido de que si superficialmente esta apertura no es virulenta, es muy agresiva en profundidad.

Amary, para el que no conozca su culto por la verdad, puede parecer arrogante. A las dos semanas de comenzar su licenciatura de Física en la Universidad de Ginebra llegó a la conclusión de que ninguno de sus profesores merecía el esfuerzo y la pérdida de tiempo que representaba asistir a sus cursos, en vista de ello los desertó definitivamente. Paralelamente se matriculó en Matemáticas y repitió la hazaña. Lo cual no le impidió concluir las dos licenciaturas con los resultados más sobresalientes. Una parte de aquellos años en que tan airosamente despachó sus estudios universitarios se la pasó leyendo a los Premios Nobel de Física y Matemáticas. El ajedrecista inglés D. P. Hawksworth publicó en la revista inglesa Chess, una entrevista que realizó con Raoul Santini, un compañero de Amary en Ginebra en la que figura este diálogo:

R. S. —Marc Amary dijo que, como lo sospechaba, pronto se había percatado de que la mayoría de los Premios Nobel de Física y Matemáticas eran unas perfectas acémilas.

D. P. Hawksworth. —¿Utilizó la palabra «acémila»?

R. S. —¡Hace tantos años! Seguramente se expresó con una de sus típicas frases como hachazos… sin prejuicios, sin odio, fríamente. Emitió una constatación, una evidencia… que yo resumo torpemente con la palabra «acémila». Si no recuerdo mal…, dijo que la mayoría de los Premios Nobel no aportan nada decisivo ni al desarrollo de la ciencia ni al de la humanidad.

D. P. H. —¿Usted opinaba lo mismo?

R. S. —Ninguno de nosotros, estudiantes entonces, se hubiera atrevido a formular seriamente semejante crítica… a no ser por broma o fanfarronería.

D. P. H. —¿A qué se dedicó entonces?

R. S. —Yo no era su amigo. Nadie lo era. Vivía en solitario y era rarísimo que hablara con uno de nosotros. Se rumoreaba sobre su madre que acababa de morir loca… Para decir la verdad, la mayoría pensaba que como ella, él también estaba chiflado.

D. P. H. —¿Por qué fue a París?

R. S. —Es de suponer que con el propósito de conseguir el DEA (el Diploma de Estudios Intensivos), salvoconducto necesario para entrar en el CNRS, que era entonces la meta gloriosa de todo gran investigador europeo.

Amary, con ciento veinte físicos de Francia y del extranjero (probablemente los mejores europeos de su generación) se matriculó, pues, en la Facultad de Ciencias de París, para obtener la bula. Les acogió el primer día del curso académico el profesor Lajos Lukacs, un viejo investigador original que interrumpía sus lecciones para calentarse un café con un infiernillo y una cazuela que llevaba siempre en su voluminosa cartera. Les soltó la arenga que con pocas variantes administraba cada año a los novatos (Era de la vieja escuela. Un chabacano según sus colegas):

«Ustedes son ciento veinte… la mayoría conseguirá el DEA… este diploma es un papelucho que estaría pintiparado en un retrete… público… de las afueras… cortado en cuatro pedazos. Pero ¿cuál es el sueño que persiguen? Ingresar en el “Paraíso de los Elegidos”, quiero decir en un laboratorio del CNRS El enchufe ideal para todo estudiante listillo que con buen criterio prepara ya su jubilación. ¿Cuál es el destino que les espera durante este año de estudios? Mamar la leche de la ciencia en vez de la de sus novias y todo ¿para qué?, para alcanzar El Dorado, la panacea de todos los vagos y maleantes; el título de funcionario del Estado para toda la vida con seguro social, prima de transporte, retiro asegurado, promociones diversas, plus de pelo en pecho, condecoraciones académicas, campamentos para los niños, seguro de erección garantizada… y aburrimiento infinito hasta que se mueran más chochos aún que el pobre Oppenheimer en Princeton. ¡Pues vaya juventud chisgarabís y desmirriada! ¿Y éste es el ideal de la muchachada en la flor de la vida que cantaban nuestros poetas más cursis en aquellas épocas exaltantes en que se sabía escribir en verso y bailar el tango? Seré franco: en el mejor de los casos, cinco de ustedes serán nombrados investigadores del CNRS Pero ¿qué es ser investigador si no se publica? ¡Un cero a la izquierda! Y un ladrón que le roba al Estado las perras que tanto necesita para fabricar bombas de neutrones y fajas de diputados y un atracador que despoja al pobre contribuyente de sus ahorros que destinaba a comprar décimos de lotería y fotos pornos. ¿Quién de entre los cinco heroicos y gloriosos investigadores —que Homero cantará sus virtudes— llegará a publicar? Si nos referimos a las estadísticas establecidas con los curriculum vitae de sus predecesores (secreto que les revelo confidencialmente y que está más protegido que los planes de la NASA)… dos de cada cinco, es decir ¡sobre los ciento veinte! Pero ¿dónde publicaron hasta hoy estos dos privilegiados del destino y del favoritismo?… En revistas francesas o italianas. ¡Pipí caca! Estas revistas son tan prestigiosas como las suecas sobre tauromaquia. Sólo se es un investigador serio, que puede cobrar su sueldo sin avergonzarse, si se publica en la Physical Review o en la Physical Review Letters…. Y como soy generoso, o en la revista inglesa para snobs Nature, siempre y cuando en este caso escriban un resumen de divulgación. ¡Y paren el carro! Pero ¿quienes entre ustedes pondrá su pica de andar por casa en el Flandes de la Ciencia? Aparte de un servidor, uno de cada diez generaciones lo logra por estas regiones nuestras de salvajes y analfabetos. Les doy un consejo de amigo: no pierdan el tiempo, un año es muy largo, váyanse al laboratorio farmacéutico de Basilea a masturbar ratones o a Johannesbourg a fabricar misiles para la defensa de la raza blanca; así ganarán dinero y honores… o bien, deslumbren a una rica noruega gorda y romántica explicándole la teoría de la relatividad con lo del tren que sube… que sube…»

Amary escuchó la perorata sin pestañear. Al final sacó un cuadernillo y anotó Physical Review. Luego se recluyó en la Biblioteca de la Facultad de Ciencias y se puso a examinar por su cuenta el problema sobre amplitudes duales que estaba intentando resolver el Laboratorio de Física Teórica y Altas Energías del CNRS olvidándose por completo del DEA Cinco meses después, y cuando profesores y compañeros suponían que había renunciado al codiciado diploma, una sorpresa conmovió al CNRS Un investigador desconocido, pero que había enviado su trabajo desde París, publicaba nada menos que en Physical Review. Y para más inri, el artículo era la respuesta al problema que examinaba uno de los laboratorios más reputados del centro. El título del trabajo era: «Amplitudes Duales con acoplamiento del Omega para seis piones y para bosones girantes» y el autor Marc Amary.

Al ejemplar de la revista que le llegó de los Estados Unidos Amary añadió una nota manuscrita así redactada:

«Demasiada importancia: trabajo de generalización. Problema banal. De cálculo. No muy difícil. Seduce: fórmula matemática sobre propiedades interacciones fuertes. Supertécnica: deslumbra. Problema tonto: lo pensé quince días. Dentro de un año, todos comprenderán. Física evolucionará: como récords atletismo.»

Firmó: «el maestro» [Ni «El niño», ni «Teresa», ni «Mickey», hubieran podido ayudarle a redactarlo, eran unos frivolos que sólo pensaban en hacer bromas y reírse de él durante toda la noche, impidiéndole dormir.]

Al cabo de tres minutos de la primera jugada de Amary, Tarsis continúa enfrascado en su análisis. Un espectador de la fila 17 ha sacado un ejemplar de France-Soir y contempla la foto, en la primera página, del miembro del Politburo soviético y ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, Igor Isvoschikov, bajo una bandera presidida por una estrella de cinco puntas y un rótulo con esta inscripción: COMITÉ COMMUNISTE INTERNATIONAL. Según el periódico, la foto (como todas las que los secuestradores envían puntualmente cada miércoles) ha sido tomada con un aparato polaroid para autentificar la fecha de su exposición: en efecto, el líder soviético mantiene bajo la barbilla un ejemplar del periódico, del día. El prisionero luce una equimosis en torno al ojo izquierdo; lo cual muestra, según los periodistas, que los «interrogatorios» no se desarrollan sin violencia. Como en el comunicado del Comité no se habla de «confesión», la policía deduce que el Ministro ruso no colabora con sus secuestradores. Con la foto los terroristas han entregado un larguísimo documento de la organización titulado «Soluciones teóricas, políticas y estratégicas», cuyo resumen publica el periódico.

A los tres minutos y veintiséis segundos Elías Tarsis bruscamente adelanta de un solo paso su peón de Rey (1. … e7-e6). El contraste entre la vehemencia de su gesto y la calma constante de Amary es flagrante. Tras efectuar esta jugada, contempla uno de los tableros murales con una sonrisa sardónica. Si no temiera el incidente, se volvería hacia Amary y le diría con la mirada:

—¿Querías sorprenderme? ¡Chúpate ésta! ¡No te la esperabas!

Se echa hacia atrás como para contemplar en perspectiva más lejana y triunfante el efecto de su andanada.

Amary abrió con una jugada elástica, Tarsis, contra todo pronóstico, le ha replicado en la misma línea. Con ambas jugadas de apariencia tan muelle, sin embargo la virulencia latente de la apertura ha alcanzado psicológicamente una fogosidad mucho mayor que si hubieran adoptado las líneas establecidas por las partidas consideradas como más impetuosas: la española o la siciliana.

Tarsis piensa:

—Amary es tan sólo un intelectual, sin chicha ni limoná, y una máquina homicida. Como ajedrecista, es sólo un jugador de café. No conoce la esencia del ajedrez. Sólo aplica los esquemas que ha aprendido y que retiene gracias a su fabulosa memoria. Eso funciona a la hora de preparar un atentado pero no frente a un tablero de ajedrez. Me ha ganado cinco partidas tan sólo por aburrimiento… El «robot» no se cansa jamás y puede sorprender al que como yo conoce el secreto del ajedrez.

El duelo entre Amary y Tarsis presenta una lección filosófica. En el ajedrez existe una infraestructura invariante (la ley, la trama, la norma) y una estructura variante que es el resultado de las combinaciones sobre el tablero. Tarsis (como Fischer, Steinitz o Morphy) comprende la ley y sabe que se llega a la perfección a través de la serenidad en el desorden. Amary (como Karpov, Euwe o Petrossian) es un maestro de las variantes, de las mutaciones, por ello huye del caos que le desorienta.

Mientras que Tarsis camina hacia su salón de descanso se dice:

—Amary tiene instintos de tiburón. Quiere matar a traición. Ya lo ha hecho y lo volverá a hacer.