París, últimos días de otoño. Un cielo plomizo y turbio al alba. La penumbra llegó al mediodía, seguida, a las siete y media, de una lluvia sesgada y negros paraguas. Los parisinos se dirigían a casa a toda prisa entre los desnudos árboles. El 3 de diciembre de 1938, en el corazón del séptimo distrito, un Lancia sedán de color champán giró por la rue St. Dominique y se detuvo en la rue Augereau. Acto seguido, el hombre que ocupaba el asiento trasero se inclinó hacia delante un momento. El chófer avanzó unos metros y se paró de nuevo, para quedar entre dos farolas, oculto por las sombras.
El hombre que se hallaba en el asiento de atrás del Lancia se apellidaba Ettore, il conte Amandola: el decimonoveno Ettore, Héctor, de la familia de los Amandola. El de conde sólo era su título más importante. Más cerca de los sesenta que de los cincuenta, tenía los ojos oscuros y ligeramente saltones, como si la vida lo hubiese sorprendido, aunque la vida nunca se había atrevido a tanto. El rubor de sus mejillas sugería una botella de vino en el almuerzo o cierto entusiasmo al saborear de antemano el plan que tenía para esa noche. De hecho se debía a ambas cosas. Y siguiendo con los colores, podríamos decir que era un hombre muy brillante: el cabello cano, reluciente debido al fijador, lo lucía peinado hacia atrás, planchado, y el bigotito argénteo, que recortaba a diario con unas tijeras, le sombreaba el labio superior. Bajo un abrigo de lana blanco, en la solapa de un traje de seda gris, llevaba una pequeña cruz de Malta de plata sobre un esmalte azul, lo cual significaba que ostentaba el grado de cavaliere de la Orden de la Corona de Italia. En la otra solapa lucía la medalla de plata del Partido Fascista italiano: un rectángulo con fasces en diagonal, un haz de varas atado con un cordón rojo a un hacha. Era el símbolo del poder de los cónsules en el Imperio romano, quienes poseían la autoridad de azotar a la gente con las varas de abedul o decapitar con el hacha, armas que siempre les precedían.
El conde Amandola consultó el reloj, bajó la ventanilla y se quedó mirando, a través de la lluvia, una calle no muy larga, la rue du Gros Caillou, que se cruzaba con la rue Augereau. Desde ese punto —ya lo había comprobado dos veces esa semana— podía ver la entrada del Hotel Colbert, una entrada bastante discreta: tan sólo el nombre en letras doradas en la puerta de cristal y una luz desbordante que procedía del vestíbulo e iluminaba el mojado pavimento. El Colbert era un hotel bastante sencillo, tranquilo, sobrio, concebido para les affaires cinq-à-sept, los amoríos ilícitos que se consuman entre las cinco y las siete, esas cómodas horas tempranas de la tarde. «Sin embargo —pensó Amandola— mañana será noticia.» El portero del hotel, que sostenía un gran paraguas, abandonó la entrada y echó a andar a buen paso calle abajo, hacia la rue St. Dominique. Amandola consultó su reloj una vez más. Las 7:32. «No —pensó—, son las 19:32.»
Estaba claro que para esa ocasión el sistema horario militar era el más adecuado. Después de todo él era comandante. Obtuvo la graduación en 1914, durante la Gran Guerra, y poseía medallas, además de siete uniformes de espléndida confección, que lo demostraban. Se le reconocieron oficialmente sus servicios distinguidos al frente de la Junta de Compras del ministerio de la Guerra, en Roma, donde daba órdenes, mantenía la disciplina, leía y firmaba formularios y cartas, y efectuaba y respondía llamadas telefónicas, haciendo gala en todo momento de un escrupuloso pundonor militar.
Y así había seguido, a partir de 1927, como alto funcionario de la Pubblica Sicurezza, el departamento de Seguridad Pública del ministerio del Interior, creado un año antes por el jefe de la Policía Nacional de Mussolini. El trabajo no era muy distinto del que hacía durante la guerra; formularios, cartas, llamadas de teléfono y control de la disciplina. Su personal permanecía sentado en sus escritorios aplicadamente y la formalidad era la norma en todas las conversaciones.
19:44. La lluvia tamborileaba sobre el techo del Lancia y Amandola se arrebujó en el abrigo para protegerse del frío. Fuera, en la acera, un perro salchicha con un jersey tiraba de una criada que lucía bajo la gabardina abierta un uniforme gris y blanco. Cuando el perro se puso a olisquear el suelo y empezó a dar vueltas, la muchacha miró por la ventanilla a Amandola. Qué groseros que eran los parisinos. Él no se molestó en apartar la cara, se limitó a mirarla sin verla, como si no existiera. A los pocos minutos un recio taxi negro se detuvo frente a la entrada del Colbert. El portero salió a toda prisa, dejando la puerta abierta al ver a la pareja que salía del hotel. Él tenía cabello cano, era alto y encorvado; ella era más joven, tocada con un sombrero con velo. Se metieron debajo del enorme paraguas del portero. La mujer se levantó el velo y se besaron apasionadamente: «Hasta el próximo martes, amor mío.» Luego ella subió al taxi, el hombre le dio una propina al portero, abrió su paraguas y se perdió en la esquina en dos zancadas.
19:50. «Ecco, Bottini!»
El chófer miraba por el retrovisor. «Il Galletto», anunció. Sí, el Gallito, así lo llamaban, por lo chulito que era. Avanzaba por la rue Augereau hacia el Colbert. Era el típico bajito que se niega a serlo: postura erguida, espalda recta, mentón alto, pecho fuera. Bottini era un abogado de Turín que había emigrado a París en 1935, descontento con la política fascista de su país. Un descontento agudizado, sin duda, por la paliza pública y la media botella de aceite de ricino que le administró una brigada de Camisas Negras mientras la gente se arremolinaba y se quedaba mirando boquiabierta, en silencio. Liberal de antiguo, probablemente socialista, posiblemente comunista en secreto, sospechaba Amandola —unos tipos escurridizos como anguilas—, Bottini era amigo de los oprimidos y una figura destacada en la comunidad de los amigos de los oprimidos.
Pero el problema con il Galletto no era que fuese un chulito. El problema era que cacareaba. Como no podía ser de otra manera, al llegar a París había entrado a formar parte de la organización Giustizia e Libertà, el grupo más numeroso y resuelto de la oposición antifascista, y había acabado siendo director de uno de sus periódicos clandestinos, el Liberazione, escrito en París, introducido secretamente en Italia, y después impreso y distribuido de forma clandestina. Infamità! Ese periódico era como las coces de una mula, incisivo, agudo, sagaz y feroz, y no mostraba el más mínimo respeto por el glorioso fascismo italiano ni por il Duce ni por ninguno de sus logros. «Pero —pensó Amandola— a este galletto se le ha acabado lo de cacarear.»
Cuando Bottini dobló la esquina de la rue Augereau, se quitó las gafas de montura metálica, limpió las gotas de lluvia de los cristales con un gran pañuelo blanco y las guardó en un estuche. Acto seguido entró en el hotel. Según los informes era escrupulosamente puntual. Los martes por la noche, de ocho a diez, siempre en la habitación 44, recibía a su amante, la esposa del político socialista LaCroix. El mismo LaCroix que había estado al frente de un ministerio, y luego de otro, en el gobierno del Frente Popular. El mismo LaCroix que aparecía junto al primer ministro, Daladier, en las fotografías de los periódicos. El mismo LaCroix que cenaba en su club cada martes y jugaba al bridge hasta medianoche.
A las 20:15 un taxi paró delante del Colbert. Madame LaCroix se bajó y entró en el hotel corriendo a pasitos cortos. Amandola sólo la vio de pasada: cabello rojo teja, nariz blanca y afilada, una mujer rubensiana, rotunda y generosa de carnes. Y bastante insaciable, por lo que decían los agentes que habían ocupado la habitación 46 y pegado la oreja a la pared. «Los sujetos son ruidosos, escandalosos», decía un informe, que describiría, se figuraba Amandola, todo tipo de gemidos y gritos cuando la parejita se apareaba como cerdos en celo. Él sabía perfectamente de qué pie cojeaba la mujer: le gustaba comer bien, el buen vino y los placeres de la carne, todos y cada uno, toda la procaz baraja. Libertinos. Frente a la amplia cama de la habitación 44 había un espejo de cuerpo entero al que seguro que le sacaban partido, excitándose al ver cómo se revolcaban, excitándose al ver… de todo.
«Y ahora —pensó Amandola— a esperar.»
Sabían que los amantes solían pasar unos minutos conversando antes de ponerse a lo suyo. Había que darles algo de tiempo. Los agentes de la OVRA —la policía secreta italiana, la policía política creada por Mussolini en los años veinte— que dirigía Amandola ya estaban dentro del hotel. Habían reservado una habitación esa misma tarde, acompañados por unas prostitutas. Con el tiempo, esas mujeres bien podían caer en manos de la policía y ser interrogadas. Pero ¿qué iban a decir? «El tipo era calvo, tenía barba, dijo que se llamaba Mario.» Para entonces Mario el calvo y Mario el de la barba habrían cruzado la frontera hacía tiempo y estarían de vuelta en Italia. Como mucho las chicas verían sus fotografías en el periódico.
Cuando los de la OVRA irrumpieran en la habitación, madame LaCroix se indignaría, por supuesto. Supondría que era una sucia jugarreta orquestada por la víbora de su esposo. Pero no lo supondría por mucho tiempo. Y cuando apareciera el revólver, la larga boca del silenciador, sería demasiado tarde para gritar. ¿Gritaría Bottini? ¿Suplicaría que le perdonaran la vida? No, pensó Amandola, no haría ninguna de las dos cosas. Los insultaría, sería un galletto vanidoso hasta el final, y recibiría su medicina. Sería en la sien. Luego, una vez hubieran desenroscado el silenciador, el revólver quedaría en la mano de Bottini. Qué triste, qué deprimente, un amor condenado al fracaso, un amante desesperado…
Una cita que acaba en tragedia. ¿Se lo creería la gente? La mayoría sí, pero algunos no, y era para ésos para quienes habían organizado el numerito, para quienes sabrían al instante que era un asunto político y no pasional. Porque no se trataba de una desaparición silenciosa, sino pública, espectacular, destinada a servir de advertencia: «Haremos lo que queramos, no podéis detenernos.» Los franceses se sentirían ultrajados, pero bueno, los franceses siempre se sentían ultrajados. Pues que rabiaran.
Eran las 20:42 cuando el jefe del operativo de la OVRA dejó el hotel y cruzó al otro lado de la rue Augereau, donde se encontraba Amandola. Las manos en los bolsillos, la cabeza gacha. Llevaba un impermeable y un sombrero de fieltro negro. La lluvia le goteaba por el ala. Al pasar por delante del Lancia levantó la cabeza, dejando ver un rostro moreno y tosco, del sur, y estableció contacto visual con Amandola. Una mirada breve, pero suficiente. Hecho.
4 de diciembre de 1938.
El Café Europa, en una calleja cercana a la Gare du Nord, era propiedad de un francés de origen italiano. Hombre de opiniones firmes y apasionadas, un idealista, ponía la trastienda a disposición de un grupo de giellisti, así llamados porque formaban parte de la organización Giustizia e Libertà, a la que se conocía informalmente por sus iniciales, «G» y «L», de ahí lo de giellisti. Esa mañana había ocho miembros. Habían sido convocados a una reunión de emergencia. Todos vestían abrigo oscuro. Estaban sentados alrededor de una mesa en la trastienda, mal iluminada, y, salvo la única mujer, todos llevaban sombrero. Porque la habitación era fría y húmeda y, además, aunque nadie lo dijera nunca en voz alta, porque así no desentonaban con su naturaleza conspiradora: eran la resistencia antifascista, la Resistenza.
Casi todos ellos eran de mediana edad, emigrados italianos y pertenecientes a una misma clase social: un abogado de Roma, un profesor de la facultad de Medicina de Venecia, un historiador del arte de Siena, el dueño de una farmacia en esa misma ciudad y una antigua química industrial en Milán. Etcétera. Algunos llevaban gafas, la mayoría fumaban pitillos, a excepción del profesor de Historia del Arte de Siena, ahora empleado como lector de contadores para la compañía del gas, que fumaba un purito de fuerte aroma.
Tres de ellos habían traído un periódico de la mañana, el más infame e injurioso de los tabloides parisinos, y en la mesa había un ejemplar abierto por una página con una fotografía medio borrosa. El titular decía: Asesinato y suicidio en un nido de amor. Bottini, con el torso desnudo, estaba sentado contra el cabecero, la sábana hasta la cintura, los ojos abiertos y la mirada perdida, el rostro cubierto de sangre. A su lado, un bulto bajo la sábana, con los brazos extendidos.
El líder del grupo, Arturo Salamone, dejó el periódico abierto un rato, a modo de un silencioso panegírico. Después exhaló un suspiro y lo cerró de golpe, lo dobló por la mitad y lo dejó junto a su silla. Salamone era grande como un oso, mofletudo, y tenía unas cejas pobladas que se unían en el entrecejo. Había sido consignatario de buques en Génova y ahora trabajaba de contable en una compañía de seguros.
—Entonces ¿nos lo creemos?
—Yo no —dijo el abogado—. Es un montaje.
—¿Estáis de acuerdo?
El farmacéutico se aclaró la garganta y preguntó:
—¿Estamos completamente seguros de que fue un asesinato?
—Yo sí —afirmó Salamone—. Bottini no era capaz de semejante salvajada. Los mataron, la OVRA o alguien parecido. La orden vino de Roma. Fue planeada, preparada y ejecutada. Y no sólo asesinaron a Bottini, sino que además lo difamaron: «Ésta es la clase de hombre, mentalmente inestable y depravado, que habla en contra de nuestro noble fascismo.» Y, naturalmente, habrá quien se lo crea.
—Claro, siempre hay gente que se lo cree todo —aseveró la química—. Pero ya veremos qué dicen los periódicos italianos al respecto.
—No les quedará más remedio que aceptar la versión del gobierno —aseguró el profesor veneciano.
La mujer se encogió de hombros.
—Como de costumbre. Pero tenemos algunos amigos allí, y una simple palabra o dos, «presunto», «supuesto», pueden sembrar la duda. Hoy en día nadie se limita a leer las noticias; las descifra, como si estuviesen en clave.
—Entonces ¿cómo respondemos? —quiso saber el abogado—. No puede ser ojo por ojo.
—No —negó Salamone—. No somos como ellos. Todavía no.
—Hay que sacar a la luz la verdadera historia, en el Liberazione —opinó la mujer—. Y esperar que la prensa clandestina, aquí y en Italia, nos respalde. No podemos dejar que se salgan con la suya, no podemos permitir que crean que esto va a quedar así. Y deberíamos decir quién ordenó esta monstruosidad.
—¿Quién? —inquirió el abogado.
Ella señaló hacia arriba.
—Alguien de muy arriba.
El abogado asintió.
—Sí, tienes razón. Tal vez pudiéramos hacerlo en una nota necrológica, dentro de un recuadro negro, una necrológica política. Debería tener garra, mucha garra: este hombre, un héroe, murió por aquello en lo que creía, era un hombre que contaba verdades cuya revelación no podía tolerar el gobierno.
—¿Te encargarás de escribirla? —preguntó Salamone.
—Redactaré un borrador —propuso el abogado—. Luego ya veremos.
El profesor de Siena apuntó:
—Quizá pudieras terminar diciendo que cuando Mussolini y sus amigos desaparezcan, echaremos abajo su asquerosa estatua ecuestre y levantaremos otra en honor a Bottini.
El abogado sacó una estilográfica y una libreta del bolsillo e hizo unas anotaciones.
—¿Qué hay de la familia? —terció el farmacéutico—, la de Bottini.
—Hablaré con su mujer —se ofreció Salamone—. Y tenemos un fondo, haremos todo lo que podamos. —Al poco añadió—: Y también hemos de elegir a un nuevo director. ¿Alguna sugerencia?
—Weisz —apuntó la mujer—. Es periodista.
Todos los de la mesa asintieron. La elección obvia. Carlo Weisz era corresponsal, había trabajado en el Corriere della Sera, luego había emigrado a París en 1935, donde encontró trabajo en la agencia Reuters.
—¿Dónde está esta mañana? —preguntó el abogado.
—En alguna parte de España —repuso Salamone—. Lo han enviado para escribir acerca de la nueva ofensiva de Franco. Tal vez la ofensiva final: la guerra española agoniza.
—Es Europa la que agoniza, amigos míos.
El comentario provenía de un empresario adinerado —con mucho el donante más generoso— que rara vez hablaba en las reuniones. Había huido de Milán y se había instalado en París hacía unos meses, después de que entraran en vigor en septiembre las leyes antisemitas. Sus palabras, pronunciadas con discreto pesar, impusieron un momento de silencio, pues tenía razón y ellos lo sabían. Ese otoño había sido funesto en el continente: los checos claudicaron en Munich a finales de septiembre y luego, la segunda semana de noviembre, un Hitler envalentonado había desatado la Kristallnacht, haciendo añicos los escaparates de los comercios judíos en toda Alemania, arrestando a destacadas figuras de la comunidad hebrea, perpetrando espantosas humillaciones en las calles.
Al cabo Salamone, en voz baja, dijo:
—Es cierto, Alberto, no se puede negar. Y ayer nos tocó a nosotros, nos atacaron, nos han dicho que cerremos el pico si sabemos lo que nos conviene. Pero, así y todo, este mismo mes habrá ejemplares del Liberazione en Italia, e irán de mano en mano y dirán lo que siempre hemos dicho: «No os rindáis.» ¿Qué otra cosa podemos hacer?
En España, el 23 de diciembre, una hora después de que amaneciera, los cañones de los nacionales efectuaron la primera descarga. Carlo Weisz, tan sólo medio dormido, la oyó, y la sintió. Probablemente estaban a unos kilómetros al sur. En Mequinenza, donde el Segre confluye con el Ebro. Se levantó, se liberó de la capelina impermeable con la que había dormido y salió por la entrada —la puerta había desaparecido hacía tiempo— al patio del monasterio.
Un amanecer de El Greco: una imponente nube gris se elevaba en el horizonte, teñida de rojo por los primeros rayos de sol. Mientras miraba, unos fogonazos titilaron en la nube y, al momento, unas detonaciones, similares al retumbar del trueno, remontaron el Segre. Sí, estaban en Mequinenza. Les habían dicho que se prepararan para una nueva ofensiva, la campaña de Cataluña, justo antes de Navidad. Bueno, pues allí estaba.
Con la intención de avisar a los demás, volvió a la habitación en la que habían pasado la noche. En su día, antes de que llegara la guerra, la estancia había sido una capilla. Ahora las altas y estrechas ventanas estaban ribeteadas de fragmentos de vidrieras, mientras que el resto relucía por el suelo. Además había agujeros en el techo y una de las esquinas había saltado por los aires. En algún momento sirvió de cárcel para prisioneros, cosa que resultaba evidente por los garabatos que se apreciaban en el enlucido de las paredes: nombres, cruces coronadas con tres puntos, fechas, súplicas para no caer en el olvido o una dirección sin ciudad. Hizo las veces de hospital de campaña, como atestiguaban un montón de vendas usadas apiladas en un rincón y las manchas de sangre en la arpillera que cubría los viejos jergones de paja.
Sus dos compañeros ya estaban despiertos: Mary McGrath, del Chicago Tribune, y un teniente de las fuerzas republicanas, Navarro, que era su escolta, su conductor… y su guardaespaldas. McGrath inclinó la cantimplora, vertió un poco de agua en el hueco de la mano y se limpió la cara.
—Parece que han empezado —comentó la corresponsal.
—Sí —convino Weisz—. Están en Mequinenza.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo Navarro en español.
Reuters ya había enviado antes a Weisz, ocho o nueve veces desde 1936, y ésa era una de las frases que aprendió nada más llegar.
Weisz se arrodilló junto a su mochila, cogió una petaca de tabaco y un librillo de papel de fumar —se había quedado sin Gitanes hacía una semana— y se puso a liar un cigarrillo. Durante unos meses aún tendría cuarenta años, era de estatura mediana, delgado y fuerte, y tenía el cabello largo y oscuro, no del todo negro, que se echaba hacia atrás con los dedos cuando le caía por la frente. Había nacido en Trieste y, al igual que la ciudad, era medio italiano, por parte de madre, y medio esloveno —Eslovenia fue tiempo atrás austriaca, de ahí el apellido— por parte de padre. De su madre había heredado un rostro florentino ligeramente afilado, de facciones duras, unos ojos inquisitivos, una tez levemente cenicienta y llamativa: un rostro noble tal vez, un rostro habitual en los retratos renacentistas. Aunque no del todo. Estaba tocado por la curiosidad y la compasión; no era un rostro iluminado por la codicia de un príncipe o el poder de un cardenal. Weisz retorció un extremo del cigarrillo, se lo llevó a los labios y encendió un chisquero, que daba lumbre aunque soplara el viento.
Navarro, que llevaba la tapa del delco con los cables colgando —el método más seguro para que un vehículo siguiera en su sitio por la mañana—, fue a arrancar el coche.
—¿Adónde nos lleva? —le preguntó Weisz a McGrath.
—Dijo que a unos kilómetros al norte. Cree que los italianos controlan la carretera al este del río. Puede ser.
Iban en busca de una brigada de voluntarios italianos, lo que quedaba del Batallón Garibaldi, ahora parte del 5° Cuerpo del Ejército Popular. En un principio el Batallón Garibaldi, junto con los batallones Thaelmann y André Marty, alemán y francés respectivamente, constituían la XII Brigada Internacional, los últimos restos de las unidades de voluntarios extranjeros que habían acudido en ayuda de la República. Pero en noviembre el bando republicano desmovilizó al grueso de este contingente. Una compañía italiana había decidido seguir luchando, y Weisz y Mary McGrath iban tras la noticia.
«Arrojo ante una derrota casi segura.» Porque el gobierno republicano, después de tres años de guerra civil, sólo conservaba Madrid, sitiada desde 1937, y la esquina nororiental del país, Cataluña, motivo por el cual el gobierno se había trasladado a Barcelona, a unos ciento treinta kilómetros de las estribaciones que se alzaban sobre el río.
McGrath enroscó el tapón de la cantimplora y encendió un Old Gold.
—Después —continuó—, si los encontramos, iremos a Castelldans a enviar un cable.
Castelldans, una localidad situada al norte que hacía las veces de cuartel general del 5° Cuerpo del Ejército Popular, contaba con un servicio de radiotelegrafía y un censor militar.
—Tiene que ser hoy sin falta —contestó Weisz.
Las descargas de artillería provenientes del sur se habían intensificado, la campaña de Cataluña había dado comienzo y tenían que enviar noticias lo antes posible.
McGrath, una corresponsal cuarentona, le respondió con una sonrisa cómplice y miró el reloj.
—Es la una y veinte en Chicago. Lo publicarán para la tarde.
Aparcado junto a una pared en el patio había un vehículo militar. Mientras Weisz y McGrath observaban, Navarro soltó el hierro del capó y retrocedió cuando se cerró de golpe, luego ocupó el asiento del conductor y provocó una serie de explosiones —bruscas y ruidosas, el motor carecía de silenciador— y una columna de humo negro. El ritmo de las explosiones fue ralentizándose a medida que Navarro le daba al estárter. A continuación se volvió con una sonrisa triunfal y les indicó que se subieran.
Era el coche de un oficial francés, de color caqui, aunque descolorido hacía tiempo a causa del sol y la lluvia. El coche había participado en la Gran Guerra y, veinte años después, había sido enviado a España a pesar de los tratados de neutralidad europeos: non intervention élastique, como decían los franceses. De lo más élastique: Alemania e Italia habían provisto de armas a los nacionalistas de Franco, mientras que el gobierno republicano recibía ayuda a regañadientes de la URSS y compraba lo que podía en el mercado negro. Pero un coche era un coche. Cuando llegó a España, alguien con un pincel y una lata de pintura roja, alguien con prisa, intentó pintar una hoz y un martillo en la portezuela del conductor; otro escribió «J-28» en blanco en el capó; un tercero disparó dos balas en el asiento de atrás, y alguien más destrozó la ventanilla del pasajero con un martillo. O tal vez todo lo hiciera la misma persona, algo no del todo imposible en la guerra civil española.
Cuando salían, un hombre con hábito de monje apareció en el patio y se los quedó mirando. No tenían idea de que hubiese alguien en el monasterio. Estaría escondido. Weisz lo saludó con la mano, pero el hombre se limitó a quedarse allí plantado, asegurándose de que se iban.
Navarro conducía despacio por la accidentada pista de tierra que discurría paralela al río. Weisz fumaba atrás, los pies sobre el asiento, y observaba el paisaje: monte bajo de encinas y enebros, a veces una aldea, un alto pino con cuervos en sus ramas. Pararon en una ocasión por culpa de unas ovejas: los carneros llevaban unas esquilas que repiqueteaban al caminar. El rebaño lo guiaba un pequeño y desastrado perro pastor de los Pirineos que corría sin cesar por los flancos. El pastor se acercó a la ventanilla del conductor, se llevó la mano a la boina a modo de saludo y dio los buenos días.
—Los moros de Franco cruzarán el río hoy —informó. Weisz y los otros miraron fijamente la orilla opuesta, pero no vieron más que juncos y chopos—. Están ahí —aseguró el pastor—. Pero no los vais a ver.
Escupió al suelo, les deseó buena suerte y siguió a su rebaño cerro arriba.
A los diez minutos una pareja de soldados les hizo señas para que se detuvieran. Respiraban con dificultad y estaban sudorosos a pesar del frío, los fusiles al hombro. Navarro aminoró la marcha, pero no paró.
—¡Llevadnos con vosotros! —pidió uno.
Weisz miró por la luneta, preguntándose si dispararían al coche, pero se quedaron allí sin más.
—¿No deberíamos llevarlos? —preguntó McGrath.
—Son desertores. Debería haberles pegado un tiro.
—¿Por qué no lo ha hecho?
—No tengo valor —confesó Navarro.
Al cabo de unos minutos los detuvieron de nuevo. Esta vez fue un oficial, que bajó por la colina, desde el bosque.
—¿Adónde vais? —le preguntó a Navarro.
—Éstos trabajan para periódicos extranjeros, buscan la brigada italiana.
—¿Cuál?
—La Garibaldi.
—¿Esos que van con pañuelos rojos?
—¿Es así? —le preguntó Navarro a Weisz.
Éste lo confirmó. La Brigada Garibaldi constaba de voluntarios tanto comunistas como no comunistas. La mayoría de estos últimos eran oficiales.
—Creo que están ahí delante. Pero será mejor que os quedéis arriba, en la cima.
A unos cuantos kilómetros el camino se bifurcaba y el coche subió a duras penas la pronunciada pendiente; el martilleo de la marcha más corta reverberó entre los árboles. De lo alto de la elevación salía una pista de tierra que se dirigía al norte. Desde allí disfrutaban de una vista mejor del Segre, un río lento y poco profundo que se deslizaba entre islotes de arena desperdigados en medio de la corriente. Navarro continuó, dejando atrás una batería que disparaba a la orilla opuesta. Los artilleros se empleaban a fondo surtiendo de proyectiles a los cargadores, los cuales se tapaban los oídos cuando el cañón abría fuego, con el consabido retroceso de las ruedas cada vez. Un obús estalló por encima de los árboles, una repentina bocanada de humo negro que se fue alejando con el viento. McGrath le pidió a Navarro que parara un instante, se bajó del coche y sacó unos prismáticos de su mochila.
—Tenga cuidado —la advirtió Navarro.
Los reflejos del sol atraían a los francotiradores, quienes podían hacer blanco en la lente a una gran distancia. McGrath protegió los prismáticos con la mano y a continuación se los pasó a Weisz. Entre los jirones de humo que flotaba a la deriva, vislumbró un uniforme verde, a unos cuatrocientos metros de la orilla oeste.
Cuando volvieron al coche, McGrath dijo:
—Aquí arriba somos un buen blanco.
—Sin ninguna duda —corroboró Navarro.
El 5º Cuerpo del Ejército Popular estaba cada vez más presente a medida que avanzaban en dirección norte. En la carretera asfaltada que llegaba hasta la ciudad de Serós, al otro lado del río, encontraron a la brigada italiana, bien atrincherada bajo un cerro. Weisz contó tres ametralladoras Hotchkiss de 6,5 mm montadas en bípodes; se fabricaban en Grecia, según tenía entendido, y eran introducidas clandestinamente en España por antimonárquicos griegos. También había tres morteros. A la brigada italiana le habían ordenado mantener la carretera asfaltada y un puente de madera que salvaba el río. El puente había volado por los aires, dejando en el lecho del río pilotes carbonizados y unos cuantos tablones ennegrecidos que la corriente había arrastrado hasta la orilla. Cuando Navarro aparcó el coche un sargento se acercó a comprobar qué querían. Una vez que Weisz y McGrath se hubieron bajado del vehículo, éste dijo:
—Hablaré en italiano, pero después te lo traduzco.
Ella le dio las gracias y ambos sacaron lápiz y papel. Al sargento no le hizo falta ver más.
—Un momento, por favor, iré a buscar al oficial.
Weisz se rió.
—Bueno, díganos al menos su nombre.
El sargento le devolvió la sonrisa.
—Digamos que sargento Bianchi, ¿estamos? —O lo que era lo mismo: «No use mi nombre.» Signor Bianchi y signor Rossi, señor Blanco y señor Rojo, eran el equivalente italiano de Smith y Jones, apellidos genéricos propios de chistes y alias jocosos—. Escriban lo que quieran —añadió el sargento—, pero tengo familia. —Se alejó con parsimonia y, a los pocos minutos, apareció el oficial.
Weisz llamó la atención de McGrath, pero ella no vio lo mismo que él. El oficial era moreno, con el rostro —los pómulos acentuados, la nariz ganchuda y, sobre todo, los ojos de halcón— marcado por una cicatriz que describía una curva desde la comisura del ojo derecho hasta el centro de la mejilla. En la cabeza llevaba el flexible gorro verde de los soldados de la infantería española, la parte superior, con la gran borla negra, estaba hundida. Y vestía un grueso jersey negro bajo la guerrera caqui —sin insignias— de un ejército y los pantalones que eran de otro ejército. Del hombro le colgaba una pistolera con una automática. Llevaba unos guantes negros de cuero.
Weisz dio los buenos días en italiano y agregó:
—Somos corresponsales, yo me llamo Weisz y ésta es la signora McGrath.
—¿Italianos? —preguntó el oficial con incredulidad—. Están en el lado equivocado del río.
—La signora es del Chicago Tribune —aclaró Weisz—. Y yo trabajo para la agencia de noticias británica Reuters.
El oficial, cauteloso, los estudió un instante.
—Bueno, es un honor. Pero, por favor, nada de fotografías.
—No, claro. ¿Por qué lo del «lado equivocado del río»?
—Ésa de ahí es la División Littorio. Los Flechas Negras y los Flechas Verdes. Oficiales italianos, soldados italianos y españoles. Así que hoy mataremos a los fascisti y ellos nos matarán a nosotros. —El oficial esbozó una sonrisa forzada: así era la vida, lástima—. ¿De dónde es usted, signor Weisz? Diría que habla italiano como si lo fuera.
—De Trieste —contestó Weisz—. ¿Y usted?
El oficial vaciló. ¿Mentir o decir la verdad? Finalmente respondió:
—Soy de Ferrara, me llaman coronel Ferrara.
Su mirada parecía arrepentida, pero confirmó la corazonada de Weisz, la que tuvo nada más ver al oficial, ya que habían aparecido fotografías de su rostro, con la cicatriz corva, en los periódicos: alabado o difamado, dependiendo de la ideología política.
«Coronel Ferrara» era un nombre de guerra, los alias eran algo habitual entre los voluntarios del bando republicano, en particular entre los agentes de Stalin. Pero ese nom de guerre era anterior a la guerra civil española. En 1935 el coronel, adoptando el nombre de su ciudad, abandonó las fuerzas italianas que luchaban en Etiopía —donde los aviones descargaron una lluvia de gas mostaza sobre las aldeas y el ejército enemigo— y apareció en Marsella. En una entrevista para la prensa francesa dijo que ningún hombre que tuviera conciencia podía tomar parte en aquella guerra de conquista de Mussolini, en aquella guerra imperialista.
En Italia los fascistas habían tratado de arruinar su reputación por todos los medios, ya que el hombre que se hacía llamar coronel Ferrara era un héroe legítimo y muy condecorado. A los diecinueve años era un joven oficial que combatía a los ejércitos austrohúngaro y alemán en la frontera septentrional de Italia, un oficial de los Arditi, como se conocía a los miembros de las tropas de asalto —su nombre derivaba del verbo ardire, «tener valor, osadía»—, que eran los soldados más afamados de Italia, conocidos por sus jerséis negros, por asaltar trincheras enemigas de noche, el cuchillo entre los dientes, una granada en cada mano… jamás utilizaban un arma con un alcance superior a treinta metros. Cuando Mussolini fundó el Partido Fascista en 1919, sus primeros afiliados fueron cuarenta veteranos de los Arditi desencantados con las promesas rotas de los diplomáticos franceses y británicos, promesas que utilizaron para arrastrar a Italia a la guerra en 1915. Pero este ardito era un enemigo, un enemigo público del fascismo. Su tarjeta de presentación era su rostro herido y una mano con quemaduras tan graves que llevaba guantes.
—Entonces puedo llamarlo coronel Ferrara —dijo Weisz.
—Sí. Mi verdadero nombre no importa.
—Estuvo con el Batallón Garibaldi, en la XII Brigada Internacional.
—Así es.
—Que han desmantelado y enviado a casa.
—Al exilio —puntualizó Ferrara. Difícilmente podrían volver a Italia. Así que, junto con los alemanes, los polacos y los húngaros, todas las ovejas que no seguimos al rebaño, han ido en busca de un nuevo hogar. Sobre todo a Francia, por cómo andan las cosas últimamente, aunque allí tampoco es que seamos bienvenidos.
—Pero usted se ha quedado.
—Nos hemos quedado —corrigió—. Ciento veintidós de nosotros, esta mañana. No estamos listos para abandonar esta lucha, bueno, esta causa, de modo que aquí nos tiene.
—¿Qué causa, coronel? ¿Cómo la describiría?
—Ha habido demasiadas palabras, signor Weisz, en esta guerra dialéctica. Para los bolcheviques es fácil, tienen sus consignas: Marx dice esto, Lenin lo otro. Pero para el resto la cosa no está tan clara. Luchamos por la liberación de Europa, por supuesto, por la libertad, si lo prefiere, por la justicia quizá y, sin duda, contra todos los cazzi fasulli que quieren gobernar el mundo a su manera. Franco, Hitler, Mussolini, hay dónde elegir, y todas las sabandijas que les hacen el trabajo.
—No puedo usar «cazzi fasulli» —significaba «capullos farsantes»—. ¿Quiere cambiarlo?
Ferrara se encogió de hombros.
—Quítelo. No sé decirlo mejor.
—¿Hasta cuándo se van a quedar?
—Hasta el final, pase lo que pase.
—Hay quien dice que la República está acabada.
—Puede que tengan razón, pero nunca se sabe. Si uno hace la clase de trabajo que hacemos nosotros aquí, prefiere pensar que una bala disparada por un fusilero podría convertir la derrota en victoria. O tal vez alguien como usted escriba sobre nuestra pequeña compañía y los americanos den un respingo y digan: «Dios santo, es verdad, vamos por ellos, muchachos.»
Una repentina sonrisa iluminó el rostro de Ferrara, la idea, tan improbable, resultaba graciosa.
—Esto aparecerá sobre todo en Gran Bretaña y Canadá, y en Sudamérica, donde los periódicos publican nuestros despachos.
—Bueno, pues entonces que sean los británicos los que den el respingo, aunque ambos sabemos que no lo harán, al menos hasta que les toque a ellos comerse el Wiener Schnitzel de Adolf. O que todo se vaya al carajo en España, y ya veremos si la cosa se detiene ahí.
—Y de la División Littorio, que está al otro lado del río, ¿qué opina?
—Bueno, conocemos bien a los de la Littorio y a la milicia de los Camisas Negras. Los combatimos en Madrid, y cuando ocuparon el palacio de Ibarra, en Guadalajara, nosotros lo asaltamos y los echamos. Y hoy volveremos a hacerlo.
Weisz se volvió hacia McGrath.
—¿Quieres preguntar algo?
—¿Cuánto va a durar esto? Y ¿qué opina de la guerra, de la derrota?
—Eso ya está. Ya nos vale.
Al otro lado del río una voz gritó: «Eià, eià, alalà.» Era el grito de guerra de los fascistas, en un principio utilizado por las bandas de Camisas Negras en las primeras riñas callejeras. Otras voces repitieron la consigna.
La respuesta llegó de un nido de ametralladoras situado por debajo de la carretera. «Va f'an culo, alalà», «que te den por el culo». Alguien rió, y dos o tres voces corearon el lema. Una ametralladora disparó una breve ráfaga, segando una hilera de juncos de la orilla opuesta.
—Yo en su lugar mantendría la cabeza gacha —recomendó Ferrara. Agachado, se marchó.
Weisz y McGrath se tiraron al suelo, y McGrath sacó los prismáticos.
—¡Lo veo!
Weisz se hizo con los prismáticos. Un soldado estaba tendido entre una mancha de juncos, las manos haciendo bocina mientras repetía el grito de guerra. Cuando la ametralladora volvió a disparar, él culebreó hacia atrás y se esfumó.
Navarro, revólver en mano, se aproximó a la carrera desde el coche y se arrojó al suelo junto a ellos.
—Está empezando —dijo Weisz.
—No intentarán cruzar el río ahora —aseguró Navarro—. Lo harán por la noche.
De la otra orilla, un sonido sordo, seguido de una explosión que hizo pedazos un enebro y provocó que una bandada de pájaros saliera volando de los árboles; Weisz oyó el batir de sus alas cuando sobrevolaban la cima del cerro.
—Morteros —explicó Navarro—. Nada bueno. Tal vez debiera sacarlos de aquí.
—Creo que deberíamos quedarnos un poco —opinó McGrath.
Weisz se mostró conforme. Cuando McGrath le dijo a Navarro que se quedarían, éste señaló un grupo de pinos.
—Será mejor que vayamos ahí —propuso.
A la de tres echaron a correr y llegaron a los árboles justo cuando una bala silbaba sobre sus cabezas.
El fuego de mortero continuó durante diez minutos. La brigada de Ferrara no respondió. El alcance de sus morteros se limitaba al río y debían reservar los proyectiles que tenían para la noche. Cuando cesó el fuego de los nacionales, el humo se fue desvaneciendo y el silencio regresó a la ladera.
Al cabo de un rato Weisz cayó en la cuenta de que estaba hambriento. Las unidades republicanas apenas tenían comida para ellas, así que los dos corresponsales y el teniente Navarro habían estado viviendo a base de pan duro y un saco de lentejas, que, en palabras del ministro de Economía republicano, eran las «píldoras de la victoria del doctor Negrín». Allí no podían hacer fuego, de modo que Weisz rebuscó en la mochila y sacó su última lata de sardinas, que no habían abierto antes por falta de abridor. Navarro resolvió el problema utilizando una navaja y los tres se pusieron a pinchar las sardinas, que comieron sobre unos pedazos de pan, vertiendo por encima un poco de aceite. Mientras comían, el sonido de un combate en algún lugar del norte —tableteo de ametralladoras y fuego de fusiles— aumentó hasta tener un ritmo constante. Weisz y McGrath decidieron ir a echar un vistazo y después poner rumbo al nordeste, a Castelldans, para enviar sus crónicas.
Encontraron a Ferrara en uno de los nidos de ametralladoras, se despidieron y le desearon buena suerte.
—¿Adónde irá cuando esto termine? —le preguntó Weisz—. Quizá podamos volver a hablar. —Quería escribir otro artículo sobre Ferrara, un reportaje sobre un voluntario en el exilio, una crónica de la posguerra.
—Si sigo de una pieza, a Francia, a alguna parte. Pero, por favor, no lo cuente.
—No lo haré.
—Mi familia está en Italia. Tal vez en la calle o en el mercado alguien diga algo o haga algún gesto, pero se puede decir que los dejan en paz. En mi caso es distinto, podrían hacer algo si supieran dónde estoy.
—Saben que está aquí —dijo Weisz.
—Bueno, imagino que sí. Al otro lado del río lo saben. Lo único que tienen que hacer es venir aquí a saludarme.
Enarcó una ceja. Pasara lo que pasase, era bueno en lo suyo.
—La signora McGrath enviará su artículo a Chicago.
—Chicago, sí, ya sé, White Socks, Young Bears, estupendo.
—Adiós —se despidió Weisz.
Se estrecharon la mano. Había una mano fuerte enfundada en aquel guante, pensó Weisz.
Alguien del otro lado del río disparó al coche cuando éste avanzaba por la carretera del cerro, y una bala atravesó la puerta trasera y salió por el techo. Weisz podía ver un jirón de cielo por el orificio. Navarro soltó un juramento y pisó a fondo el acelerador: el coche ganó velocidad y, debido a los baches y las irregularidades de la carretera, pegaba fuertes botes y se estampaba contra el firme, aplastando las viejas ballestas y metiendo un ruido espantoso. Weisz se vio obligado a mantener la mandíbula bien cerrada para no romperse un diente. Navarro, por su parte, le pidió a Dios en un susurro que tuviera compasión de los neumáticos y luego, a los pocos minutos, aminoró la velocidad. McGrath, que ocupaba el asiento del copiloto, se volvió e introdujo un dedo en el agujero de bala. Después de calcular la distancia que había entre Weisz y la trayectoria del proyectil, dijo: «¿Carlo? ¿Estás bien?» El fragor del combate que se libraba más adelante cobró intensidad, pero ellos no llegaron a verlo. En el cielo, por el norte, aparecieron dos aviones, Henschels Hs-123 de los alemanes, según Navarro. Dejaron caer bombas sobre las posiciones republicanas en el Segre y a continuación se lanzaron en picado y ametrallaron la ribera este del río.
Navarro salió de la carretera y paró el coche bajo un árbol, toda la protección que pudo encontrar.
—Acabarán con nosotros —afirmó—. No tiene sentido ir, a menos que quieran ver lo que les ha ocurrido a los hombres apostados junto al río.
Weisz y McGrath no tenían necesidad, ya lo habían visto muchas veces.
Así pues, a Castelldans.
Navarro hizo girar el coche, regresó a la carretera y puso rumbo al este, hacia la localidad de Mayals. Durante un rato la calzada permaneció desierta, mientras salvaban una larga pendiente a través de un robledal. Después salieron a una meseta y enfilaron un camino de tierra que pasaba entre pueblos.
El cielo estaba encapotado: unas nubes bajas y grises se cernían sobre un monte pelado por el que serpenteaba la carretera. Se encontraron con una lenta columna que se extendía hasta más allá del horizonte. Un ejército batiéndose en retirada, kilómetros de ejército, interrumpido únicamente por algún que otro carro tirado por mulas que llevaba a los que no podían caminar. Aquí y allá, entre los abatidos soldados, se veían refugiados, algunos con carretas arrastradas por bueyes, cargadas hasta los topes de baúles y colchones, el perro en lo alto, junto a ancianos o mujeres con niños.
Navarro apagó el motor. Weisz y McGrath se bajaron y permanecieron al lado del coche. Con el viento implacable que soplaba de las montañas no se oía nada. McGrath se quitó las gafas y limpió los cristales con el faldón de la camisa, frunciendo el ceño mientras observaba la columna.
—Santo cielo.
—Ya lo has visto antes —apuntó Weisz.
—Ya lo he visto, sí.
Navarro extendió un mapa en el capó.
—Si retrocedemos unos kilómetros —explicó—, podemos rodearla.
—¿Adonde lleva esta carretera? —quiso saber McGrath.
—A Barcelona —contestó Navarro—. A la costa.
Weisz echó mano de la libreta y el lápiz. «A última hora de la mañana el cielo estaba encapotado, unas nubes bajas y grises se cernían sobre una meseta y una carretera de tierra que serpenteaba por ella, hacia el este, hacia Barcelona.»
Al censor, en Castelldans, no le gustó. Era un oficial, alto y delgado, con rostro de asceta. Se hallaba sentado a una mesa en la trasera de lo que había sido la estafeta de Correos, no muy lejos del equipo de radiotelegrafía y del empleado que lo manejaba.
—¿Por qué hace esto? —inquirió. Su inglés era preciso, había sido profesor—. ¿Es que no puede decir «rectificación de líneas»?
—Batiéndose en retirada —insistió Weisz—. Es lo que he visto.
—Eso no nos es de mucha ayuda.
—Lo sé —convino Weisz—. Pero es así.
El oficial releyó el artículo, unas cuantas páginas escritas a lápiz con letra de molde.
—Su inglés es muy bueno —observó.
—Gracias, señor.
—Dígame, señor Weisz, ¿por qué no se limita a escribir sobre nuestros voluntarios italianos y el coronel? La columna de la que habla ha sido sustituida, las posiciones del Segre aún se mantienen.
—La columna forma parte de la noticia. Hay que informar sobre ella.
El oficial se la devolvió y le hizo un movimiento afirmativo con la cabeza al empleado, que aguardaba.
—Envíelo tal como está —le dijo a Weisz—. Y allá usted con su conciencia.
26 de diciembre.
Weisz se puso cómodo en el lujoso y desvaído asiento del compartimento de primera mientras el tren dejaba atrás, entre resoplidos, las afueras de Barcelona. En unas horas estarían en el paso fronterizo de Portbou, luego en Francia. Weisz tenía asiento de ventanilla, frente a un niño pensativo, que iba con sus padres. El progenitor era un hombrecillo atildado que vestía un traje oscuro, con una leontina de oro que le cruzaba el chaleco. Al lado de Weisz, la hija mayor, que lucía una alianza, aunque al marido no se le veía por ninguna parte, y una mujer entrada en carnes de cabello cano, tal vez una tía. Una familia taciturna, pálida, angustiada, que abandonaba su hogar probablemente para siempre.
Al parecer el hombrecillo había sido fiel a sus principios: o era un republicano acérrimo o bien un funcionario de poca categoría. Tenía toda la pinta de esto último. Pero ahora debía marcharse mientras pudiera; la huida había empezado y lo que le esperaba en Francia era, si tenía mala suerte, un campo de refugiados, barracones, alambradas o, si la mala suerte le seguía acompañando, la pobreza más absoluta. Para combatir el mareo, la madre tenía una bolsa de papel arrugada y, de vez en cuando, le daba a cada uno de los miembros de la familia un poco de limón: las estrecheces habían comenzado.
En el compartimento del otro lado del pasillo Weisz vio a Boutillon, del diario comunista L'Humanité, y a Chisholm, del Christian Science Monitor, compartiendo unos bocadillos y una botella de tinto. Weisz se volvió hacia la ventanilla y contempló la maleza, de un verde ceniciento, que bordeaba la vía.
El oficial español tenía razón en lo de su inglés: era bueno. Al terminar la enseñanza secundaria en un colegio privado de Trieste había pasado a la Scuola Normale —fundada por Napoleón a imagen y semejanza de la École Normale de París y, en gran medida, cuna de primeros ministros y filósofos— de la Universidad de Pisa, probablemente la universidad más prestigiosa de Italia. Estudió Economía Política, La Scuola Normale no fue elección suya, sino más bien algo dispuesto desde que nació por el Herr Doktor Professor Helmut Weisz, ilustre etnólogo y padre de Weisz, por ese orden. Y después, tal como estaba previsto, ingresó en la Universidad de Oxford —de nuevo para estudiar Economía Política—, donde aguantó dos años, momento en el cual su tutor, un hombre tremendamente amable y benévolo, sugirió que su destino intelectual se hallaba en otra parte. No es que Weisz no fuera capaz de lograrlo —ser profesor—, sino que, en realidad, no quería. En Oxford en realidad era una variante ortográfica de fatalidad. De modo que, tras una última noche de borrachera y canciones, se fue. Pero con un inglés muy bueno.
Y, gracias a los extraños y maravillosos avatares de la vida, esto acabó siendo su tabla de salvación. De vuelta en Trieste, que en 1919 había dejado de ser austro-húngara para ser italiana, se pasaba los días en los cafés con los amigos. Nada de catedráticos, sino muchachos desaliñados, listos, rebeldes: un aspirante a novelista; un aspirante a actor; dos o tres «no sé, me da igual, no me fastidies»; un aspirante a buscador de oro en el Amazonas; un comunista; un gigoló y Weisz.
—Deberías ser periodista —le decían—. Ver mundo.
Consiguió trabajo en un periódico de Trieste. Escribió necrológicas, informó de algún que otro delito, entrevistó de vez en cuando a un funcionario municipal. En un momento dado, su padre, siempre frío, gélido, tocó algún resorte y Weisz volvió a Milán, a escribir para el periódico más importante de Italia, el Corriere della Sera. Más necrológicas al principio, luego un trabajo en Francia, otro en Alemania. Ya con veintisiete años, se empleó a fondo, más a fondo que nunca, ya que por fin había descubierto la gran motivación de la vida: el miedo al fracaso. La poción mágica. Presto.
En verdad fue una lástima, ya que en 1922 comenzó el dominio de Mussolini, con la marcha sobre Roma (Mussolini fue en tren). No tardaron en imponerse restrictivas leyes de prensa, y para 1925 la propiedad del periódico ya había pasado a manos de simpatizantes fascistas y el director se había visto obligado a dimitir. Con él se fueron los redactores más importantes, mientras que un Weisz resuelto aguantó tres meses. Después salió por la puerta igual que ellos. Se planteó la posibilidad de emigrar, después volvió a Trieste, conspiró con sus amigos, arrancó un cartel o dos, pero en líneas generales mantuvo la cabeza gacha. Había visto a gente apaleada, había visto a gente con sangre en el rostro, sentada en la calle. Eso no era para Weisz.
Al fin y al cabo Mussolini y los suyos no tardarían en marcharse, sólo era cuestión de esperar, el mundo siempre se enderezaba, y volvería a hacerlo. Aceptó trabajos de poca monta en los periódicos de Trieste —un partido de fútbol, un incendio en un carguero del puerto—, dio clases particulares de inglés a unos cuantos estudiantes, se enamoró y se desenamoró, pasó dieciocho meses escribiendo para una revista de comercio de Basilea, otro año en un periódico marítimo de Trieste… sobrevivió. Sobrevivió y sobrevivió. Obligado por la política a vivir en los márgenes de la profesión, veía que la vida se le escapaba como si fuera arena.
Después, en 1935, con la horrible guerra de Mussolini en Etiopía, no fue capaz de soportarlo más. Tres años antes se había unido a los giellisti de Trieste; el aspirante a novelista estaba encerrado en la prisión de la isla de Lipari; el comunista se había vuelto fascista; el gigoló se había casado con una condesa y ambos tenían amantes, y el aspirante a buscador de oro lo había encontrado y había muerto rico, pues en el Amazonas no sólo había tesoros.
Así que Weisz se fue a París, encontró habitación en un minúsculo hotel del barrio de Belleville y empezó a alimentarse a base de aquello que imaginaba todo soñador que va a París: pan, queso y vino. Pero pan muy bueno —el precio controlado por el gobierno francés, despiadadamente astuto—, queso bastante bueno, complementado con aceitunas y cebollas, y horrible vino argelino. Pero cumplía su finalidad. Las mujeres constituían un clásico y eficaz complemento de la dieta: si se pensaba en mujeres no se pensaba en comida. La política era un complemento aburrido de la dieta, pero ayudaba. Era más fácil, mucho más fácil, sufrir en compañía, y la compañía a veces incluía una cena, y mujeres. Luego, después de siete meses de leer periódicos en cafés y buscar trabajo, Dios le envió a Delahanty. El Gran Autodidacta, Delahanty. El mismo que había aprendido solo a leer francés, a leer español, a leer —¡Dios mío!— griego y a leer, afortunadamente, italiano. Delahanty, el jefe de la agencia de noticias Reuters en París: ¡Ecco, un empleo!
Delahanty, de cabello blanco y ojos azules, había abandonado los estudios hada muchos años en Liverpool y, según sus palabras, «había trabajado para periódicos». Al principio vendiéndolos, después pasando de chico de los recados a periodista novato. Sus progresos impulsados por la firmeza, la insolencia y un oportunismo refinado. Hasta que llegó a la cima: jefe de la oficina de París. En calidad de tal, y como probado especialista que era, recibía copia de los despachos procedentes de las oficinas importantes, como Berlín o Roma, lo cual lo convertía prácticamente en la araña en el centro de la tela. Y allí, en el barrio de las agencias cerca de la plaza de la ópera, un glacial día de primavera se presentó Carlo Weisz.
—Señor Weisz, se pronuncia Weiss, no Veisch, ¿correcto? Así que escribía para el Corriere. No queda gran cosa de él. Triste suerte para un periódico de calidad como ése. Y dígame, ¿no tendrá por casualidad los recortes de lo que escribía? —Los artículos recortados, que Weisz llevaba de un lado a otro en una cartera barata, no estaban en muy buen estado, pero se podían leer, y Delahanty los leyó—. No, señor —aclaró—, no es preciso que traduzca, me defiendo con el italiano.
Delahanty se puso las gafas y leyó con el índice.
—Mmm —dijo—. Mmm. No está mal. He visto cosas peores. ¿A qué se refiere con esto, esto de aquí? Ah, tiene sentido. Creo que puede hacer esta clase de trabajo, señor Weisz. ¿Le gusta hacerlo? ¿No le importa lo que va a tener que hacer, señor Weisz? ¿Las nuevas alcantarillas de Amberes? ¿El concurso de belleza de Düsseldorf? ¿No le importa hacer esta clase de cosas? ¿Cómo anda de alemán? ¿Lo hablaba en casa? ¿Algo de serbocroata? Nunca viene mal. Ah, entiendo, Trieste, ya, allí se habla de todo, ¿no? ¿Cómo anda de francés? Sí, igual que yo, me defiendo, y te miran con esa cara rara, pero te las apañas. ¿Español? No, no se preocupe, ya lo irá cogiendo. Ahora seré franco: aquí hacemos las cosas a la manera de Reuters. Aprenderá las reglas, lo único que tiene que hacer es cumplirlas. Y permítame que le diga que no será el hombre de Reuters en París, pero sí será un hombre de Reuters, y eso no está mal. Es lo que yo era, y escribía acerca de todo. Así que dígame, ¿qué le parece? ¿Podrá hacerlo? ¿Montar en trenes y carros de mulas y qué sé yo qué más y hacerse con la noticia? ¿Con sentimiento? ¿Captando el lado humano, el del primer ministro en su grandioso escritorio y el del campesino en su huerto? ¿Cree que sí? ¡Sé que sí! Y lo hará estupendamente. Así que ¿por qué no se pone a ello ya mismo? Digamos ¿mañana? Su predecesor, bueno, hace una semana se fue a Holanda, se emborrachó y se desmayó en el regazo de la reina. Es la maldición de esta profesión, señor Weisz, estoy seguro de que lo sabe. Bien, ¿alguna pregunta? ¿No? De acuerdo, entonces pasaremos a la triste cuestión crematística.
Weisz se quedó dormido y despertó cuando el tren entraba en Portbou. La familia española clavó la vista en el andén del otro lado de las vías, en un puñado de guardias civiles que estaban apoyados distraídamente en la pared de la taquilla, y en un pequeño grupo de refugiados que permanecía en pie entre arcones, fardos y maletas atadas con cuerdas, a la espera del tren que les devolvería a España. Al parecer no todo el mundo podía cruzar la frontera. Al cabo de unos minutos unos agentes de policía españoles comenzaron a recorrer el vagón para pedir los papeles. Cuando llegaron al compartimento contiguo, la hija mayor, que iba sentada junto a Weisz, cerró los ojos y juntó las manos. Weisz vio que rezaba en silencio. Pero los policías se comportaron con corrección —al fin y al cabo aquello era primera clase—, se limitaron a echar un vistazo a la documentación y pasaron al siguiente compartimento. Luego el tren silbó y avanzó unos metros, hasta donde aguardaba la policía francesa.
Informe del agente 207, entregado en mano el 5 de diciembre en un puesto clandestino de la OVRA en el décimo distrito.
El grupo Liberazione se reunió la mañana del 4 de diciembre en el Café Europa; asistieron los mismos sujetos de los anteriores informes, permaneciendo ausentes el ingeniero amato y el periodista Weisz. Se decidió publicar una «necrológica política» del abogado Bottini y declarar que la muerte de éste no había sido un suicidio. También se decidió que el periodista Weisz asumirá la dirección del periódico Liberazione.
28 de diciembre.
Gracias a la prosperidad, o al menos a su prima lejana, Weisz había encontrado un nuevo lugar donde vivir, el Hotel Dauphine, en la rue Dauphine, en el sexto distrito. La dueña, madame Rigaud, era una viuda de la guerra de 1914 y, al igual que otras mujeres de toda Francia, después de veinte años seguía guardando luto. Weisz le cayó bien y apenas le cobró de más por las dos habitaciones, unidas por una puerta, en la última planta, a la que se llegaba tras salvar cuatro interminables tramos de escalera. De vez en cuando le daba de comer, pobre muchacho, en la cocina del hotel, un agradable cambio respecto a las tabernuchas que frecuentaba, Mère no sé qué y Chez no sé cuántos, que salpicaban las angostas calles del sexto distrito.
Exhausto, durmió hasta tarde la mañana del 28. Cuando el sol entraba por las tablillas de los postigos se obligó a despertar y se dio cuenta, al ponerse en pie, de que le dolía casi todo. Incluso una visita a la guerra de pocas semanas pasaba factura. De modo que se comería los tres platos del menú, se dejaría caer un momento por la oficina, miraría a ver si encontraba a alguno de los del café y tal vez llamara a Véronique, cuando ésta volviera a casa de la galería. Un día agradable, al menos eso esperaba. Pero los polvorientos rayos del sol revelaron un papel que le habían deslizado por debajo de la puerta cuando él estaba fuera. Un mensaje, del recepcionista. ¿Qué podía ser? ¿Véronique? «Cariño, ven a verme, te echo tanto de menos.» Fantasía pura y dura, y él lo sabía. A Véronique nunca le daría por hacer semejante cosa, la suya era una aventura muy desvaída, intermitente, esporádica. Con todo, nunca se sabía, cualquier cosa era posible. Por si acaso, leyó la nota. «Telefonea en cuanto vuelvas. Arturo.»
Se reunió con Salamone en un bar desierto cercano a la compañía de seguros donde trabajaba. Se sentaron al fondo y pidieron café.
—Y ¿cómo va la cosa en España? —quiso saber Salamone.
—Mal. Casi ha terminado. Lo que queda es la nobleza de una causa perdida, pero eso es algo endeble en una guerra. Estamos acabados, Arturo, y se lo debemos a los franceses y a los británicos y al Pacto de No Intervención. Hemos perdido pero no estamos derrotados, fin de la historia. Así que ahora lo que venga después dependerá de Hitler.
—Bueno, mis noticias no son mejores. He de decirte que Enrico Bottini ha muerto.
Weisz alzó la vista bruscamente, y Salamone le entregó una hoja recortada de un periódico. Weisz se estremeció al ver la fotografía, leyó de cabo a rabo a toda prisa el texto, meneó la cabeza y se lo devolvió.
—Algo pasó, pobre Bottini, pero no fue esto.
—No, creemos que lo hizo la OVRA. Lo arregló para que pareciese un asesinato y un suicidio.
Weisz sintió que una aguda mordedura le envenenaba el corazón. No era como recibir un disparo, era como una serpiente.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Weisz respiró hondo y soltó el aire.
—Ojalá ardan en el infierno por esto —espetó.
La ira era lo único capaz de aplacar el miedo que se había apoderado de él.
Salamone asintió.
—Así será, con el tiempo. —Se detuvo un instante y añadió—: Pero por ahora, Carlo, el comité quiere que lo sustituyas.
Weisz hizo un despreocupado gesto de aprobación, como si le hubiesen preguntado la hora.
—Mmm —contestó. «Cómo no van a querer…»
Salamone rió, un sordo rumor en el interior de un oso.
—Sabíamos que estarías encantado.
—Pues claro, «encantado» es poco. Y estoy impaciente por contárselo a mi novia.
Salamone casi lo creyó.
—Escucha, no creo…
—Y la próxima vez que nos vayamos a la cama, que no se me olvide afeitarme. Para la foto.
Salamone inclinó la cabeza, cerró los ojos. «Sí, lo sé, perdona.»
—Dejando todo eso aparte —dijo Weisz—, me pregunto cómo voy a hacer esto mientras ando correteando por Europa para Reuters.
—Lo que necesitamos es tu instinto, Carlo. Ideas, nuevos puntos de vista. Sabemos que tendremos que ocupar tu lugar en el día a día.
—Pero no cuando llegue el gran momento, Arturo. Ése será todo mío.
—Ése será todo tuyo —repitió Salamone—. Pero, bromas aparte, ¿es un sí?
Weisz sonrió.
—¿Crees que aquí tendrán Strega?
—Vamos a preguntar —replicó Salamone.
Tenían coñac, y se conformaron con eso.
Weisz intentó disfrutar de un día agradable, para demostrarse que el cambio en su vida no le afectaba tanto. Se comió los tres platos del menú, céleri rémoulade, ternera à la normande, tarte Tatin, o al menos parte, y pasó por alto la muda extrañeza del camarero, salvo por la generosa propina que le hizo dejar el sentimiento de culpa. Rumiando, pasó ante el cafetín al que solía ir y tomó café en otra parte, sentado junto a una mesa de turistas alemanes con cámaras y guías de viaje. Unos turistas alemanes bastante callados y sobrios, se le antojó. Y, en efecto, esa noche vio a Véronique, en su apartamento del séptimo distrito repleto de obras de arte. Allí la cosa se le dio mejor; los preliminares de rigor los ejecutó con mayor ansia y excitación que de costumbre; Weisz sabía lo que le gustaba a ella, ella sabía lo que le gustaba a él. Así que lo pasaron bien. Después él se fumó un Gitanes y la observó cuando se sentó al tocador, los pequeños pechos subiendo y bajando mientras se cepillaba el pelo.
—¿Va todo bien? —se interesó la chica, mirándolo por el espejo.
—Ahora mismo sí.
Ella respondió esbozando una cálida sonrisa, afectuosa y tranquila: su alma de francesa exigía que él hallara consuelo al hacerle el amor.
Se marchó a medianoche, pero no fue directo a casa —un paseo de quince minutos—, sino que cogió un taxi junto a la parada del metro, se dirigió al apartamento de Salamone, en Montparnasse, y pidió al taxista que lo esperara. El traslado de la redacción del Liberazione —cajas con fichas de doce por veinte, montones de carpetas— requirió subir y bajar dos veces las escaleras de la casa de Salamone y otras dos las de la suya. Weisz se lo llevó todo al despacho que se había montado en la segunda habitación: un pequeño escritorio delante de la ventana, una máquina de escribir Olivetti de 1931, un magnífico archivador de roble que en su día se utilizó en las oficinas de un comisionista de grano. Cuando finalizó la mudanza, las cajas y las carpetas ocupaban la mesa entera y una pila en el suelo. Venga papel.
Hojeando unos números atrasados encontró el último artículo que había escrito, uno sobre España, para el primero de los dos ejemplares de noviembre. Estaba basado en un editorial que había aparecido en uno de los periódicos de las Brigadas Internacionales, Our Fight. Con tantos comunistas y anarquistas en las filas de las Brigadas, los convencionalismos de la disciplina militar a menudo eran considerados contrarios a los ideales igualitarios. Por ejemplo, el saludo. El artículo de Weisz abordaba el tema con un saludable toque de ironía: «Hemos de encontrar la manera —les decía a sus lectores italianos— de cooperar, de trabajar juntos contra el fascismo.» Pero eso no siempre era fácil, no había más que echar un vistazo a lo que estaba ocurriendo en la guerra española, incluso en medio del feroz combate. El escritor de Our Fight justificaba el saludo como «la forma militar de decir "hola"». Señalaba que el saludo no era antidemocrático, que, después de todo, dos oficiales de igual graduación se saludaban, que «el saludo es la señal de que un compañero que era un individualista egocéntrico en la vida privada se ha adaptado al modo colectivo de hacer las cosas». El artículo de Weisz también lanzaba una sutil pulla a uno de los rivales del Liberazione, el comunista L'Unità, impreso en Lugano y de amplia difusión. Nosotros, insinuaba, liberales democráticos, socialdemócratas, centristas humanistas, gracias a Dios no sufrimos todo ese martirio doctrinal de los símbolos.
Su artículo había sido, esperaba, divertido, y eso era crucial. Pretendía dar un respiro a la sofocante vida cotidiana bajo el fascismo, un respiro que hacía mucha falta. Por ejemplo, el gobierno de Mussolini emitía un comunicado diario por radio, y todo el que lo escuchara tenía que ponerse en pie durante la transmisión. Ésa era la ley. Así que si uno estaba en un café o trabajando, o incluso en su propia casa, se ponía firmes, ¡y pobre del que no lo hiciera!
A ver, ¿qué tenía para enero? El abogado de Roma estaba redactando la necrológica de Bottini. La idea era: ¿quién mataría a un hombre honrado? Weisz contaba con que Salamone efectuara una revisión, y él haría otro tanto. Siempre había un resumen de noticias internacionales, noticias que se ocultaban o se presentaban tendenciosamente en Italia, donde el periodismo había sido definido, por ley, como un instrumento de apoyo a la política nacional. El resumen, extraído de periódicos franceses y británicos y, en particular, de la BBC, era responsabilidad de la química milanesa, y siempre objetivo y meticuloso. También tenían, lo procuraban siempre, una caricatura, que por lo general dibujaba un emigrado que trabajaba para el parisino Le Journal. La de enero era un Mussolini bebé con un gorrito de lo más recargado sentado en las rodillas de Hitler mientras éste le daba de comer una cucharada de esvásticas. «¡Más, más!», pedía el pequeño Mussolini.
Los giellisti querían, sobre todo, abrir una brecha entre Hitler y Mussolini, ya que Hitler se proponía meter a Italia en la guerra que se avecinaba, de su lado, claro está, a pesar de que el propio Mussolini había declarado que Italia no estaría preparada para entrar en guerra hasta 1943.
Bien, ¿qué más?
Salamone le había contado que el profesor de Siena estaba trabajando en una noticia, basada en una carta clandestina, que describía el comportamiento de un jefe de policía y una pandilla fascista en una ciudad de los Abruzzos. La finalidad del artículo era citar el nombre del jefe de policía, que no tardaría en enterarse de su recién adquirida notoriedad cuando el periódico llegara a Italia. «Sabemos quién eres y sabemos lo que haces, y responderás de todo ello cuando llegue el momento. Además, cuando estés en la calle ándate con cuidado.» Semejante desenmascaramiento lo enfurecería, pero tal vez también serviría para que se pensara dos veces lo que estaba haciendo.
Entonces… Bottini, resumen, caricatura, jefe de policía, otros artículos sueltos, quizá uno sobre Teoría Política —Weisz se aseguraría de que fuese breve— y un editorial, siempre apasionado y de tintes sublimes, que casi siempre venía a decir lo mismo: «Resistid en las pequeñas cosas, esto no puede continuar, las tornas se volverán.» Y que no faltaran citas de los grandes héroes liberales italianos: Mazzini, Garibaldi, Cavour. Y siempre, en negrita y encabezando la primera página: «No destruyas este periódico, dáselo a un amigo de confianza o déjalo donde otros puedan leerlo.»
Weisz tenía que llenar cuatro páginas: el periódico se imprimía en una única gran hoja doblada. Lástima, pensó, que no pudieran poner anuncios. «Tras un largo y duro día de disidencia política, a los giellisti con clase les gusta cenar en Lorenzo.» No, eso no, el espacio restante era suyo y el tema era evidente, el coronel Ferrara, pero… Pero ¿qué? No estaba seguro. Presentía que esa idea encerraba una bomba de relojería. ¿Dónde? No era capaz de descubrirlo. La historia del coronel Ferrara no era nueva, sobre él ya se había escrito en periódicos italianos y franceses en 1935, y sin duda las agencias de noticias se habían hecho eco de la noticia. Ferrara aparecería en el reportaje de Reuters, que con toda probabilidad sería reescrito como algo de interés humano: las agencias de servicios, y la prensa británica en general, no tomaban partido en la guerra de España.
Su artículo en el Liberazione no tendría nada que ver. Escrito con su seudónimo, Palestrina —todos ellos firmaban con nombres de compositores—, sería heroico, estimulante, emotivo. La gorra de soldado de infantería, la pistola al cinto, los gritos al otro lado del río. Mussolini había enviado a España setenta y cinco mil soldados italianos, un centenar de bombarderos Caproni, carros de combate Whippet, cañones, munición, barcos: de todo. Una vergüenza nacional, lo habían dicho antes y volverían a decirlo. Pero había un oficial y ciento veintiún hombres más que tenían el valor de luchar por sus ideales. Y los repartidores se asegurarían de dejar ejemplares en las ciudades próximas a las bases militares.
Eso era lo que había que escribir, y el mismo Ferrara había pedido únicamente que no se mencionara su futuro destino. Resultaba sencillo. Mejor. El lector podía imaginarse que había continuado la lucha en otra parte, en cualquier lugar donde hombres y mujeres valerosos se opusieran a la tiranía. Y además, se preguntó Weisz, ¿qué podía salir mal? Los servicios secretos italianos sabían a ciencia cierta que Ferrara se encontraba en España, conocían su verdadero nombre, lo sabían todo de él. Y Weisz se cercioraría de que su artículo no dijera nada que pudiera ayudarlos. A decir verdad, últimamente ¿qué no era una bomba de relojería? Muy bien, tenía trabajo, y una vez resuelta esa cuestión, volvió a las carpetas.
Carlo Weisz se sentó a su mesa, la chaqueta colgada en el respaldo de la silla. Llevaba una camisa de color gris claro con finas listas rojas, las mangas subidas, el último botón desabrochado, la corbata floja. Junto a un cenicero del San Marco, el café de los artistas y conspiradores de Trieste, un paquete de Gitanes. Tenía la radio encendida —el dial despedía un resplandor ambarino— y estaba sintonizada en una interpretación de Duke Ellington grabada en un club nocturno de Harlem. La habitación estaba a oscuras, iluminada únicamente por una pequeña lámpara con la pantalla de cristal verde. Se retrepó en la silla un instante, se frotó los ojos y acto seguido se pasó los dedos por el pelo para apartárselo de la frente. Si, por casualidad, alguien lo veía desde algún apartamento al otro lado de la calle —tenía los postigos abiertos— al observador jamás se le ocurriría pensar que aquélla era una escena para un noticiario o una página de un libro ilustrado titulado Combatientes del siglo XX.
Weisz exhaló un suspiro mientras retomaba el trabajo. Cayó en la cuenta de que sólo ahora se sentía en paz. Extraño, muy extraño, sí. Porque lo único que estaba haciendo era leer.
10 de enero de 1939.
Desde medianoche caía sobre París una nevada lenta y constante. A las 3:30 de la mañana Weisz se hallaba en la esquina de la rue Dauphine, la que daba al muelle que recorría la orilla izquierda del Sena. Escudriñó la oscuridad, se quitó los guantes y se frotó las manos para calentarlas. Una noche sin viento; la nieve descendía lentamente sobre la blanca calle y el negro río. Weisz amusgó los ojos en dirección al muelle, pero no vio nada; luego consultó el reloj. Las 3:34. Impuntual, no era propio de Salamone, tal vez… Pero antes de que pudiera imaginar las posibles catástrofes distinguió dos faros mortecinos que temblaban mientras el coche se deslizaba por los resbaladizos adoquines.
El baqueteado y viejo Renault de Salamone patinó y se detuvo cuando Weisz le hizo señas. Éste hubo de pegar un fuerte tirón para abrir la puerta mientras Salamone empujaba desde el otro lado. «Joder, joder», dijo Salamone. El coche estaba frío, la calefacción llevaba bastante tiempo sin funcionar y los esfuerzos de los dos pequeños limpiaparabrisas no conseguían despejar el cristal. En el asiento de atrás había un paquete envuelto en papel de estraza y atado con bramante.
El coche avanzaba en dirección este dando sacudidas y derrapando; dejó atrás la oscura mole de Notre Dame y continuó junto al río hacia el Pont D'Austerlitz, para cruzar a la orilla derecha. Cuando el parabrisas se empañó, Salamone se inclinó sobre el volante.
—No veo nada —aseguró.
Weisz extendió el brazo y limpió un pequeño círculo con el guante.
—¿Mejor?
—Mannaggia! —exclamó el otro, que significaba «maldita sea la nieve, el coche y todo»—. Toma, prueba con esto.
Rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó un gran pañuelo blanco.
El Renault, que había aguardado pacientemente ese momento en que el conductor sólo tuviera una mano en el volante, giró con suavidad mientras Salamone soltaba una imprecación y pisaba a fondo el freno. El coche hizo caso omiso, dio otra vuelta y a continuación enterró las ruedas de atrás en un montón de nieve que se había acumulado contra una farola.
Salamone se guardó el pañuelo, arrancó el coche, que se había calado, y metió primera. Las ruedas giraron mientras el motor gemía: una, dos veces, y otra más.
—Espera, para, que empujo —se ofreció Weisz. Utilizó el hombro para abrir la puerta, dio un paso, sus pies volaron por los aires y él aterrizó en el suelo.
—¿Carlo?
Weisz se levantó a duras penas y, dando pasitos cortos y cautelosos, rodeó el coche, y apoyó ambas manos en el maletero.
—Prueba ahora.
El motor aceleró mientras las ruedas giraban y se hundían más y más en los surcos que habían dibujado.
—¡No pises tanto el acelerador!
La ventanilla chirrió cuando Salamone le dio a la manivela.
—¿Qué?
—Con suavidad, con suavidad.
—Vale.
Weisz empujó de nuevo. Esa semana no habría Liberazione.
De una boulangerie que había en la esquina salió un panadero con una camiseta blanca, un delantal blanco y un paño blanco con las puntas anudadas en la cabeza. Los hornos de leña de las panaderías debían encenderse a las tres de la mañana. Weisz olió el pan.
El hombre se situó a su lado y le dijo:
—A ver si podemos entre los dos.
Tras tres o cuatro intentonas, el Renault salió disparado hacia delante y se interpuso en la trayectoria de un taxi, el único vehículo que circulaba por las calles de París esa madrugada. El conductor dio un volantazo, hizo sonar el claxon, gritó: «¿Qué demonios te pasa?» y se llevó el índice a la sien. El taxi patinó en la nieve y después entró en el puente mientras Weisz le daba las gracias al panadero.
Salamone cruzó el río a cinco por hora y fue girando por bocacalles hasta dar con la rue Parrot, cercana a la Gare de Lyon. Allí había un café abierto las veinticuatro horas para viajeros y ferroviarios. Salamone salió del coche y se dirigió a la terraza acristalada. Sentado a una mesa junto a la puerta, un hombre menudo con el uniforme y la gorra de revisor de los ferrocarriles italianos leía un periódico y bebía un aperitivo. Salamone dio unos golpecitos en el cristal, el hombre levantó la vista, se terminó la bebida, dejó algo de dinero en la mesa y siguió a Salamone hasta el coche. Con una estatura que no superaría en mucho el metro y medio, lucía un denso bigote de empleado de ferrocarril y tenía una barriga lo bastante abultada para hacer que la chaqueta del uniforme se abriera entre los botones. Se subió al asiento posterior y le estrechó la mano a Weisz.
—Menudo tiempecito, ¿eh? —comentó mientras se sacudía la nieve de los hombros.
Weisz asintió.
—Está igual desde Dijon.
Salamone se acomodó en el asiento delantero.
—Nuestro amigo va en el de las siete y cuarto a Génova —le aclaró a Weisz. Luego se volvió al revisor—: Eso es para ti. —Le señaló con la cabeza el paquete.
El revisor lo cogió.
—¿Qué hay dentro?
—Las planchas para la linotipia. Y dinero para Matteo. Y el periódico, con la hoja de composición.
—Dios, debe de haber un montón de dinero, ya podéis buscarme en México.
—Lo que pesa son las planchas. Están hechas de zinc.
—¿Es que no pueden hacer ellos las planchas?
—Dicen que no.
El revisor se encogió de hombros.
—¿Cómo va todo por casa? —preguntó Salamone.
—La cosa no mejora. Confidenti por todas partes. Hay que tener cuidado con lo que se dice.
—¿Te vas a quedar en el café hasta las siete? —quiso saber Weisz.
—De eso nada. Iré al coche cama de primera a echar una cabezadita.
—Bien, será mejor que nos vayamos —sugirió Salamone.
El revisor se bajó y cogió el paquete con ambas manos.
—Ten cuidado —le pidió Salamone—. Ándate con ojo.
—Con cien ojos —prometió el revisor.
Sonrió ante la idea y se alejó arrastrando los pies por la nieve.
Salamone metió una marcha.
—Es bueno. Pero nunca se sabe. El anterior duró un mes.
—¿Qué le pasó?
—Está en la cárcel —replicó Salamone—. En Génova. Intentamos mandarle algo a la familia.
—Anda que no cuesta todo esto —opinó Weisz.
Salamone sabía que estaba hablando de algo más que de dinero, y meneó la cabeza apenado.
—La mayoría de las cosas me las guardo, al comité no le cuento más de lo necesario. Naturalmente te iré poniendo al corriente, por si acaso, ya sabes a qué me refiero.
20 de enero.
Se había quedado un día frío y gris, aunque la nieve había desaparecido en su mayor parte, a excepción de unos montones negruzcos que atascaban las alcantarillas. Weisz fue a la oficina de Reuters a las diez, pasando cerca de la estación de metro de la Ópera, no muy lejos de la Associated Press, el despacho de la agencia francesa Havas y la oficina de American Express. Se detuvo allí en primer lugar. «¿Hay correo para monsieur Johnson?» Había una carta. Sólo un puñado de los giellisti de París podía hacer uso del sistema, que era anónimo y, según creían, aún desconocido para los espías que la OVRA tenía en la ciudad. Weisz enseñó la carte d'identité de Johnson, recogió la carta —con remite de Bari— y después subió a la oficina.
Delahanty ocupaba el despacho de la esquina. Las altas ventanas estaban opacas debido a la mugre, el escritorio lleno hasta los topes de papeles. Estaba bebiendo té con leche y, cuando Weisz se detuvo en la puerta, le dedicó una áspera sonrisa y se ajustó las gafas.
—Ven, ven, le dijo la araña a la mosca.
Weisz dio los buenos días y se sentó en la silla que había al otro lado de la mesa.
—Hoy es tu día de suerte —dijo Delahanty mientras rebuscaba en la bandeja de asuntos pendientes y le entregaba a Weisz un comunicado de prensa.
Por increíble que pudiera parecer, la Asociación Internacional de Escritores iba a celebrar una conferencia. A las 13:00 del día 20 en el Palais de la Mutualité, junto a la plaza Maubert, en el quinto distrito. Abierta al público. Entre los oradores estarían Theodore Dreiser, Langston Hughes, Stephen Spender, C. Day Lewis y Louis Aragon. Este último, que había empezado siendo surrealista, que se volvió estalinista y había acabado uniendo ambas cosas, se aseguraría de que se mantuviera la línea moscovita. En el orden del día, la caída de España en manos de Franco, el ataque de Japón a China, la anexión de Checoslovaquia por parte de Hitler. Ninguna buena noticia. Weisz sabía que las locomotoras de la indignación avanzarían a toda marcha, pero, fuera cual fuese la política de los comunistas, era mejor que el silencio.
—Te has ganado un pequeño tostón, Carlo. Te ha caído uno de esos trabajos rutinarios —dijo Delahanty, bebiendo a sorbos el frío té—. Queremos algo de Dreiser. Hurga en el marxismo y consígueme una cita memorable. Y La Pasionaria —el afectuoso apodo de Dolores Ibárruri, la ardorosa oradora y política republicana— siempre merece una fotografía. Sólo un breve, muchacho; no oirás nada nuevo, pero hemos de tener a alguien allí y España es importante para los periódicos sudamericanos. Así que vete ya. Y no firmes nada.
Obediente, Weisz llegó puntual. La sala estaba a rebosar, la gente pululaba envuelta en una nube de humo de tabaco. Había activistas de toda clase, el barrio latino en ebullición, unas cuantas banderas rojas entre la multitud. Y todo el mundo parecía conocer al resto. Las noticias que habían llegado de España esa mañana afirmaban que el frente en la margen este del Segre había caído, lo que quería decir que no faltaba mucho para la toma de Barcelona. De modo que, como habían sabido desde siempre, Madrid, con su obstinado orgullo, sería la última en rendirse.
Al cabo la cosa se puso en marcha y los oradores hablaron, hablaron y hablaron. La situación era desesperada. Los esfuerzos tenían que redoblarse. Un sondeo realizado por la Liga de Escritores Americanos demostraba que cuatrocientos diez de los cuatrocientos dieciocho miembros estaban de parte del bando republicano. En la conferencia se notó una considerable ausencia de escritores rusos, ya que estaban ocupados extrayendo oro en Siberia o recibiendo tiros en la Lubianka. Weisz, naturalmente, no podía escribir nada de eso: pasaría a formar parte del gran libro Historias que nunca escribí que todo corresponsal tiene.
—¿Carlo? ¡Carlo Weisz!
A ver, ¿quién era ese… ese tipo del pasillo que lo llamaba? Su memoria tardó un instante en reaccionar: alguien a quien había conocido, vagamente, en Oxford.
—Geoffrey Sparrow —dijo el tipo—. Te acuerdas, ¿no?
—Pues claro, Geoffrey, ¿cómo estás?
Hablaban entre susurros mientras un hombre con barba aporreaba el atril con el puño.
—Vayamos fuera —sugirió Sparrow.
Era alto, rubio y risueño y, ahora que Weisz se acordaba, rico y listo. Mientras Sparrow iba pasillo arriba, todo piernas y franela, Weisz vio que no estaba solo, lo acompañaba una chica despampanante. Natural, indefectiblemente.
Cuando llegaron al vestíbulo Sparrow dijo:
—Ésta es mi amiga Olivia.
—¿Qué hay, Carlo?
—Así que has venido en representación de Reuters, ¿no? —dijo Sparrow, los ojos en la libreta y el lápiz de Weisz.
—Sí, ahora resido en París.
—¿Ah, sí? Bueno, no suena nada mal.
—¿Has venido por la conferencia? —preguntó Weisz, la versión de un periodista de: «¿Qué coño estás haciendo aquí?»
—La verdad es que no. Nos hemos escapado para pasar un fin de semana largo, pero esta mañana no nos apetecía nada meternos en el Louvre, así que… por reírnos un rato, vamos, se nos ocurrió echar un vistazo. —Su sonrisa se tornó tristona, en realidad no había sido tan divertido—. Pero jamás pensé que vería a algún conocido. —Se volvió hacia Olivia y explicó—: Carlo y yo estudiamos juntos en la universidad. Esto… ¿qué era? Historia Medieval, con Harold Dowling, creo, ¿no?
—Sí. Unas clases interminables, si mal no recuerdo.
Sparrow soltó una risa alegre. Se habían divertido de lo lindo juntos, ¿no?, con Dowling y lo demás.
—Así que te marchaste de Italia.
—Sí, hace unos tres años. No podía seguir allí.
—Ya, lo sé, Mussolini y sus hombrecitos, una vergüenza, de verdad. Veo tu nombre en algún artículo de Reuters, de vez en cuando, sabía que no podía tratarse de otro.
Weisz sonrió amablemente.
—No, soy yo.
—Vaya, corresponsal —apuntó Olivia.
—Sí, el muy granuja, mientras yo me paso la vida en un banco —dejó caer Sparrow—. Ahora que lo pienso, tengo un amigo en París que es admirador tuyo. Maldita sea, ¿qué dijo? ¿Un artículo de Varsovia? ¡No, Danzig! Sobre el adiestramiento de la milicia del Volksdeutsche en el bosque. ¿Era tuyo?
—Sí. Me sorprende que te acuerdes.
—Me sorprende que me acuerde de algo, pero mi amigo no paraba de darme la tabarra: unos tipos gordos en pantalón corto, con viejos fusiles, que cantaban alrededor de la hoguera…
Muy a su pesar, Weisz se sentía halagado.
—Aterrador, en cierto modo. Pretenden luchar contra los polacos.
—Sí, y ahora viene Adolf a echarles una mano. Dime, Carlo, ¿tienes planes para esta tarde? Tenemos una cena, maldita sea, pero ¿qué me dices de unas copas? ¿A las seis? Tal vez llame a mi amigo, seguro que querrá conocerte.
—La verdad es que tengo que escribir un artículo. —Señaló la sala, donde una voz de mujer iba in crescendo.
—Ah, eso no puede tardar mucho —aseguró Olivia, sus ojos clavándose en los suyos.
—Lo intentaré —prometió Weisz—. ¿En qué hotel estáis?
—En el Bristol —repuso Sparrow—. Pero las copas no las tomaremos allí, quizá en el Deux Magots o como se llame, justo al lado. ¡Vamos a beber con el viejo Sartre!
—Eso es el Flore —lo corrigió Weisz.
—Por favor, cariño —pidió Olivia—, no más barbas roñosas. ¿Por qué no vamos a Le Petit Bar? No venimos aquí todos los días. —Le Petit Bar era el más elegante de los dos bares del Ritz. Volviéndose a Weisz añadió—: ¡Cócteles del Ritz, Carlo!
«Y cuando estoy achispada me da exactamente igual lo que sucede debajo de la mesa.»
—¡Hecho! —dijo Sparrow—. En el Ritz a las seis. No suena nada mal.
—Si no puedo os llamo —contestó Weisz.
—Anda, inténtalo, Carlo —dijo Olivia—. Por favor…
Weisz, tecleando con regularidad en la Olivetti, a las cuatro y media ya había terminado. Tenía tiempo de sobra para llamar al Bristol y anular lo de las copas. Se levantó dispuesto a ir abajo a llamar por teléfono, pero no lo hizo. La idea de pasar una hora con Sparrow, Olivia y su amigo se le antojó atractiva por el cambio que suponía. No sería otra lúgubre tarde de política con otros emigrados. Sabía de sobra que la novia de Sparrow sólo estaba flirteando, pero en el flirteo no había nada malo, y Sparrow era inteligente y podía ser gracioso. «No seas tan ermitaño», se dijo. Y si el amigo pensaba que él era un buen periodista, en fin, ¿por qué no? No se podía decir que escuchara muchos cumplidos, quitando las retorcidas ironías de Delahanty, así que tampoco pasaba nada por oír unas palabras amables de un lector. De manera que se puso la camisa más limpia y la mejor corbata, la de seda a rayas rojas, se peinó el cabello con agua, dejó las gafas en la mesa, bajó a las 17:45 y tuvo el nada desdeñable placer de decirle a un taxista:
—Le Ritz, s'il vous plaît.
Nada de estampado floral esa noche para Olivia, sino un vestido de cóctel. Sus pequeños y perfectos pechos abultándose justo por encima del escote. Y lucía un elegante sombrero bien sujeto a sus cabellos dorados. Sacó un Players de una cajetilla que llevaba en el bolsito de noche y le dio a Weisz un encendedor de oro. «Gracias, Carlo.» Entretanto un espléndido Sparrow con un traje a medida de lo mejorcito de Londres hablaba ingeniosamente de nada, pero no había nadie más, aún no. Charlaban mientras esperaban en el oscuro bar revestido de madera con mobiliario de salón: Sparrow y Olivia en un diván, Weisz en una silla tapizada, junto a la cristalera adornada con cortinajes que conducía a la terraza. Ah, a Weisz le sentaba muy bien todo aquello después de monasterios abandonados y salas llenas de humo, muy bien, sí, cada vez mejor a medida que bajaba el Ritz 75, que básicamente era un French 75, ginebra y champán, llamado así por el cañón francés de 75 mm de la Gran Guerra. Con el tiempo fue un clásico del Stork Club. Bertin, el famoso barman del Ritz, añadía zumo de limón y azúcar y, voilà, el Ritz 75. Voilà, sí. Weisz adoraba al género humano, y su ingenio no tenía límites: sonrisas de alegría de Olivia, jua-juás dentudos de Sparrow.
A los veinte minutos apareció el amigo. Weisz esperaba que un amigo de Sparrow estuviese cortado por el mismo patrón, pero no era el caso. El aura del amigo decía «negocios», alto y claro, mientras él echaba un vistazo, localizaba su mesa y se dirigía a ellos con parsimonia. Era al menos diez años mayor que Sparrow, tirando a gordo y con aire benevolente, entre los dientes una pipa, y vestía lo que parecía un cómodo terno.
—Siento llegar tarde —se excusó nada más acercarse—. Vaya descaro el del taxista, me ha dado una vuelta por todo París.
—Edwin Brown, éste es Carlo Weisz —dijo Sparrow con orgullo cuando se pusieron en pie para saludar al amigo.
A todas luces Brown estaba encantado de conocerlo, su placer expresado mediante un enérgico «Mmm», que pronunció con pipa y todo mientras se daban la mano. Después de acomodarse en su silla comentó:
—Creo que es usted un escritor muy bueno, señor Weisz. ¿Se lo ha dicho Sparrow?
—Me lo ha dicho, y es muy amable por su parte.
—Lo que soy es justo, nada de «amable». Siempre busco su firma, cuando le dejan ponerla.
—Gracias —contestó Weisz.
Se vieron obligados a pedir una tercera ronda de cócteles, ahora que había llegado el señor Brown. En Weisz el manantial de la vida burbujeaba cada vez más alegremente. Olivia tenía cierto rubor en las mejillas y empezaba a estar algo más que achispada, reía con facilidad y, de vez en cuando, miraba a Weisz a los ojos. Entusiasmada, presentía él, más con la elegancia de Le Petit Bar, la velada, París, que con lo que quiera que pudiese ver en él. Cuando reía echaba la cabeza hacia atrás, y la tenue luz se reflejaba en su collar de perlas.
La conversación desembocó en la conferencia de esa misma tarde. El desdén de conservador de Sparrow casaba bien con el liberalismo afable de Weisz. En el caso de Olivia todo empezaba y acababa con las barbas. El señor Brown se mostró bastante más opaco, se guardaba sus opiniones políticas, aunque era decididamente partidario de Churchill. Incluso citó el discurso que pronunció éste ante Chamberlain y sus colegas con motivo de la cobarde capitulación de Munich.
—«Se os dio a elegir entre la vergüenza y la guerra. Habéis escogido la vergüenza y tendréis la guerra.» —Y añadió—: Y estoy seguro de que estará de acuerdo, señor Weisz.
—No cabe duda de que por ahí van los tiros —convino Weisz. En el breve silencio que siguió, dijo—: Perdóneme una pregunta de periodista, señor Brown, pero ¿le importaría decirme a qué clase de negocios se dedica?
—Naturalmente que no me importa, pero, como se suele decir, «no es para publicar».
La pipa despidió una gran bocanada de humo dulzón como para subrayar el impedimento.
—Esta noche está a salvo —prometió Weisz—. Será confidencial —dijo en son de broma. Era imposible que Brown pensara que lo estaba entrevistando.
—Poseo una pequeña empresa que controla un puñado de almacenes en el puerto de Estambul —repuso—. Comercio a la vieja usanza, me temo, y sólo estoy allí parte del tiempo. —Sacó una tarjeta y se la ofreció a Weisz.
—Y es de suponer que esperará que los turcos no se alíen con Alemania.
—Eso es —contestó Brown—. Pero creo que permanecerán neutrales. Ya tuvieron guerra para dar y tomar en el dieciocho.
—Como todos —terció Sparrow—. Ojalá no se repita, ¿verdad?
—Una vez que ha empezado no hay quien lo pare —opinó Brown—. Mira España.
—Creo que deberíamos haberlos ayudado —dijo Olivia.
—Supongo que sí —contestó Brown—. Pero nos vino a la cabeza lo del catorce. —Luego le preguntó a Weisz—: ¿No ha hecho usted nada relacionado con España, señor Weisz?
—Algo, de higos a brevas.
Brown lo miró un instante.
—¿Qué fue lo que leí? ¿Cuánto hará? Estaba en Birmingham, algo en el periódico local, ¿la campaña de Cataluña?
—Quizá. Estuve allí hace unas semanas, a finales de diciembre.
Brown se terminó la copa.
—Muy buena, ¿tomamos otra? ¿Tenéis tiempo, Geoffrey? A ésta invito yo.
Sparrow le hizo señas al camarero.
—Dios mío —dijo Olivia—. Y vino en la cena.
—Ya me acuerdo —saltó Brown—. Era sobre un italiano que luchaba contra los italianos de Mussolini. ¿Era suyo?
—Es probable. En Birmingham están suscritos a Reuters.
—Un coronel. El coronel algo.
—Coronel Ferrara.
«¡Toma ya!»
—Con una gorra no sé cómo.
—Tiene buena memoria, señor Brown.
—Es una lástima pero no, la verdad; lo que pasa es que, por algún motivo, se me quedó grabado.
—Un hombre valiente —lo elogió Weisz. Y acto seguido les explicó a Sparrow y Olivia—: Luchó con las Brigadas Internacionales y se quedó cuando las disolvieron.
—No creo que vaya a servirle de mucho ahora —comentó Sparrow.
—¿Qué será de él? —se interesó Brown—. Cuando los republicanos se rindan, quiero decir.
Weisz meneó la cabeza despacio.
—Tiene que ser extraño —dijo Brown—. Entrevistar a alguien, oír su historia y que luego se esfume. ¿Les sigue alguna vez la pista, señor Weisz?
—Es difícil, tal como anda el mundo. La gente desaparece o piensa que ha de desaparecer, mañana, el próximo mes…
—Sí, lo entiendo. Con todo, seguro que le impresionó. Es bastante fuera de lo común, a su manera, un oficial del ejército que combate por la causa de otra nación.
—Creo que para él se trataba de una única causa, señor Brown. ¿Conoce la frase de Rosselli? Él y su hermano fundaron una organización de emigrados en los años veinte y a él lo asesinaron en París en el treinta y siete.
—Conozco la historia de Rosselli, pero no la frase.
—«Hoy en España, mañana en Italia.»
—¿Qué significa…?
—La lucha es por la libertad en Europa: democracia contra fascismo.
—¿No era comunismo contra fascismo?
—Para Rosselli, no.
—¿Para el coronel Ferrara, tal vez?
—No, no. Para él tampoco. Es un idealista.
—Qué romántico —intervino Olivia—. Como una película.
—Sí —aseguró Brown.
Casi eran las ocho cuando Weisz salió del hotel, pasó ante la hilera de taxis que aguardaban junto al bordillo y se encaminó hacia el río. Que el tiempo, frío y húmedo, le despejara la cabeza, ya encontraría un taxi después. A menudo se decía eso mismo y luego se despreocupaba, escogiendo las calles por el placer de caminar por ellas. Dio la vuelta a la plaza Vendôme, los escaparates de los joyeros a la espera de la clientela del Ritz, y a continuación tomó la rue St. Honoré, dejando atrás lujosas tiendas, ahora cerradas, y algún que otro restaurante, el letrero dorado sobre verde, un refugio secreto, el aroma de exquisitas viandas flotando en la brisa nocturna…
El señor Brown le había propuesto cenar juntos, pero él había declinado el ofrecimiento. Ya había tenido bastante interrogatorio por esa noche. «Continental Trading Ltd.», rezaba la tarjeta, con números de teléfono en Estambul y Londres, pero Weisz tenía una idea bastante clara de a qué se dedicaba en realidad el señor Brown. El espionaje. Probablemente el Servicio Secreto de Inteligencia británico. Nada nuevo ni sorprendente, la verdad. Espías y periodistas estaban destinados a recorrer la vida juntos, y en ocasiones costaba distinguir al uno del otro. Sus cometidos no eran tan diferentes: hablaban con políticos, se procuraban contactos en departamentos gubernamentales y hurgaban en busca de secretos. A veces hablaban y comerciaban entre sí. Y de cuando en cuando un periodista trabajaba directamente para los servicios secretos.
Weisz sonrió al recordar la velada: habían hecho un buen trabajo con él. ¡Mira, tu viejo amigo de la universidad! Y su atractiva novia, que cree que eres un encanto. ¡Tómate una copa! ¡Seis! Anda, mira, pero si es nuestro amigo, el señor Brown. El señor Green. El señor Jones. A su entender, era probable que Sparrow y Olivia fueran civiles —últimamente la vida de muchas naciones peligraba, así que uno echaba una mano si se lo pedían—, pero el señor Brown era harina de otro costal. ¿Qué había de particular en esa meada concreta en esa farola concreta que tanto interés suscitaba en ese sabueso concreto?, se dijo Weisz. ¿Era Ferrara sospechoso de algo? ¿Lo habrían incluido en alguna lista? Weisz esperaba que no. Pero, si no era así, ¿qué? Porque Brown quería saber quién era y quería dar con él. Se había tomado algunas molestias para conseguirlo. Maldita sea, se lo había olido cuando se planteó la posibilidad de escribir acerca de Ferrara, ¿por qué no se hizo caso?
«Tranquilízate.» Los espías siempre iban tras algo. Si eras periodista, de repente aparecía el más afable de los rusos, el más culto de los alemanes, la francesa más refinada del mundo. El preferido de Weisz en París era el magnífico conde Polanyi, de la legación húngara: exquisitos modales de la vieja Europa, franqueza extrema y sentido del humor. Muy interesante, muy peligroso. Un error acercarse a esas personas, pero a veces la gente se equivocaba. Y no cabía duda de que Weisz se había equivocado. Con, por ejemplo, lady Angela Hope, espía, no lo ocultaba. El recuerdo hizo que prorrumpiera en una ebria carcajada. Se había equivocado con lady Angela dos veces, en su apartamento de Passy, y ella había hecho de aquello una ruidosa y elaborada ópera; él tenía que ser por lo menos Casanova para provocar esos chillidos: por el amor de Dios, había doncellas en el apartamento. Qué importaban las doncellas, los vecinos. «Cielo santo, han asesinado a lady Angela. Otra vez.» La interpretación vino seguida de un interrogatorio de alcoba de considerable duración, sobre la información no publicada en la entrevista que le hizo a Gafencu, el ministro de Asuntos Exteriores rumano. Pero lady Angela no le sacó nada, igual que Brown tampoco había averiguado dónde se escondía el coronel Ferrara.
Weisz estaba de vuelta en su habitación antes de las nueve. Para cuando llegó al sexto distrito le habían entrado ganas de cenar, pero no le apetecía ir a Chez no sé qué o Mère no sé cuántos con un periódico por toda compañía, de modo que se detuvo en su local de costumbre y tomó un bocadillo de jamón, café y una manzana. Ya en casa, pensó en ponerse a escribir, escribir desde el corazón, para él mismo, y se habría puesto a trabajar en la novela del cajón del escritorio de no ser porque no había ninguna novela en el cajón. Así que se tumbó en la cama, escuchó una sinfonía, fumó unos cigarrillos y leyó La Condition humaine, de Malraux, por segunda vez. Shanghai en 1927. El levantamiento comunista, campesinos terroristas, agentes soviéticos conspirando contra las fuerzas nacionalistas de Chiang Kai Chek, policía secreta, espías, aristócratas europeos. Todo ello aderezado con el gusto francés por la filosofía. Aquello no era ningún refugio de la vida profesional de Weisz. Él no buscaba, se negaba a buscar, ningún refugio.
Con todo, gracias a Dios había una excepción a la regla. Dejaba el libro de vez en cuando y pensaba en Olivia, en cómo habría sido hacerle el amor, en Véronique, en su caótica vida amorosa, que si ésta y que si aquélla, dondequiera que fuera esa noche. Pero, sobre todo, en, bueno, tal vez no el amor de su vida, pero sí la mujer en la que nunca dejaba de pensar, ya que las horas que habían pasado juntos siempre fueron excitantes e intensas. «Es que estábamos hechos el uno para el otro», diría ella, en su voz un suspiro de melancolía. «A veces pienso que por qué no podemos seguir sin más.» Seguir significaba, suponía él, una vida de tardes en camas de hotel, cenas esporádicas en restaurantes apartados. Su deseo por ella no tenía fin, y ella le confesó que le ocurría lo mismo. Pero. Lo suyo no se traduciría en matrimonio, hijos, vida doméstica. Era una aventura. Y los dos lo sabían. Ella se había casado tres años antes en Alemania, un matrimonio por dinero, posición social, un matrimonio, creía él, aguijoneado por la barrera de los cuarenta y el hastío de los líos amorosos, incluso del suyo. Sin embargo, cuando se sentía solo pensaba en ella. Y ahora se sentía muy solo.
Jamás imaginó que las cosas serían así, pero la vorágine política de cuando ella tenía entre veinte y treinta años, el desvarío del mundo, el latido del mal y la interminable huida de él habían torcido las cosas. Al menos él le echaba la culpa a todo eso por dejarlo solo en la habitación de un hotel de una ciudad extranjera. Entremedias se quedó dormido dos veces. A eso de las 23:30 dio por finalizado el día, se metió bajo la manta y apagó la luz.
28 de enero, Barcelona.
«S. Kolb.»
Así se llamaba en el pasaporte actual, un nombre ficticio que le daban cuando les convenía. Su verdadero nombre había desaparecido, hacía mucho, y ahora era el señor Nadie, del país de ninguna parte, y lo parecía: calvo, con una franja de pelo moreno, gafas, un bigote ralo… un hombre bajo y sin importancia con un traje raído, en ese instante encadenado a dos anarquistas y una tubería del cuarto de baño de un café situado en el bombardeado puerto de una ciudad abandonada. Condenado a morir de un tiro. A su debido tiempo. Había cola. Todos tenían que esperar su turno, y era posible que los verdugos no volvieran al trabajo hasta después de almorzar.
Tremendamente injusto, se le antojaba a S. Kolb.
Sus papeles aseguraban que era representante de una empresa de ingeniería de Zurich, y una carta que llevaba en el maletín escrita en papel del gobierno republicano, con fecha de hacía dos semanas, confirmaba su cita en la jefatura de Intendencia del Ejército. Una ficción. La carta era falsa; a esas alturas la jefatura de Intendencia del Ejército no eran más que unas dependencias vacías con el suelo sembrado de importantes documentos. El nombre era un alias. Y Kolb no era un viajante.
Pero, así y todo, injusto. Porque la gente que iba a pegarle un tiro no sabía nada de eso. Había intentado entrar en unos establos, el alojamiento provisional de varias compañías del 5º Cuerpo del Ejército Popular, y un centinela lo había arrestado y llevado a una checa que se hallaba emplazada en un café del puerto. El oficial que estaba al mando, sentado a una mesa junto a la barra, era un toro con la cara de pan cubierta por la sombra de la barba. Escuchó con impaciencia el relato del centinela, apoyó el peso en una nalga, frunció el ceño y dijo:
—Es un espía, pegadle un tiro.
No estaba equivocado. Kolb era un agente del Servicio Secreto de Inteligencia británico, un agente secreto, sí, un espía. De todas formas, era tremendamente injusto. Y es que, en ese momento, no estaba espiando: ni robando documentos ni sobornando a funcionarios ni sacando fotografías. Ése era principalmente su trabajo, incluido algún que otro asesinato cuando Londres lo pedía. Pero esa semana no había hecho nada de eso. Esa semana, siguiendo instrucciones de su jefe, un tipo glacial conocido como señor Brown, S. Kolb había abandonado un cómodo burdel en Marsella —una operación relacionada con la marina mercante francesa— y había ido corriendo a España a buscar a un italiano llamado coronel Ferrara, que se creía se había retirado a Barcelona con elementos del 5º Cuerpo del Ejército Popular.
Pero Barcelona era una pesadilla, cosa que al señor Brown le daba igual, naturalmente. El gobierno había recogido sus archivos y había huido al norte, a Gerona, seguido por miles de refugiados que se dirigían a Francia, y la ciudad había quedado a merced del avance de las columnas nacionalistas. Reinaba la anarquía, los barrenderos habían dejado la escoba y se habían ido a casa. Grandes montones de basura custodiados por nubes de moscas se apilaban en las aceras. Los refugiados entraban a robar en los desiertos ultramarinos. La ciudad se encontraba en manos de borrachos armados que recorrían las calles en el techo de taxis.
No obstante aquel caos, Kolb había tratado de hacer su trabajo. «A ojos del mundo —le dijo Brown en su día— puede que usted sea un tipo bajo y flacucho, pero, si me permite la expresión, tiene los huevos de un gorila.» ¿Un cumplido? Dios lo había hecho flacucho, el destino le había arruinado la vida cuando lo acusaron de desfalco, de joven, cuando trabajaba en un banco en Austria, y el SSI británico se había encargado del resto. De serlo, no era un cumplido muy bueno. De todos modos sí que era un hombre perseverante: había dado con lo que quedaba del 5º Cuerpo del Ejército Popular, y ¿cuál era su recompensa?
Encadenado a unos anarquistas, en el cuello un pañuelo negro, y a una cañería. Fuera, en el callejón contiguo, se oyeron unos disparos. Bueno, al menos la cola avanzaba. ¿A qué hora se comía? «¿Hora de…?»,[1] le preguntó al anarquista que tenía más cerca al tiempo que hacía con la mano libre el gesto de llevarse una cuchara a la boca. El anarquista lo miró con cierta admiración: aquel hombre se encontraba a las puertas de la muerte y quería comer.
De pronto la puerta se abrió de golpe y dos milicianos, pistola en mano, entraron tranquilamente en el cuarto de baño. Mientras uno de ellos se desabrochaba la bragueta y utilizaba el orificio del aseo turco, el otro se puso a soltar la cadena de la tubería. «Oficial —dijo Kolb, sin obtener respuesta alguna del miliciano—. Comandante —probó. El otro lo miró—. Por favor —pidió educadamente Kolb—. Importante.»
El miliciano le dijo algo a su compañero, que se encogió de hombros y comenzó a abrocharse la bragueta. Luego agarró a Kolb por el hombro y sacó a los tres encadenados de allí y los metió en el café. El oficial de la checa tenía delante, en pie y con la cabeza gacha, a un hombre bien vestido que recalcaba algo dando golpecitos con el dedo en la mesa.
—¡Señor! —exclamó Kolb cuando iban hacia la puerta—. ¡Señor comandante!
El oficial alzó la vista. Kolb tenía una oportunidad.
—Oro —dijo—. Oro para vida.
Kolb lo había preparado mientras estaba en el cuarto de baño, intentando desesperadamente reunir unas cuantas palabras en español. ¿Cómo se decía «oro»? ¿Y «vida»? El resultado —«oro para vida»— fue escueto, pero eficaz. A un gesto del oficial, acercaron a la mesa a Kolb y a los anarquistas. Se impuso el lenguaje de las señas. Kolb señaló con insistencia la costura de la pernera del pantalón y repitió:
—Oro.
El oficial siguió la pantomima con atención y extendió la mano. Cuando Kolb se quedó como un pasmarote, el oficial chasqueó los dedos dos veces y abrió de nuevo la mano. Un gesto universal: «Dame el oro.» Kolb se aflojó el cinturón a toda prisa, se desabrochó el botón y consiguió, con una mano, quitarse los pantalones y entregárselos al oficial, que pasó un pulgar por la costura. Aquello era obra de un sastre muy bueno, y el oficial tuvo que apretar con firmeza para dar con las monedas que habían cosido a la tela. Cuando el pulgar encontró un redondel duro, el hombre miró a Kolb con interés. «¿Quién eres tú para organizar algo así?» Pero Kolb siguió como un pasmarote, ahora en holgados calzoncillos de algodón, grises debido al paso del tiempo, un atuendo que lo hacía aún menos imponente, si cabe, que de costumbre. El oficial se sacó una navaja automática del bolsillo y, con un movimiento de muñeca, dejó al descubierto una brillante hoja de acero. Cortó la costura y aparecieron veinte monedas de oro. Florines holandeses. Una pequeña fortuna. Sus ojos se abrieron de par en par mientras los miraba fijamente, luego se entornaron. «Hombrecillo listo, ¿qué más tienes?»
Cortó la otra costura, la bragueta, la cinturilla, los bajos y las solapas de los bolsillos traseros… hizo trizas los pantalones. Los arrojó a un rincón y, acto seguido, le hizo a Kolb una pregunta que éste no entendió. Más bien que casi no entendió, pues desentrañó que significaba «para todos». ¿Quería Kolb pagar el rescate por su persona únicamente o también por los dos anarquistas?
Kolb presintió el peligro, y su cerebro sopesó las posibilidades a toda velocidad. ¿Qué hacer? ¿Qué decir? Mientras vacilaba el oficial se impacientó, desechó el asunto con un movimiento displicente de la mano y le dijo algo al miliciano, que empezó a soltar a Kolb y a los anarquistas. Éstos se miraron entre sí y luego se encaminaron a la puerta. Kolb vio su pasaporte en la mesa: el maletín, el dinero y el reloj habían desaparecido, pero necesitaba el pasaporte para salir de aquel maldito país. Mansamente, con la mayor calma de que fue capaz, Kolb se adelantó, agarró el pasaporte e inclinó la cabeza con humildad ante el oficial a medida que retrocedía. Éste, que recogía las monedas de la mesa, lo miró, pero no dijo nada. Con el corazón desbocado, Kolb salió del café.
Y salió al puerto. Almacenes calcinados, cráteres de bomba en los adoquines, una gabarra medio hundida amarrada a un muelle. La calle estaba abarrotada: soldados, refugiados sentados entre el equipaje, a la espera de un barco que nunca llegaría, vecinos del lugar sin nada que hacer ni sitio adonde ir. Uno de los pequeños coches de punto tirados por caballos de Barcelona, con dos hombres elegantemente vestidos en la caja abierta, se abría paso despacio entre la multitud. Uno de los hombres miró a Kolb un instante y luego apartó la cara.
Normal. Un oficinista anodino en calzoncillos. Algunos se lo quedaban mirando, otros no. Kolb no era lo más raro que habían visto ese día en Barcelona, ni por asomo. Entretanto S. Kolb sentía frío en las piernas debido a la brisa. ¿Y si se ataba la chaqueta a la cintura? Quizá lo hiciera, dentro de un minuto, pero por el momento lo único que quería era alejarse todo lo posible del café. «Dinero», pensó, y luego un billete de tren. Echó a andar a buen paso, hacia la esquina. ¿Y si intentaba volver a los establos? Se lo pensó mientras avanzaba con premura por el muelle.
3 de febrero, París.
El tiempo cambió, dando paso a una falsa primavera nublada, y la ciudad regresó a su habitual grisaille: piedra gris, cielo gris. Carlo Weisz salió del Hotel Dauphine a las once de la mañana, rumbo a una reunión del comité del Liberazione en el Café Europa. Estaba seguro de que lo habían seguido una vez, quizá dos.
De camino a la Gare du Nord, pasó por la boca de metro de St. Germain-des-Prés, donde se detuvo a mirar un escaparate que le gustaba, viejos mapas y cartas de navegación. De pronto, por el rabillo del ojo, se percató de que un tipo también se había parado hacia la mitad de la manzana para mirar, al parecer, el escaparate de un tabac. No había nada extraño en él: treinta y tantos, una gorra gris con visera y las manos en los bolsillos de una chaqueta de cheviot. Weisz terminó de mirar Madagascar, 1856, reanudó su camino, entró en el metro y bajó las escaleras que conducían al andén que lo llevaría a la Porte de Clignancourt. Mientras bajaba oyó unos pasos presurosos a sus espaldas y miró de reojo. En ese instante los pasos cesaron. Luego Weisz se giró en redondo y vislumbró una chaqueta de cheviot cuando quienquiera que fuese daba la vuelta y desaparecía por la escalera. ¿Era la misma chaqueta? ¿El mismo hombre? ¿Quién demonios bajaba las escaleras del metro para luego subirlas? Alguien que había olvidado algo. Alguien que se había dado cuenta de que era la línea equivocada.
Weisz oyó que venía el tren y bajó a toda prisa. Entró en el vagón: a esa hora de la mañana sólo había unos cuantos pasajeros. Cuando iba a tomar asiento, vio otra vez al de la chaqueta de cheviot, que corría para meterse en el vagón más próximo al pie de la escalera. La cosa acabó ahí. Weisz encontró sitio y abrió un ejemplar de Le Journal.
Pero la cosa no acabó ahí del todo, porque, cuando el tren paró en Château D'Eau, alguien dijo: «Signor», y, cuando Weisz levantó la cabeza, le entregó un sobre y se bajó aprisa, justo antes de que el tren empezara a moverse. Weisz sólo tuvo tiempo de echarle un vistazo: unos cincuenta años, mal vestido, camisa oscura abotonada hasta el cuello, rostro surcado de arrugas, ojos preocupados. Cuando el tren cobró velocidad, Weisz se acercó a la puerta y vio al hombre alejándose a buen paso por el andén. Volvió a su asiento, miró el sobre —marrón, cerrado— y lo abrió.
Dentro, una única hoja doblada de papel milimetrado amarillo con un cuidadoso bosquejo de un objeto alargado y puntiagudo. La punta estaba sombreada, y en el otro extremo había una hélice y unas aletas. Palabras en italiano describían las piezas. Un torpedo. ¡Era increíble la cantidad de dispositivos que tenía aquello!: válvulas, cables, una turbina, una cámara de aire, timones de dirección, espoleta, eje propulsor y mucho más. Todo ello destinado a explotar. A un lado de la página, una lista de especificaciones: peso: 1.700 kilos; longitud: 7 metros 20 centímetros; carga: 270 kilos; alcance/velocidad: 4.000 metros a 50 nudos, 12.000 metros a 30 nudos; alimentación: propulsión por vaporización, lo cual significaba, tras pararse a pensarlo un instante, que el torpedo avanzaba por el agua gracias al vapor.
¿Por qué le habían dado eso?
El tren aminoró la marcha ante la proximidad de la siguiente parada, Gare du Nord, leyó en los azulejos azules al entrar en la estación. Weisz dobló el plano y lo metió en el sobre. Durante el breve trayecto que lo separaba del Café Europa, hizo todo lo que se le ocurrió para comprobar si alguien lo seguía. Había una mujer con una cesta de la compra, un hombre paseando a un spaniel. ¿Cómo saberlo?
En el Café Europa Weisz cambió unas palabras en voz queda con Salamone. Le contó que un extraño le había entregado un sobre en el metro con un plano. La expresión del rostro de Salamone fue elocuente: «Lo que me faltaba hoy.»
—Le echaremos un vistazo después de la reunión —propuso—. Si es un plano, será mejor que le pida a Elena que venga.
Elena, la química milanesa, era la asesora del comité en todo lo técnico. El resto apenas era capaz de cambiar una bombilla. Weisz se mostró conforme. Le caía bien Elena. Su rostro anguloso, su cabello largo y cano, que llevaba recogido con una horquilla, y sus sobrios trajes oscuros no dejaban entrever demasiado quién era. Su sonrisa sí: una de las comisuras de su boca se curvaba hacia arriba, la media sonrisa reticente del irónico, testigo de los absurdos de la existencia, mitad divertida, mitad no. Weisz la encontraba atractiva y, lo que era más importante, confiaba en ella.
La reunión no fue bien.
Todos habían tenido tiempo para rumiar el asesinato de Bottini, lo que podría significar para sus personas, no como giellisti, sino como individuos que intentaban vivir cada día. En el primer arrebato de ira sólo pensaron en contraatacar, pero ahora, tras discutir los artículos del siguiente número del Liberazione, querían hablar de cambiar el punto de encuentro, por seguridad. Se consideraban hábiles aficionados para elaborar un periódico, pero la seguridad no era una disciplina para hábiles aficionados, lo sabían, y eso los asustaba.
Cuando todos se hubieron ido, Salamone dijo:
—Está bien, Carlo, supongo que lo mejor será que echemos un vistazo a ese plano.
Weisz lo extendió en la mesa.
—Un torpedo.
Elena estuvo un rato estudiándolo y luego se encogió de hombros.
—Alguien copió este plano porque creyó que era importante. ¿Por qué? Porque es distinto, mejor, quizá experimental, pero sólo Dios sabe en qué, yo no. Esto es para un experto en balística.
—Hay dos posibilidades —dijo Salamone—. Que sea un diseño italiano, en cuyo caso sólo puede ser de Pola, en el Adriático, de lo que era la Whitehead Torpedo Company, creada por los británicos, adquirida por los austrohúngaros y convertida en italiana después de la guerra. Tienes razón, Elena, seguro que es importante, y secreto. Si nos lo encuentran, nos veremos metidos en un asunto de espionaje, lo que significa que el tipo del metro podía ser un agitador, y este papel la prueba incriminatoria. Vamos a quemarlo.
—Y la otra posibilidad —apuntó Weisz— es que se lo haya copiado un resistente.
—¿Y qué si es así? —replicó Elena—. Esto sólo le interesa a la Armada, probablemente vaya dirigido a la marina de guerra británica o francesa. Así que, si ese idiota de Roma nos mete en una guerra con Francia, o con Gran Bretaña, Dios no lo quiera, esto provocaría la pérdida de barcos italianos, vidas italianas. ¿Cómo? No logro entender los detalles, pero el conocimiento del potencial de un arma secreta siempre es una ventaja.
—Cierto —convino Salamone—. Y, de ser así, no queremos tener nada que ver. Somos una organización de resistencia, y esto es espionaje, traición, no resistencia, aunque en el otro bando hay quienes opinan que es lo mismo. Así que lo vamos a quemar.
—Hay más —añadió Weisz—. Creo que me han seguido esta mañana, cuando fui andando al metro.
Describió brevemente el comportamiento del hombre de la chaqueta de cheviot.
—¿No trabajarían esos dos juntos? —apuntó Elena.
—No lo sé —afirmó Weisz—. Tal vez esté viendo monstruos debajo de la cama.
—Claro —dijo Elena—. Esos monstruos.
—Debajo de todas nuestras camas —repuso Salamone con aspereza—, a juzgar por cómo ha ido la reunión de hoy.
—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó Weisz.
—No, que yo sepa, a no ser que dejemos de publicar. Intentamos ser todo lo herméticos que podemos, pero en la comunidad de emigrados la gente habla, y los espías de la OVRA están por todas partes.
—¿En el comité? —planteó Elena.
—Tal vez.
—Menudo mundo —espetó Weisz.
—El que nosotros hemos creado —repuso Salamone—. Pero la prensa clandestina lleva existiendo desde el veinticuatro. En Italia, en París, en Bélgica, allá donde vamos. Y la OVRA no puede pararlo. Puede frenarlo. Detienen a un grupo socialista en Turín, pero los giellisti de Florencia sacan una nueva publicación. Y los periódicos más importantes han sobrevivido bastante tiempo: el socialista Avanti, el comunista Unità, nuestro hermano mayor, el Giustizia e Libertà, publicado en París. Los emigrados que editan Non Mollare!, tal como su nombre indica, «no se rinden», y los de Acción Católica publican Il Corriere degli Italiani. La OVRA no nos puede matar a todos. Le gustaría, pero Mussolini aún aspira a tener legitimidad a ojos del mundo. Y cuando, a pesar de todo, asesinan, como a Matteotti en el veinticuatro, o a los hermanos Rosselli en Francia en el treinta y siete, crean mártires. Mártires de la oposición italiana y mártires en los periódicos del mundo. Esto es la guerra, y en una guerra a veces se pierde y a veces se gana. Y a veces, cuando uno cree haber perdido, ha ganado.
A Elena le gustó la idea.
—Tal vez haga falta decirle esto al comité.
Weisz compartía esa opinión. Los fascistas no siempre se salían con la suya. Cuando Matteotti, el líder del Partido Socialista Italiano, desapareció tras pronunciar un apasionado discurso antifascista, la reacción en Italia, incluso entre miembros del Partido Fascista, fue tan intensa que Mussolini se vio obligado a respaldar una investigación. Un mes después el cuerpo de Matteotti apareció en una tumba poco profunda a las afueras de Roma, con una lima de carpintero clavada en el pecho. Al año siguiente arrestaron, juzgaron y declararon culpable, más o menos, a un hombre llamado Dumini. Era culpable, aseguró el tribunal, de «homicidio sin premeditación con el atenuante de la escasa resistencia física de Matteotti y de otras circunstancias». De modo que sí, asesinado, pero no mucho.
—Y ¿qué hay del Liberazione? —planteó Weisz—. ¿Vamos a sobrevivir, como dices que pasa con los periódicos más importantes?
—Quizá —contestó Salamone—. Y ahora, antes de que la poli entre corriendo aquí… —Hizo una bola con el plano y lo dejó en el cenicero—. ¿Quién va a hacer los honores? ¿Carlo?
Weisz sacó el encendedor de acero y prendió el papel por una esquina.
Fue una fogata pequeña y vigorosa, llamaradas y humo, que Weisz atizó con la punta de un lápiz. Cuando estaba hurgando en las cenizas, llamaron a la puerta y apareció el camarero.
—¿Va todo bien aquí?
Salamone dijo que sí.
—Si van a quemar el local, háganmelo saber primero, ¿eh?
3 de febrero.
Weisz se puso cómodo en la silla un instante y contempló cómo iba cayendo la noche en la calle. Luego se obligó a volver al trabajo.
Muere Monsieur de París
a los 76 años de edad
Anatole Deibler, Máximo Verdugo de Francia, murió ayer de un ataque al corazón en la estación de Châtelet del metro de París. Conocido por el tradicional título honorífico de Monsieur de París, Deibler iba de camino a su ejecución número 401: llevaba cuarenta años ocupándose de la guillotina francesa. Deibler era el último heredero del cargo que ostentaba su familia, verdugos desde 1829, y al parecer será sustituido por su ayudante, al que se conoce como «el valet». De ser así, André Obrecht, sobrino de monsieur Deibler, será el nuevo Monsieur de París.
¿Merecía un segundo párrafo? Según su esposa, Deibler había sido un ciclista entusiasta que había competido en representación de su club. Había emparentado con otra familia de verdugos, y su padre, Louis, fue el último en llevar el tradicional sombrero de copa mientras cortaba cabezas. ¿Ponía algo de eso? No, pensó, mejor no. ¿Y si hablaba de «la invención del doctor Joseph Guillotin en la Francia revolucionaria…»? Siempre se veía eso cuando se mencionaba el artilugio, pero ¿le importaba a alguien de Manchester o Montevideo? Lo dudaba. Y era probable que el encargado de editar el texto lo tachara de todas formas. Con todo, a veces resultaba útil darle algo que tachar. No, lo dejaría así. Y, si había suerte, Delahanty le ahorraría pasar una tarde de febrero en un funeral.
Francia apoya el nombramiento de Cvetkovich
El Quai d'Orsay manifestó hoy su apoyo al nuevo primer ministro de Yugoslavia, el doctor Dragisha Cvetkovich, designado por el regente yugoslavo, el príncipe Pablo, en sustitución del doctor Milan Stoyadinovich.
Eso era todo lo que tenían del comunicado de prensa, que continuaba con unos cuantos anodinos párrafos diplomáticos. Sin embargo, tenían suficiente peso para enviar a Weisz a ver a su contacto en el ministerio de Asuntos Exteriores en la regia sede del Quai d'Orsay, junto al Palais Bourbon. El edificio era como volver al siglo XVIII: enormes arañas, kilómetros de alfombras de Aubusson, interminables escaleras de mármol, el silencio de Estado.
Devoisin, subsecretario permanente del ministerio, tenía una estupenda sonrisa y un estupendo despacho cuyas ventanas daban a un invernal Sena color pizarra. Le ofreció a Weisz un cigarrillo de una caja de madera que había en el escritorio y dijo:
—Extraoficialmente, nos alegramos de habernos librado de ese cabrón de Stoyadinovich. Era nazi, Weisz, hasta la médula, aunque eso no te sonará a nuevo.
—Cierto, el Vodza —contestó Weisz con sequedad.
—Terrible. Otro líder, como todos ésos: el Führer, el Duce y el Caudillo, como gusta de llamarse Franco. Y el viejo Vodza también tenía todo lo demás, la milicia de camisas verdes, el saludo con el brazo en alto, toda esa repugnante parafernalia. Pero bueno, al menos por ahora, adieu.
—A propósito de ese adieu —quiso saber Weisz—, ¿han tenido algo que ver los tuyos?
Devoisin sonrió.
—A ti te lo voy a contar.
—Hay formas de decirlo.
—En este despacho, no, amigo mío. Sospecho que los británicos han echado una mano, el príncipe Pablo es íntimo suyo.
—Entonces me limitaré a decir que se espera una consolidación de la alianza francoyugoslava.
—Así será. Nuestro amor es más profundo con el tiempo.
Weisz fingió escribir.
—Eso me gusta.
—A decir verdad, a quien amamos es a los serbios. Con los croatas no hay quien haga negocios. Van directos al redil de Mussolini.
—Esos de ahí abajo se caen fatal, lo llevan en la sangre.
—Vaya que sí. Y, a propósito, si llega a tus oídos algo de eso, de la independencia croata, agradeceríamos mucho tener noticias.
—Serás el primero en saberlo. En cualquier caso, ¿te importaría ampliar el comunicado oficial? Sin atribuírtelo a ti, claro. «Un alto cargo asegura…»
—Weisz, por favor, tengo las manos atadas. Francia apoya el cambio, y cada palabra de ese comunicado ha sido duramente negociada. ¿Te apetece un café? Haré que nos lo traigan.
—No, gracias. Utilizaré los antecedentes nazis sin emplear la palabra.
—Yo no he dicho nada.
—Naturalmente —prometió Weisz.
Devoisin cambió de tema: en breve se iba a St. Moritz una semana a esquiar; ¿había visto Weisz la nueva exposición de Picasso en la galería Rosenberg?; ¿qué opinaba? El reloj interno de Weisz fue eficaz: quince minutos, luego tenía «que volver a la oficina».
—Pásate más a menudo —invitó Devoisin—. Siempre es un placer verte.
Tenía una sonrisa estupenda, pensó Weisz.
12 de febrero.
La petición —era una orden, por supuesto— llegó en forma de mensaje telefónico en su casillero de la oficina. La secretaria que lo tomó lo miró con expresión de extrañeza cuando él llegó esa mañana. ¿De qué va todo esto? Él no iba a decírselo, ni era asunto de ella, y no fue más que una mirada momentánea, aunque muy significativa. Y lo estuvo observando mientras él lo leía: se requería su presencia en la sala 10 de la Sûreté Nationale a las ocho de la mañana del día siguiente. ¿Qué pensaba la chica, que se iba a poner a temblar?, ¿que lo empaparía un sudor frío?
No hizo ninguna de las dos cosas, pero sintió que el estómago le daba un vuelco. La Sûreté era la policía de seguridad: ¿qué querían? Se metió el papel en el bolsillo y poco a poco fue pasando el día. Esa misma mañana buscó un motivo para asomarse al despacho de Delahanty. ¿Se lo habría contado la secretaria? Pero Delahanty no dijo nada y actuó como de costumbre. ¿O no? ¿Había algo raro? Salió temprano a almorzar y llamó a Salamone desde el teléfono de un café, pero Salamone se encontraba en el trabajo y aparte de un «Bueno, ten cuidado», no pudo decir gran cosa. Esa noche llevó a Véronique al ballet —en el gallinero, pero se veía— y después a cenar. Véronique era atenta, animada y locuaz, y una chica no le preguntaba a un hombre qué pasaba. No habrían hablado con ella, ¿verdad? Weisz se planteó preguntárselo, pero no encontró el momento. De camino a casa la idea lo estuvo martirizando: inventaba preguntas, trataba de responderlas, y luego otra vez.
A las ocho menos diez de la mañana siguiente enfiló la avenida Marignan, camino del ministerio del Interior, que se hallaba en la rue des Saussaies. Enorme y gris, el edificio se extendía hasta el horizonte y se alzaba por encima de él: allí habitaban los diosecillos en pequeñas habitaciones, los dioses que regían el destino de los emigrados, que podían ponerlo a uno en un tren de vuelta a dondequiera que fuese, a lo que quiera que aguardase.
Un empleado lo llevó hasta la sala 10: una mesa alargada, unas cuantas sillas, un radiador que despedía un vapor sibilante, una alta ventana tras una reja. La sala 10 tenía algo: el olor a pintura y humo de cigarrillo rancio, pero, sobre todo, el olor a sudor, como en un gimnasio. Lo hicieron esperar, claro. Cuando aparecieron, expedientes en mano, ya habían dado las nueve y veinte. Había algo en el joven, que rondaría la veintena, pensó Weisz, que sugería la expresión «a prueba». El de mayor edad era un policía, entrecano y encorvado, con ojos de haberlo visto todo.
Formales y correctos, se presentaron y abrieron los expedientes. El inspector Pompon, el más joven, su almidonada camisa blanca resplandeciente como el sol, llevó el interrogatorio y anotó las respuestas de Weisz en un formulario impreso. Tras analizar cuidadosamente los datos personales: fecha de nacimiento, domicilio, ocupación, llegada a Francia —todo ello del expediente—, le preguntó a Weisz si conocía a Enrico Bottini.
—Nos conocíamos, sí.
—¿Eran buenos amigos?
—Amigos, diría yo.
—¿Conocía a su querida, madame LaCroix?
—No.
—¿Hablaba él de ella, quizá?
—Conmigo no.
—Monsieur Weisz, ¿sabe por qué está usted aquí hoy?
—La verdad es que no.
—En condiciones normales esta investigación la realizaría la Préfecture, pero nosotros nos hemos interesado por ella porque se ha visto involucrada la familia de un individuo que trabaja para nuestro gobierno. Así que nos preocupan las repercusiones políticas. Del asesinato y el suicidio. ¿Está claro?
Weisz dijo que sí. Y así era, aunque el francés no era su lengua materna y responder preguntas en la Sûreté no era como charlar con Devoisin o comentarle a Véronique que le gustaba su perfume. Por suerte, a Pompon le encantaba escuchar su propia voz, melodiosa y precisa, lo cual le restaba tanta rapidez que Weisz, haciendo un gran esfuerzo, era capaz de entender prácticamente cada palabra.
Pompon apartó el expediente de Weisz, abrió otro y se puso a buscar lo que quería. Weisz alcanzó a ver un sello oficial estampado en rojo, en la esquina superior de cada página.
—¿Su amigo Bottini era zurdo, monsieur Weisz?
Weisz se lo pensó.
—No lo sé —contestó—. Nunca advertí que lo fuera.
—Y ¿cómo describiría su filiación política?
—Era un refugiado político italiano, así que describiría su filiación como antifascista.
Pompon anotó la respuesta, su primorosa letra era el resultado de un sistema escolar que invertía un sinfín de horas en caligrafía.
—¿De izquierdas, diría usted?
—De centro.
—¿Hablaban de política?
—De un modo general, cuando surgía el tema.
—¿Ha oído hablar de un periódico, una publicación clandestina, llamado Liberazione?
—Sí. Un diario de la oposición que se distribuye en Italia.
—¿Lo ha leído?
—No, he visto otros, los que se publican en París.
—Pero no el Liberazione.
—No.
—¿Qué relación tenía Bottini con ese periódico?
—No sabría decirle. Él nunca lo mencionó.
—¿Le importaría describir a Bottini? ¿Qué clase de hombre era?
—Muy orgulloso, seguro de sí mismo. Sensible a los desaires, diría yo, y consciente de su ¿posición, se dice?, de su lugar en el mundo. Había sido un importante abogado en Turín y seguía siendo abogado, aun siendo amigo.
¿Qué significa eso exactamente?
Weisz se paró a pensar un instante.
—Si se discutía por algo, aunque se tratara de una discusión amistosa, le gustaba ganar.
—¿Diría usted que podía ser violento?
—No, creo que la violencia, en su opinión, equivalía al fracaso, a la pérdida, la pérdida del…
—¿Autocontrol?
—Creía en las palabras, en el diálogo, en la racionalidad. Para él la violencia era, ¿cómo decirlo?, rebajarse a la categoría de los animales.
—Pero mató a su amante. ¿Cree usted que fue la pasión romántica lo que lo impulsó a hacer tal cosa?
—No.
—¿Entonces?
—Sospecho que el crimen fue un doble asesinato, no un asesinato y un suicidio.
—¿Cometido por quién, monsieur Weisz?
—Por agentes del gobierno italiano.
—Un asesinato, entonces.
—Sí.
—Sin importar que una de las víctimas fuera la esposa de un destacado político francés.
—Exacto, no creo que les importara.
—En ese caso, ¿opina usted que Bottini era el objetivo principal?
—Sí, pienso que sí.
—¿Por qué lo piensa?
—Creo que tenía que ver con su relación con la oposición antifascista.
—¿Por qué él, monsieur Weisz? En París hay otros. Bastantes.
—No sé por qué —replicó Weisz.
En la habitación hacía mucho calor; Weisz notó que una gota de sudor le corría desde la axila hasta el borde de la camiseta.
—En su calidad de emigrado, monsieur Weisz, ¿qué opina de Francia?
—Siempre me ha gustado, desde antes que emigrara.
—¿Qué es lo que le gusta exactamente?
—Yo diría —hizo una pausa y continuó— que la tradición de libertad individual siempre ha sido fuerte aquí, y disfruto de la cultura, y París es… es todo lo que se dice de ella. Vivir aquí es un privilegio.
—Como bien sabe, entre nosotros se han suscitado conflictos: Italia reclama Córcega, Túnez y Niza, de modo que si, por desgracia, su tierra natal y su patria adoptiva se declararan la guerra, ¿qué haría usted?
—Bueno, no me iría.
—¿Serviría a un país extranjero, enfrentándose a su tierra natal?
—Ahora mismo no puedo responder a eso —contestó Weisz—. Espero que se produzca un cambio en el gobierno de Italia y que reine la paz entre ambas naciones. Lo cierto es que si alguna vez ha habido dos países que no deberían ir a la guerra, ésos son Italia y Francia.
—Y ¿estaría dispuesto a trabajar en pro de esos ideales? ¿En pro de la armonía que, a su entender, debería existir entre estos dos países?
«Que te jodan.»
—La verdad es que no se me ocurre qué podría hacer para ayudar. Todo eso, esas dificultades, se desarrollan en las alturas. Entre nuestros países.
Pompon casi sonrió, comenzó a hablar, a atacar, pero su colega, con discreción, carraspeó.
—Apreciamos su franqueza, monsieur Weisz. Esto de la política no es tan sencillo. Tal vez sea usted uno de esos que piensan de corazón que las guerras deberían resolverlas los diplomáticos en ropa interior, luchando con escobas.
Weisz sonrió con profunda gratitud.
—Pagaría por verlo, sí.
—Por desgracia las cosas no son así. Una lástima, ¿eh? Por cierto, hablando de diplomáticos, me pregunto si se ha enterado, al ser periodista, de que han enviado a un funcionario italiano, de la embajada parisina, a casa. Persona non grata, creo que se dice.
—No tenía noticia.
—¿No? ¿Está seguro? Bueno, quizá no se emitiera un comunicado. Eso no es asunto nuestro, aquí trabajamos en las trincheras, pero sé de buena tinta que ha ocurrido.
—No lo sabía —dijo Weisz—. A Reuters no ha llegado nada.
El policía se encogió de hombros.
—Entonces será mejor que no diga ni pío, ¿eh?
—Claro —convino Weisz.
—Muy agradecido —replicó el otro.
Pompon cerró la carpeta.
—Creo que eso es todo por hoy —anunció—. Naturalmente volveremos a hablar.
Weisz salió del ministerio, una figura solitaria entre un tropel de hombres con maletín, dio la vuelta al edificio —cosa que le llevó bastante tiempo—, dejó atrás por fin su sombra y se dirigió a la oficina de Reuters. Al repasar la entrevista la cabeza le daba vueltas, pero al cabo se centró en el funcionario que habían enviado de vuelta a Italia. ¿Por qué le habían contado eso? ¿Qué querían de él? Tenía el presentimiento de que sabían que era el nuevo editor del Liberazione. Se esperaban la mentira de rigor y luego lo habían tentado con una historia interesante. Oficialmente la prensa clandestina no existía, pero eso podía llegar a ser útil. ¿De qué manera? Porque puede que el gobierno francés quisiera hacer saber, tanto a aliados como a enemigos en Italia, que había tomado medidas en el caso Bottini. No habían emitido un comunicado, no querían que el gobierno de Mussolini replicara con el envío a casa de un funcionario francés, el clásico sacrificio del peón en el ajedrez de la diplomacia. Por otra parte, no podían quedarse de brazos cruzados, tenían que vengar el daño causado a LaCroix, un político de renombre.
¿Era así? Si no lo era, y la noticia aparecía en el Liberazione, se enfadarían de lo lindo con él. «No diga ni pío, ¿eh?» Mejor hacer eso, si apreciaba en algo su pellejo. «No —pensó—, déjalo estar, que encuentren otro periódico, no muerdas el anzuelo.» Los franceses permitían que existieran el Liberazione y los demás diarios porque Francia se oponía públicamente al gobierno fascista. Hoy. Pero mañana eso podía cambiar. En toda Europa la posibilidad de que estallara otra guerra obligaba a establecer alianzas regidas por la Realpolitik: Inglaterra y Francia necesitaban a Italia para enfrentarse a Alemania, no podían contar con Rusia y no contarían con Estados Unidos, así que tenían que combatir a Mussolini con una mano y acariciarlo con la otra. El vals de la diplomacia. Y ahora sacaban a bailar a Weisz.
Pero él declinaría la invitación dando la callada por respuesta. Lo habían llamado para que acudiera a esa reunión, decidió, por ser el editor del Liberazione: un trabajito para el inspector Pompon, que era nuevo. ¿Espiaría para ellos? ¿Sería discreto en lo tocante a la política francesa? Y «volveremos a vernos» quería decir «te estamos vigilando». Pues que vigilaran. Pero las respuestas, «no» y «sí», no cambiarían.
Weisz se sentía mejor. No era un día tan malo, pensó, sol salía y se ocultaba, grandes nubes de caprichosas formas se aproximaban desde el Canal y se desplazaban por la ciudad en dirección este. De camino al barrio de la Ópera, Weisz había abandonado la zona de los ministerios. Dos dependientas con guardapolvos grises en bicicleta, un anciano en un café leyendo Le Figaro, su terrier aovillado bajo la mesa, un músico en la esquina tocando el clarinete, en el sombrero boca arriba algunos céntimos. Todos ellos, pensó tras echar un franco en el sombrero, con expedientes. Le había impresionado un poco ver el suyo, pero así era la vida. De todas formas resultaba triste, en cierto modo. Aunque en Italia era lo mismo. Allí los expedientes se llamaban schedatura —al que se suponía que tenía una ficha policial se le denominaba schedata— y habían sido recopilados por la Policía Nacional durante más de una década, con opiniones políticas, costumbres cotidianas, pecados graves y veniales. Todo estaba registrado.
Antes de las diez y cuarto Weisz ya estaba de vuelta en la oficina, donde la secretaria volvió a mirarlo raro: «¿Cómo? ¿No te han enchironado?» Tal como él se temía, le había contado a Delahanty lo del mensaje, ya que éste, cuando Weisz fue a verlo a su despacho, dijo: «¿Va todo bien, muchacho?» Weisz miró al techo y extendió las manos, Delahanty sonrió: policía y emigrados, nada nuevo. En opinión de Delahanty, uno podía ser un asesino a sueldo siempre y cuando la frase del ministro de Asuntos Exteriores estuviera bien transcrita.
Con la entrevista superada, Weisz se permitió el lujo de disfrutar de una jornada apacible en la oficina. Pospuso llamar a Salamone, bebió un café y, siendo como era un cruciverbiste, como decían los franceses, se entretuvo con el crucigrama del Paris-Soir. Dados sus escasos progresos al respecto, empezó otro pasatiempo, donde encontró tres de los cinco animales, y después se dirigió a las páginas de espectáculos, consultó la cartelera y descubrió que en los confines del undécimo distrito echaban L'albergo del bosco, de 1932. ¿Qué pintaba eso ahí? El undécimo apenas era francés, un barrio pobre, hogar de refugiados, en cuyas oscuras calles se oía más yiddish, polaco y ruso que francés. ¿E italiano? Quizá. Había miles de italianos en París, trabajando en lo que podían, viviendo allí donde el alquiler fuera bajo y la comida barata. Weisz anotó la dirección del cine, tal vez fuera.
Levantó la vista y vio que Delahanty venía hacia su escritorio, las manos en los bolsillos. En el trabajo, el jefe de la agencia parecía un obrero, un obrero sumamente desaliñado: sin chaqueta, las mangas subidas, las puntas de los cuellos de la camisa dobladas, los pantalones anchos y caídos debido a la enorme barriga. Se sentó a medias en el borde de la mesa de Weisz y le dijo:
—Carlo, mi querido y viejo amigo…
—¿Sí?
—Te encantará saber que Eric Wolf se va a casar.
—¿Ah, sí? Qué bien.
—Muy bien, sí. Se vuelve a Londres, para casarse con su mujercita y llevársela de luna de miel a Cornualles.
—¿Una luna de miel larga?
—Dos semanas. Lo cual nos deja sin cobertura en Berlín.
—¿Cuándo me quiere allí?
—El tres de marzo.
Weisz asintió.
—Allí estaré.
Delahanty se puso en pie.
—Te estamos agradecidos, muchacho. Después de Eric, tú eres quien mejor habla alemán. Ya sabes lo que hay que hacer: te invitarán a comer, te alimentarán a base de propaganda, tú informarás, nosotros no publicaremos, etc., pero si no proporciono cobertura esa comadreja de Hitler desencadenará una guerra contra mí, por puro rencor. Y nosotros no queremos que eso ocurra, ¿verdad?
El Cinéma Desargues no se encontraba en la rue Desargues, no del todo. Estaba al final de un callejón, en lo que en su día fuera un taller: veinte sillas de madera plegables y una pantalla similar a una sábana colgada del techo. El dueño, un gnomo con cara avinagrada tocado con una kipá, cogió el dinero y pasó la película desde una silla apoyada en la pared. Vio la película en una especie de trance, el humo de su cigarrillo entremezclándose con la luz azulada que se dirigía hacia la pantalla, mientras el diálogo chisporroteaba por encima del siseo de la banda sonora y el runrún del proyector.
En 1932 Italia sigue paralizada por la Depresión, así que nadie se hospeda en L'Albergo del Bosco —la posada del bosque—, próximo a una aldea situada a las afueras de Nápoles. Al posadero, que tiene cinco hijas, lo acosan los acreedores, de manera que entrega los ahorros que le quedan al marchese del lugar para que los ponga a buen recaudo. Sin embargo, debido a un malentendido, el marchese, un noble venido a menos y no más acaudalado que el posadero, dona el dinero a la beneficencia. Tras enterarse de su error por casualidad —el posadero es mi tipo orgulloso y finge que quería regalar el dinero—, el marchese vende los dos últimos retratos de la familia y paga al posadero para que dé un gran banquete a los pobres del pueblo.
No estaba mal, había captado el interés de Weisz. El cámara era bueno, muy bueno, incluso en blanco y negro, de modo que las lomas y los prados, la alta hierba meciéndose con el viento, el caminito blanco festoneado de chopos, el precioso cielo napolitano se le antojaron muy reales. Weisz conocía ese lugar, o lugares parecidos. Conocía la aldea —la fuente seca con el borde medio derruido, las casas oscureciendo la estrecha calle— y a sus gentes: el cartero, las mujeres con sus pañoletas. Conocía la villa del marchese, con las tejas que se habían desprendido del tejado apiladas junto a la puerta, a la espera; la vieja criada, a la que no se pagaba desde hacía años. Una Italia sentimental, pensó Weisz, en cada fotograma. Y la música también era muy buena: un tanto operística, lírica, dulce. Realmente sentimental, pensó Weisz, la Italia de los sueños o de los poemas. Con todo, le rompió el corazón. Mientras subía por el pasillo en dirección a la puerta, el dueño se lo quedó mirando un instante, un hombre con un buen abrigo oscuro, gafas en una mano, el índice de la otra en las comisuras de los ojos.