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ZOLINA E HILARIA ESCAPAN A CUBA
Yo soy Zoilina Hoyos Gutiérrez, la hija de Zoila. A veces la gente nos confundía por el nombre. Soy Zoilina, la de las manos primorosas para coser. Yo cosía, bordaba, soy la que desde la Habana le hacía las camisas a Ismaelín…, y le hacía también los pantaloncitos de terciopelo negro, con su camisa blanca y su palomita, su chaleco de terciopelo rojo… Se los enviaba por correo, en el barco.
Aprendí a coser en Santander y en San Sebastián, con profesores franceses y españoles. Soy modista, sastra, después diseñadora, bordo y corto en tela de piedras.
Estudiaba por la noche, porque me gustaba muchísimo, La madre–abuela Hilaria nos dijo que alguno tenía que coger el campo. Pero yo no podía, era muy finita y no me gustaba. A Paco le gustaba más la carpintería, los dos éramos los mayores. Pero a mi hermana Quena y al otro [Vidalín o Fidel] les gustaba el campo. Ellos araban, rastrillaban, recogían el maíz, hacían todo con madre–abuela, que se pasó la vida a cestazo va y cestazo viene con tanto crío. Porque a Hilaria Pérez, mi madre–abuela, la madre de Zoila y de Julia, la dejaron sola con seis nietos, luego estaba esa otra señora muy mayor de la que la gente se acuerda sentada en el balcón, que era Gregoria Campo, la dueña de todo, de Las Carrás, de los Coteros, de las fincas. Al final, Hilaria y las de Las Carrás, que tenemos mucho carácter y no nos gusta la limosna, acabamos cuidando hasta al marido de Gregoria.
La gente nos apreciaba. Si teníamos un kilo de alubias, las tres vecinas lo compartíamos. Si teníamos la matanza y a una se le murió el cochino, pues se repartía. Había una señora en Estrada, llamada María Inguanzo, la madre de Lolo y Pepín, que estoy segura que está en el cielo. Era un trozo de pan. Su hija se murió de meningitis complicada con tuberculosis. Esa niña llevó en su entierro más de quince coronas de flores. Flores traídas de todos los pueblos y cosidas por mí. La niña de María y de Inguanzo se llamaba Isabel y se les murió sin poderle dar una aspirina.
Me marché a Cuba porque madre–abuela Hilaria me lo pidió. Quería ver a su hijo Fidel Gutiérrez, el hermano de mi madre Zoila y de mi tía Julia, antes de morir. Mi tío Fidel se marchó de Las Carrás, a los diez años, a Cuba, con la familia de abuela Hilaria. Estaba harto de estar entre mujeres.
No sé los motivos por los que abuela Hilaria me llevó, puede que por un novio, por los emboscados, porque no veía futuro para mí. Pero yo tenía mi vida bien resuelta.
Un día, madre–abuela se decidió. Dijo que no quería trabajar más y que necesitaba ver a su único hijo antes de morir. Quería regresar a La Habana, adonde fue a buscarla mi abuelo. En Las Carrás y en Los Coteros quedaban mi mamá, hecha una moza, quedaba mi tía Julia, hecha un roble, y los tres hijos de cada una. Para qué quería más. Todo estaba hecho. Le dije:
—Madre, que yo ya tengo el taller montado y las muchachas están viniendo cada una a coser…
—Dale a cada una lo que le debes, si le debes, y si no, que te paguen lo que tienen que pagarte, que nos vamos para La Habana…
—Pero, madre, que yo tengo chicas apuntadas…
Venían de Abanillas la sobrina del cura, tres o cuatro chicas de Portillo, alguna de Abaño y otras de Camijanes. Les hacía todas las ropas de vestir. Me encantaba hacer de sastra, sobre todo los abrigos, los pantalones, las chaquetas. Pero los abrigos me volvían loca.
En Las Carrás hay un pedazo de tierra, un jardín lleno de enredaderas y de flores pegadas a la pared. En la entrada principal de la casa y la entrada de la cocina, mi primo Paco me limpió y arregló todo para que yo pudiera coser. Se armó de coraje, quitó todas las plantas y lo puso raso. Luego me hizo un ventanal hasta el suelo, desde donde se veía todo Serdio. Ahí me sentaba yo con las oficialas a coser. Vagaban por aprender, pero entonces se pagaba poco, porque nadie era rico. Además de las que antes he dicho, también venía una chica de San Vicente de la Barquera. Otras de Boria, de Prellezo. Cosíamos para las familias, como dos de Lamadrid, otras de San Vicente. Venían a clase por la tarde y estaban el tiempo que querían, no había horarios para venir. Cada una cuando acababa la tarea en su casa. Vero sí que había tiempo para cumplir la hora de volver a casa, esa era obligatoria en aquellos tiempos.
Pese a todo esto, yo no podía negarle nada a madre Hilaria, que nos había criado. Antes de embarcar para Cuba me enseñó el billete. El boleto de ida y vuelta. Allí estaba la prueba. Ah, pensé, pues madre–abuela quiere ver al tío Fidel y volver y por madre–abuela, cualquier cosa. Y allí estuve doce años, hasta que triunfó la revolución de Castro.
Yo creía que iba a lo mío, a coser, a diseñar, y me pusieron en un bar, a servir clientes. Tenía que levantarme a las cinco de la mañana. Tontería, nada malo, porque a mí no hay quien me haga nada malo. Tengo una estrella aquí —Zoila se señala el centro de la frente, donde tiene marcado un punto de tinta, un lunar—. No, no. No es ese punto. Ese es un punto hecho con tinta china mientras dormía. Los doce años que estuve en La Habana no pude coser.
Madre Hilaria escribió a su hijo Fidel diciéndole que íbamos. Él había adoptado una niña, de una querida con la que estuvo, o era de él, Zoilita. Fue una trampa, le puso mi nombre y aprovechó que yo iba para que se la criara.
EL MISTERIO DE ZOILINA Y JUANÍN
Desde la terraza de Villa Aitana, en Benidorm, mirando a los rascacielos de la ciudad de veraneo, una tarde del mes de julio de 2007, la nieta preferida de la abuela madre Hilaria salpica su memoria con sus experiencias en La Habana o en Miami, y solo de vez en cuando regresa a Serdio, a Las Carrás, a la noche en que llegaron al zaguán de la casa Juanín y Daniel Rey. Pero si su nostalgia se para en algún detalle de entonces, lo borra de un manotazo.
Sus ojos verdes, hermosos, vivos, chispean de ira y su mano agarra fuerte el bastón recostado a su lado. Sus nudillos se ponen blancos cuando se para a hablar de Juanín. Su versión del guerrillero es la primera que disiente del mito y retrata con frialdad y frescura al personaje que ella conoció.
Sí, yo conocí a Juanín. ¿Cómo era? Quería ser una especie de Fidel Castro de ahora, un alocado, un quítaselo todo a uno para dárselo a otro, pero sin mirar a quién se lo quitaba y se lo daba. Era un comelón. No sé qué vio mi primo Paquín en él. Yo hice alguna vez de enlace. Llevé una carta a Santander, como una cordera, un papel guardado entre unas alubias.
Juanín y Daniel Rey[18] llamaron una noche a la puerta de Las Carrás, en otoño o principios de invierno. Pero no quiero hablar de eso. Si madre Hilaria me sacó de Serdio por los emboscados, a nosotros, sus nietos, nunca nos lo dijo. Jamás nos habló de ello. Me llevó a La Habana para cuidar a la hija de mi tío y allí estuve doce años, sin coser. A los emboscados solo les abríamos madre Hilaria y yo, que era la mayor. A los además, les enviaba a la cama… Juanín era un don nadie, un ripiera, un come lo que pica el pollo. Tampoco sé a qué se debía su éxito con las mujeres, habría que preguntárselo a ellas. Conmigo no consiguió nada. Nada de nada.
Lo extendido que resultó el rumor de que Juanín había enviado a una novia embarazada a América pudo ser resultado de la versión de María, la hermana mayor de Juanín. Así se lo explicó la mayor de los Fernández Ayala a otra protagonista de los hechos. María relataba que Hilaria y Zoila le habían escrito desde Cuba. Incluso que le habían enviado una foto de Zoila con una nenita, de nombre Zoilita, de la que María daba por hecho que era su sobrina, la hija de Juanín. Pero también podían ser los deseos de la hermana de Juan Fernández Ayala de pensar que su desdichado hermano había dejado alguna simiente antes de morir. Los Bedoya Gutiérrez y los Bedoya Hoyos que, efectivamente, han conocido a la pequeña Zoilita, hoy una mujer casada que vive en Estados Unidos, mantienen que solo había que ver a la niña para saber que era hija del tío Fidel, aquel hijo de Hilaria que se marchó de Las Carrás a La Habana, y de una mexicana.
En cuanto a una foto publicada en el libro de Pedro Álvarez[19], donde Juanín aparece retratado con una moza alta, de melena rizada, si bien es verdad que algunos chicos de la pandilla de Zoilina en Serdio y en San Vicente aseguran que es ella, otras personas de la familia mantienen que podía ser incluso Requena, la hermana menor de Zoilina. O la misma Julia. O Zoila. Eran altas para la época, lucidas, se decía. Tenían una melena similar y el retrato está ya en un blanco y negro desvaído. El retrato es eso, nada más que eso. Una foto de Juanín con una de las mujeres de Las Carrás. O una foto de Juanín con todas las mujeres de Las Carrás. Una casa repleta de hembras bravas, hartas de los tiempos que corrían y en la que se escondió, con intervalos de meses, durante diez años, el maquis que fue una leyenda.
Abuela–madre Hilaria, la debilidad de Zoilina, para ella su auténtica madre, se llevó a La Habana a su nieta preferida engañada, porque en Las Carrás entraban dos ingresos externos, ajenos a la explotación de la tierra, de la siembra, del ganado. Y esos dos sueldos eran los de los nietos mayores de doña Hilaria, el de Paco como ebanista y el de Zoilina como sastra, que no costurera. Algunos de los descendientes de don Facundo habían heredado del personaje más ilustrado de la estirpe su habilidad para hacer arte con las manos.
En el atardecer de Villa Aitana, los recuerdos se ralentizan cuando Alicia entra en la terraza empujando la silla de ruedas de Requena, que se ha despertado de la siesta. Hace tiempo ya que la operaron de un tumor cerebral y yace postrada sobre la silla de ruedas. De la cama a la silla, de la silla a la cama para desesperación de su hermana y de Virgilio, el marido de Quena.
Requena no puede hablar más que con un esfuerzo sobrehumano, pero escucha y sus ojos oscuros se dirigen con espanto hacia la grabadora que hay encima de la mesa, mientras Zoilina baja la voz, porque a su hermana el pasado la persigue como una pesadilla. Ella sí estuvo en la cárcel, ella sí salió de casa con Paquín y su madre aquel del 31 de agosto de 1948. Ella no pudo escapar a su destino. Cuando Zoila habla de Serdio, de los emboscados, de Juanín, de Paco Bedoya, algo arde en Requena, que se agita en su inmovilidad visiblemente alterada. Preocupada, Alicia, el ángel de la guarda de Villa Aitana, como la llama Zoilina, se inclina sobre Quena, que solo atina a murmurarle al oído con ira contenida:
—¡Qué no hable, qué no hable!
Han pasado sesenta años, pero el miedo, la perplejidad, el dolor, la muerte, la sangre, el sufrimiento, se han instalado de pronto en una hermosa terraza de Benidorm desde la que se divisa la línea de rascacielos de la ciudad que fue símbolo de la apertura del franquismo. Ese miedo ha llegado a la terraza en la silla de ruedas de una mujer inválida que se revuelve inquieta, y en sus patéticos y tristes esfuerzos por hacer callar a su hermana se ha condensado todo el daño, todo el dolor padecido hace más de sesenta años y guardado hasta el principio del siglo XXI.
AL AMANECER
Amanecía sobre el Val de San Vicente. El cielo se iba cubriendo de un alba tímida, que aún no se atrevía a teñir de naranja la ría de San Vicente de la Barquera ni a recortar en su horizonte la Universidad de Comillas. Porque en los días claros y limpios del verano agostino, el horizonte alcanzaba hasta más allá de la villa que engalanó Gaudí.
En los altos de Portillo, por el camino de arriba hacia Abanillas, un ganadero madrugador miraba hacia el puente grande de la ría, sopesando qué tal día haría, de dónde soplaría el viento. Si era nordeste, traería frío, pero sin lluvia. El hombre peleaba por abrir la puerta de la cuadra. Eran poco menos de las cinco de la mañana, pero tenía que ordeñar. Apoyó la cacharra grande de la leche en el suelo. Necesitaba de las dos manos para tirar del cerrojo que ajustaba el portón. Su mano izquierda sujetaba una hoja, mientras con la otra maniobraba para descorrer el hierro oxidado. No terminó la faena, porque había oído algo.
Era el traqueteo de un camión. ¿O eran dos? A aquellas horas de la madrugada, ¿adónde iban? Por el ruido pesado y lento, parecían estar pasando por la cuesta de Abanillas, hacía Luey. Sonaba también un jeep. ¿Sería el de la Guardia Civil?
El paisano se equivocaba muy poco. Era el 31 de agosto de 1948, día de los Mártires en el santoral católico. Unos sesenta vecinos del Val de San Vicente —viejos, mujeres, jóvenes, embarazadas— fueron sacados de sus casas aquella madrugada. Otros, como Eusebio Pérez Bacigalupi y su familia, ya habían bajado en idénticas condiciones el 29 de agosto y permanecían detenidos en San Vicente.
En el Val, aquella madrugada las gentes salían de sus casas a rastras, a palos algunos, a medio vestir o en pijama, siempre arreados como bestias por los guardias civiles. Entre gritos, registros, golpes y empujones. Les bajaron de pie, en la caja de los camiones, como al ganado. Les abrieron la trasera del camión para entrar en la prisión–cuartel de San Vicente de la Barquera.
Entre los detenidos destacaba por su estatura un chaval de diecinueve años, de nombre Francisco Bedoya Gutiérrez. A su lado, muertas de frío, cobijadas por sus brazos y su ancho pecho, se refugiaban su tía Zoila y su prima Requena. Ambas intentaban no golpearle con cada bache del camión, porque Paco había recibido la primera paliza de su vida. Tan solo habían pasado unas semanas desde que abuela–madre Hilaria y Zoilina embarcaran en el Magallanes camino de La Habana.
LA CASA DE EL TRICHORIO
De los sesenta y ocho vecinos que se llevaron al cuartel de San Vicente de la Barquera, tres eran unos ancianos; Manuel González Merodio, Nelito, el más ilustrado de todos; el otro, de setenta y dos años, Pedro Purón Borbolla, un alma de Dios, todo bondad y honradez; y un tercero, el pastor de Espinama, Colas, de setenta y cuatro años. Los dos primeros eran de izquierdas, pero si bien Nelito era un republicano de ideología clara y leído, Pedro Purón era solo un hombre de izquierdas. El pastor no sabía leer ni escribir. No era de nada, solo compartía su comida.
Nelito vivía en El Trichorio, una casona cántabra en el camino entre Abanillas y Luey, a pocos kilómetros de Pesués y de la desembocadura del Nansa. Rodeada de hermosos prados para pasto y de árboles frutales, desde la casa se divisa el monte Cabana, detrás los Picos de Europa en los días claros, y a su espalda, los tejados rojos de Luey.
La hija de Nelito, Teófila, vivía con sus padres en El Trichorio desde que, once años antes, durante la guerra, la dejara viuda un soldado republicano. Cayó en el Frente Norte el 19 de marzo de 1937 y dos meses después, en mayo, nació su hijo. Ni los sesenta años transcurridos desde que la subieron al camión ni su avanzada edad han borrado los recuerdos.
A la puerta de nuestra casa llamaron cuando aún no había amanecido. Teníamos escondido a Daniel Rey, que después le mataron en Tabarces, un pueblo de aquí al lado, adonde iba a ver a una novia que tenía por allí. Daniel fue el que oyó algo. Ellos siempre estaban con un ojo abierto y otro cerrado, incluso a la hora de dormir. Nos alertó a todos de que estaba la Guardia Civil. Después él levantó la trampilla que teníamos ahí dentro, en un escondite debajo de la cama, de forma que Daniel bajó al sótano y no le vieron. Nos llevaban a mi padre Nelito, a mi hermano Julio, que luego murió en la cárcel, y a Eugenio, Genio, el que estuvo en la cárcel de Fuencarral con Bedoya. Los dos eran muy altos, Paco y Genio.
Los guardias registraron todo. Tenían tomados los montes de alrededor y en casa entraron cuatro o cinco, que no eran de los de por aquí. Pusieron las camas boca abajo, tiraron los colchones, abrieron todos los armarios, la despensa, la socarrena. Cualquier lugar donde pudiera esconderse un hombre. Pero no encontraron a Daniel, pese a que se pasearon una y mil veces por encima de la trampilla por la que él había bajado a esconderse. Menos mal, porque si le pillan, nos fusilan a todos en aquel momento.
A mi madre no la llevaron ese día, sino una semana después. No me acuerdo bien de Paco Bedoya y de Genio en los camiones. Yo iba muy triste. Sí que me acuerdo de los días que estuvimos, todos revueltos, en la cárcel de San Vicente de la Barquera. Había uno de Gandarilla, Víctor creo que se llamaba, que era muy alto y muy gordo. Ocupaba mucho en el suelo de la prisión. Era como un patio de ladrillo, lleno de humedad. Allí estuvimos por lo menos ocho días… Estaba también Alfredo García, el de la taberna de Portillo, que como tenía a su hermana en San Vicente, le llevaba comida caliente.
De Las Carrás bajaron a Paco, a Zoila, a Pequeña, su hija mayor… De los Purón iba el pobre Pedro Purón Borbolla, el viejo. El hijo, también de nombre Pedro, y María, su mujer. Estaba embarazada y luego tuvo a la niña en la cárcel… A mí no me interrogaron, pero a mi hermano Genio y a Paco, sí. Les dieron bien de leña. Recuerdo que fui a poner la mano en la espalda de Genio y pegó un grito de «¡Ay, no me toques!».
Estuvieron los dos aislados a ratos. O quizá es que los estaban interrogando. No me acuerdo. Sé que mi hermano Genio estaba enfadado, porque el carcelero de San Vicente no nos daba nada de comer. Y Genio reclamaba y protestaba. Con mi hermano y Bedoya se ensañaron. No importaba si eras hombre o mujer. Con Anita y otras muchas se cebaron. Les hicieron el estrepo. Me impresionó lo de Anita, porque era una mujer mayor. A las chicas de Camijanes les pusieron astillas en las uñas mientras tenían las esposas puestas. Sí, sí, estábamos en 1948 y hacía casi diez años que había terminado la guerra.
La guerra no había terminado para todos por igual. Mientras en los pueblos del Val de San Vicente la represión continuaba, España permanecía alejada de esa realidad. Solo algunos periódicos de provincias se hacían eco de los «forajidos» que «atracaban» en las montañas. Aquella primavera y verano de 1948, el país, desinformado mediante la férrea censura de la prensa, se entretenía con Celia Gámez, siempre respaldada por su padrino de boda, el general Millán Astray. El teatro Martín de Madrid había vuelto a abrir sus puertas y ofrecía las revistas con insinuantes chistes verdes. Esa temporada se había estrenado en la capital Yo soy casado, señorita, fruto de la colaboración entre los autores Muñoz Román y Jacinto Guerrero.
Pero las estrellas del momento, además de la Gámez, eran la pareja formada por Lola Flores y Manolo Caracol, que arrasaban con su espectáculo musical Zambra. Sus amores tempestuosos se convirtieron en la salsa de las revistas del corazón y la comidilla de Madrid y provincias. Cuando Caracol cantaba «Niña de fuego» y Lola bailaba, la elevada temperatura del escenario se trasladaba al patio de butacas.
Esos días, en la cárcel de San Vicente de la Barquera reinaba otra clase de temperatura. Hacinados en el calabozo, con una humedad sofocante, los vecinos de los pueblos del Val y de San Vicente de la Barquera observaban con estupor la procesión de sus familiares y amigos hacia el interrogatorio. Esperaban el momento en que fuera su nombre el pronunciado. El coordinador de los interrogatorios y de la operación era Agustín Miguel Jurado, teniente de la Guardia Civil, un tipo que a tenor del recuerdo que él y sus hombres dejaron en los interrogados de aquellos brutales días, cumplía su trabajo con un exceso de celo rayano en la repugnancia. Solo otro tipo siniestro le hizo sombra, el cabo Casimiro Gómez Diez, «especialista del Servicio de Información de la Guardia Civil. Nacido en Torices (Liébana) en 1910. Fue uno de los creadores de los grupos de Contrapartida en la provincia de Santander. Se distinguió siempre por su carácter autónomo, reservado e independiente, no siendo raro verle salir de noche y en solitario hacia el monte»[20].
Jurado, Casimiro y sus hombres más duros eran aficionados al estrepo. Cuenta José Manuel Sarasúa, «el dentista de los maquis», el detenido número 69 de aquellos días, luego en prisión con los vecinos en la Provincial de Santander y encargado de hacer las curas de los montañeses, que el estrepo provocaba desde dislocaciones de hombros a graves contusiones en las caderas, además de la humillación de la postura.
Difícilmente unas jornadas como aquellas iban a ser olvidadas por Teófila, una anciana nonagenaria con lagunas sobre lo que ocurrió ayer, pero con la memoria grabada a fuego en 1948.
Una noche de 1946, los emboscados llamaron a la puerta de casa. Eran dos, Daniel Rey y Juanín. Al menos, son los que yo conocí. Se presentaron con un fusil cada uno y nos pidieron algo para comer. En esta casa, todo el que ha venido ha comido siempre. Los del monte eran gente normal, como cualquiera de nosotros. Muchos de ellos tuvieron la mala suerte de dar con sinvergüenzas como el capitán Azcona.
El capitán Azcona era miembro de la Guardia Civil y había nacido en Bejes, como Daniel Rey, entonces un joven militante del PSOE, que después de la guerra se encontraba en libertad provisional y estaba casado.
En el otoño de 1943 se echó al monte con su primo Santiago Rey Roiz, para huir de las palizas que les daba Azcona, que ejercía el mando con mano férrea y evidente satisfacción sobre sus paisanos. A Santiago y otros mozos de Bejes que habían luchado en el bando republicano les obligaban a presentarse a diario en el cuartel. Tras soportar las consabidas palizas y humillaciones un día sí y otro también, decidió echarse al monte con otros dieciséis paisanos. De esta forma Azcona se convirtió en un fabricante de emboscados.
Integrado en la Brigada Machado y luego en el PCE, Rey participó en varias acciones, entre ellas en un intento de desembarco de armas que estuvieron esperando en la cueva de Mazaculos de la Franca (Ribadedeva, Asturias). Poco tiempo después fue sorprendido y muerto por la Guardia Civil en una cabaña de Labarces (Valdáliga) el 19 de julio de 1946. Tenía treinta y seis años[21]. En Labarces dejó novia, cuya familia fue también represaliada en las detenciones de 1948.
Manuel González Merodio, Nelito, el indiano que se salió de cura, el poeta de Val de San Vicente, un tipo «con instrucción, de mala conducta política y de buena conducta moral», según la definición del Consejo de Guerra que les juzgó y sentenció el 28 de octubre de 1950, tuvo la satisfacción de encontrar en el penal del Dueso al capitán Azcona, el maltratador de Bejes, que había caído en desgracia al pillarle haciendo grandes enjuagues con el estraperlo.
El viejo Nelito, años después de salir del penal, se lo contaba con su eterno buen humor a su nieto, al hijo de la viuda Teófila, sentados niño y abuelo en el poyete a las puertas de El Trichorio. Todo lo que el famoso capitán robaba lo dedicaba al estraperlo. Desvalijaba una taberna, la pegaba fuego y luego echaba la culpa a los emboscados.
Nelito era un tipo especial, de talante y cultura reconocidos en los pueblos de los alrededores. Durante muchos años había sido seminarista en un colegio de los salesianos en Argentina. En palabras de su hija, fue más católico que católico y fascista que fascista.
Perdió la fe en los curas —que nunca en Cristo— a medida que avanzaba en sus estudios del seminario, y pedía explicaciones a los salesianos sobre algunas de sus actitudes. El mal reparto de la comida o de los donativos de la gente rica que los frailes hacían, o anécdotas como la del portero del colegio, que el viejo Nelito relató tantas veces en su casa a sus hijos, a Daniel Rey, a Juanín y después a su nieto, iban minando sus creencias.
Un día mi padre propuso al superior que repartieran comida, porque siempre sobraba y así tendrían dinero para unos y comida para dar a otros. Pero el superior le dijo: «¡Caray! Ni se te ocurra. Porque donde hoy hay veinte, mañana habrá cuarenta. ¡Sigue tirando la comida a la basura!». Y mi padre no entendió nada.
El convento tenía un portero con seis o siete nietos. Todos muertos de hambre. Un día, al portero se le ocurrió sacar unas perras con un quiosco que puso para vender chucherías a los niños. Pero cuando los salesianos vieron que el negocio funcionaba, se lo quitaron al portero y se lo quedaron ellos. Si los nietos del portero no tenían que comer, a ellos les daba igual. Dejó de creer en los curas, pero no perdió nunca la fe. Ni él ni mi madre, que esa sí que era de misa diaria, pese a lo que luego le hicieron.
Nelito perdió la fe en los hombres de la Iglesia, pero aumentó su pasión por la cultura. Leía y estudiaba de todo, formación que completó con los siete viajes que hizo a América. Pasó por México, Argentina, Uruguay, Cuba, Estados Unidos y Brasil.
Sí, mi padre entendía de política y ya lo pagó en la guerra. Pero mi madre, la pobre, no entendía nada, aunque en el Consejo de Guerra dijeran que era la que atendía a los emboscados. Como mi padre era respetado, se ensañaron con mi madre.
En un páramo de cultura, en un clima asfixiante, con el cura don Santos pendiente de cada puerta, de cada esquina o gozne que sonara a deshoras en la modesta aldea de Abanillas, las noches de charla en El Trichorio eran lo más aproximado a unos apasionantes reencuentros de viejos camaradas que no perdían la esperanza.
La casona era perfecta para esquivar el cotilleo del cura, de algún vecino chismoso o miedica, y siempre escapaba a todo intento de control por parte de la Guardia Civil. Situada en el camino entre Abanillas y Luey, la carretera sale también hacia Asturias, Pesués, Unquera o Pechón. Todo a pocos metros, con lo cual era fácil escoger diferentes direcciones. Si giraban a la izquierda, se internaban hacia los Picos de Europa, Puentenansa, la Liébana, Santo Toribio, la Vega, Bejes.
Los emboscados bajaban de noche por el monte del otro lado del camino principal, a veces por el mismo sitio donde horas después pasaban para su ronda la pareja de la Guardia Civil, y llamaban a una casa donde siempre tenían un plato caliente y fuego encendido.
EL VÍA CRUCIS DE NELITO
Otras veces no eran los guardias ni los maquis los que llegaban. Eran los falangistas, los peores de todos. Una noche de 1937 vinieron a buscar a mi padre, a la una de la madrugada. Unos chavales falangistas le llevaron detenido a Unquera. Uno de ellos era el hijo del jefe de la estación de Unquera; otro era Mariano Iturbe, el futbolista del Sevilla, un falangista de los que también daba candela. Aparecieron con un caminero de Estrada y un chico de Muñorrodero. Le había denunciado el marido de una sobrina carnal de mi padre. De noche, le subieron a patadas y palos hasta La Carra de Luey, donde está ahora el mesón. Allí todavía hay una pared, un paredón alto, y allí le dijeron que le iban a fusilar. El de Unquera, que era el que mandaba, le dijo al caminero y a los otros chavales que le tenían que dar bofetadas antes de dispararle.
Mi padre tenía entonces casi sesenta años. A Maximino, el caminero, le gritaban «¡Dale más fuerte!, ¡qué le des más fuerte!». Y Maximino, al final, le infló a bofetadas más fuertes. Como todos. Vero le llegó el turno a Avelino, el chico de aquí cerca (a cuatro kilómetros) de Muñorrodero, y dijo que no le pegaba, porque Nelito podía ser su padre. Como los demás le insultaban, le pegó flojo. Y todos le gritaban que le diera más fuerte. Al final, mi padre le dijo: «¡Pégame, hombre, y dame fuerte!». Y le pegó. El pobre Avelino luego lloraba como un niño. Después hicieron un simulacro de que le fusilaban, tirando unos tiros al aire. Pero no le mataron. A rastras le llevaron a la vía del tren de Pesués, y cuando pasaron por el puente, hicieron que le iban a tirar al río. Mi padre se agarró a uno y dijo: «Si me tiran, yo solo no me voy para abajo». El vía crucis, como contaba mi padre, terminó en un calabozo de Unquera.
Le sacaban cada hora y le daban de bofetadas, poniendo una bayoneta al lado contrario de donde le pegaban y al otro, un palo. Claro, cuando le daban con el palo y se caía se pinchaba con la bayoneta. Si tocaba palo, contaban las horas en punto del reloj, y si eran las seis, le daban seis palos. Si eran las doce, «¡Ay Dios!», decía mi padre luego cuando lo contaba con mucha gracia, tocaban doce palos.
Cuando ya llevaba unos días en el calabozo, llevaron con él a uno que le llamaban Pepe el del Somatén, que el hombre lloraba mucho. Mi padre se moría de risa, porque un día a Pepe le dijeron: «Vamos a sacar a tu compañero y le vamos a fusilar. Después le tiraremos al río». Pepe lloraba y decía: «¡Ay, Dios mío!, que ya no como más los higos de mis higueras».
La segunda vez que vinieron a por mi padre, mi madre se marchó con él. Había regresado a casa con el pecho y la espalda negros. Esa vez venía uno que era el hijo del boticario, un buen muchacho que por lo bajo nos dijo que mejor que fuera mi madre también, por si por el camino tenían intención de darle un tiro. Esa vez, con mi madre, volvieron pronto.
El humor de Nelito fue el que triunfó en aquella mañana del 31 de agosto de 1948, cuando los camiones traqueteaban cargados de personas humildes camino de San Vicente de la Barquera y del cabo Casimiro Gómez, agarrándose como podían y en pie. La mayoría de los detenidos no recuerdan a quién llevaban al lado, pero sí tienen fija en su retina la imagen del viejo indiano que no fue cura. Entre las sonrisas tristes de los hombres y el frío y el miedo de las mujeres, Nelito recitaba, recordándoles que ese día, de acuerdo con el santoral de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana, era ¡el día de los Mártires! ¡Arriba el ánimo y alegraos, que hoy la oportunidad de ser mártires nos la van a dar a nosotros!
De Nelito, su mujer y sus hijos, la sentencia del Consejo de Guerra celebrado en Santander el 28 de octubre de 1950 dice así:
[…] desde el mes de noviembre de mil novecientos cuarenta y siete, un grupo de bandoleros de los expresados utilizaban como lugar de refugio el domicilio que tienen en el pueblo de Luey (Santander) la familia compuesta por Manuel González Merodio (con instrucción, de mala conducta política y de buena conducta moral), su esposa Julia Guerra Sánchez y sus hijos Teófila y Eugenio González Guerra, destacándose como de mayor entusiasmo y actividad la conducta de Julia Guerra Sánchez y de su hijo Eugenio González Guerra y como de menor entidad las de Manuel González Merodio y su hija Teófila, ya que si bien estos ayudaron a los bandidos, Julia Guerra y su hijo Eugenio se destacaron por su colaboración y entusiasmo por las actividades de los delincuentes, siendo el bandolero Daniel Rey el que utilizaba el domicilio con más asiduidad, siendo atendido con calor por Julia Guerra, la que procuraba que ningún extraño se enterase de la presencia del bandolero, para lo que celosamente procuraba cerrar con llave la habitación que él mismo ocupaba durante el día en evitación de sorpresa por parte de otros vecinos o conocidos, y Eugenio González Guerra manifestaba su conformidad y entusiasmo por los bandidos hasta el punto de en una ocasión servir de guía al Popeye para llegar a los domicilios de Víctor González en Gandarillas y de Victoriano Moreda y Juan Collado Arana, en Portillo, trasladándose en otra ocasión a Santander a comprar unos zapatos para Daniel Rey, recibiendo como premio de este servicio CINCUENTA PESETAS.
Seis décadas después, con el mismo humor que su padre, Teófila suelta una carcajada cuando oye la historia de la compra del par de zapatos para Daniel Rey. A su lado, su hijo sonríe, aunque no con la alegría de la madre.
¡Ave María! ¡Zapatos…! Si los tenían en Unquera. ¿Para qué iba a querer Daniel unos zapatos de cincuenta pesetas? Y menos traídos expresamente desde Santander.