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SUPERVIVENCIA Y LEYENDA
El 16 de abril de 1953, el cabo José García Gómez, amigo de la infancia de Juan Fernández Ayala, mató al guerrillero Quintiliano Guerrero, el Tuerto, en un duro enfrentamiento mantenido en Valdediezma (Valle de Liébana). Si José García era uno de los amigos de infancia de Juanín, el Tuerto había sido uno de sus últimos compañeros en la Brigada Machado.
Aunque desde la fuga de Paco Bedoya de Madrid, Juanín y Paco resistían en solitario, Fernández Ayala no pudo sino lamentar la muerte de otro de sus más antiguos compañeros en el monte. Tras la caída de Quintiliano, la Guardia Civil manejaba la sospecha y la esperanza de que, para la paz y la tranquilidad de todos, la pareja formada por el de Potes y el de Serdio hubiera decidido marchar a Francia o embarcar rumbo a América.
Esperanzas que pronto se vieron defraudadas. Tras la muerte del Tuerto, los vecinos cercanos a Cabezón de la Sal, Comillas o Canales y Ruiloba, así como otras pequeñas aldeas que se extienden entre Valdáliga (con sus pueblos más cercanos al mar) y el Val de San Vicente o San Vicente de la Barquera, notaron pequeños robos en sus casonas. Otros, entre susurros, hablaban en la taberna de una pareja que habían visto perderse al atardecer en las faldas del monte Corona.
Era difícil que los dos hombres pasaran desapercibidos. Juan Fernández parecía aún más bajo y flaco al lado de aquel hombretón que era Paco. A sus veintitrés años y su metro noventa de estatura, una medida más que grande para la época, su cabeza, cubierta por una abundante mata de pelo negro, contrastaba con las entradas que ya se marcaban en la frente de Juanín. Pese a que este no pasaba de los treinta y seis años, los catorce que llevaba en el monte como emboscado habían hecho estragos en su cuerpo, ya de por sí menudo. Muchos apostaban a que moriría antes de una bronquitis o una tuberculosis, dada la afición que tenía al tabaco, que a manos de la Guardia Civil.
Que la pareja de emboscados estaba en los territorios más próximos a la casa de Paco en Serdio que a la zona de Juanín en la Liébana quedó de manifiesto cuando las denuncias en los cuartelillos empezaron a concretarse.
El 17 de junio de 1953 atracaron a una vecina de Bustablado, un pueblecito próximo a Cabezón de la Sal. Aunque el atraco fue denunciado, todos los esfuerzos de la Guardia Civil por capturarles fueron inútiles. Tres días después volvieron a buscar comida, mediante otro atraco a la tienda–taberna La Perla, en El Pando, cerca de Ruiloba (Comillas). Allí llevaron a cabo un atraco con seis clientes dentro, aunque esta vez no llevaban la lista de lo que necesitaban, como habían hecho en otras ocasiones. Queso, chorizo, latas de sardinas, pan, cerillas, tabaco… Pidieron a los presentes que esperaran al menos una hora antes de denunciarles. Así que cuando el cabo García llegó a la taberna, él y sus hombres ya no encontraron rastro alguno de los dos guerrilleros.
REFUGIO DE CUENTO EN EL MONTE CORONA
Poco después, el 13 de julio, en Ruente, a doce kilómetros de Cabezón de la Sal, tras otro incidente, lograron escapar de nuevo de entre las manos de García y su gente. El cabo sospechaba que ambos tenían un escondite cerca, y las pesquisas —perros incluidos— llegaban hasta las cercanías del monte Corona, que fue peinado una y otra vez por un tercio completo de la Guardia Civil sin obtener resultados.
Nunca descubrieron el escondrijo del monte Corona. Tuvo que ser una cuadrilla de leñadores quien diera con el lugar a principios de los años sesenta, cuando iban a cortar un eucaliptal por Rioturbio, una de las entradas al monte. Uno de los leñadores, Pedro Rábago, encontró un rastro de alambres de espino entre la maleza. Los hombres comenzaron a seguir el hilo marcado por el alambre hasta que dieron con una senda estrecha que marcaba una especie de recinto. Cuando atravesaron el recinto, sonó un cencerro. Estaban atrapados entre una maraña de alambres, y al intentar atravesarlos, sonaba de nuevo el cencerro de una vaca.
Tras limpiarlo todo, apareció una choza
puntiaguda, terminaba en pico, y tenía un palo largo en el centro, como esas casetas redondas de los indios. Estaba recubierta con papel brea, un papel fuerte, negro, untado de alquitrán, parecido a la tela asfáltica de hoy, pero más fino. La caseta estaba en perfecto estado, como si estuviese recién armada. La habían construido en el sitio más cerrado. Estaba rodeada por cuatro hileras de alambre de espino sujetas a los árboles, formando una barrera defensiva, a unos cinco metros de la chabola, más todos los alambres que había conectados con el campano que estaba dentro de la choza. Descubrimos que la cerca de alambre tenía una zona desmontable[34].
Junto a la puerta clavada a unos postes se leía «refugio número 10», y dentro había pintados en rojo una hoz y un martillo. El suelo estaba limpio y bien asentado. Junto a la cama, un montón de panojas de maíz, y dentro, escondidas, había bombas y balas. Tenían el fuego al lado de la entrada de la cabaña, a mano izquierda. Y había cajones de madera con libros, revistas, periódicos (algunos franceses), postales, fotografías, estilográficas. También ropa de ellos y el traje de un cura, nuevo. Había una pistola de madera, perfectamente tallada, copia de las que habitualmente utilizaba la Guardia Civil. Una pistola que Ismael y Antonio Brevers después encontraron pero que no pudieron recuperar para el hijo de Paco Bedoya. Según Antonio Rábago, cuando llegó la Guardia Civil, lo quemaron todo, incluidos los papeles que contenían los cajones, sin siquiera leerlos. Solo se llevaron las municiones.
DE REGRESO A LA PERLA
En la noche del 19 al 20 de julio de 1953, Juanín y Bedoya volvieron a La Perla, esta vez de madrugada. Paco se adelantó a su jefe y entró en el bar, llevando consigo un saco para guardar las cosas que iba a robar. Mientras se entretenía llenando el petate —cada vez necesitaban más comida para aguantar y pagar con algo a los pocos que aún se atrevían a ayudarles—, Juanín observó que se acercaba una pareja de vigilancia de la Guardia Civil. Si llegaban a la puerta de La Perla y veían la luz de la linterna, Paco estaría perdido. Juanín disparó desde su refugio. El cabo José García cayó muerto, pero Juan Fernández Ayala tardó un día entero en saber que había matado a su amigo de infancia.
Bedoya y Juanín lograron escapar de milagro aquella noche, abandonando los frutos del alijo en el camino. Al día siguiente un enlace confirmó el nombre del guardia muerto, José García Gómez, nacido en Barago (Liébana) el 22 de mayo de 1918. Juanín y el guardia civil se llevaban siete meses de edad y habían compartido escuela y maestros.
Está confirmado en los trabajos de Isidro Cicero, Pedro Álvarez y Antonio Brevers que Juanín escribió a la mujer del cabo lamentando lo que había sucedido. Las versiones más románticas del acontecimiento aseguran que a Fernández Ayala, poco dado a las emociones, se le humedecieron los ojos, sentado ante el hogar de alguna de las pocas casas de confianza que les quedaban, cuando se enteró del detalle de los acontecimientos.
Poco después, en ese año de 1953, otro atraco terminó de sacar de quicio a Jacobo Roldan Losada, gobernador civil de Santander desde 1952 hasta 1960. Aunque su carrera política estaba bien respaldada —fue consejero nacional del Movimiento, político, mutilado y alférez provisional—, en algún momento temió el ridículo que hacían él y sus hombres, incapaces de capturar a una «simple pareja de bandoleros», según el lenguaje oficial de la época.
A comienzos de 1954 y ante el enfado del gobernador civil y las inquietudes de Madrid, que no entendían cómo era posible que todo un tercio de la Guardia Civil fuera incapaz de capturar a dos hombres prácticamente cercados, las cosas se fueron complicando para la pareja de emboscados. Cada vez contaban con menos apoyos, el miedo se extendía por toda la provincia y temían las delaciones.
Aún así, ese año protagonizaron otros hechos sonados que nunca ocuparon espacio destacable en los diarios de la provincia. Por aquel entonces y durante toda la primavera, Franco logró mantener centrada la atención de la población en el grito: «¡Gibraltar español!». Y todo gracias a la parada que el Britannia, el buque en el que viajaba la reina Isabel II, iba a hacer en Gibraltar en mayo. El régimen realizó grandes movilizaciones patrióticas bajo la pancarta de «¡Gibraltar español!», pero tras varios meses de batalla diplomática, en mayo, como estaba previsto, la reina Isabel hizo su última escala de su viaje oficial por las colonias británicas y los países de la Commonwealth cumpliendo con el atraque planificado en Gibraltar.
En esos mismos meses, durante marzo y abril y tan lejanos de la realidad nacional como siempre, Juanín y Bedoya organizaron el secuestro de Emilio Escudero, un chaval de catorce años. Pidieron veinticinco mil pesetas.
Poco después dieron un susto en Cerrazo a Jesús San Emeterio, quien les había denunciado unos meses antes —su padre les había dado refugio y comida en una ocasión—. San Emeterio se escapó de lo que parecía un secuestro, pero Juanín logró darle un tiro en el hombro.
El 14 de julio de 1954 llevaron a cabo el secuestro de Tomás Peña, un pobre tipo que descubrió que su cuñado, Pedro Bedoya, no le apreciaba mucho, porque nunca acudió a pagar el rescate. Tras esperar en vano, Juanín y Paco dejaron en libertad a Tomás, quien en su declaración a la Guardia Civil dejó claro que le habían tratado bien, con bastante humanidad, no como su cuñado.
Y a finales de 1954, el 3 de diciembre, secuestraron a Eduardo Diestro, un joven que trabajaba en el transporte de leche para una conocida fabrica de la época. Tras diversos avatares, la pareja de emboscados logró que les pagaran cincuenta mil pesetas por Diestro. Los acontecimientos se desarrollaron entre Unquera y Prellezo, de nuevo entre San Vicente de la Barquera y los límites de Asturias, muy cerca de Serdio, el lugar donde vivían los pocos miembros que quedaban en libertad de la familia Bedoya.
BEDOYA VUELVE A SERDIO
Paco aprovechó para acercarse lo más posible a su casa y dejó la señal convenida a su hermano Fidel: una piedra colocada en el centro del prado Cerronuevo. Ambos hermanos se encontraron poco después y el mayor le entregó tres mil pesetas al pequeño para que le comprara ropa.
Lo que no imaginaba el mayor de los hermanos Bedoya era que los billetes pagados por el secuestro estaban marcados y que enviaba a su hermano a la guarida del lobo. Fidel Ernesto Bedoya fue detenido el 18 de diciembre en Santander, en los almacenes Ribalaigua, cuando intentaba pagar con uno de esos billetes. Según el texto de su declaración ante la Guardia Civil, «en su detención le fueron ocupadas 2730 pesetas».
Durante seis días, desde el 18 de diciembre hasta el 22 que ingresó en prisión, Fidel Bedoya volvió a recordar cómo se las gastaba la Guardia Civil. De nuevo las palizas —ya las había experimentado con su primo Vidalín, y antes, cuando fue interrogado sobre un supuesto viaje a Madrid para ver a su hermano en Fuencarral— y la tortura del estrepo, las horas de aislamiento en la celda, los interrogatorios.
Sesenta y tres años después, Zoila Hoyos Gutiérrez, Zoilina, con los ojos verdes húmedos y el semblante triste, recordaría las torturas que soportó su primo Fidelín Ernesto con solo veinticinco años.
Le destrozaron. Algo se rompió dentro de él para siempre. Cuando llegó a Miami para instalarse con nosotras, era ya otra persona. Luego se fue a Chicago. Le costó años superarlo. No sé, creo que esas cosas nunca las olvidamos, nunca las superamos.
Tras dos años de prisión preventiva, Fidel fue condenado en Consejo de Guerra a dos años y medio de cárcel.
AÑOS DE BODAS
Mientras las familias de Bedoya y Juanín estaban en la cárcel y los dos emboscados se sentían cada vez más aislados en el monte, el resto de España les ignoraba. Excepto en los pequeños pueblos de Cantabria limítrofes con Asturias o en el valle de Liébana, para la mayoría de los ciudadanos el maquis hacía tiempo que había dejado de ser un problema para el régimen.
La propaganda de la prensa santanderina o asturiana y la aplicación de la ley de 1947 contra vagos y maleantes fue calando. Los ideales de resistencia de un grupo de hombres que no querían rendirse cada vez quedaban más lejos. Los que seguían en el monte eran una pandilla de locos para los bienpensantes. O un simple grupo de tipos a quienes el tiempo había desgastado sus ideas y se habían convertido en unos simples ladrones, como asumieron la mayoría de quienes deseaban seguir adelante y olvidarse de la Guerra Civil. En el caso de Juanín, más parece que se trataba de un cruzado que no supo cómo descolgarse a tiempo. Y se sirvió del resentimiento de un chavalón que soñaba con vengarse de una sociedad que le dejaba sin mujer e hijo, sin casa, sin vacas, sin justicia.
En Buenos Aires, Leles tenía poco tiempo para pensar en las soledades de Paco mientras estaba en el monte. Siempre le llegaban noticias a través de algunos marineros de Val de San Vicente que pasaban a ver a su familia cuando desembarcaban en la ciudad del Plata. Pero cada vez eran más espaciadas. Paco ya no le escribía tan a menudo desde el monte. Habría sido muy peligroso para él y para mí, opinaba Leles. Sus padres, además, seguían vigilando la correspondencia. Cerrada en su mundo, seguía sin prestar atención a los acontecimientos en la capital argentina. El presidente Juan Domingo Perón, antaño tan católico y entregado a la Iglesia, dictaba leyes contra los privilegios de esa religión: derogaba la enseñanza religiosa obligatoria, suprimía los días libres festivos por los santos católicos, legalizaba el divorcio, hacía campañas de profilaxis social en los prostíbulos y cobraba impuestos a las instituciones religiosas.
A mí, todos aquellos acontecimientos me daban miedo. Me recordaban cosas de España y la Guerra Civil, pero no tenía mucho tiempo para pensar en ello.
Mi madre, con Ismael, mi sobrino Gonzalo y mis hermanos pequeños habían llegado dos años antes a Buenos Aires y nos organizábamos como podíamos.
Yo seguía trabajando y mi mamá cuidaba de Ismael. Cada domingo, cuando yo iba a casa de mi madre, me decía la de trabajo que tenía con todos, que no podía más… Mi mamá sabía que por allí, cada domingo también, aparecía Agustín, que me rondaba. Agustín también es de Abanillas. Vino a Buenos Aires mucho antes que yo. Vino y se instaló con sus dos hermanos, que tenían un negocio en la calle Birlingus. Y el hombre me rondaba ya hacía tiempo.
Cuando yo me enteré de que Vaco se había echado al monte, ya lo he dicho, me vine abajo. Aunque él siguió escribiéndome tan a menudo como podía. Yo, un día, harta de todo, incluidas las quejas de mi madre, escribí a Miguel y Nati. Pregunté a Miguel si creía que Franco permitiría a Paco escapar alguna vez de España. Recuerdo muy bien la carta de respuesta. Miguel me decía que, aunque estuviera mal que fuera él quien me lo tuviera que decir, opinaba que no podía tener ninguna esperanza, porque Franco nunca dejaría a Paco salir de España.
Entonces, ¿qué me quedaba por hacer? Ya no podía más y Agustín era un buen hombre. Siempre lo ha sido, aunque con sus cosas, como todos. Incluidos sus enormes celos. Agarré y le dije cara a cara: «¿Qué, no querías casarte conmigo?». Y así, sin estar de novios ni nada, nos casamos y me pude llevar a mi hijito conmigo, que era lo que mi madre me exigía. ¿Qué podía hacer?, ¿dónde iría a trabajar con mi niño?, ¿dejar que él estuviera rodando por ahí, conmigo, de casa en casa?
A Leles se le vuelven a escapar las lágrimas, que rápidamente sofoca con un clínex. Se suena la nariz y sigue hablando.
Unos meses después Paco me escribió una carta en la que me decía que ya se había enterado de que me había casado. Me escribió que prefería saberme casada antes de que sirviera a ningún rico. Eso fue lo que me dijo en la que fue su última carta. Así, como la recibí, Agustín me la cogió y la rompió en mil pedazos.
Antes ya me había enviado otras cartas, contándome que había burlado la vigilancia y que se había escapado al monte. Me enfadé tanto, tanto… Con lo poco que le quedaba. Él mismo me había ido contando cómo redimía condena por los trabajos forzados. Aquellas cartas, como el estuche de hilos azul, blanco y rojo, con las fotos de los tres y el espejo por dentro, me lo enviaba a través de Pirula, la hija de Rufus el de Luey… Lo que pude salvar de mis padres y de Agustín se lo entregué a Ismael antes de que se fuera a España… Para que supiera que su madre y su padre se habían querido, que la vida nos había vuelto la espalda, que yo no había sido una cualquiera.
Abanillas (Santander).
26 de Marzo de 1954.
Querida Leles:
Nos alegramos mucho de tu boda y Nati se lo ha contado a algunas personas… (Miguel).
Sabía bastantes detalles de tu boda y el domingo, al salir del rosario, se lo conté a algunas personas que yo sé que os estiman… (Nati).
Durante cuarenta y seis años, como siempre recuerda Leles, hasta la muerte de Miguel, el matrimonio formado por Nati y Miguel fueron sus más fieles corresponsales desde su Abanillas natal. Cientos de cartas que hablan de una crónica viva del pueblo, que recoge desde la celebración de un cumpleaños, las muertes y los nacimientos de la aldea y sus alrededores, de personas que formaron parte de la vida de Paco y Leles, de guiños sobre noviazgos que se rompían y de parejas que se proclamaban en la iglesia. Solo en una carta de las últimas, fechada en 1992, Francisco Bedoya aparece mencionado por su nombre, Paco… El miedo, la censura, el terror, recuerda Leles.
EL ADMINISTRADOR DEL CONDE DE ESTRADA
En la mañana gris del 18 de enero de 1955 entró en la estación de Delicias el Lusitania Express. El tren traía a un viajero excepcional, un joven príncipe Juan Carlos de Borbón. Llegaba para educarse como posible heredero al trono tras las duras negociaciones mantenidas entre su padre, don Juan de Borbón, y Franco. Fue también el año del ingreso de España en la ONU, un tiempo que el régimen aprovechó para romper definitivamente su aislamiento.
A quinientos kilómetros de la capital, ajenos a los intentos de apertura que el Gobierno quería extender dentro y fuera del país, dos sombras se perdían cada quince o veinte días por los montes del Val de San Vicente o los alrededores de Comillas y el monte Corona. Juanín y Paco Bedoya eran un par de anacronismos, dos rarezas que pocos comprendían ya. Solo alguno de los que, como ellos, se resistía a aceptar que la guerra se había perdido hacía diecisiete años estaba dispuesto a correr algún riesgo.
Pero en Madrid, las noticias esporádicas sobre los dos «bandoleros» que incordiaban con pequeñas rapiñas, a tan solo medio centenar de kilómetros de la capital cántabra, irritaban cada vez más. De vez en cuando la prensa clandestina editada en Francia hacia alguna referencia a los dos emboscados, como muestra de que aún había «resistencia» en el monte.
Poco después de aquel día de enero en que Juan Carlos de Borbón llegó a Madrid, en otra mañana gris de principios de 1955 un coche giró en la carretera de Estrada a Serdio. Entre ambos pueblos hay solo un kilómetro de distancia (o menos, depende del camino que se tome), pero las villas de Estrada y Serdio, aunque pegadas, siempre tuvieron señores y vasallos diferentes.
En el siglo XV, Serdio, junto a otros pueblos del Val como Luey, Prellezo, Portillo, Helgueras o Muñorrodero, ya era feudo de la casa señorial de los Manrique, marqués de Aguilar, conde de Castañeda y chanciller mayor de los Reinos de Castilla, una estirpe feudal importada desde Castañeda y Santillana.
Pero Estrada era una pequeña aldea de linaje propio, con capilla y parroquia autónomas de San Vicente de la Barquera y del Val de San Vicente. La Casa de Estrada fue titulada en el siglo XV como un linaje local y emparentado con el rey Alfonso I, allá por el siglo VIII.
A mediados del siglo pasado, los Estrada mantenían aún su señorío territorial, con su coto redondo y una torre medieval, además de su escudo con el águila real. Era la misma torre que los niños de Las Carrás admiraban desde el patio de la casona familiar, aún limítrofe con las propiedades de la abuela Gregoria.
Aquella mañana de principios de 1955, el coche, que transportaba a unos personajes que serían definitivos en la vida de los Bedoya, aflojó la marcha al llegar al cuartelillo de las inmediaciones de Estrada. Sus ocupantes hicieron una señal de saludo hacia el lugar donde, una vez por semana, más de una docena de familias tenían que ir a dar parte de las posibles pistas sobre los vecinos no «afectos al régimen». Era el precio para seguir en libertad, para no ser molestados.
Cuando el automóvil llegó a la plaza de Serdio, los ilustres señores causaron un cierto revuelo. Por aquel entonces no se veía un automóvil como ese todos los días. Incluso había días en que no se veía ningún automóvil, solo el camión Pegaso para recoger la leche o el autobús de línea. Bajaron don Ceferino Gutiérrez, entonces administrador general de don Ricardo Duque de Estrada, señor de Estrada y XIII conde de Vega de Sella. Iba acompañado por el teniente coronel de la Guardia Civil Pedro Martínez de Tudela, y un joven de aspecto «chuleta y endomingado» que lucía ufano al lado de tan destacados personajes. Aquel tipo dijo que se llamaba Daniel Díaz Canosa y fue presentado como el nuevo administrador de las propiedades de la Casa de Estrada en el Val de San Vicente.
Llegaba para sustituir en el cargo a don Isidro Mardones, el sacerdote de Estrada, la parroquia de la torre que nunca tuvo que ver con Serdio ni con las demás del Val de San Vicente, regida por un párroco de más de ochenta años.
El cura Mardones era algo peculiar. No tenía inconveniente en reconocer que, a su mesa, alguna noche se habían sentado Juanín y Bedoya a cenar, para irritación del cabo Casimiro Gómez y de todos los guardias del tercio que cubría la zona.
Don Isidro era también el mismo sacerdote que había bajado a la Prisión Provincial de Santander en aquellos aciagos días de 1948, tras las detenciones masivas de los vecinos de la zona, cuando por primera vez y con diecinueve años se llevaron a Paco Bedoya, a su tía Zoila y a su prima Requena a la cárcel.
Cuentan algunos habitantes del lugar que don Isidro fue el responsable de que tanto a Zoila madre como a Julia se les recomendara en la prisión para coser ropa de bebés y realizar tareas de cierta responsabilidad.
Al cura no le sorprendió el relevo de su puesto. Llevaba varios años resistiéndose a ser arrastrado a los tejemanejes de algunos de sus colegas de la zona, como su vecino el padre Santos, el de Abanillas, de infausto recuerdo para los habitantes del pueblo vecino. En cuanto a los informes sobre el párroco Mardones al obispado, los comentarios llegaban aderezados con su disposición a «a dar de comer al hambriento», como confesaba que hacía con Juanín y Bedoya, y con su tolerancia hacia algunas «debilidades» humanas. Esa tolerancia era aplicaba a la hora de juzgar el modo de vida independiente y extraño para la moral de la época que llevaban las mujeres de Las Carrás, todas separadas de sus hombres.
Pronto, el nuevo, simpático, charlatán y flamante administrador Daniel Díaz Canosa comenzó a pavonearse por las aldeas visitando a los arrendatarios de las tierras del conde de Estrada, al tiempo que se convirtió en asiduo del bar de Serdio, situado frente a la iglesia de San Julián y cercano a la casa de Los Coteros, donde la joven Teresina Bedoya cuidaba de la bisabuela Gregoria. Teresina tenía al resto de la familia en la cárcel, en el monte, en La Habana o en la mili.
ZOILINA: El amor es ciego y mi prima Teresa estaba sola cuando llegó San Miguel. Una vez más, como las mujeres de mi familia, se enamoró perdidamente. No confiaba en nadie, no creía en nada. Era tan joven y había visto tanto…
Julia no quería que su hija se casara con ese hombre. Me contaron que tanto Juanín como mi primo Paco tampoco confiaban en él. Todo el mundo sabía que era un confidente, o un policía infiltrado… Si madre–abuela Hilaria hubiera estado en Serdio, es seguro que Teresa no se habría casado con ese… No sé cómo llamarle…, recapacita Zoilina.
Ni las amenazas de Juanín y de Paco Bedoya, que hicieron llegar su oposición a Teresina, incluso aportando datos de que Daniel era un infiltrado, un confidente puesto en la administración de los Estrada solo para cazar a los dos emboscados —el mismo Díaz Canosa de labia floja y chuleta lo había proclamado a otros guardias de la zona, en otros bares de los pueblos, incluso había alardeado de tener una pistola—, ni la prohibición de Julia, que cada día que su hija iba a verla a la Provincial le pedía que se alejara de ese hombre, nada hizo desistir a Teresa Bedoya Gutiérrez, la hermana más pequeña de Paco, de sus proyectos de boda con aquel oscuro personaje.
Un 10 de noviembre de 1955, tan solo diez meses después de haber llegado a Serdio, Daniel Díaz Canosa, el nuevo administrador del conde de Estrada, se casó con Teresina.
Julia madre salió de la cárcel para asistir a la boda, pero con cara de pocos amigos y menos ganas que nunca de soportar los cotilleos del pueblo. Solo María Inguanzo, la vecina de Estrada, la amiga de madre–abuela Hilaria y de todas las demás mujeres de Las Carrás, tuvo humor para guisar alguna gallina y dar un pequeño banquete tras la triste ceremonia.
Para entonces, es probable que Teresina tuviera ya idea de que Daniel Díaz Canosa no se llamaba ni Daniel ni Díaz ni Canosa. Tampoco era Juventino Vidal Regueiro, nacido en Rabade (Lugo) el 27 de agosto de 1918, según reza en otra de las personalidades que se le adjudican en su expediente carcelario. Un expediente que recoge que fue detenido en febrero de 1945 por robo y estafa. Después, en julio de ese mismo año se fugó de la casa de salud de Valdecilla; volvió a prisión en 1947, de donde se escapó para reaparecer en 1948. En 1954 fue trasladado al reformatorio de Ocaña; se fugó de nuevo y «reingresa de evasión», según su ficha, el 5 de febrero de 1956.
En abril de 1954, el tal Juventino, que finalmente se llamaba José San Miguel Álvarez, llegó a la prisión de Oviedo. Unos meses después, en enero de 1955 reapareció en el coche del administrador de los Estrada y de su primo, el teniente coronel don Pedro Martínez de Tudela, aspirante a ser el máximo mando militar de Santander.
VlDALÍN: Está claro que San Miguel llegó aquí [a Serdio] para capturar a Paco y a Juanín. Todos lo sabíamos. Y puede que se casara con Teresina para ayudar a la Guardia Civil, pero yo tengo razones para pensar que también se enamoró de ella. Me acuerdo de una noche en que fui a verlos. Mi prima no estaba en ese momento en la cocina. San Miguel y yo hablamos un rato. Ya había nacido María José, la niña, y no sé si estaba en camino Francisco José. Pero sí que recuerdo que en un momento de la conversación, San Miguel me dijo que Teresina era una buena mujer, muy limpia y cariñosa. Me dio la sensación de que la quería. También me hizo algunos comentarios sobre cosas que le había contado mi prima Teresina. Sobre todo lo que Juanín había hecho a las mujeres de Las Carrás, cómo las había enamorado… Vete a saber.
Es la versión de Vidal Hoyos.
José San Miguel Álvarez, como finalmente se llamaba el marido de Teresina, miembro a la fuerza de la familia de los Bedoya, había nacido en León el 27 de agosto de 1921. Era un simple perista, un estafador y raterillo, especialista en fugarse de la cárcel. En algunas de las prisiones donde estuvo se le conocía como «el Fuguista». Como ha demostrado la investigación de Antonio Brevers sobre el personaje, fue confidente de los Servicios de Información de la Guardia Civil (SIGC), quienes, después de considerarle quemado para la captura de Paco Bedoya por lo imprudente que era, se lo pasaron a la Policía. Pero antes y según reza en su expediente carcelario, San Miguel volvió a ingresar en la Prisión Provincial de Oviedo en febrero de 1956. Teresina estaba esta vez menos sola, porque Julia seguía en libertad. De momento.
Pese a las imprudencias de San Miguel, el cerco sobre los dos emboscados era cada vez más cerrado. Entre 1955 y 1956, los servicios de inteligencia de la Guardia Civil y los de la Policía se pusieron cada vez más nerviosos, pero seguían compitiendo entre ellos y no se fiaban los unos de los otros.
«ESTE ES MI PAÍS»
Por entonces y con los acontecimientos anteriores como fondo, Juanín recibió nuevas ofertas para pasar a Francia y todas fueron rechazadas. Los dos emboscados siguieron haciendo pequeños atracos. A veces incluso se disculpaban por tener que robar dinero o comida a sus víctimas, pero no les quedaba otro remedio. En aquellos meses, una de las mujeres a la que atracaron les preguntó por que no se iban a Francia, como tantos otros. Y Juanín respondió con lo que tantos otros le habían oído antes: «Este es mi país. Esto tiene que cambiar y nosotros no tenemos por qué marcharnos».
Seguía empecinado en no se sabe muy bien qué. Con la marcha de El Tranquilo y Santiago Rey en 1955, se habían quedado más solos y aislados. Cada vez tenían mayores dificultades para obtener apoyos e incluso mantener los que tenían. El cerco se estrechaba. A finales de año se hizo público en Cantabria el pasquín por su captura, en donde se ofrecía medio millón de pesetas «a cualquier persona que facilite una confidencia que conduzca a la captura o muerte de los bandoleros» Juanín y Bedoya.
Paco lamentaba más si cabe la falta de amigos, porque no tenían hogares adonde acudir por la noche a calentarse y escuchar la radio, su distracción más querida. Perdidas las esperanzas de siete u ocho años antes de ganar un concurso de canto en la radio, algunas noches, cuando se deslizaban como sombras por las calles oscuras de Caviedes, de Roiz o de Serdio, observaban a través de las ventanas iluminadas con bombillas de veinticinco vatios a las familias sentadas en torno a la radio. Yo soy aquel negrito, del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola–Cao… La melodía del año se colaba por las rendijas de las puertas de doble hoja y las ventanas mal encajadas por la madera húmeda.
La pegadiza cancioncilla se convirtió en una cuña publicitaria que haría historia. A su sombra había nacido un espacio de quince minutos, Matilde, Perico y Periquín, que cada miércoles primero, a las diez de la noche y cuando se acababa de cenar, relataba las historias de una familia típica del régimen. ¡Cómo le habría gustado a Francisco Bedoya tener un hogar, un niño, Ismael, y una mujercita, su Leles, con quien escuchar aquellos programas en las largas y lluviosas veladas del Val de San Vicente…!
A Periquín le hacía la competencia ese mismo año otro niño perfecto, santo y criado por frailes, Marcelino. Es el año de Pablito Calvo y Marcelino pan y vino en el cine, un éxito de taquilla en las ciudades que tenían cine. Unas ciudades que estaban a miles de kilómetros de la vida de los dos hombres que seguían escondidos en el monte. Pocos recordaban ya por qué.
Por las noches, cuando bajaban a los pueblos, Paco y Juanín se cuidaban bien de no asustar a las parejas que aprovechaban las pocas luces del alumbrado para besarse en las esquinas y pelar la pava con cierta soltura. Algo que a la luz del día podía significar una multa de la Guardia Civil y la reputación de la moza por los suelos, arrastrada en la puerta de la iglesia por las lenguas de las beatas.
Durante esos años, a Bedoya ya no se le conoció ninguna novieta nueva, mientras que de Juanín se seguía haciendo mucha literatura. Además de los supuestos amores con Julia, alguna moza de la Liébana, adonde regresarían entre 1956 y 1957, presumió muy en secreto de ser la última novia del guerrillero. Pero todo eran rumores.
En Buenos Aires, Leles ya no pensaba en la soledad o en los posibles amores, en la vida de quién fue su hombre, aunque esporádicamente le llegaban algunas noticias. Por entonces, su familia y los niños estaban muy asustados. El 17 de julio de 1955 ardieron siete iglesias en Buenos Aires, como venganza por la matanza que la Marina había realizado, veinticuatro horas antes, en la Plaza de Mayo, donde murieron más de trescientas personas. La brutalidad de los marinos, opinaban quienes quemaban los templos, había estado instigada por la Iglesia católica. Las bombas lanzadas por la Marina eran contra la Casa Rosada, la residencia del presidente Juan Domingo Perón, que logró abortar el golpe militar. Por pocas semanas. El 16 de septiembre triunfó un nuevo golpe de los militares contra su antiguo jefe y Perón tuvo que abandonar el país.
El trasfondo político de aquello, a Ismael padre y Consuelo, a Leles y a Tita, a los cuatro niños pequeños, solo les producía temor. Habían escapado de España para hacer fortuna, y ahora podía liarse otra vez una muy gorda en Argentina. El día que quemaron las iglesias, Ismael y Consuelo recordaron que era 17 de julio, un día antes de aquel terrible 18 de julio de 1936 en España.
Mercedes San Honorio Pérez ya tenía entonces una familia de la que tiraba hacia adelante. Se sacó el carné de conducir, compró una camioneta y aguantaron la crisis, que duró muy poco, como pudieron.
Empecé a conducir, a manejar dicen aquí, para marcharme cada madrugada al mercado. Compraba cocas y gaseosa y las vendía luego aquí. Hasta el año 1993, durante cuarenta años, hemos tenido un comercio, un bar y una tienda de ultramarinos. Yo tiraba de todos. Tenía a mi marido, a Ismael, a Braulio, mi segundo hijo. Luego mis padres vinieron a vivir conmigo.
Ya sabía muy poco de Taco. A veces, algunas visitas de cerca de Abanillas o de personas de otros pueblos que emigraban venían a vernos y me contaban algo. Otras veces me llegaba alguna noticia a través de Piruja, pero fueron unos años de trabajo, trabajo, trabajo… Además, mi madre y Agustín seguían vigilándome, y yo ya solo tenía tiempo para vestir a mis niños, llevar la casa, ir a por las cosas para vender en la tienda… Tampoco quería pararme mucho a pensar en lo que pasaba aquí, en si echaban a Perón o no… Vivía para mis asuntos, y solo miraba para adelante. Dentro de mí, allí, muy en el fondo, me quedaba Abanillas, quedaba Paco… No podía seguir pensando… Me habría vuelto loca y tenía un hijo, y luego otro.