PRÓLOGO

¿QUIÉN NOS DEVUELVE EL TIEMPO NO VIVIDO?

El primer franquismo, el peor franquismo, el que transcurre desde el final de la Guerra Civil hasta el Plan de Estabilización de 1959, combina dos de las patologías más significativas de las dictaduras: la represión sin piedad de los que considera sus enemigos, y la oscura y viscosa opresión de las sociedades que las padecen. Este libro recoge la historia que se desarrolla en una pequeña sociedad —la de algunos pueblos de Val de San Vicente, en Cantabria— y en un tiempo —desde la década de los cuarenta hasta la segunda mitad de los años cincuenta del siglo XX— que son una muestra de las tendencias represoras y opresoras generalizadas en aquellos años, un período que fue más largo de lo que los historiadores acostumbran a definir como la posguerra.

A diferencia de lo que sucedía en esos momentos en otros lugares de España, la peor represión está aquí, en los lugares de nuestra historia, en carne viva y en su primera fase: la de la violencia directa. La opresión es común a la de otras zonas dominadas por el nacionalcatolicismo más rancio. La España represora y la España opresora en su sentido más literal: «La cruz y la espada de nuevo/ triste recuerdo de España/ se han juntado» (Alberti).

Este es el libro de una periodista, no de un historiador, aunque muchos de los hechos que en él se relatan derivan de fuentes primarias, de los testimonios de los supervivientes y de los documentos desenterrados, que en muchos casos corrigen la historia oficial que se tergiversó en los periódicos de la época con la única versión de la propaganda del Régimen.

El periodismo es el primer borrador de la historia. Para entender lo que hoy sucede es necesario saber lo que ocurrió ayer, y esto se consigue conociendo el contexto: cualquier hecho que no pueda ser puesto en relación con otros llega a ser incomprensible. No he tratado de hacer historia, sino periodismo. Tampoco he hecho literatura; todo lo que se cuenta en estas páginas pertenece a la realidad, aunque algunos elementos, por el surrealismo de sus argumentos y el esfuerzo de sus personajes, pudieran servir para la ficción y el realismo mágico. La única licencia que me he permitido ha sido recrear algunas escenas, algunos episodios de los que ya no quedan testigos directos. Y cuando esto ha sucedido, siempre he basado la reconstrucción y la interpretación en los testimonios de al menos dos o tres familiares o amigos que vivieron o escucharon la historia de boca del personaje desaparecido.

Por suerte para los protagonistas de los acontecimientos narrados, y por desgracia para los perseguidores de los hechos, la memoria es selectiva y, en ocasiones, una misma vivencia fue percibida y recordada de diferentes maneras. Sin embargo, los archivos ya abiertos a los estudiosos, los documentos de los consejos de guerra, los expedientes carcelarios, han ayudado a subsanar las lagunas en la memoria de los protagonistas.

Creo en la necesidad de la memoria histórica como paso previo para la justicia histórica. La amnesia colectiva, que todavía pervive como resultado del miedo a la represión y a la opresión, puede estar justificada por ese temor ¡después de más de medio siglo!, (en este relato todos tenían razones fundadas para temer a los demás), pero conduce a una interpretación errada de los tiempos y de los hechos. Durante décadas, a quienes nacimos después de la guerra se nos escamoteó una parte fundamental de la historia, y crecimos con episodios de nuestro pasado que nos resultaban incomprensibles o desconocidos, oscuros.

En la posguerra española, el Estado dejó de ser el depositario de la ley y de la justicia para convertirse en el máximo depredador de sus oponentes: los que pensaban de otra forma. Ello dio lugar a crímenes, opciones perversas, errores trágicos, y a que muchas vidas dejaran de vivirse. ¿Quién las reparará? Sin olvidar la degradación cotidiana compuesta de traiciones y humillaciones, a las que tanto contribuyeron la Iglesia católica y sus epígonos.

Se podría parafrasear al escritor italiano Carlo Levi y decir que en aquel tiempo horroroso de penalidades y penurias Cristo se detuvo en Val de San Vicente. Han pasado sesenta años desde que en la madrugada del 31 de agosto de 1948, día de los Mártires, el traqueteo de los camiones arruinó el silencio de los pueblos del Val de San Vicente, en la comarca de la Marina Occidental de Cantabria.

Aquel agosto cambió la vida de sesenta y nueve personas y de sus familias. Una multitud, si se piensa que cada pueblecito, cada aldea, no superaba el centenar de habitantes y en muchos de ellos no vivían ni cincuenta personas. Aquel amanecer, mientras estos ciudadanos eran transportados de pie, en la caja del camión, sujetando los jóvenes a los viejos, los hombres a las mujeres, ocupados en no caerse, en intentar adivinar en qué casa harían la siguiente parada, quiénes serían sacados a gritos o a golpes de sus camas, nadie tuvo tiempo de echar una mirada alrededor. La mayoría de ellos tardarían muchos años —una vida— en volver a sus hogares, en ver los verdes prados, los Picos de Europa aún manchados por la nieve, la salida del sol sobre la ría de San Vicente de la Barquera.

Entre ellos estaba Francisco Bedoya, uno de los protagonistas de esta historia —el Bedoya, el último emboscado de Cantabria, el echado al monte que hizo pareja con Juanín y pasó con él a la categoría de mito, odiado o admirado, de estos lugares; loco, ingenuo o romántico, o todo a la vez—, el último hombre que ingresó en el maquis cuando daba sus estertores finales (1952) sujetaba a su tía y a su prima en lo alto de la caja del camión. Cerca de Paco, un amigo hacía lo propio con su anciano padre y su hermana, también prendidos por la Guardia Civil. Un poco más allá, pegados, otro detenido se las apañaba como podía para mantener firme entre él y su padre a su mujer embarazada. Las piernas del viejo fallaban desde que regresó del penal de la isla de San Simón, recién acabada la Guerra Civil.

Atrás quedaban niños, mujeres, ancianos, que habían sido arrancados de sus camas por los gritos de la Guardia Civil, el ruido de sus movimientos bruscos, los culatazos sobre las espaldas de los más fuertes… Mientras uno de los apresados todavía tenía humor, parodiaba las dificultades y tiraba de su facilidad poética para animar al personal e intentar esconder el miedo a la prisión y las palizas, el camión estaba ya cerca de La Acebosa, la última parada, a cuatro kilómetros de San Vicente de la Barquera. Ni las mujeres ni los hombres de Gandarilla, otro pueblecito de la zona, que habían sido acarreadas poco antes eran capaces de imaginar que el destino se les estaba escapando de las manos. A algunos, para siempre.

Y menos aún la madre de Paco Bedoya, que en esos momentos se enteraba de que a su hijo mayor, a su hermana y a su sobrina los bajaban a San Vicente. O Mercedes San Honorio Pérez, Leles, la novia de Bedoya, la protagonista de fondo de este libro. Paco y Leles, una pareja cuyo amor perduraría más allá del Atlántico, sobreviviría a la propaganda franquista contra los emboscados, a la asfixia de la moralina beata, triste y gris que la Iglesia extendió por cada pueblo y aldea de la Península, a la opresión de las mujeres predicada por las organizaciones falangistas femeninas.

He tratado de que la historia general de tanto horror, en unos pueblos aterrorizados, no encubra el maravilloso relato de amor entre Paco y Leles. Son dos circunstancias que se potencian, superponen y explican entre sí.

En aquella España en la que triunfó el golpe de Estado militar, las mujeres quedaban reducidas a esposas sumisas, madres amantes y transmisoras de unos valores que durante medio siglo se instalaron en lo más profundo de sus hogares, en lo más recóndito de sus cerebros. Valores exaltados por la permanente prédica desde los altares, por el Servicio Social, la Sección Femenina o la doctrina en las escuelas, por las radionovelas, por el miedo a la crítica y a la denuncia, que terminaron por convertirse en el mejor sostén, el más silencioso y alienado de la dictadura. No tenían vida propia. Hasta antes de ayer.

Leles, Luisa, Teófila, Soledad, Julia, Requena, Emma y tantas otras fueron las víctimas de esa comparsa, de esos cientos, miles de mujeres normales, anónimas. No eran ni las milicianas aguerridas de la guerrera y el fusil al hombro, ni las compañeras de Pasionaria, ni la mujeres de la FAI (Federación Anarquista Ibérica) que predicaban el amor libre y peleaban en el frente; pero tampoco fueron las de la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera ni las del Auxilio Social de Mercedes Sanz Bachiller, católicas, apostólicas, romanas, sumisas, entregadas como tarea principal de sus vidas a parir, a cuidar de sus maridos y sus hijos, simultaneándolo con los deberes para con la Iglesia y el cumplimiento exhaustivo de la doctrina católica.

Las mujeres de esta historia eran jóvenes o viejas de aldea, enamoradas o resentidas, católicas o escépticas —ninguna se hubiera definido como atea— y, sobre todo, pragmáticas. Capaces de adaptarse a las circunstancias según fueran favorables o adversas, gobernaran las derechas o las izquierdas, y dependiendo de sus ancestros familiares. Eran madres normales, chicas vulgares, adolescentes enamoradas que se vieron arrastradas en su destino por unas circunstancias que las sobrepasaron, contra las que difícilmente pudieron defenderse.

Pese a la inteligencia natural de la mayoría de ellas, se protegieron mal. Debían enfrentarse no solo a los guardias civiles que las vigilaban cotidianamente o a la falta de libertades impuesta por los vencedores de 1936, sino también a algo mucho más complicado, más difícil de definir. Las aplastaba un intangible, resultado de la moral impuesta desde los púlpitos, desarrollada intensamente después del triunfo del golpe en los soportales de las iglesias, bajo los susurros de lenguas maledicentes, cuyos labios quedaban ocultos por el encaje de los velos negros.

Desde los altares y las pizarras de las escuelas se dictaba qué estaba bien y qué estaba mal, cómo debían vestirse, peinarse, hablar, rezar… Se borraba con empeño todo rastro de las libertades alimentadas desde 1931, tras el triunfo de la República. Buscar trabajo estaba mal visto y significarse era una lacra de por vida. Daba igual que una se significara con un beso con el novio en la plaza, con una falda más corta o con una idea diferente a la grisura medioambiental. Por no hablar del pecado de quedarse preñada. Si alguien se saltaba las normas no escritas, se significaba en su barrio, en la ciudad de provincias, en el pueblo o la aldea, su vida se convertía en un infierno. El rebaño tan cuidadosamente tutelado por los nuevos valores ponía en marcha todos sus resortes para asfixiar a la osada. Y ni siquiera era necesaria la intervención de la pareja de la Guardia Civil, el cura, el maestro, el boticario, las fuerzas vivas del lugar, ocupadas en asuntos de hombres, más serios.

Contra las osadas bastaban esos resortes sutiles que impregnaban las paredes de la iglesia, los soportales del ayuntamiento, las puertas de la panadería, las colas del ultramarinos. Eran las murmuraciones de las beatas, o de las conversas, más crueles si cabe que las beatas de toda la vida. Eran los runrunes, el cuchicheo, el cotilleo, el apartarse al paso de la mujer con el capacho por el soportal, el sentarse todas más anchas en el banco de la iglesia para no dejar sitio a la sospechosa, el silencio a la entrada de la peluquería… Las más de las veces eran las otras mujeres las que se encargaban de aplicar el castigo social, de hacer el vacío, de poner en evidencia el oprobio.

Para las generaciones maduras estas sensaciones son familiares; para las más jóvenes los asuntos de la cotidianeidad del franquismo y los datos y situaciones que los acompañan, los que impregnaban la vida de cada día, quedan lejos. No digamos la historia de los emboscados y sus circunstancias, los que se quedaron en el monte porque no aceptaron las banderas victoriosas de la paz de los cementerios. Y sin embargo, sus madres, sus abuelas, sus hermanas mayores, sus tías vivieron y crecieron en ese ambiente de opresión como normalidad impuesta. En los últimos años, algunos nietos crecidos en la posguerra quieren saber, exigen y necesitan conocer lo que entonces ocurrió. Una generación intermedia ha preferido en muchos casos el silencio, la elusión o la mirada rápida como método de paliar tensiones, de evitar confrontaciones con un pasado sin libertad. El silencio ha sido el precio para que no regresaran nunca aquellos tiempos.

Todavía hoy, cuando han pasado seis décadas desde la madrugada del Día de los Mártires y medio siglo desde que desaparecieron los últimos emboscados, las semillas sembradas durante tantos años con ahínco siguen dando frutos, alimentando el miedo de muchos a descubrir un pasado que las mujeres han ocultado a sus hijos, a sus nietos: su relación con «los del monte», con el maquis. Es un intento de librarlos de lo que ellas mismas terminaron por asumir como una vergüenza y no solo como una mala jugada del destino. Vivir sin mirar atrás.

Pese a tanto dolor, hubo motivos para la esperanza. Ni la cárcel, ni la muerte, ni el destierro o el exilio pudieron acabar con el amor de Leles y Bedoya, dos adolescentes de aldea arrasados por la vida. Los reprimidos y los oprimidos fueron, en este caso, personas humildes cuyo principal pecado fue dar de comer al hambriento o, simplemente, sobrevivir entre dos fuegos: el de los maquis —a veces arbitrarios, a veces justos— y las llamadas fuerzas del orden, casi siempre violentas y en muchas ocasiones acongojadas también por el miedo al enfrentamiento, por unas circunstancias que convertían al humilde número de la Guardia Civil, que había ingresado en el Cuerpo para tener algo que comer, en otro instrumento de los triunfadores. Solidaridad es, en este caso, un término quizá ampuloso; sería más preciso hablar de fraternidad.

Todavía se necesitarán generaciones para que la tristeza, la mente sucia contra el otro y el odio ideológico se limpien en todas las esquinas de un país donde se sembraron con abundancia y sumo cuidado durante casi cuatro décadas. La historia de la media docena de pueblos de la Marina Occidental del Cantábrico, las historias de Leles, Zoilina, Luisa y otras mujeres solo son un ejemplo. No son excepcionales. Cuántas de ellas quedaron machacadas por Andalucía, Asturias, Galicia, Cataluña,… Allá donde haya una mujer que fue hermana, prima, hija, sobrina, amiga de un emboscado, de un guerrillero, o solo pariente de un enlace, hubo sombra de miedo, de marginación, y por eso el silencio triunfó durante tantos años. ¿Quién les devolverá el tiempo no vivido?

A los maquis, a los guerrilleros, a los emboscados pocos los reclaman, ni se hace bandera política del pasado. Pero mucho menos se habla, ni se reconoce, ni se homenajea a sus enlaces y familiares que les dieron cobijo y protección, muchas veces sin compartir ideas o método de lucha. Ni se les ayuda. Detenidos, torturados hasta que denunciaban a los que protegían y alimentaban, represaliados como cómplices en las cárceles franquistas hasta principios de los años sesenta, son el rostro olvidado de una guerrilla que con ellos ocasionó daños colaterales, al comprometerlos y convertirlos en muertos civiles.

En muchos casos, los maquis se olvidaron luego de sus apoyos, una vez que lograron cruzar los Pirineos y abandonar la lucha armada. Casi todos los emboscados eran varones, pero la mitad de sus protectores, que tanto pagaron por esa protección, fueron mujeres. Algunas se quedaron embarazadas de los del monte y sus hijos no fueron reconocidos.

Todo lo que se ha escrito en estas páginas pertenece al territorio de la realidad, pero tampoco he buscado la fría equidistancia intelectual ni la interpretación del historiador. Los testimonios son tan sólidos, tan brutales, que me ha resultado imposible reprimir las emociones, lo que los protagonistas transmitían. Forman parte de la historia misma, de ese contexto tan citado sin el que no se pueden entender los acontecimientos.

En la peripecia humana casi nunca se puede distinguir con nitidez entre los buenos y los malos, pero como leí en una ocasión a Raymond Aron (y lo anoté para este libro) «no es en ningún caso una lucha entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable».