5
LOS QUE PERDIERON LA GUERRA
Con Leles encerrada en casa, vigilada por sus padres como si fueran la pareja de la Guardia Civil, Paco mataba cada vez más el tiempo en la taberna de Alfredo en Portillo.
Los sábados, después de intentar por enésima vez ver a Merceditas por alguna ventana, por alguna puerta, el joven Bedoya regresaba a Portillo en vez de ir a Las Carrás, donde le esperaban las mujeres de la familia, que le miraban expectantes, solícitas, tristes, y Paco no lo soportaba.
El ambiente de la tasca era lo más parecido a una fiesta en los inviernos, cuando la radio retransmitía Fiesta en el Aire, el programa concurso para nuevas promesas. Porque Paco, como su padre, aún aspiraba a triunfar en alguno de esos concursos con su hermosa voz y su apuesta figura. Ganaría y volvería a recoger a Leles, famoso y con dinero, y entonces Consuelo tendría que callarse y mirar cómo su hija, con su niñito en el regazo, salía del brazo de su marido por la puerta del Corral del Medio.
Alrededor de la radio de Alfredo, mientras la ventisca movía las bombillas que alumbraban las tristes calles de Portillo y las ramas de los robles se resistían a la fuerza del temporal, se cocían otras cosas además de las ensoñaciones de Paco. Se hablaba de otros temas, de los hombres que estaban en el monte, de los «guerrilleros invasores» que habían capturado al entrar por los Pirineos.
En las mesas, sentados sobre las banquetas, los hombres callaban de pronto si alguien hacía una seña, un dedo en la boca, un gesto de silencio. Habían oído algo extraño. Quizá una teja arrastrada por el viento, o el ladrido de aviso de algún perro, pero también podía ser la pareja de la Guardia Civil. Al instante, todas las miradas giraban entonces hacia la hoja de arriba de la puerta, con el temor de que se reabriese en cualquier momento y brillaran los tricornios acharolados, llenos de agua sobre las grandes capotas verde oliva. Tras el paréntesis de miedo se recuperaba la atención para escuchar Fiesta en el Aire, emitido por Radio Nacional. Enseguida se animaba a Paquín, porque algún día, quién sabe, podría ganar uno de esos premios de quinientas pesetas que cada noche se entregaba al mejor concursante.
Después, en voz más baja, también se aprendía lo prohibido, lo mal visto. Desde a fumar Ideales, o picadillo, que era más de hombres, a beber blancos, todo ello acompañado de explicaciones sobre las ideas que uno no debía conocer. En la tasca de Portillo, un pueblo con poco más de una veintena de casas y medio centenar de habitantes, Paco comprendió que la gente de la montaña había perdido la guerra, pero aún guardaba la esperanza. Como él, que mantenía la esperanza y ganaría algún día contra los prejuicios de la madre de Leles, contra el cura Santos Fernández, aquel que le había hecho pagar una multa de diez pesetas por romper una farola en la cuesta de Serdio, aquel que tenía aterrorizadas con el infierno a las chicas como su Leles, el que ponía a su sobrina de maestrita. ¿Qué justicia era aquella?
Los del monte alimentaban los sueños de libertad de Paco y otros perdedores de la guerra en las largas noches de lluvia y frío, pero también en primavera, cuando florecían los manzanos, los naranjos y los limoneros, cuando el tronco húmedo del nogal comenzaba a oler aún antes de haber echado su hermosa hoja, cuando las calles de Gandarilla apestaban a boñiga, a establo, a leche agria y a basura para abono, porque las puertas de los establos o cuadras ya se podían abrir de par en par y el aire ventilaba las camas de las vacas, las socarrenas. Los prados se abonaban con mierda, dejando una peste que solo años más tarde, en la cárcel de Fuencarral en Madrid, Paco recordaría con nostalgia.
En Las Carrás había vacas, claro, pero el olor de Serdio o de Portillo nunca fue tan intenso como el que se paseaba por las calles de Gandarilla, penetraba en el taller de Eulogio y se mezclaba con el del serrín, la madera cortada, el tablón de castaño mojado y el nogal bien cepillado.
Durante todo el verano de 1946, el Bedoya salía de la carpintería, atravesaba Gandarilla y enfilaba la cuesta hacia Portillo, cabizbajo, sin cantar, sin tararear, sin oler las calles, sin oír a los perros que ladraban a su paso, sin sentir si llovía o hacía calor. Solo tenía una idea en la cabeza. Era fija, machacona: pronto tendría un hijo y no le dejaban ver a Leles.
En la tasca de Portillo el de Serdio supo que los emboscados se refugiaban del invierno en algunas casas fieles de la Liébana, pero se susurraba ya que en Luey, pasadas las diez o las once de la noche, los guerrilleros se deslizaban hasta el hogar más alejado del pueblo a pedir un plato de sopa caliente, un vaso de leche, un poco de queso. Allí también tenían amigos.
Llegaba el otoño y al pie de las chimeneas y los fogones encendidos, con el rifle entre las rodillas y las guerreras reposando sobre el respaldo de la silla, los pantalones humeaban al calor de la lumbre, y los emboscados, siempre dos, a lo sumo tres, relataban su vida, sus éxitos y sus fracasos, sus esperanzas, a los amigos, a los confidentes o a los necesitados de dinero que les ofrecían un plato caliente.
Al menor ladrido del perro se bajaba la voz y se pegaba la oreja a la puerta. Con sigilo, mientras toda la familia temblaba y se hacían desaparecer los platos y los vasos que sobraban bajo la tapa del arcón, los emboscados se subían al desván o salían por la puerta de atrás, hasta la socarrena o la cuadra, que estaba un poco más lejos. Podía ser cualquier chivato o la pareja de la Guardia Civil, que hacía la ronda. O nadie. Los perros habían ladrado a la zorra, que amparada en la oscuridad bajaba al pueblo en busca de alguna gallina, de los pollos en los gallineros.
LOS MALOS RECUERDOS SE ALMACENAN
En el Val de San Vicente, los maquis llegaron en el otoño de 1947. Llegaban hostigados desde la Liébana y traían tras de sí los ecos mal conocidos del fracaso de la incursión guerrillera de Saint Jean de Pied de Port, porque las otras, las que fracasaron en el verano de 1944, ya habían sido almacenadas como malos recuerdos en el rincón más recóndito de la memoria.
En 1944, con la retirada de los alemanes del Midi francés y la pronta liberación de París, miles de guerrilleros españoles que habían luchado con los aliados y en las filas de la resistencia francesa soñaron que era el momento de recuperar su país, de derrocar el régimen del general Franco. Su historial de sacrificio les avalaba. Más de tres mil españoles se incorporaron en Chad a la Segunda División Blindada Leclerc; otros ocho mil participaron en la campaña de Italia en el Ejército Lattre de Tassigny; mil quinientos lucharon en Túnez, codo con codo, al lado de los franceses, cuatrocientos veinticinco de los cuales murieron. De los quinientos paracaidistas españoles que fueron lanzados en Chipre, solo diecisiete volvieron con vida… «Muchos dejaron su sangre por liberar las ciudades francesas de los nazis»[11].
Aquellos nostálgicos curtidos que habían visto a los poderosos alemanes en retirada tenían noticias de que en el interior de España, sobre todo en el norte de Asturias, Cantabria e incluso en Cataluña resistían los huidos a las montañas, en un número indeterminado que nadie tuvo mucho interés en averiguar. Estaban allí dentro, resistiendo, y eso bastaba para animarles a cruzar los Pirineos. Además, caídos Hitler y Mussolini, franceses e ingleses no iban repetir la canallada de 1936, dejando solos a los republicanos españoles. Esta vez no.
A los deseos que los guerrilleros confundían con la realidad se unieron también las ensoñaciones de una parte de la cúpula del Partido Comunista de España (PCE). La mayoría de los historiadores apunta a Jesús Monzón Reparaz, delegado del Comité Central del PCE, como el responsable político de ordenar la invasión por los Pirineos, por el valle de Aran. El objetivo de la invasión era desencadenar una insurrección contra Franco y obligar a los aliados a comprometerse en la lucha contra el fascismo[12]. La decisión fue acatada por todos los responsables políticos que estaban en Francia, y los que tuvieron dudas se callaron cuando se rumoreó que pretendía crearse un Gobierno republicano encabezado por Negrín y con el general Riquelme como responsable militar.
La dirección militar de la operación estuvo a cargo del coronel Vicente López Tovar, un republicano refugiado en Francia que durante la Guerra Civil tuvo actuaciones sobresalientes al mando del general José Miaja.
Con cierta precipitación y sin hacer caso a la información de los grupos que penetraron en el verano y que regresaron contando que el país no estaba al borde la insurrección ni el pueblo esperaba a los salvadores republicanos, a las seis de la mañana del 19 de octubre de 1944, unos tres mil guerrilleros —otras fuentes hablan de cinco mil— atravesaron los Pirineos por el valle de Aran. Se iniciaba así la «Operación Reconquista de España», que tan solo duró nueve días. Hubo 32 muertos y 216 heridos entre las fuerzas franquistas. Entre los republicanos murieron 129 maquis, 241 heridos y 218 prisioneros, muchos de los cuales fueron fusilados en los días posteriores.
Franco, enterado de la invasión desde meses antes de que tuviera lugar gracias a los espías y delatores, envío a los Pirineos ni más ni menos que al general José Moscardó, el héroe del Alcázar de Toledo, que estaba en Cataluña, al general Juan Yagüe y al frente de la Guardia Civil, el cuerpo encargado de perseguir a la guerrilla, estaba el general de división Camilo Alonso Vega, nacido en El Ferrol, como Franco, de quien era amigo personal además de compañero de academia y promoción.
El fracaso del Valle de Aran ocasionó tensiones interiores en el PCE, con la caída de Monzón y sus seguidores, que fueron acusados de irresponsables y traidores, y confirmó el ascenso de Santiago Carrillo. Pero, pese a lo desafortunado de la operación, unos pocos guerrilleros lograron escapar a la represión franquista e incorporarse a algunas partidas del monte.
Comenzaron entonces los años más intensos de los emboscados, desde 1944 hasta 1948. Aunque el PCE fue el partido más activo entre los maquis, en Asturias y en Cantabria los grupos más importantes, como el de el Cariñoso o el de Machado, no eran comunistas. La mayoría provenían o de la CNT, como en la Brigada de el Cariñoso, o de los socialistas, como el mismo Ceferino Ruiz. De Juanín sí se dijo que inicialmente perteneció al PCE, pero no ejerció como un militante ideologizado por el comunismo. Simplemente, era un tipo de izquierdas.
Dos años más tarde del fracaso del Valle de Aran, otro grupo de románticos decidió intentarlo de nuevo, esta vez sin el apoyo explícito de los comunistas. En el invierno de 1946, en los duros meses de enero y febrero, decidieron atravesar los Pirineos, mal pertrechados, mal informados, y como en anteriores ocasiones, muy lejos de conocer la realidad de España de los últimos siete años.
No está claro quién les dijo al medio centenar de maquis reunidos en Saint Jean de Pied de Port que los guerrilleros que luchaban en las montañas cántabras eran auténticos revolucionarios, bien formados en la lucha, que traían en jaque al ejército franquista y a la Guardia Civil. Esto último era lo único cierto.
Pese a las nevadas y el mal tiempo, el 3 de marzo, cuarenta maquis cruzaron de nuevo los Pirineos, dispuestos a encontrarse con la Brigada Machado y el resto de los emboscados que quedaban en las montañas. El objetivo era adoctrinarles en la lucha, darles ideología política y estrategia para ampliar los territorios ocupados.
Cicero recupera el texto que el Alto Mando del Ejército Guerrillero de la República incluye en el número de la revista Ataque, del 1 de marzo de 1946. En esos momentos, cuarenta y nueve guerrilleros estaban cruzando los Pirineos convencidos de que, como dice Ataque, el pueblo español oprimido les esperaba con los brazos abiertos. Y lograrían crear «un amplio y potente Ejército Guerrillero en el seno de las masas proletarias, obreras y campesinas».
Con esos objetivos, la noche del 25 de febrero de 1946, los guerrilleros emprenden su marcha desde Banca hacia España[13]. Atraviesan la frontera por encima del caserío de Pablo, hacia Valcarlos, siguen por Roncesvalles y Burguete; pasan la alambrada de Espinal hacia el monte Ecolegui. Se meten en Dondoro, cruzan la carretera de Burguete a Pamplona para salir a la barracada entre Mezquiris y Ureta; por Olóndriz, pasan el río Ebro y ascienden por Gurbízar al monte Meascoiz. Desde allí siguen por la orilla derecha del río Ebro al valle de Arriazgoiti, utilizando el camino que une las aldeas de Elcano y Gorráiz, hasta cruzar la carretera de Arrotz, y de ahí a Taponar y Noaín, al sur de Pamplona.
En Noaín, cuatro de ellos se visten de guardias civiles y detienen dos camiones cargados de pescado que vienen de Pasajes. Tiran el pescado a la cuneta y suben a las cajas. En Soncillo, un pueblo al norte de Burgos, abandonan los camiones sin gasolina y siguen andando hasta Corconte. En las faldas del Puerto del Escudo se dividen en grupos.
Pero ya les estaban esperando. La prensa de la época cuenta cómo el teniente general de la Guardia Civil de Santander, Garrido, y el jefe de la Comandancia de Burgos, Salguero, con refuerzos de la Academia Regional de Torrelavega, salen al encuentro de los guerrilleros que vienen a continuar la revolución. Pero ante el entusiasmo del vecindario «y los falangistas de la zona empeñados en su aniquilación», destacan los periódicos, todos son muertos o atrapados, salvo siete de ellos que logran contactar con la Brigada Machado, entonces comandada por Juanín y Gildo. Cuatro de ellos, Quintiliano Guerrero, Joaquín Sánchez Arias, El Andaluz, José García Fernández, Pin el Asturiano, y Madriles, contactan con la Brigada Machado a primeros de marzo, según recoge Antonio Brevers en su excelente estudio sobre Juanín y Bedoya[14].
La última infiltración pirenaica notable, la del 3 de marzo de 1946, se produce dos días antes de lo que algunos historiadores consideran el momento «más crítico del régimen franquista»[15]. Desde el triunfo de los aliados en 1944, el Gobierno del general Franco vivió con el temor a una invasión apoyada por las democracias triunfantes. Pero aquel 5 de marzo de 1946, mientras medio centenar de locos que querían recuperar su patria, mal equipados y perdidos peleaban con la nieve y caían en manos de las tropas nacionales como moscas, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, los triunfadores encargados de gobernar la «cuestión española», publicaron la Nota Tripartita. El texto condenaba a «la dictadura española», pero con la clarísima puntualización de que, pese a la repulsa contra Franco, los tres gobiernos no tenían ninguna intención de «intervenir en los asuntos de España».
La nota invitaba a la superación pacífica de la dictadura y así los más pesimistas vieron sus peores temores confirmados. El 12 de diciembre de ese mismo año, la Asamblea Plenaria de la ONU volvía a denominar al régimen de Franco «fascista», y ordenaba la retirada de embajadores y el bloqueo económico, pero al mismo tiempo reiteraba el deseo de no intervención. Una vez más, los vecinos europeos dejaban a España sumida en la oscuridad de lo que ellos mismos catalogaron como «fascismo», solo que esta vez el abandono duraría cuarenta años.
Ni las noticias e informaciones transmitidas por los recién llegados ni la nueva realidad de las democracias europeas hicieron reflexionar a Juan Fernández Ayala sobre el sentido de su lucha. La versión de alguna de las personas que le conoció por aquellas fechas es que Juanín «ya soñaba con ser gobernador de la Liébana, por eso siempre rechazó pasar a Francia. Al final era un iluminado, muy inteligente, con gran instinto de supervivencia, pero tantos años en el monte le hicieron perder la perspectiva»[16].
LOS MAQUIS EN EL VAL DE SAN VICENTE
En una brillante mañana de otoño en Gandarilla, Paco estaba serrando una madera para unas portillas que le habían encargado a Eulogio. El jefe del taller estaba al lado cepillando una viga, cuando una figura se recostó en el quicio y les hizo sombra. Ambos se giraron y encontraron, apoyado en el dintel, a Eusebio Pérez, el tío de Leles.
—Que si puedes salir un momento fuera, Eulogio.
—¿Qué pasa? —preguntó el carpintero con gesto algo adusto.
—Tengo que hablar contigo a solas.
De mala gana, el ebanista dejó el cepillo, sacó un cigarro del buzo y se dirigió hacia Paco:
—Sigue tú. No sé qué quiere este a estas horas. Como tiene poco que hacer…
Paco Bedoya observó a los dos hombres marchar hacia el corral y apartarse un poco, detrás de la cuadra, hacia el río. Allí estuvieron un rato. Después Eulogio volvió al trabajo visiblemente alterado y jurando por lo bajo.
—¡Este cabrón me va a meter en líos! No puede ser y no puede ser… No lo voy a consentir. No le puedo ayudar, a mí este no me compromete.
Paco no dijo nada. Solo observó, asombrado, la velocidad con que su jefe le daba al cepillo sobre la madera. Hacía meses que hablaba menos aún, inmerso siempre en su reconcome con su situación y la de Leles.
—¿Pasa algo? —preguntó, pasados unos minutos de silencio, más por educación que por curiosidad.
—Nada que a ti te importe. Tú a trabajar y ni una palabra de que Eusebio ha estado aquí a plena luz del día.
En ese momento entró Agustín, el otro chaval de Portillo que les ayudaba de vez en cuando, y ambos se callaron.
A la vuelta del trabajo, mientras subían andando desde Gandarilla y Agustín miraba hacia las peñas del pueblo, antes de girar a la izquierda para tomar el camino de Portillo, Paco se atrevió a preguntarle.
—Oye, Agustín, ¿Eulogio y Eusebio están enfadados? Yo creí que eran amigos, pero hoy ha ido un momento Eusebio y por algo han discutido…
—No sé, Paquín. No tengo ni idea. Yo vengo mucho menos que tú a la carpintería.
Las palabras prudentes de Agustín hicieron intuir al mozo de Serdio que su compañero no sabía nada. Podía ser una discusión de mujeres. En las aldeas, donde todo se sabía, se decía que la soltería de Eulogio se debía a que no quería casarse con una moza de Gandarilla que vivía no muy lejos del taller. Pero eso podían ser también habladurías de mujerucas en el rosario o en el portal de la iglesia, que de eso ya soportaba Paco bastante. Allá cada uno con su vida.
Pasados unos minutos de silencio entre Paco y Agustín, volvieron a hablar de las mujeres, de la tristeza de Paco por no ver a Leles. Era otoño, se habían pasado ya las fiestas y amenazaba un invierno duro. Se acabaron las romerías y los bailes, el tiro de yuntas y arrastre de Gandarilla, el Cristo de Bielva de septiembre. Si al menos a las chicas las dejaran salir de casa un poco más por las tardes, antes de la cena… Pero todo estaba mal visto y ambos mozos miraban con nostalgia las nubes que avanzaban, grises y amenazantes, desde los Picos de Europa hacía Portillo de Abajo. Preludiaban las primeras nieves, allá en los altos, por lo menos por encima de Bielva.
—Aprieta el paso, Vaco, que nos mojamos.
—Estaba distraído mirando esos becerros. Mira, de Llanes viene el gallego, pero en San Vicente está el mar despejado. ¡Qué gusto da mirar el mar tan azul! Pero lejos, ¿eh? Creo que Eusebio ha sido marinero también. A mí no me gusta el mar.
—No tiene pinta de que mañana vayan a salir los barcos. Aguanta la que se nos viene encima. ¡Corre, Paco, que las gotas son bien gordas y vamos en mangas de camisa!
En la entrada de Portillo, Agustín se metió en su casa y Paco siguió corriendo hasta la taberna de Alfredo, frente a la casa de Agustín. El chaparrón era gordo y más que llover, jarreaba. Paco abrió la puerta de la taberna y se encontró con una cara nueva, recostada en la barra y charlando animadamente con el tabernero. Ambos se callaron cuando el chico cerró la puerta tras de sí.
—¡Anda, Paco! —dijo Alfredo tras reconocerle—. Vaya manta de agua que te has pillado.
—No te preocupes, Carlos —comentó el tabernero al hombre recostado en el mostrador—. Le conozco y es de confianza. Vive en Las Carrás, esa casa de la que hemos hablado el otro día. Ya ves, aquí el chaval con diecisiete años es el único que ingresa unas perras en su casa para su abuela, su madre, sus hermanos y sus primos. Bueno, sus primas cosen. Algo ganarán también. Pero a este le hubiera gustado ser cantante, ¿eh, Paquín?
Después de la parrafada de Alfredo, extrañamente larga, tras sacudirse el pelo y los hombros llenos de agua, Paco, con su vista ya acostumbrada a la penumbra de la taberna, se quedó mirando al forastero.
Era un tipo bien vestido para el día y la hora, tras una jornada de trabajo para el que fuera jornalero. Pero aquel no lo parecía. Había algo extraño en él, estaba muy peinado, como si fuera domingo, llevaba unos pantalones de faena, sí, pero limpios y sin arrugas, y tenía una cara bien rasurada y un bigote cuidado, con un cigarrillo en la mano que sujetaba con cierta elegancia, con cierta chulería, diría Paco.
—Paco, ya eres de confianza. Te voy a presentar, pero ni una palabra. Este es Carlos Cossío, es de Torrelavega, pero todos le conocemos como Popeye. Está en el monte.
A Paco los ojos se le abrieron como platos. Ya había oído hablar del maquis de Torrelavega, que estaba con los famosos Juanín y Gildo, en la Brigada Machado, pero él les hacía aún muy lejos, por el Valle de la Liébana.
Popeye era alto, limpio y atildado. Tal y como le conoció Bedoya aquel otoño. Era miembro de la Brigada Machado y afiliado al PSOE. Había nacido en Torres (Torrelavega) y estuvo en la clandestinidad hasta que, a punto de ser descubierto, decidió echarse al monte[17].
Simpático, bromista y charlatán a más no poder, a Juanín le irritaba la escasa discreción de Popeye, que con su afán de ligar y de llamar la atención podía ponerles a todos en peligro. Para colmo, Carlos Cossío amaba la fotografía y siempre que podía, echaba mano de una cámara para retratar el momento, una afición que, tal y como Juanín presagiaba, les costó cara a todos.
Popeye había llegado como avanzadilla al Val de San Vicente explorando el territorio y aprovechando que en la zona tenían algunos conocidos con los que podían contar, como era el caso de Eusebio Pérez Bacigalupi, que había visitado a Eulogio esa mañana en la carpintería, y Juan Collado, en Portillo.
Al principio, desde noviembre hasta enero de 1948, el Marcao estuvo alojado en casa de Juan Collado y Sara González, un matrimonio de Portillo que simpatizaba con la causa de los del monte, pero, sobre todo, y tal y como declararon ante la Guardia Civil, porque necesitaban el dinero que el guerrillero les pasaba por el alojamiento. Juan Collado tenía una arteriosclerosis «que si bien no le priva en absoluto de la conciencia en sus actos, sí lleva aparejada una disminución de las normales facultades de la voluntad y el raciocinio», puntualizaba el texto del Consejo de Guerra del 28 de octubre de 1950.
En enero, Carlos se trasladó a casa de Eusebio, en Gandarilla, quizá porque Eusebio era más de fiar, aunque también necesitaban el dinero en aquel hogar, pero, además, compartía las ideas de los maquis, que ya le habían costado una condena a muerte al finalizar la guerra. Pero también porque en casa de los Pérez Bacigalupi había chicas jóvenes y guapas. Carlos Cossío era enamoradizo y llevaba demasiado tiempo en el monte. Sabía apreciar los mimos y los cuidados de las mujeres.
LOS AMORES DE GANDARILLA
Eusebio Pérez, el hermano de la madre de Leles, y Carolina Cos Pérez tenían varios hijos, pero en aquel enero de 1948, cuando Victoriano Moreda acompañó a Popeye a casa de Eusebio, en la casa vivían Consuelo, la mayor, que llevaba el mismo nombre que su tía, y Luisa, ambas mozas dicharacheras, peleonas y supervivientes al carácter violento del padre.
Gandarilla es un pueblo hermoso, hundido en un pequeño valle al que se accede por una carretera jalonada en su margen izquierda por unas paredes rocosas. Al pie corre el río que da nombre al pueblo. Se llega por un desvío entre la carretera interior de San Vicente de la Barquera a Pesués, y aunque es pedanía de San Vicente, siempre mantuvo relación con los pueblos que le guardan la espalda, Portillo primero y Abanillas después.
Fue tierra de algún indiano que regresó rico de hacer las Américas. De ello son muestra su enorme iglesia —próxima al tamaño de una colegiata, aunque relativamente reciente— y alguna casa típica de la arquitectura indiana de la provincia, del siglo XIX y principios del XX.
Frente a los otros pueblos de la zona, el valle por el que se extiende le permite mantener huertas llanas, repletas de siembra de maíz y alubias, de nogales, castaños y frutales, naranjos y limoneros, porque los cítricos siempre fueron apreciados en los pueblos de la montaña cercanos al mar. Eran reconocidas sus virtudes para luchar contra el escorbuto que atacaba a los marineros.
La casa de Eusebio en Gandarilla estaba a la entrada, por «el Cofinu», cerca del río, donde hoy se levantan «unos apartamentos que hicieron unos de Asturias», como dicen los gandarilleros. Era un buen lugar, a la bajada de Portillo, para que Carlos Cossío y Santiago Rey pudieran acceder por las noches, cuando ya el pueblo estaba a oscuras. Además, la cercanía del río, no difícil de cruzar excepto los días de primavera en que se desbordaba, era una garantía de que al atravesarlo y subir monte arriba, los perros de la Guardia Civil perderían el rastro.
Entre las dos chicas, Consuelo y Luisa, pronto se estableció una rivalidad ruidosa por conquistar al maquis de Torrelavega, algo que a Popeye le agradaba sobremanera. Sus buenos modales, su aspecto cuidado, su simpatía se convirtieron en una experiencia para las mozas, sobre todo para Luisa, que terminó por llevarse el gato al agua. Su hermana se había tenido que ir a servir a Santander, a casa de los señores Correa, y Carlos se quedó a cargo del cuidado de Luisa y de su madre.
Sí, soy Luisa Pérez Cos, de Gandarilla, la hija de Eusebio Pérez Bacigalupi, ese que aparece el primero en el sumario del Consejo de Guerra. Ya me lo enseñaron. Mi padre era hermano de mi tía Consuelo, la madre de Leles. ¡Pero eran tan diferentes! A mi padre le gustaba la leña, era una persona muy violenta. Recuerdo un día que fue a pegar a mi madre y me metí por medio. No podía soportar que pegara a mi madre. Le di un puñetazo y él me dio también. Le amenacé con denunciarle y salí corriendo, por el camino hacia Portillo, pero entonces se fue a por mi hermana, que logró escapar bajando por el balcón y pasando a casa de Julia, la vecina… Entonces, en aquellos años tan duros, los hombres podían ser así, y mi padre era muy bruto… Le conocí poco, porque cuando no estaba navegando, estaba en la guerra o en la cárcel. A nosotras, unas vecinas falangistas del pueblo nos denunciaron por rojas y nos metieron en un reformatorio, porque aún éramos pequeñas. A mi padre le condenaron a muerte en la guerra, pero le conmutaron la pena.
Luisa recuerda sentada en un banco, cerca de un pequeño parque que hay en el sanatorio de Santa Clotilde, en Santander capital. Es una brillante mañana de agosto, y la brisa del mar y el ruido de las gentes que bajan hacia la playa del Sardinero dejaron de llamar su atención cuando comenzó a hablar de Carlos Cossío, alias Popeye, con el que hizo el amor hasta hartarse dos días antes de que la enviaran a la cárcel. De él tuvo una hija en prisión, y Popeye volvió a buscarla a España tras la muerte de Franco, cuando, ya los dos adultos y con sus respectivas familias establecidas, retomaron un amor que más parecía el guión de Willy Wilder para ¿Qué pasó entre tu padre y mi madre? Durante años y hasta que Carlos murió, al principio del año 2000, cada verano se citaban en Santander para visitar a viejos amigos. A veces con la hija de ambos, Josefina, iban a pasar unos días juntos por la provincia. Después de la aventura regresaban él a Francia y ella a su pisito frente al sanatorio de Santa Clotilde, a cuidar de sus matrimonios respectivos, de sus hijos y de sus nietos. Pero durante todo el invierno, a las doce en punto de la mañana, el teléfono sonaba en la casita de Santander.
—¿Qué tal ayer, Luisa? ¿Qué hay de nuevo por ahí? —preguntaba Carlos Cossío.
El viejo Popeye y su amor español retomaban la conversación que habían dejado a medias el día anterior. Hasta que un día Carlos no llamó. Estaba en el hospital.
Esa mañana veraniega santanderina Luisa hizo un viaje largo, bien humorado, con risas por la vida y algún llanto, porque
siempre fui así ante las cosas, incluidos mis años en la cárcel, donde parí a mi hija. Sabía que con la rabia, con enfadarme, no ganaba nada, y por eso ahora puedo recordar con alegría hasta lo peor.
En un hogar tan conflictivo como el de Eusebio Pérez, la llegada de Carlos y Santiago Rey a principios de 1948 fue un alivio. Las mujeres tenían hombres con quienes hablar sin ser insultadas o maltratadas, una afición que el hombre de la casa practicaba con asiduidad, más aún desde que su hijo, Eduardo–Mariano Pérez Cos, con tan solo catorce años se marchó de casa.
Acababa de comenzar la guerra y padre e hijo tuvieron una disputa que casi llega a la sangre, cuando el padre trató de alcanzar al chaval con la hoz de segar, el daye. Mariano escapó esa misma noche y se hizo miliciano, mintiendo sobre su edad. Después cayó prisionero con el derrumbe del Frente Norte.
Le llevaron a la cárcel, le molieron a palos, y de allí salió convertido en franquista —recuerda su hermana Luisa—. No sé cómo lo hizo, pero logró caerle en gracia a Muñoz Grandes e hizo un carrerón entre los nacionales. Se marchó con la División Azul, no volvió y se lo montó de miedo en Hamburgo. Una vidorra, ya contaré… No, si nosotros mala vida hemos tenido, pero, eso sí, la hemos vivido…
De vuelta a su vida, Luisa recupera a su madre, guapísima, con el pelo recogido en un moño, muy rizado, con una cara limpia y sufrida, que soportaba a su padre porque siempre estuvo enamorada de él, hasta sus últimos días, cuando ambos ya estaban fuera de la prisión. La madre aún aguantaba a aquel hombre bruto y violento que, ya de mayores, se atrevía a amenazarla, a empujarla, incluso a pegarla.
Eusebio había bebido los vientos por Carolina. Las niñas sabían que a su abuela materna no le gustaba el mozo, pero este se puso tan pesado que llegó a padecer la ictericia, decían que de su amor por la chica de Gandarilla. Al final se casaron y pronto las cosas empezaron a ir mal. Él dejó las tierras y se fue a navegar por el mundo, de donde volvió con ideas rojas.
Luchó en el bando republicano y cuando Santander cayó en manos de los nacionales, fue llevado preso al penal del Dueso y a la Tabacalera. Fue allí donde conoció a un jovencísimo Juan Fernández Ayala, Juanín, un chico de veinte años con el que trabó relación y con quien se volvió a encontrar diez años después. Juanín era ya el famoso maquis que dirigía la Brigada Machado no sin disputas y dificultades, y junto a sus hombres, buscaba casas de apoyo en el Val de San Vicente, porque en la Liébana la Guardia Civil les pisaba los talones y los enlaces estaban quemados. Por eso Eusebio se había acercado al taller de Eulogio, a pedirle hueco para los emboscados. El padre de Luisa Pérez era entonces un labrador, más embrutecido aún que cuando salió de la prisión tras la guerra, mal avenido con sus vecinos, porque no soportaba esa vida de quietud y miedo tras la vuelta al pueblo de su mujer.
Popeye tenía muy buen humor. Le encantaba contar chistes, y por las noches entretenía a las mujeres contando historias. Algunas de ellas ya se han hecho famosas.
Los emboscados venían al anochecer y se escondían arriba, en el desván. Pero en ocasiones, ya tarde, antes de ir a dormir, nos partíamos de risa cuando Carlos recordaba cómo una vez pillaron a un guardia civil haciendo sus necesidades en el campo. Ellos, desde detrás de unos matorrales, le tiraban chinitas. Le podían haber matado, pero nunca disparaban por la espalda. A mí, Carlos, en aquellos tiempos, nunca me hablaba de política. Lo hizo después, cuando volvió a España, al jubilarse y ya muerto Franco. Me contó algunas cosas de mi familia, de mi hermana, que me pusieron triste.
Recuerdo cómo se reían también con la historia de una casa junto a la que pasaban de noche. Oían a la mujer que, cada noche, le decía lo mismo al marido: «Leonuco, ¿qué quieres para cenar?». Y Leonuco decía: «¡Un huevo!». «Eh, un huevo no, que me estropeas la docena». Y asilo mismo, noche tras noche. Tenían humor, eso les salvaba. Y les gustaba el amor.
El amor. Eran atractivos, eran incluso guapos, tenían otra conversación que los mozos del pueblo. Por fin, una tarde, Luisa supo que Carlos estaba tan enamorado de ella como ella le necesitaba y le quería. Pero la casa, siempre llena de gente por el día y por las noches, con el padre y la madre presentes, se les quedaba pequeña.
Como los recursos y la imaginación de Popeye eran ilimitados, un día el maquis lo organizó todo para tener a Luisa solo para él. Primero se encontraron en el bar Bellavista, un restaurante de los pocos que, pese a lo manido del nombre, justificaba su título.
Situado en las orillas de la carretera de San Vicente de la Barquera hacia Prellezo, en dirección a Asturias, desde el Bellavista se divisa la ría, el castillo y la iglesia del pueblo, y a la derecha, girando la vista despacito, se ven las estribaciones de los Picos, entonces llenas de nieve hasta bien entrada la primavera y a veces el verano.
El merendero estaba regentado por una familia de Luey, los Martínez Gutiérrez —los herreros de Luey—, de probadas ideas republicanas. Por eso, su casa de Luey y el restaurante fueron el primer lugar de apoyo que escogieron los hombres de Juanín para ir contactando con las otras casas de Abanillas, Portillo, Gandarilla, Hortigal, La Acebosa.
En el Bellavista se entregó Luisa a Carlos Cossío por primera vez, sin remilgos, con pasión, en un día de calor, con el olor de la hierba recién segada entrando por la ventana. Una jornada inolvidable en el recuerdo de aquella chica de veintidós años. El amor descubierto entre ambos les fue tan bien que repitieron pocos días después, pero esta vez Popeye escogió la cueva del pueblo de Camijanes, en donde se quedaron Luisa y Carlos Cossío dos días enteros gracias al apoyo de Vicenta, una de las hermanas de los Martínez Gutiérrez, que les llevó la comida y la cena para que siguieran viviendo su amor sin demasiadas interrupciones.
Era pleno verano, finales de agosto, y la cueva más le pareció a Luisa un hotel de cinco estrellas que un lugar húmedo y oscuro, porque con Popeye todo era distinto. Fue el recuerdo de aquellos días de pasión, en los que Luisa concibió a su hija Josefina, los que ayudaron a la muchacha de Gandarilla a soportar después lo que sería su particular vía crucis por las prisiones franquistas, las más de las veces con su hijita en los brazos.
Si ambos hubieran sabido entonces, mientras disfrutaban de su tórrido amor, que tan solo veinticuatro horas después, al día siguiente de regresar a la casa de Gandarilla, la Guardia Civil iba a entrar de madrugada en la vivienda de los Pérez Bacigalupi para llevarlos a todos a la cárcel —menos a Popeye, que se escondió en su refugio del desván—, no habrían escogido otra forma de amarse y de despedirse hasta cuarenta años más tarde.
PACO HACE DE ENLACE
El joven Francisco Bedoya sabía poco o nada de los amores de los emboscados. A veces, cuando lograban reunirse en la trastienda de la tasca de Alfredo, Popeye solo hablaba del asunto por alusiones, pero su historia con la hija de Eusebio pasó desapercibida para el chico de Serdio, que seguía obsesionado con su hijo y su novia. Su madre había logrado ver de lejos al niño en Unquera, un día en el mercado, en brazos de Leles, pero a Merceditas no le estaba permitido acercarse mucho a nadie, siempre con la cabeza baja y acompañada por su padre, su madre o alguien de la familia, y con el bebé en sus brazos.
Muchas noches, Paco, sigiloso y a oscuras, rondaba por la casa del Corral del Medio, de madrugada, por ver si su niño lloraba, por oír al menos el llanto y los susurros de Leles por la noche, mientras se despertaba para darle de mamar.
El chaval de Serdio se hacía cada día más taciturno. Como un animal herido; solo de tarde en tarde, su madre Julia le sacaba algún comentario, mientras su prima Zoila le animaba. De mujeres estaba el mundo lleno. No tenía nada más que mirar a todas las que iban a Las Carrás por las tardes a coser. Paquín ni se molestaba en contestar a su prima, con quien muy poco tiempo antes había compartido juegos y confidencias, como los dos chicos mayores que eran en la casona.
Solo los emboscados de la tasca de Alfredo le oían renegar y tenían tiempo para escucharle, o más bien para que Paco les escuchara a ellos. Sus ideales, las razones por las que seguían luchando, los motivos que debería de entender él, ahora que tenía un hijo y padecía la injusticia de una moral falsa habitada por la carcunda que metían los curas en la cabeza a las mejores gentes, a los más ingenuos y humildes.
Tras entablar cierta amistad con Popeye, el joven carpintero comenzó a hacer algunas discretas tareas de enlace, como llevarle tabaco hasta Gandarilla o informarle de algún recado que alguien había dejado en la taberna de Portillo para Carlos Cossío.
Los primos Hoyos Gutiérrez siempre estuvieron convencidos, por lo poco que oyeron en Las Carrás y después en la casa de Los Coteros de Serdio a la abuela Hilaria, a su madre Zoila y a la tía Julia, de que fue entonces, en alguno de esos recados, cuando Popeye o Daniel Rey, que también había pasado ya por la trastienda de la tasca, le presentaron a Juanín.
«VENGO A CONOCER A MI HIJO»
El niño había nacido el 19 de octubre de 1947 y le habían puesto de nombre Ismael, como el padre de Leles. No Francisco, claro, reflexionó Paco. Consuelo jamás lo hubiera consentido. Con los puños sobre la mesa, apretando fuerte el vaso de vino, Paco contaba a sus nuevos amigos lo que la abuela de su hijo le había hecho cuando quiso conocerlo, cuando fue a ver cómo estaba su novia, que para él era su mujer. Tal y como estaba aprendiendo entre aquellos hombres, los curas no le iban a decir si su Leles era su mujer o no. Y para él, era como si estuvieran ya casados.
El día que nació Ismael, Vaco estaba esperando en la bolera de Abanillas, al lado de la iglesia. Sabía perfectamente cuándo me tocaba salir de cuentas. Yo acababa de dar a luz y Paco vino dos veces a casa. Serían las ocho y media o las nueve de la noche. Lo oí todo. Llamaron.
—¿Quién es? —preguntó Consuelo.
—Soy yo, Paco, que vengo a conocer a mi hijo. A saber como está Le…
Mi madre ni le dejó terminar con sus gritos. Comenzó a insultarle, le llamó sinvergüenza, ¡vete!, y no sé cuántas cosas más. Y yo, llorando en silencio, mirando a mi niño en la cama. Intentaba darle de mamar, mientras su padre se alejaba y yo adivinaba que se iba lleno de ira, pero también llorando.
Pero Paco no desistió. Un rato más tarde, tragándose el orgullo, volvió al Corral del Medio y lo volvió a intentar.
—Por favor, déjeme usted entrar. Solo verlos un momento y me voy. Por favor, solo quiero ver a mi hijo y saber cómo está Leles, le aseguro que…
—¡Fuera de aquí, canalla! Lárgate o llamo a la Guardia Civil, que tú tienes la culpa de todo, sinvergüenza, desgraciado, canalla…
Por Dios, que es mi hijo y yo quiero a su hija, que me quiero casar, se lo he dicho ya…
Las súplicas de Paco se oían por la cuesta y bajaban como broncos gemidos hasta la bolera, donde algún amigo y algún hombre se compadecían de la desesperación del hombretón y movían dubitativos la cabeza ante la dureza de Consuelo. Leles seguía en la cama, llorando, desesperada.
Por un momento cupo la esperanza:
—Por Dios, mujer, déjale entrar un segundo y deja de dar voces. El mal ya está hecho y es su hijo —se atrevió a decir Ismael, el padre de Leles y Tita, una figura siempre en la sombra, arrasado por la personalidad de la madre.
—¿Tú también? Cállate, han acabado con nuestra honra, han traído la desgracia a esta casa… Vete, canalla, o llamo a los guardias.
Y Paco dio la vuelta, destrozado, dando puñetazos a las paredes de piedra del camino que rodeaban los huertos de Abanillas, camino de Serdio, de Las Carrás, donde puede que hubiera mujeres con tanto carácter como la madre de Leles, pero no tan duras y frías. Y menos en nombre de Dios y de la honra.
Mi padre callaba. Siempre callaba. Me quería mucho, pero callaba. La capitana era mi madre y nunca le llevaba la contraria. Era mejor así.
«DOS HOMBRES LLAMAN, MADRE»
En noviembre anochecía muy pronto. Pasadas las seis, las casas se preparaban para afrontar las largas noches que adelantaba el invierno. En Las Carrás, la abuela Hilaria atizaba la lumbre en el hogar, mientras Zoilina iba despidiendo a las chicas que esa tarde habían ido a la clase de corte y confección.
Las primeras nieves cubrían los Picos y los altos de la Liébana, pero en Val de San Vicente solo se habían acercado hasta Bielva. Pasada la cena, Madre–abuela Hilaria estaba atareada, sentada en la silla baja, al pie de la lumbre. Zurcía unos pantalones de Vidalín o de Fidel. No hacían más que destrozar las rodillas y ya no sabía dónde ponerles el remiendo. A su lado, Zoila se dedicaba a la misma tarea, pero con los calcetines de lana. Manejaba magistralmente el huevo de madera, mientras pasaba a toda velocidad la aguja una y otra vez, por los agujeros del calcetín de su primo Paco, hasta tejer una red tupida de pequeñas crucecitas. A Zoila no le gustaba zurcir, porque lo suyo era la costura buena, la sastrería, lo que enseñaba a las chicas del valle, pero menos aún le gustaba fregar y recoger los cacharros.
A eso se dedicaba Julia, con Teresina, la pequeña, colgada de la falda de su madre, mientras esta acababa en la pila. Un poco más allá, Vidal y Fidel, casi de la misma edad, adolescentes ambos, observaban las manos de Paco, que con una habilidad de artista tallaba un trozo de madera. Los chicos trataban de adivinar qué sería lo que tallaría el mayor. Un cuchillo, un puñal, un daye para jugar a la siega o un silbato grande. Paco ni les miraba.
Fuera del hogar de la casona caía un chirimiri agradable, bueno para el campo, para las recogidas de otoño. Solo eso había comentado el mayor de los nietos de doña Hilaria cuando, acompañado por los dos pequeños, regresó de atar y echar de comer a las vacas de la cuadra. Si Zoila se escapaba de las tareas del campo y de fregar, a Paco no le entusiasmaban las tareas del ganado ni el olor a boñiga, aunque sí que le gustaban los animales. Su prima Requena, que esos días estaba en Los Coteros cuidando de la bisabuela Gregoria, era la que solía ocuparse del ganado.
Julia dejó de fregar, puso el paño sobre los platos y los vasos, y tras coger a Teresina, se volvió a los chicos.
—Vosotros dos, ¿habéis hecho los deberes?
—Que sí, madre. Que los hemos hecho nada más volver de la escuela, antes de merendar.
—Mucha prisa se han dado —murmuró la abuela Hilaria sin levantar la vista del remiendo.
—Chsss, callaos. Creo que he oído la portilla del corral —susurró Zoilina.
—Habrá sido el perro —dijo Julia.
—Chsss. Oigo pisadas —insistió la mayor de las chicas.
Paco dejó muy despacio el cuchillo y la madera sobre la mesa y se levantó.
—No, tú no vayas, Paquín. Ya voy yo. —Y la abuela Hilaria soltó la costura sobre la silla, mientras cogía entre sus manos la llave grande de la puerta principal que Paco acababa de colgar en la repisa de la cocina al volver de la cuadra.
Oyeron algo que rascaba la puerta del zaguán.
—Puede ser el perro —insistió Julia.
—Sí, tía, el perro. ¿Cuándo araña la puerta el perro? —respondió Zoilina.
Hilaria se arregló el delantal, pasó la mano por su cabello aún de pocas canas y con la llave en la mano y paso resuelto se dirigió hacia el portal. Su nieto, de pie en el centro de la cocina, se deslizó hacia al zaguán detrás de su abuela.
—¿Quién va? —gritó alto y claro abuela–madre Hilaria.
—Unos amigos de Paco —susurraron al otro lado.
La abuela se giró a mirar a su nieto mayor, cuya sombra enorme ocupaba el quicio de la puerta, recortándose a contraluz. El mozo afirmó con la cabeza y con voz bronca se dirigió a Hilaria.
—Déjeles pasar, abuela. Pero espere que digo a madre que se suba a los chicos a la cama.
Hilaria devolvió el gesto de asentimiento a su nieto con cara de preocupación, pero resuelta. Susurró algo a través de la hoja de arriba de la portona.
Julia no tardó ni cinco minutos en sacar a los tres niños por la sala, camino de las alcobas de arriba, mientras Vidal y Fidel renegaban y Teresina no soltaba la mano de su madre, porque de pronto tenía miedo.
En la cocina solo quedó Zoilina, esta vez ya de pie, a la espalda de su primo, expectante. Hilaria abrió la hoja de arriba y tuvo que mirar a ambos lados de la portona, para descubrir a dos hombres, uno a cada lado del quicio, que evitaban que la luz les diera de lleno.
—Buenas noches, Hilaria. No se asuste. Somos conocidos de Paco. ¿Está? ¿Podemos pasar? Llevamos un rato aquí y podrían vernos. Este es Santiago Rey y yo soy Juanín.
Madre–abuela Hilaria no hizo ningún aspaviento, ningún comentario. Tan solo dijo un simple: Pasad.
Tras franquearles la entrada, cerró la puerta con rapidez. Después de los saludos de rigor con Paco, limitados a un murmullo, les llevaron hasta la cocina, donde una expectante y curiosa Zoilina esperaba a los visitantes.
De lo que pasó esa noche y las siguientes, durante muchos años, solo tienen todos los datos las mujeres sobrevivientes de Las Carrás. Y su memoria está cerrada con un pacto de silencio, con una losa que pesa más que la vida. Porque hasta Zoilina, la más fresca y valiente, la más arrojada en su existencia, la que se ríe de todo con la alegría de haber vivido, sella su boca o cambia sus imágenes para recordar una historia que poco tiene que ver con las que corren entre los que dicen ser sus amigos, o sus familiares o en la mística de Val de San Vicente. O por los libros que han recogido la aventuras del maquis de la Liébana.
Para esas historias, Zoilina fue el gran amor de Juanín entre las mujeres de Las Carrás. Aunque también Zoila, su madre, y Julia, su tía, pudieron estar enamoradas del guerrillero cuando ya la abuela Hilaria había sacado a Zoilina de España, camino de Cuba. Decían que embarazada del maquis. Un dato, ese sí, que desmienten los sobrevivientes de la casona, desde su hermano Vidalín (con el que no tienen trato hace años) hasta su sobrino segundo Ismael, el hijo de Paco y Leles.
La misma Zoila desmonta la historia, aunque de forma indirecta. En directo, se repliega en su concha como un caracol que encoge sus antenas cada vez que detecta el mínimo peligro. A Zoilina aquellos tiempos le duelen, la descomponen. Durante días la alteran todas las mentiras que se han dicho de su primo, de ella, de su familia, despertándole unos demonios que solo se mitigan cuando habla de Cuba, de La Habana, de Chicago o de Miami.