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LOS MONTAÑESES EN LA CÁRCEL
Desde que Leles partió a Buenos Aires, Paco le escribía cada noche desde la prisión. Si un día no terminaba la carta, la continuaba al día siguiente. Al menos, la partida de Merceditas hacia la capital argentina había servido para que ambos recompusieran su vida, su amor. Para que ambos descubrieran que aquellos meses que habían estado alejados, desde el doloroso atardecer en el que Consuelo no dejó a Paco conocer a su hijo, humillándole, no habían hecho nada más que afianzar su amor, pero también el dolor y la sospecha.
Como la maleza que invade los prados más hermosos cuando no son segados cada primavera, cada verano, el amor entre Paco y Leles había sido invadido por la hierba mala de la duda desde que no les dejaron verse.
Si el grandullón Bedoya no podía apartar de su cabeza que tenía un hijo a pocos kilómetros y que no le conocía, el corazón de Merceditas se encogía al escuchar, día tras día, los rumores sobre los maquis y las detenciones, después de las sacas del 31 de agosto.
Durante los diez meses que siguieron al ingreso de Paco en la cárcel, la gota de veneno perforaba cada día el alma de Leles. Se filtraba por los resquicios de las callejucas estrechas y limpias de Abanillas, por la esquina del colmado de la plaza al acercarse a por el vino; donde los hombres chateaban y se callaban demasiado tarde cuando ella entraba. Se deslizaba un comentario de comadres captado al aire a su paso por un puesto del mercado de Unquera, siempre con Ismael en sus brazos.
Bien que se lo pasaban todos. Ahora ha dado a luz la Luisa, la de Gandarilla. Y lo mismo ha pasado con la de Portillo, Clarita. Ya ves, luego dicen. Si hasta el Bedoya, el de Las Carrás ha tenido otro lío con otra de Portillo…
LELES: Decían que en aquellos meses anduvo con una de Portillo, cuya familia estaba también vinculada a los del monte. Yo tenía celos, unos celos locos. Y dolor. Pero eso lo fuimos curando con nuestras cartas, donde me explicó todo y yo le creía. Sus cartas eran un bálsamo para mí. Eran tan verdaderas…
Para los compañeros de Paco en la Provincial, la ternura que desprende la correspondencia de aquel hombretón de un metro noventa de alto y más de cien kilos de peso no era ninguna sorpresa.
Tras el calvario sufrido en el cuartel de San Vicente de la Barquera, las celdas de la cárcel, aunque durmieran todos amontonados, tenían una cama de plumas. Después de las palizas y de los interrogatorios de Casimiro Gómez, los paseos por el patio redondo de la Provincial, ya fuera para tomar el sol o la lluvia, eran como el mejor de los recreos de sus antiguas escuelas. Había ratos para aprender, para reír, para charlar. La vida de los paisanos del Val de San Vicente, algunos de los cuales ni siquiera conocían la capital cántabra, se hizo algo más llevadera mientras esperaban la larga instrucción de su Consejo de Guerra.
Me llamo Teodoro Escobedo Galguera. En la Provincial compartíamos celda Paco Bedoya, Manuel Caviedes, un chico de Santander, mi padre, el criado y yo. Éramos ocho. Dormíamos pegados unos a otros. Paco era un chavalón, un infeliz, lo más noble que te podías encontrar. En la cárcel aún más. La única debilidad que tenía eran las metralletas. Por la noche, cuando estábamos todos en la celda, Paco se cogía la escoba entre las manos, y simulando una metralleta, hacía rata–ta–ta–ta–ta. En aquellos tiempos, Bedoya ya admiraba a Juanín, que paraba por su casa. Decían que si era novio de una prima de Vaco, luego de otra. Qué sé yo las cosas que se decían.
La familia Escobedo Galguera vivía en una hondonada, entre Hortigal y el pueblo de La Acebosa, ambos pertenecientes al municipio de San Vicente de la Barquera. El padre de Teodoro, José, era maquinista. Los Escobedo controlaban la central eléctrica de Entrambosríos, a la espalda de un restaurante conocido ahora como el Parador de la Mina y cercano a la autovía que une Santander y Oviedo. Cuando las borrascas jarrean durante el invierno y la primavera, los alrededores de la antigua central se convierten en una balsa de agua que invade los campos de maíz que la rodean.
Los Escobedo regentaban también un molino, adonde acostumbraban a pasar los paisanos para moler el cereal durante el día. Pero al anochecer, la soledad se adueñaba de la hondonada, rodeada de altos maizales, avellanos y algún castaño. Los peñascos que bajan desde Hortigal y la lejanía de la carretera que une los pueblecitos entre San Vicente y Pesués convertían la casita solitaria en un buen lugar para los maquis, sobre todo si había radio.
Una noche negra de enero, con un frío helador y la ventisca rebocando el aire de las chimeneas, Serapia se peleaba con el fogón y las patatas fritas. A cada golpe de aire, el humo salía por el agujero de la rueda pequeña de la placa, por las juntas de la bilbaína y se metía en sus ojos, cuando no llenaba de hollín la cena.
José y sus hijos escuchaban la radio, un privilegio que en aquella zona solo les estaba permitido a quienes poseían las habilidades del padre y de Teodoro con la electricidad. Llamaron a la puerta.
Eran dos, Juanín y Popeye. Al principio no los conocíamos. «Oiga, que pasamos por aquí y queríamos descansar un rato». Bueno, pues qué le vamos a hacer. Con mucho disimulo se quitaron las gabardinas. Llevaban una fila de bombas alrededor de la cintura y una metralleta cada uno. Estuvieron allí por la noche, hasta tarde. Era invierno y muy de noche. En principio, hasta no saber lo que había, pues te callabas. Y se fueron. Como a los quince o veinte días llegaron otros dos. Mi padre dijo: «¡Joder!, estos ya se han arregostado». Traían la misma disculpa: «Queríamos descansar un poco». Bueno, pues vale. Sentaos ahí. A los diez minutos o así llaman otra vez a la puerta. Íbamos a abrir uno de nosotros y dice uno de ellos: «No, no, espera». Abrieron ellos. Venían otros dos. Entraron y estuvieron un rato charlando. A la hora o poco más, se marcharon. No comieron nada, se marcharon.
Yo tendría unos veinte años y me parecieron hombres normales. Todos llevaban puesto como una guerrera, pantalones y gabardina. Debajo de la gabardina, una metralleta. Después se supo que eran Juanín, Daniel Rey y el Marcao, también conocido como Gandhi.
La tercera vez no me acuerdo si vinieron dos o cuatro. Las tres veces vino Juanín, que no hablaba mucho, pero lo que hablaba era dando buenos consejos. Uno de ellos recuerdo que me dijo:
—Anoche llegaste tarde a casa, ¿eh?
—Pues sí. Venía de ver a la novia.
—No, no, si te vi entrar.
—Tu hermano vino un poco más tarde.
—Pues sí, tenemos novia y vamos a verlas cada noche. No tenemos ningún problema.
[El hermano de Teodoro fue novio de Zoilina, la de las manos primorosas de Las Carrás].
A la tercera vez que vinieron, mi padre les dijo: «Hombre, me gusta saber de vuestra vida y ayudar lo que pueda. Pero comprended que al molino viene mucha gente, a veces a deshora. Incluso la Guardia Civil suele venir por aquí de vez en cuando, y a lo mejor algún día puede haber algún problema».
No volvieron.
De nada le sirvió a José su precaución, ni a los emboscados la prudencia de no volver por el molino ni por la central eléctrica. Para los Escobedo, el 31 de agosto fue a primera hora de la mañana, no de madrugada. El camión regresaba del siniestro viaje cargado hasta los topes.
Llamaron a la puerta. Era una pila de guardias. Estábamos todos en la cama, y para levantarnos gritaron: «¡Arriba todos!». No sé cuántos serían, quince o veinte. ¡Aquello era una fiesta! Nos llevaron andando hasta La Acebosa. Sería algo más de un kilómetro. Cuando llegamos a La Acebosa ya eran las nueve de la mañana. El camión venía recogiendo gente desde Luey y Abanillas hacía abajo. Estaban Genio, Paco Bedoya, su prima Quena. Muchos éramos mozos, nos conocíamos de las romerías de todos los pueblos.
Íbamos todos de pie, encima de la caja del camión. Nos llevaron al cuartelillo de San Vicente, donde hubo de todo. Algunas cosas mejor no recordarlas. Lo del tal Casimiro fue tremendo. En aquel tiempo tanto los guardias como los suboficiales tenían la promesa de ascensos y había que conseguirlos como fuera. Nos tuvieron aquí, en San Vicente, dos o tres días.
El horror era para el que le tocaba ir a declarar. Algunos venían sangrando por todas partes. Me acuerdo mucho de Pedro Purón, el viejo, con setenta y tantos años; Remigio García también venía hecho polvo. Hay una anécdota graciosa de José el de Mero, el de Abanillas, padre de Emma y de Arsenio. José nunca llevaba el pantalón recto atrás, sino de medio lado. Y en el bolsillo tenía un pañuelo. A la vuelta del interrogatorio decía: «Vaya unas patadas que me pegaron. Pero se jodieron que me salvé porque todas las patadas de atrás me las dieron en el pañuelo». Ya ves lo que al hombre le protegería el pañuelo. ¡Pero nos reíamos todos!
Nos preguntaban cómo vinieron los maquis, qué servicios les hicimos. No recuerdo si a Paco le pegaron allí mismo o ya venía molido desde que le subieron en Las Carrás. A Genio, otro grandullón, puede que le sacudieran más en el cuartelillo. Estaba más comprometido, por su padre, Nelito, que también era muy mayor y le tenían allí.
En las declaraciones había que firmar lo que decían ellos. Tú declarabas una cosa, pero ellos ponían lo que les daba la gana. Si tú decías: «No, es que en mi casa estuvieron dos veces», ellos decían:
—No, no, varias veces, ¿o dos veces no son varias?
—Sí.
—Pues entonces varias veces.
—Que en mi casa estuvieron haciendo esto.
—No, no. A tu casa fueron a esto otro.
—Firme este papel.
—Bueno, pues firmo.
No teníamos otra solución.
Aquella mañana, el cura de Estrada no bajaba con nosotros en el camión, pero sí recuerdo que estuvo con nosotros en la Provincial. Era un buen hombre y protegía lo que podía a Paco, porque vivían al lado y le conocía más.
Recuerdo a un pastor muy mayor, descendía de Potes, de por allí arriba; tenía mucha convivencia con los emboscados y se ensañaron con él, le machacaron…
Estuve un año y salí en libertad provisional. Al año siguiente salió el Consejo de Guerra. Mi madre y yo salimos en libertad, pero a mi padre le cayeron doce años. Y cumplió cuatro por redención de trabajo. Mi padre estaba en Madrid con Bedoya. Primero estuvieron en los saltos del Nansa. En Madrid se reencontraron con Pepe Elizalde, un tipo de aquí que ya estuvo con nosotros en la Provincial. Era preso común. Otro infeliz y buen hombre.
EL COMPAÑERO ELIZALDE
José González Elizalde, Pepe Elizalde, fue el primer encuentro agradable que tuvieron los hombres del Val de San Vicente al llegar a la Provincial. Pepe había ingresado en prisión cuatro años antes, en 1944, por un delito común. Era de Pesués y su familia procedía de Los Tánagos, la aldea situada entre San Vicente de la Barquera y Unquera, al pie de la desembocadura del Nansa.
Yo conocía a todos, incluso a los presos políticos de antes de que detuvieran a los del Val de San Vicente. Estaban como antiguos presos republicanos, que habían sido importantes. A los comunes no nos dejaban estar con ellos, pero como les conocía de antes, me dejaban salir al patio con ellos. Tengo un gran recuerdo de todos. Me da miedo nombrarlos por si olvido alguno. Honorato, Delfín, Quesada. Con ellos había un catedrático de Burgos, lamento no recordar el nombre, que era maravilloso.
La llegada de Pepe a la Provincial coincidió con la de los maquis que habían sido capturados tras el primer intento de invasión desde Francia. Elizalde vive ahora en un pisito en San Vicente de la Barquera, frente a la ría, con su mujer, Eugenia. Es alto, flaco y todavía fibroso. Su rostro refleja la bondad de quien ha sufrido y visto lo suyo en la vida. Evocar aquellos tiempos alrededor de una mesa camilla a veces le resulta triste y doloroso.
Cada día, a las seis de la mañana, salía a hacer gimnasia con ellos en el patio. Había uno de Torrelavega, no me acuerdo el nombre. Y otro, valiente y muy conocido, un tal Santamaría. Otro, al que llamábamos el Andaluz, que cantaba muy bien.
Un día estaba en el patio subido, agarrado a la verja, aquel día dijo: «Voy a cantar la última canción de mi vida». No me lo creí, pero pensé qué le pasará hoy al Andaluz, que canta mejor que nunca, con esa pena.
Mi hermano estaba conmigo, en las celdas de abajo. Pero ese mismo día nos mandaron a otra celda, donde estaba otro de los militares republicanos presos, que se llamaba Raúl. Nos trasladaron a las celdas de arriba. También a Pepe, otro de Pesués. Luego metieron a cada uno de los cuatro maquis más renombrados, Santamaría, el Andaluz, el de Torrelavega, en una celda distinta. El militar que había sido capitán del ejército republicano nos dijo con una cara muy seria:
—Esta noche hay saca.
Yo, ingenuo, pregunté:
—¿De qué?
—Van a matar a todos los que llevaron a las celdas de abajo, donde estabais vosotros.
—¡No me diga!
A las doce de la noche, el militar republicano nos despertó a mi hermano y a mí. Vimos las cuatro celdas abiertas, desde arriba, por el chivato. Ellos paseaban con la mano sobre la boca del estómago, al estilo Napoleón. Esperaban. Los funcionarios se vistieron y llegó el director de la cárcel. Les ofreció un café y ellos pidieron café y coñac. Luego llegó el cura don Emerio, que era más malo que Caín, para ver si querían confesar. Ellos le dijeron que estaban allí porque no creían en eso y no confesaron.
Cuando salieron por «el rastrillo», se llamaba así a la zona de almacén, creo recordar, donde hay cuatro puertas, les vimos salir gracias a un espejo pequeño que tenía un compañero, que se llamaba Alfredo Lobeto. Se volvieron los cuatro, desde la última puerta y gritaron: «¡Viva la República! ¡Compañeros, vengadnos!…». Me hace llorar aún cuando me acuerdo.
Y el viejo Elizalde tiene que parar para secarse las lágrimas, mientras María Eugenia, su mujer, intenta acercarle un pañuelo. Está recordando las últimas horas, los últimos segundos de vida de Felicísimo Santamaría García, un maquis nacido en el Puente de Vallecas (Madrid) en 1912, que estaba soltero y era guarnicionero. Fue uno de los jefes de la Brigada Pasionaria, la expedición de los cuarenta y ocho maquis que en febrero de 1947 se infiltraron desde Francia por el Pirineo Navarro para reforzar la guerrilla de los Picos de Europa. La mayor parte de los maquis fueron interceptados por la Guardia Civil en el Puerto del Escudo en los primeros días de marzo, entre ellos Feliciano Santamaría, que ingresó en la Prisión Provincial de Santander el 4 de marzo de 1946[24].
En el Consejo de Guerra del 16 de febrero de 1948 fue condenado a muerte. Fue fusilado en el cementerio de Ciriego el 30 de abril de 1948, junto con Gabriel Pérez Díaz, jefe de la brigada, y otros tres compañeros. Tenía treinta y seis años. Si la memoria de Pepe Elizalde no falla, el Andaluz podría ser Joaquín Sánchez Arias o Joaquín Sánchez, «el Andaluz de Arroyo», uno de los siete supervivientes de la Brigada Pasionaria que logró contactar con la Brigada Machado. Pero si es la misma persona, cayó prisionero y fue fusilado el mismo día que Santamaría, y no habría logrado pasar de nuevo a Francia, como algunos textos apuntan.
De allí me llevaron al Dueso, en Burgos. Luego a Gijón, y desde allí marché a Madrid, a trabajar en Chozas de la Sierra, de donde me reclamaron como albañil al Valle de los Caídos. Estaba en la prisión de Fuencarral cuando, ¡coño!, un día vuelvo del tajo y allí estaban dos tiarrones enormes, Paco Bedoya y Genio, el de El Trichorio. Y otros muchos de nuestros pueblos. Nos volvimos a reencontrar.
Además de la relación con Elizalde, en la cárcel, los montañeses, nombre por el que pronto fueron conocidos, hicieron amigos para toda la vida. O encontraron personajes inolvidables. La Provincial estaba llena de socialistas, comunistas y anarquistas que habían tenido la suerte de sobrevivir a los primeros campos de concentración creados por los nacionales en la Magdalena (en las antiguas caballerizas del Palacio Real de Santander, hoy Universidad de Verano), en la plaza de toros de Santander, en los campos de sport de El Sardinero o en el hipódromo de Bella Vista.
La caída del Frente Norte dejó cuarenta mil soldados republicanos prisioneros, que en los primeros meses fueron hacinados en esos campos y después repartidos por la Tabacalera, el penal del Dueso o la Provincial, cuando no paseados hasta las tapias del cementerio de Ciriego, donde eran fusilados.
De aquellos ratos caminando por el patio, de aquellas charlas, cada uno tiene su particular memoria. La de Teodoro Escobedo se turba cuando recuerda a
una bellísima persona, un tal Cuadra, era de Santander… No era un maquis, era un preso político socialista que siempre nos estaba dando consejos, quitando importancia a las cosas, a la tristeza.
Después de salir de la cárcel, yo andaba con las televisiones, porque mi oficio es electricista y electrónico. Un día, cerca de donde iba a comprar en Santander, ¡cono!, veo a un hombre mayoruco, con una mujer. ¡Pero si este es Cuadra! Le paré.
—Tú eres Antonio Cuadra.
—Sí.
—¿No te acuerdas de nosotros, los de San Vicente, todos detenidos?
—Sí, hombre, claro que me acuerdo.
Nos dimos un abrazo y allí estuvimos charlando. Una lástima, la mujer limpiaba escaleras y vivían como podían. Ya eran mayores. Se me pone un nudo en la garganta al recordarlo.
Aquel Cuadra, cuyo recuerdo sesenta años después emociona a Escobedo, también dejó huella en otros muchos presos que pasaron por la Provincial y tuvo su papel en la historia de la resistencia santanderina. Había nacido en Santander el 5 de noviembre de 1902. Fue presidente de las Juventudes Socialistas, y en octubre de 1934, uno de los líderes de los sucesos revolucionarios en Los Corrales de Buelna. Fracasado el levantamiento obrero, escapó a Madrid.
Durante la guerra fue comandante del Batallón 114 («El tercio chico»), y tras la retirada hacia Asturias, organizó la Brigada Montañesa con los restos de los batallones cántabros. Después permaneció oculto durante una década, primero en Santander y luego en Valencia, donde reorganizó el PSOE en la clandestinidad bajo el nombre ficticio de Regino Alonso Álvarez. Finalmente fue detenido en Valencia el 7 de julio de 1947, trasladado a la Prisión Provincial de Santander y condenado a treinta años de cárcel. Salió en libertad en 1954. Después prosiguió su actividad política en la clandestinidad, acudiendo a varios de los congresos socialistas celebrados en Francia y representando al sector histórico del partido. Falleció en Santander el 9 de marzo de 1981 a los setenta y ocho años de edad[25].
En cuanto a los Escobedo Galguera, la sentencia del Consejo de Guerra del 28 de octubre de 1950 daba su particular redacción de los hechos:
[…] desde el mes de enero de 1948, el bandolero Juanín, en unión de otros de la partida, utilizaron el domicilio de José Escobedo Laso, en el pueblo de La Acebosa (Santander), al que acudían con frecuencia sobre todo para oír las emisiones de radio que atacaban a España y a su Gobierno, prestándose a tal colaboración con conformidad y entusiasmo Juan Escobedo Laso. En el mismo domicilio vivía Serapia Galguera, esposa de José, el hijo del matrimonio, Teodoro Escobedo Galguera y el criado de la casa, Ezequiel Muñoz Ruiz, estando estos tres últimos procesados al corriente de las relaciones del cabeza de familia con los bandidos y de las actividades de estos, admitiendo pasivamente lo que ocurría en la casa sin denunciarlo, si bien tanto Serapia como Teodoro no lo hacían por no denunciar a su esposo y padre, respectivamente.
LA DIGNIDAD DEL PASTOR
Llevaban ya unos días los montañeses en la Provincial cuando se enteraron de que habían traído también «al pobre Colas». Colas se llamaba Nicolás de Celis Beares, había nacido en Espinama y era el pastor de Abanillas. Tenía setenta y cuatro años, no sabía leer ni escribir y no tenía antecedentes penales, pero al cabo Casimiro Gómez y a su gente se les metió en la cabeza que el viejo cada día dejaba comida, que llevaba en su zurrón, a los maquis en algún lugar del monte, asunto que tampoco nadie puso en cuestión.
Yo me convertí en enfermero de la prisión por unas circunstancias que luego explicaré y que descubrieron a las monjitas y a don Luis Leño Valencia, entonces el doctor titular de la cárcel, que yo era técnico sanitario y había ingresado allí un día después que mis amigos, el grupo de los detenidos del Val de San Vicente.
Ah, sí. Soy José Manuel Sarasúa. Algunos me llamaron eso del «dentista de los maquis». Lo de Colas me impactó, y eso que yo ya había visto de todo en la guerra, en otros penales, en otros hospitales. Vero la humildad de aquel hombre, su dignidad, su silencio, la sensación de no quejarse para no molestar no me la he podido quitar de la cabeza en toda mi vida.
Recuerdo que entró en el botiquín de la prisión con aspecto casi contento, como si aquello fuera un sitio para su segunda infancia, y después de lo que vi, no me extrañó. El hombre era muy callado. Cuando fui a quitarle la camiseta, se la tuve que sacar de la espalda con pinzas. La tenía incrustada en la piel. Era una camiseta gorda, de esas de felpa que alguna vez había sido blanca. Ahora era un trapo sanguinolento, infiltrado como una segunda piel en la espalda del viejillo, que solo tenía huesos. Le pregunté qué había hecho para que le hubieran puesto así, y me contestó, tras encogerse de hombros y pensarlo, que ir al monte.
No podía seguir de la rabia, así que llamé al director de la prisión, don Rafael, que era un buen hombre. Estuvo a punto de desmayarse al ver cómo tenía que hacer yo aquel trabajo en la espalda del hombrecillo, despegando como podía la tela con pinzas, mientras el pastor no lanzaba ni una queja. Ni una palabra. Así tenía toda la espalda hasta la cintura. Le habían dado vergazo, con una verga de látigo de toro, pero a lo grande. Pero la cosa no terminaba ahí. Le dije al director:
—Prepárese para lo que va a ver ahora.
—¿Y qué más puedo ver después de esto?
El hombre estaba encima de la camilla. Le quité las zapatillas y lo que le quedaba del calcetín. Era de lana y quizá en un tiempo fue blanco. Ahora era marrón, de sangre seca. Le enseñé el dedo gordo del pastor, con cuatro palillos bien incrustados en las uñas, bien profundos. Le quité uno, y luego otro, y el viejito no decía nada. Le estaba aliviando. Los tenía entre la carne y la uña, hundidos. Lo mismo tuve que hacer con el otro pie.
El pastorcillo salió de prisión pasado algún tiempo y se marchó a su pueblo. Tengo entendido que allí murió, al poco de dejar la cárcel.
Los Sarasúa eran parientes de los padres y los abuelos de Arsenio. Pero, además, tenían una buena amistad. Aunque eran de Bilbao, acostumbraban a pasar una parte el verano en Abanillas, y a veces también les visitaban durante unos días en Navidad.
Eso es lo que hicieron en la Navidad de 1947, ir a pasar unos días al pueblo de sus ancestros cántabros, a la casa que tenían los padres de Arsenio al lado de la de Ernestina.
Una noche de diciembre, en vísperas navideñas, Daniel Rey llamó a la puerta de los padres de Arsenio, preguntando por el practicante. Sabían que estaba allí esos días. Rey traía a otro emboscado, con tal dolor de muelas que no podía ni hablar. Ni Sarasúa ni Arsenio se acuerdan de quién era el maquis al que Rey quería que José Manuel curara de aquel dolor que le iba a volver loco. Por la cura y los arreglos, porque tuvieron que volver alguna otra vez, a Sarasúa
[…] los bandoleros le dieron una moneda de oro para arreglo de la boca, repitiendo las visitas al domicilio de José Fernández y para el mismo fin, durante el tiempo que duró el tratamiento, siendo recibido en muchas ocasiones por Emma Fernández, hija de José, la que conociendo la personalidad de los que acudían al dentista, los pasaba a la presencia de este procurando ocultarles; José Manuel Sarasúa percibió por sus trabajos SEISCIENTAS CINCUENTA PESETAS. […]
Así aparece en el texto del Consejo de Guerra.
Es verdad que Daniel Rey me pagó una de las curas de dientes con una moneda de oro de entonces; tenía una venta de veinticinco pesetas, legal, moneda nacional. Tendría unos cuatro gramos de peso. También es verdad que otra vez me pagaron seiscientas pesetas. La mitad de los que estaban en el monte eran conocidos míos, de mi brigada de Asturias. Yo venía desde Eibar, resistiendo en la brigada vasca y habíamos pasado de Vizcaya a Asturias.
Cuando la Guardia Civil fue a buscarle a Bilbao para detenerle, Sarasúa ya tenía la maleta hecha. Llegó a la Provincial, después de un largo y accidentado viaje, el 24 de septiembre, día de la Merced, fiesta de los presos, cuando pueden recibir visitas de todas sus familias.
Tras los saludos y la alegría por el reencuentro, se dedicó a curar las heridas de los que habían sido torturados en San Vicente de la Barquera y aún no habían cicatrizado bien.
Algunos estaban bien repasados, y en los más mayores, las llagas causadas por el estrepo o las esposas tenían mal aspecto. Era el caso del viejo Purón o del mismo Bedoya. Aunque Paco era muy fuerte; luego volvió a estar muy enfermo, pero no porque le pegaran. En la cárcel ya no nos torturaban, e incluso se podía aguantar. Había mucho espíritu de hermandad. Mientras les curaba, como era día de fiesta, estábamos todos hablando muy fuerte y de juerga. Al final terminamos hasta cantando. Así que me libré de oír los altavoces, que me llamaban para bajarme al interrogatorio del cuartelillo en San Vicente de la Barquera. Aguanté las chulerías de un teniente, pero en el cuartel de Santander. Me libré de las manos de Casimiro Gómez, algo que por lo que había visto a mi llegada a la cárcel, debía de agradecer.
Gracias a las curas de mis paisanos y un caso de emergencia de un preso común al que le habían dado un tajo en la garganta, cortándole una arteria que suturé bien, mientras llegaba a la cárcel el doctor heno Valencia, conseguí hacerme un hueco en la enfermería. Había allí una monjita, a la que yo siempre decía que se había hecho monja por lo fea que era, que la mujer era un alma de Dios. Con la sor trabajé todo el tiempo que estuve en prisión.
LAS ADENOPATÍAS DE BEDOYA
Durante años, ya en Buenos Aires, Leles miraba unas fotos que Paco le había enviado desde la cárcel. El retrato le mostraba recostado en la cama, con unas vendas en el cuello. Merceditas estaba convencida de que no era una enfermedad lo que tenía, sino que le habían pegado. Se equivocaba.
En la enfermería de la cárcel tuve dos meses a Paco Bedoya con adenopatías de origen tuberculoso. A su madre, Julia, le costó Dios y ayuda encontrar en aquellos tiempos tanta penicilina. Los granillos de origen tuberculoso en el cuello hubo que operarlos. Julia se volvió loca para encontrar estreptomicina. Vendió un ternero para poder pagar las medicinas y curarle.
Conocí a Paco bastante bien. Era un muchacho ancestral, bondadoso y bronco, pero de ahí no pasaba, le conocía desde muy joven.
Una vez, en las fiestas de Abanillas organizamos una carrera de bicicletas para hombres y mujeres. Hasta compramos unas copas que traje de Bilbao. Paco corrió con mi bicicleta. Una buena bicicleta que en aquellos tiempos valía setecientas pesetas. Me la había arreglado el famoso Langarica en Bilbao. Pero es que yo la había puesto embujes italianos, de todo, la bici andaba casi sola. Paco montaba muy bien en bicicleta, igual que cantaba muy bien.
Pero ocurrió que a esa carrera vinieron a participar mucha gente de otros pueblos, desde Torrelavega en adelante. Ganó el Campano de Unquera, que era un buen ciclista. Paco corrió, y corrió muy bien. Para abajo iba que se mataba, pero para arriba pesaba mucho. Para subir a Camijanes, con aquellas cuestas, su peso y estatura, era jorobado. Y Bedoya subió y subió bien. Era un tipo con mucho amor propio. Podía ser un niño grande si se le tocaba la fibra sensible. Es más, no creo que nunca haya dado una contestación a nadie, y menos que disparara contra nadie, aunque le tuviera enfrente del naranjero [la escopeta de los maquis].
En la cárcel siempre se portó bien. Y no acudió [a la enfermería] porque le pegaran, era un tipo muy fuerte. Eso que hubo muchos a los que tuve que curar de los vergazos en las nalgas y en la espalda. Y les daba remedios después de los interrogatorios para los que habían estado con el estrepo, al caerse de los tortazos. Algunos habían estado veinticuatro horas sobre su mejilla, sobre el hombro. Uno no se podía mover de la posición en que caía.
Pero Bedoya, salvo por lo de los granos del cuello, no estuvo en la enfermería. En aquellos días siempre hablaba de su novia y de su hijo. Pensaba casarse, incluso me dijo que había estado a punto de irse a Argentina. No sé si era verdad o una ensoñación. Era un chaval que no hablaba mucho, pero cuando se enfadaba y estallaba se le iba la fuerza por la boca. Admiraba a todo el que estaba de su lado si era luchador y a ese se entregaba para siempre. De chaval yo le he visto pasear enfadado por Abanillas, pero al rato se le había pasado.
Cuando el día de la Merced, 24 de septiembre, Sarasúa llegó a la Prisión Provincial, al primero que divisó de sus conocidos del Val de San Vicente fue a Genio, Eugenio González Guerra, el hermano de Teófila, los de El Trichorio. Como ocurría con Paco, a Genio era fácil encontrarle por su estatura.
Después de atender las heridas de los más viejos, Perico Sarasúa, como le llamaban los de Abanillas, curó las llagas y los vergazos de la espalda de Genio, luego las de su hermano Julio, los de Bedoya y los de Victoriano Moreda. Con los cuatro chicos los hombres de Jurado se habían empleado a fondo durante los interrogatorios. Un pistoletazo brutal en el oído de Paco —su familia nunca supo si ocurrió cuando le subieron al camión o en las detenidas sesiones de golpes y torturas en el cuartel de San Vicente— le dejó sordo de un oído. El dato condicionó su vida y su dependencia de Juanín durante los años del monte. Jamás se lo contó a Leles en sus cartas.
Tras las meticulosas sesiones del cuartel, el detallista teniente Agustín Miguel Jurado elevó un informe con las veinticuatro primeras declaraciones. Paco Bedoya declaró que:
En el mes noviembre del pasado año, estando en casa una noche, observó que su abuela Hilaria Pérez, que se encontraba a la puerta de la casa, estaba hablando con alguien y salió para enterarse de quién se trataba. Se trataba de dos individuos, Juan y Daniel, les mandaron pasar al interior y estuvieron un buen rato hablando de que eran guerrilleros de la República, y después se marcharon sin saber dónde.
Que después ya tuvieron frecuentes visitas y en casa se quedaba el bandolero Juanito, el que comía con ellos a la mesa y era atendido por su tía abuela y más mujeres que había en casa. Que tenía alguna amistad con él, aun cuando bastante limitada, pues con el que la tenía era con Popeye, habiéndole acompañado al bar.
Que conoce igualmente a Gandhi y a Daniel, pero desconoce las actividades, salidas y dirección que llevan. Que les ha oído decir después de los atracos al comentarlos del miedo que les hacen pasar a los que atracan.
Que el armamento que lleva el Juanito es una metralleta, pistola y bombas de mano. Que en una ocasión llevó a la casa un saco casi lleno de tabaco, y procedía del atraco en La Revilla o Lamadrid, que igualmente confiesa que en su casa se han tomado licores de los que llevaba el Juanín. Que sabe que tanto a su abuela Hilaria Pérez, como después a su tía Zoila, le daba bastante dinero, sin que pueda precisar cantidad.
Que el declarante nunca les acompañó en salidas nocturnas ni les orientó en nada que pudiera ser hecho delictivo.
Ante la atenta mirada de Jurado, con Casimiro muy cerca y el látigo de verga de toro sobre la mesa, el muchacho de diecinueve años de Serdio confirmó que en la fiesta de las Nieves de Gandarilla habían estado tomando chocolate con Popeye en el bar. Iban acompañados por otras muchachas de la zona, como Luisa Pérez y su hermana Consuelo, además de unas primas de las chicas. Se hicieron fotos con una máquina de Popeye, algo que ya sabía de sobra Jurado, a quien una «recadista» había explicado que la joven Josefina Collado —tenía quince años— le había entregado el carrete de parte de Popeye para que su madre lo revelara en Torrelavega.
La madre de Carlos Cossío trabajaba en el hospital de la Cruz Roja de Torrelavega y estaba tan vigilada como todos los familiares de los emboscados.
La mujer recibió el paquete de su hijo y envió el carrete a revelar. El servicio de investigación del teniente Jurado detectó en las fotos a Popeye, de acuerdo con la versión oficial del teniente en su informe. Otros implicados siempre creyeron que una de las mujeres metidas en el trasiego del carrete delató, por despecho, al emboscado y al resto de los mozos y mozas.
EL OTRO AMOR DE PACO
Recién salidos de sus aldeas, paseados por San Vicente de la Barquera como delincuentes, ingresados como enlaces y cómplices de bandoleros en la Provincial, los hombres del Val de San Vicente tardaron mucho tiempo en digerir qué era lo que les estaba pasando a sus vidas y por qué.
Por la noche, encerrados en las celdas, recapitulaban los acontecimientos para concluir siempre que todo lo que habían hecho era dar de comer a unos hombres que llamaban a las puertas de sus casas, cargados con metralleta o naranjero debajo de la gabardina y bombas de mano a modo de cinturón. Que comprendieran más o menos sus razones o sus ideas era otro asunto. Pero negar un plato caliente a aquellos tipos, armados hasta los dientes, habría sido también un suicidio. Uno de los encarcelados que más vueltas le dio al asunto fue Juan Collado, más conocido como «Juan el de la Potra». Collado era el padre de la niña de quince años, Josefina, a la que el teniente Jurado había llevado a declarar al cuartelillo.
En Portillo de Abajo, en casa de Juan y Sara González, muy cerca de la taberna de Alfredo García, consiguió el maquis Carlos Cossío su primer alojamiento. Con el matrimonio Collado–González vivía entonces su hija Josefina, que ayudaba a su madre a atender a Popeye. La chavala tuvo la dudosa exclusividad de ser también detenida e interrogada por el teniente Jurado y el cabo Casimiro en aquellos terribles días. Eso sí, Jurado tuvo buen cuidado de incluir en la exposición de conclusiones de los hechos sobre la joven que «no se ha procedido a su detención por ser menor de edad». Sobre los métodos utilizados para que la chica declarara nunca trascendió nada.
En el cuartelillo, una Josefina adolescente y espabilada explicó cuándo y cómo había llegado Popeye a su casa. Reveló los lugares donde residían el resto de los maquis, Gandhi, Daniel y Juanín. Desveló la historia de una cadena de oro de Popeye y que en aquellos días, dos meses después del nacimiento de Ismael, el hijo de Paco y de Leles, ella era la novia de Paco Bedoya.
El daño que le habían hecho al mozo de Serdio no dejándole conocer a su hijo afloró en el breve idilio que mantuvo con la muchachita. Ya fuera por despecho, por hombría o por cariño, quizá por todo a la vez, durante unos pocos meses Paco Bedoya intentó seguir los consejos que su prima Zoilina le dio antes de irse a La Habana. El mundo estaba lleno de mujeres, le dijo. Aunque a él, el flirteo por despecho le duró poco, porque de su corazón nunca logró arrancar a Leles.
La hija de Juan el de la Potra tuvo que explicar a Jurado y sus hombres que
El Popeye le dio a la declarante el encargo de que cuando pasara la recadista de Gandarilla, le enviasen a ella la máquina de retratar, para que la llevase a la conserjería de la Cruz Roja de Torrelavega y advirtiese a dicha recadista que también tenía que traer de allí un encargo, cosa que ella cumplió, y como la recadista pasa por el pueblo todos los martes, se la dio, trayendo a los dos días otro encargo sin dirección, que su novio Francisco Bedoya Gutiérrez fue a recoger a Gandarilla y se lo entregó a ella, y ella se lo entregó al bandolero; este contenía una cadena de oro y un reloj que anteriormente el bandolero había mandado a Torrelavega a fin de que con la pulsera hiciesen una cadena para la declarante y el reloj lo cambiasen por dos, uno para la declarante y otro para el bandolero.
Durante los años que estuvieron escribiéndose, Leles utilizó el coqueteo con Josefina para reñir a Paco, para mantener vivo un amor que, a tenor de las cartas de Bedoya, nunca estuvo en peligro.
JUAN EL DE LA POTRA: HISTORIA
Mientras, los Collado–González pervivieron en la correspondencia de ultramar entre Paco y Leles por su hija Fina. Juan el de la Potra sobrevivió en la memoria de sus vecinos por su trágico final, cuyo preludio se desencadenó un día en la Provincial y se remedió en la enfermería de Sarasúa.
Era el año 1949 más o menos. Ya llevábamos una buena temporada en la Provincial. A Juan el de la Potra —le llamaban así porque tenía un hernia que le metías la mano y te cabía medio brazo; nunca dejó que nadie se la colocara, lo hacía él solo— le habían machacado diciéndole que le iban a quitar todas las vacas por haber acogido a Popeye. El hombre se volvió loco. La primera vez se tiró desde un alto para matarse, y se lo tuvieron que llevar desde la Provincial a Valdecilla, al hospital. Creo recordar que allí estuvo tres o cuatro meses.
A la vuelta, un día le estaban afeitando en la cama de la enfermería y el barbero dejó sus cosas al lado para salir a limpiar la brocha. Juan el de la Potra agarró la navaja y se metió un tajo que llegó casi hasta la yugular.
Yo estaba paseando en el patio y me llamaron rápidamente. Cuando entré y vi el espectáculo, agarré todas las pinzas de pean que había y le suturé. Hubo que agarrarle para que no se las arrancara. Aquel pobre hombre solo quería morir. Desde Valdecilla me felicitaron por el trabajo que habíamos hecho en su cuello.
De aquella se salvó y salió de la cárcel. Luego dijeron en el Consejo de Guerra que tenía una arterioesclerosis cerebral, y el caso del hombre fue sobreseído. Un domingo por la mañana, cuando su mujer y su hija estaban en misa, se cortó el cuello con una navaja.
Me contaron que a la vuelta de la iglesia le encontraron desangrado. Allí no estaba yo [Sarasúa], ni había pinzas de pean. De la cárcel salió vivo, pero tengo entendido que en Portillo no duró ni un mes y medio. ¿Cómo no nos íbamos a acordar siempre de esa tragedia?