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«LO QUE LLAMARÍA VIDA MÍA

(FUERON CUATRO AÑOS

Buenos Aires, abril de 2006

Recibí su carta, la cual me pongo a contestar, tratando que me entienda, fui poco al colegio, que no había, y después tuvimos un cura que lo único que nos enseñaba era religión…

De lo que dice de mi vida, lo que yo llamaría vida mía, fue muy corta. A lo que se refiere (Paco Bedoya), hijo. Yo tenía diecisiete y él dieciocho. Aún no tenía un año el niño cuando lo llevaron preso. Ya no le vi más. Yo me vine para la Argentina (me hicieron venir con mi papá y sin mi hijo) y Julia, la madre de Paco, fue a Santander a despedirme. Quisimos verle en la cárcel, pero no nos dejaron. Me vine para la Argentina y nos escribíamos tres veces a la semana. Le diré que nunca me habló de política. Eran cartas divinas, cartas de amor. Julia, la mamá de Paco, llevó al niño a vivir con ella a su casa. Alguna vez llevó a Ismael a la cárcel a ver al papá. Sé que hizo muchos juguetes. A mí me hizo un estuche muy bonito. Adentro, en la tapa, tenía un espejo que decía: «PARA MI LELES».

Y tenía la foto de él, la mía, y en el medio la del niño. Pero no tengo nada. Parte de las cartas, mi marido me las hizo romper y alguna que pude salvar, y algunas fotos y el estuche, se lo di todo al hijo.

Si no lo rompió, lo tendrá él. Yo… qué le puedo decir, nada. Para mí, la mitad de lo que se contaba era mentira. A él lo hicieron malo cuando le quemaron la casa y la cuadra con todo el ganado dentro; cuando le dieron tantas palizas para que cantara, pero él era muy bueno.

Y eso de que estaba en el monte tampoco lo creo. Según los diarios, cuando lo mataron estaba muy blanco y robusto. El que le puede contar algo (quién lo entregó a la policía) es Vidalín, el primo de Serdio. Él me lo contó a mí. Pero yo no me puedo meter, porque Teresa y Julia han sido muy buenas conmigo y por nada del mundo diría algo que las lastimara. Perdone que esté tan mal escrito, estoy en el Hospital Español de Buenos Aires y un brazo está con el diálisis y el otro tiene el brazalete de la presión, o tensión, o como lo digan. Pero la verdad es que en casa no puedo escribir, porque mi marido no quiere que me meta en nada…

ATRÁS QUEDABA EL AMOR

Un día de agosto de 1949, el Cabo de Hornos entraba en el puerto de Buenos Aires procedente de Santander. Mientras los marineros se afanaban en las tareas de atraque, un ritual que llevaban a cabo cada mes, sus cientos de pasajeros se empujaban por tener el mejor puesto en cubierta. Para ver bien el muelle. Aquella era la ciudad donde iban a emprender una nueva vida. Para muchos, la definitiva porque nunca regresarían.

Entre la multitud, una jovencita de diecinueve años observaba ora las maniobras del barco, ora a la gente que esperaba sobre los muelles. Iban abrigados, aunque era agosto —allí invierno—, y parecían limpios. Las mujeres lucían vestidos de colores claros. Y sombreros. Más elegantes que en España. Bueno, que en Santander. Ella no conocía nada más que la capital cántabra y su pueblo, Abanillas.

¡Ah!, pero Abanillas tenía palacio y unas vistas sobre la cordillera y el monte Cabana, preludio de los Picos de Europa que para sí quisiera aquel puerto. Luego estaba el mar gris o azul, picado o calmo, que se divisaba desde los altos; o la tina del Nansa y sus verdes prados. Sobre todo el verde, el olor de la hierba, la lluvia, la última romería… El recuerdo velaba los ojos de la muchacha, que miraba pero ya no veía la agitación del muelle. Había regresado a su casa del Val de San Vicente. Veinte días antes, cuando por primera vez, entre dolor y sollozos, salió de su pueblecito de la marina interior y más occidental del Cantábrico. No había puesto aún el pie en la nueva tierra, y la niña–mujer volaba atrás, a miles de kilómetros de distancia de donde la habían arrancado sin su hijo, sin su amor. Esa fue la primera evocación de las que se sucedieron cada mañana, cada noche, cada atardecer durante los cincuenta y ocho años que Mercedes, Leles, vivió en Argentina.

—¡Leles, despierta! Que pareces alelada. Mira a ver si ves a tus tíos.

—Pero, padre, qué cosas dice usted. Si yo no me acuerdo ni de cómo eran —murmura la joven con voz caída.

—¡Ya estamos otra vez, hija! ¡Con ese gesto! ¡Alegra la cara! Que por lo menos nos vean contentos. Pobres, pero contentos. Si trabajamos, pronto nos traeremos a todos aquí.

A todos no, piensa la chica. Paco no estará aquí hasta dentro de mucho tiempo. ¿Y mi niño, mi Maelín?

Se llamaba Mercedes San Honorio Pérez, Leles. Aunque aquella mañana, mientras esperaba la cola de la aduana bonaerense, sus rodillas temblaban al recordar que ahora ese no era su nombre. No podía cometer ningún error. Su pasaporte estaba a nombre de Isabel San Honorio, su hermana Tita. Por nada del mundo podía equivocarse cuando le preguntaran en el control de la Policía.

Consuelo, su madre, se había dado prisa. Desde que a Paco le metieron en la cárcel, las cosas empeoraron aún más para Leles y su niño. En la casa de Abanillas habían soportado un año aterrador. La madre de Merceditas vivía en un sin vivir, pensando que una madrugada llamarían a la puerta gritando el nombre de Leles. La sacarían a rastras y la subirían al camión. Era lo que habían hecho con los otros. Por eso estaba ella allí, sin su hijito de menos de dos años. Sin saber cuándo volvería a ver al hombre de su vida. A Paco Bedoya.

EL ÚLTIMO EMBOSCADO

Francisco Bedoya Gutiérrez no formaba parte del grupo de guerrilleros que se echaron al monte durante y después de la Guerra Civil. Con diecinueve años fue detenido como enlace de la Brigada Machado, en 1948. Cinco años después, cuando tan solo le faltaban unos meses para salir de la cárcel, se escapó de la prisión de Fuencarral, en Madrid, e ingresó en el maquis. Corría el mes de febrero de 1952. Bedoya se convirtió así en el último emboscado que entró en la guerrilla, cuando hacía años que la lucha armada guerrillera había sido desautorizada primero y abandonada después por el Partido Comunista de España (PCE). Bedoya ingresó en el maquis a la sombra de Juan Fernández Ayala, Juanín, un héroe para unos y un bandido para otros.

Juntos, Juanín y Bedoya, mantuvieron en jaque a las partidas de la Guardia Civil y a la Policía Armada en los montes de Cantabria hasta 1957. Como en el viejo Oeste, por la provincia cántabra y parte de Asturias, por el norte de Burgos, se repartieron pasquines ofreciendo quinientas mil pesetas por su cabeza, vivos o muertos. Toda una fortuna para la época. Nunca el Régimen había ofrecido cifra semejante por unos simples «forajidos».

LOS MAQUIS

Desde los primeros meses de la contienda civil, entre 1936 y 1937, un número que oscilaba entre los cinco mil y los seis mil hombres se convirtieron en maquis[1] —nombre aplicado en Francia a los guerrilleros que luchaban contra Hitler—, emboscados, guerrilleros o «los del monte». Más de veinte mil personas que les ayudaron, los llamados «enlaces», fueron detenidos.

Los emboscados eran hombres y mujeres resistentes que durante los primeros años, tras el triunfo de Franco en 1939, pensaron que la dictadura tenía los meses contados primero, y después, los años contados. Como máximo hasta que terminase la Segunda Guerra Mundial. Soñaban con que los aliados derrocarían al régimen franquista, pues, al fin y al cabo, y aunque el caudillo español no había entrado en la guerra mundial, estaba claro que había dado su apoyo a Hitler y Mussolini.

Fue a partir de 1947, pasados dos años desde el fin del conflicto mundial, cuando confirmaron que Francia e Inglaterra, además de Estados Unidos, habían vuelto a dejar solos a los demócratas españoles. Lo mismo que hicieron durante los tres años de guerra civil en España, cuando abandonaron a la República democrática con la idea de que Hitler estaría así satisfecho y no entraría en guerra.

Los maquis estuvieron integrados por grupos de idealistas dispuestos a defender sus creencias. La mayoría de ellos tuvieron menos facilidades para salir de España que los gobernantes e intelectuales republicanos de primer nivel. También los hubo que se convirtieron en emboscados más por necesidad que por ideales políticos y por romanticismo. Eran simples obreros, campesinos o aldeanos represaliados por la Guardia Civil, la Policía, los triunfadores.

Se trataba de personas humildes que regresaron a sus pueblos durante o después de la guerra, cuando sus aldeas o ciudades pasaron a manos de los nacionales. Volvieron a sus lugares de origen para recuperar sus trabajos, sus familias, sus casas, su ganado, sus propiedades. Pero poco o nada quedaba ya de todo eso. El falangista del pueblo, el guardia civil, el vecino resentido que había tenido que callar durante los años del Frente Popular o desde el triunfo de la República en 1931, se vengaron entonces de las humillaciones padecidas. O bien les delataban por «desafectos al régimen», o bien se inventaban historias para vengar antiguas rencillas que podían haber nacido del resentimiento de generaciones entre familias por la linde de un prado, o incluso por el robo de una novia cuando eran mozalbetes.

Delatados en el cuartelillo de la aldea, o en el puesto de la Guardia Civil más cercano, o ante la Policía de la ciudad, una vez a la semana debían presentarse ante la autoridad de la zona para estar controlados. Durante esas visitas, eran frecuentes los interrogatorios sobre otros vecinos, amigos o personas de la familia, seguidos de palizas bien cuidadas con latigazos de verga de toro o de caballo, que, aplicados en la espalda, las piernas o los brazos, convertían en una pesadilla insoportable el hecho de permanecer en sus aldeas o en sus casas.

Muchos tomaron la solución de «echarse al monte», unirse a las partidas de huidos que intentaban resistir en la zonas de España donde el terreno era más agreste, propicio para esconderse en la sierra, en las cuevas de las peñas que muchos conocían desde niños, o en los montes donde en tiempos más felices habían ido a dejar pastar su ganado.

La Guardia Civil, los falangistas, los miembros del Somatén, los fascistas de los pueblos, justificaban el «terror blanco» que sembraban entre las aldeas, nido aún de rojos, escudándose en los excesos del «terror rojo»[2].

Si los rojos habían matado a unos siete mil curas durante la guerra y quemado pueblos como Potes, la capital de la Liébana en Cantabria, cuando se retiraban ante el avance de los ejércitos de Franco, los vencedores consideraban que estaba justificado que las tropas moras del general Franco o los legionarios de Millán Astray se vengaran de los tipos que se sospechaba habían sido republicanos. Violar a las mujeres o las hijas de los huidos —a los moros que trajo Franco se les había prometido también mujeres—, quedarse con sus propiedades y encarcelar a familiares o amigos de los escapados estaba justificado para el ejército sublevado, que fue el ganador de la guerra en 1939.

Durante los tres años de contienda, Franco se negó a una paz negociada —así se lo dijo en una entrevista al corresponsal Jay Alien[3]—, e hizo la vista gorda ante los desmanes de sus hombres. Por el contrario, los gobernantes de la República intentaron evitar las matanzas de sacerdotes y monjas, las represalias sobre los partidarios de los fascistas.

Es verdad que con escaso éxito, porque controlar las checas del Partido Comunista, los paseos de los anarquistas de la CNT y de la FAI era un esfuerzo de titanes. Más aún cuando el Gobierno republicano no tenía suficientes efectivos para mantener el orden. Aún así, se dictaron leyes e incluso se juzgó a muchos de los culpables de abusos y matanzas en nombre de la República. Manuel Azaña, cuando aún era presidente del Gobierno legal y democráticamente elegido en las urnas, se negó a decir «una palabra más sobre violencia», mientras que Indalecio Prieto, el líder del PSOE, pedía «ante la crueldad ajena, piedad; ante los excesos del enemigo, vuestra benevolencia generosa». Solo por citar a dos de los políticos más destacados del lado republicano. La historia ya ha dejado testimonio sobrado de que los dos bandos no fueron iguales en su actitud contra los derechos humanos, ni siquiera en los momentos más duros, como fue el comienzo de la guerra, cuando se cometieron las mayores barbaridades, desde julio de 1936 hasta los primeros meses de 1937.

En la provincia de Santander, tras la caída de la ciudad en manos de las tropas franquistas, varios puñados de hombres decidieron huir al monte ante la brutal represión de que fueron objeto. Poco a poco, a medida que en las aldeas y en los pueblos más grandes se fue comprobando la escasa piedad de los vencedores, los represaliados se unían a la guerrilla. Viejos republicanos o personas que sencillamente habían votado al Frente Popular o que no eran partidarios del golpe militar fueron perseguidos con saña. Y escogieron la que creían era la menos mala de las soluciones, escapar a las montañas.

Los Picos de Europa, con sus valles pronunciados, sus cumbres escarpadas y sus bosques poblados, sus ríos bien definidos, imprescindibles para abastecerse de agua o mantener la higiene, se llenaron de partidas de maquis que los campesinos y aldeanos denominaron «los del monte», aunque también servían los apelativos de «los emboscados», «los huidos» o «los maquis».

El régimen franquista pronto los convirtió en «bandoleros», «ladrones» o «subversivos», aunque esta última palabra entrañaba cierta categoría. El 13 de febrero de 1939 se promulgó la Ley de Responsabilidades Políticas, que tenía efectos retroactivos, de forma que incluía también el año 1934, cuando tuvo lugar la revolución de Asturias. Otra ley del 15 de febrero de 1939 promovió la depuración de los funcionarios públicos. Más tarde, la del 24 de mayo de 1939 estableció que los medios de comunicación y los periodistas quedaban al servicio de la dictadura. El 1 de mayo de 1940 se aprobó la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo, las dos obsesiones del general Franco.

A partir de 1947, a los maquis se les aplicó una ley, formalmente denominada Ley para la Represión del Bandidaje y el Terrorismo, proclamada el 18 de abril. Fue la confirmación de que los guerrilleros eran ya simples bandoleros, raterillos, elementos de baja estofa o escoria que no se adaptaban a los nuevos tiempos.

En este contexto tuvo lugar la historia de amor de dos adolescentes, Paco y Leles, el primero más conocido como «el Bedoya», el último «de los del monte». Su destino marcó la vida de su gran amor, de su familia, cambió el rumbo de decenas de amigos y vecinos de las humildes aldeas del Val de San Vicente, un municipio de cincuenta y un kilómetros cuadrados que se extiende por las tierras más noroccidentales de Cantabria, más conocidas como la Marina Occidental.

Varios vecinos de otros pueblos, como Gandarilla, La Acebosa y Hortigal, pertenecientes a San Vicente de la Barquera, también tuvieron su protagonismo en esta historia.

EL PRIMER BAILE EN LUEY

El ciego de Sierrapando tocaba con sus hijos en la plaza de Luey. Francisco Alegre y olé… Mercedes San Honorio Pérez, Leles, era una adolescente de catorce años, pequeña pero bien proporcionada y alegre, de cara guapa y unos ojos negros que echaban chispas. Ese día bailaba el pasodoble en el centro de la plaza con una amiga. Eran las fiestas patronales de Luey, que como cada año se celebraban el 10 y el 11 de agosto en honor de san Lorenzo.

Para subir al pueblo desde Abanillas —Luey limita al este con Abanillas y está situado sobre una loma—, Merceditas se había arreglado con esmero. Llevaba puesto su vestido de domingo, de lunares, beige clarito, plisado por abajo y dos tablones en la pechera. La ropa se la cosía su madre, Consuelo, que era buena costurera.

Mientras se movían al son de la música, las dos mozas intentaban no mojarse los vestidos ni salpicarse los zapatos de medio tacón. Caía un chirimiri suave, clásico de los veranos del Val de San Vicente, que amenazaba con arruinar los peinados y las ropas primorosas de las chicas.

Pero las jovencitas del Val de San Vicente, un municipio formado por catorce pueblos situados en los límites entre Cantabria y Asturias, estaban acostumbradas a las inclemencias del tiempo y a la humedad. Unas gotitas de nada no les iban a arruinar la fiesta y menos el baile con la orquestilla. El ciego de Sierrapando era un lujo en aquellos tiempos y su música animaba las romerías de todas las aldeas de la zona, convirtiéndose en testigo de los muchos amoríos que nacían durante la primavera y el verano. Era la noche de San Lorenzo, y aunque el tiempo no diera tregua para observar las estrellas, el amor podía saltar en cualquier rincón.

En una de las esquinas de la plaza, entre un grupo de chicos apoyados en la barra instalada para la fiesta, un chaval alto, de pelo ondulado y bien parecido —con los años se haría más guapo— no apartaba los ojos de Leles. Conscientes de ello, Merceditas y su amiga echaban más gracia al movimiento de sus caderas y de sus pies, marcando el paso entre risas y miradas de reojo.

El mozo, bien plantado, tras pensárselo un rato, cruzó la plaza y se interpuso entre las dos chavalas.

—Que si bailas conmigo —le dijo Paco Bedoya a Leles.

Y bailamos. Ya no nos volvimos a separar hasta que nació nuestro hijo, excepto por las típicas peleas de enamorados. Él tenía quince años y yo 14, recuerda Leles, más de sesenta años después de que tuviera lugar aquel baile.

Está sentada en una habitación de un céntrico hotel de Buenos Aires. Su vista se pierde tras la ventana, hacia el cielo gris y tormentoso de la ciudad, sobre las luces que comienzan a encenderse en el barrio de San Telmo. Allí ha acudido Leles para recuperar su historia, una historia que lleva guardada en lo más hondo de su corazón, envuelta en la humedad verde y limpia de Abanillas, su pueblo natal, en las montañas nevadas de los Picos de Europa y de los valles frondosos que se veían desde el balcón de su casa del Corral del Medio, detrás de la iglesia y de la bolera de Abanillas.

Su mirada se aleja, y las palabras que dicta su memoria comienzan a relatar la historia del amor de su vida.

Después del primer baile, Paco Bedoya y Leles bailaron esa noche una y otra vez, amarrados por los pasodobles como si la vida les fuera en ello. Mientras, los mozos y sus amigas observaban a la pareja evolucionar por el centro de la plaza entre risas contenidas y murmullos. Leles apenas le llegaba a Paco a la altura de la axila, y la llevaba en volandas, como si fuera una pluma. El chico quinceañero susurraba a Merceditas las letras de cada canción que atacaban el ciego y sus hijos, porque Francisco Bedoya cantaba muy bien y soñaba con ser algún día un cantante reconocido.

En la fiesta de aquella noche la pareja supo que había comenzado entre ellos un amor intenso que les producía dolores de estómago y les hacía temblar cada vez que se abrazaban para empezar otra pieza. Aunque sus pueblos estaban a escasa distancia, la separación de ese día resultaba insufrible. Ya siempre sería así.

No quedaron formalmente para el día siguiente, pero desde aquel primer baile Paco se las arregló para hacerle entender a la muchacha de Abanillas que era su novia, su chica, su amor. Leles se convirtió en una obsesión para el mozo de Serdio, el pueblo donde había nacido Paco, a tan solo un par de kilómetros de Abanillas.

Venía todos los días a Abanillas desde Serdio para verme. Un día estaba yo en el monte del Cagigal, sola, cuidando las vacas y me cayó una piedra a los pies. Me asusté, porque yo no sabía quién era. Paco estaba escondido detrás de un árbol, rememora Leles con una triste sonrisa.

Al chico Bedoya le había enviado su abuela Hilaria a comprar vino a Serdio. A la salida de Las Carrás, la casona familiar de los Bedoya, el mozo se encontró con una chavala amiga que, con habilidad y entre risas, le dijo que su Leles estaba allá arriba, en el monte, cuidando sola el ganado.

Sin pensárselo dos veces, Paco cambió de dirección y fue a ver un ratito a su amor. Para evitar la bronca en casa, pasó por la taberna de Abanillas y allí compró el vino. Cargado con la garrafa tuvo que recorrer el doble de camino que si hubiera ido desde Las Carrás a Serdio, pero Merceditas lo merecía todo. Además, a Paco no le gustaba que Leles anduviera sola por ahí.

Bedoya era un tipo retraído para sus cosas, y aunque le había dado a entender a Mercedes lo mucho que significaba para él, tardó aún unos meses en formalizar su amor. Por fin, un día que Leles recordaría eternamente con ternura y los ojos húmedos,

Paco me dijo que si quería ser su novia. Me regaló un anillo con sus iniciales. Lo he tenido durante sesenta años, y hace un par de ellos, cuando empecé con la diálisis, se lo regalé a mi nieta mayor. Le dije: «Mira, niña, por si me pasara algo, ten este anillo, que significa todo para mí».

REFUGIADOS DEL MAR

Luey, Serdio, Abanillas, Portillo, Gandarilla, Hortigal, Estrada, Pesués, Pechón, Unquera… son algunos de los pueblos del Val de San Vicente y de San Vicente de la Barquera, situados entre los Picos de Europa y el mar Cantábrico. La mayoría de los pueblecitos se refugian del mar, que viene del norte, escondidos en pequeños valles y laderas. Las casas se orientan hacía el mediodía, ansiosas de sol, con solanas donde cuelgan las ristras de maíz, cebollas y guindillas, que son parte fundamental en la despensa para el invierno y que adornan los balcones desde hace siglos.

La cercanía al mar nunca produjo en los montañeses pasiones por las playas. En la década de los cuarenta, en plena posguerra, el mar solo servía para dar trabajo a los jóvenes, que se embarcaban para enviar dinero a casa. Las vacas, la tierra, la siembra daban para poco en unos tiempos de hambre, silencio y miedo. Las fiestas veraniegas de los pueblos eran el gran momento para olvidar la pobreza, disimular con manteca aplicada a las manos las grietas que en los dedos dejaban la recogida de la hierba, el ordeño de las vacas o el dalle para la siega.

Huir en las romerías, entre risas y pasos de baile, de las parejas de la Guardia Civil, que, fusil al hombro, recorrían los pueblos del Val buscando a los maquis de la Brigada Machado, era una diversión de cierto riesgo.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, la Brigada Machado tenía vivo a su fundador y líder, Ceferino Roiz, Machado, que por entonces contaba cuarenta y un años y llevaba siete en el monte. Machado era un sindicalista de UGT que emigró a Cuba. De vuelta, trabajó en la compañía eléctrica Electra de Viesgo, donde se afilió al sindicato socialista.

Machado era maestro de Bejes, uno de los pueblos de la Liébana que más maquis dio al monte. Había estado en Cuba durante once años, hasta 1932, y de allí regresó con el mote de Machado por lo mucho que se parecía al presidente cubano Gerardo Machado.

Ya en 1937, Machado —cuyo apodo los del monte atribuían como homenaje al poeta español muerto en el exilio— era uno de los guerrilleros más sensatos y mejor formados. Ceferino Roiz había nacido en La Hermida, la hermosa aldea que da nombre al desfiladero que abre paso hasta la Liébana.

Aunque era partidario de la disciplina entre sus hombres, Machado sabía que había que alimentar la imagen de héroes y resistentes entre los vecinos que les apoyaban, de los que dependía su sustento. Al contrario que otros miembros de la guerrilla, practicaba la tolerancia hacia sus hombres con respecto a las relaciones con sus novias o mujeres. Una parte de ellas les apoyaba en su lucha, ya fuera por amor o por miedo. Pero el jefe de la Brigada Machado insistía en el respeto hacía las mozas, algo que no siempre tenían en cuenta sus guerrilleros.

Ceferino era consciente de que en una vida tan extrema como la que llevaban los huidos al monte, dar rienda suelta al amor y a la ternura que aquellos tipos intentaban ocultar era un premio para las muchas penalidades que sus hombres pasaban. A veces eran capaces de esconderse varios meses en los invernales de los Picos de Europa y comer queso y cebolla como único alimento durante semanas, aunque las más de las ocasiones, en invierno, permanecían escondidos en las casas de los enlaces de confianza. Tras duros periodos de aislamiento, los brazos amorosos de una mujer y un buen colchón de lana podían resarcirles de tantas privaciones.

Como antes para los soldados republicanos, para los maquis las mujeres no fueron mucho más importantes que para los fascistas. Pese a lo que publicaban los teóricos de las ideas republicanas, la mayoría de los huidos pensaban que la mujer, si era decente, donde mejor estaba era en su casa, cuidando de los hijos y del marido. Tenían un concepto tradicional del papel femenino en la sociedad, sobre todo si el asunto se refería a sus madres, sus hermanas o a alguna otra chica de la familia.

Esta cultura masculina y milenaria permanecía entre ellos, aunque algunos hubieran luchado en el maquis al lado de Lola, la guerrillera de Torrelavega, o hubieran tenido como compañeras en el frente a las milicianas de la República que en julio de 1936 se echaron a la calle para defender el régimen constitucional.

Para los del monte, las mujeres eran buenas y útiles para ejercer de correos y conseguir comida, una tarea nada fácil. Los grandes sujetadores de la época, las cestas con pan bajo el brazo, las espuertas para la compra, los delantales de grandes bolsillos o los faldones y mantas que arropaban al bebe que llevaban en brazos, eran un buen escondite para las cartas o mensajes, donde se recogían fechas para citas secretas, encuentros con enlaces y contactos sobre maniobras.

SOSPECHOSOS POR COMER DEMASIADO

Todas las casas sospechosas de apoyar a los del monte estaban vigiladas. La Guardia Civil controlaba desde el pan que se compraba en la panadería para cada hogar hasta los huevos que ponían las gallinas y cuándo se consumían, incluso si la familia se comía entero el cabrito por Pascua. Si el consumo de cualquier alimento resultaba excesivo, el asunto constituía una pista. Aquella familia daba de comer a los emboscados.

También estaba el amor. La novia que cada hombre había dejado en su pueblo, la mujer y los hijos que quedaban en la aldea, o la moza que habían conocido en la última romería, cuando iban disfrazados de señoritos para bailar delante del mismísimo cabo de la Guardia Civil, era inmediatamente tildada de sospechosa y vigilada.

Pese a todos esos contratiempos, ya fuera por el miedo que inspiraban o por la compasión ante las largas penurias pasadas en el monte, la soledad, la rabia, las amenazas y el miedo, o bien por la aureola de perdedores pero no vencidos, o quizá por todo a la vez, los del monte tenían éxito con las mozas. Era sabido entre quienes les ayudaban que escondían más de un amor, como sucedió con Juanín, el último mito de la guerrilla, «el jefe» de Paco Bedoya. A Juanín se le atribuía gran capacidad para enamorar. O como los primos Rey, Santiago y Daniel, o Gandhi y Popeye. A algunos de ellos les cazaron en las casas de sus amantes, en la cama o de camino para ir a visitarlas en la cuadra o en el invernal donde se citaban.

No hay constancia de que las novias o las amantes fueran delatoras habituales, pero sí quedaron rastros de que alguna habló más de la cuenta por despecho de su amor. A los huidos les delataban los vecinos acuciados por la presión de la Guardia Civil o por estar hartos de vivir siempre entre dos fuegos: los propios emboscados y la fuerza pública. Otras veces hablaron sus familiares, sometidos a torturas, o quienes habían sido sus amigos, cansados de soportar sospechas e interrogatorios continuos.

El miedo a la represión seguía vivo veinte años después de haber finalizado la Guerra Civil. En pocos lugares como en Cantabria y Asturias los cuarteles y las comandancias de la Guardia Civil jugaron un papel tan miserable y triste no solo contra los maquis, sino contra pueblos enteros, sospechosos de colaborar con los guerrilleros hasta fechas tan tardías como 1957.

Los maquis se organizaban en sus brigadas. Algunos luchaban al principio con tácticas guerrilleras tradicionales y algún apoyo del Partido Comunista, aunque solo hasta 1946 y 1947. Después, al comprobar que las democracias triunfantes en Europa no iban a derrocar a Franco, el desánimo y el cambio de estrategia les sumió en la frustración. Unos pocos siguieron haciendo la guerra y aún tenían tiempo para el amor.

A veces, las mozas caían rendidas por la pasión, impactadas aún por las guerreras militares de la República, los fusiles naranjeros[4] y las fajas de granadas de mano, todo dispuesto para enfrentarse a la pareja de la Guardia Civil. Pero otras muchas veces, el asunto no era nada romántico. Las jóvenes terminaban acostándose con los guerrilleros por miedo o bajo amenazas. Más de una declaró que la primera vez fue violada. En otras situaciones, los padres fueron consentidores, ya fuera por razones ideológicas o por necesidad. Los maquis solían dar dinero a quienes les acogían. Eso ocurrió también en la casona de Las Carrás, donde la necesidad y el miedo primero, el amor y el cariño después, y los ideales y la rebeldía ante la injusticia por último, terminaron por arrastrar a todos sus habitantes por unos vericuetos que les marcaron de por vida.