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LA VIDA SIGUE

JULIA

Poco después de que su hijo Paco fuera enterrado en tierra cristiana en el cementerio de Ciriego en Santander, Julia murió en la capital cántabra en los años ochenta. Nunca olvidó, pero tuvo que callar. Fue la única que no salió de Cantabria; permaneció al pie del cañón hasta los últimos días de su vida, como si allí donde estuviera el cuerpo de su Paco tuviera que estar ella.

ISMAEL: Lamentablemente, la primera vez que yo hablé desde Argentina con mi prima María José, la hija de Teresina y San Miguel, ya la abuela Julia había muerto. Además, estuvo mucho tiempo recluida en una residencia, porque tenía la cabeza muy mal. Al parecer, antes tuvo problemas con las piernas y terminó andando con muletas.

LUISA PÉREZ COS

La prima hermana de Leles, Luisa, vive en Santander, cerca de Ismael, el hijo de Leles, aunque no se ven. Es una mujer aceptablemente feliz que por las mañanas cuida de alguno de sus nietos y que por las tardes le gusta ir a bailar a los clubes de jubilados, donde aún coquetea y se entretiene con amigas de su edad.

A veces, entre los viejos que echan la partida por la tarde o que bailan con ella, hay alguno que habla de aquellos tiempos, de Juanín y de Bedoya. Incluso hay alguno que es guardia civil retirado o que fue somatén y presume de haber participado en la muerte de Juanín o en la de Bedoya, o que cuenta como pillaron a Pin el Cariñoso.

LUISA: Yo me callo y sonrío. Me da risa pensar qué diría este viejo —Luisa no se considera vieja en absoluto— si supiera mi vida, que tengo una hija guapísima de Carlos Cossío, Popeye. Que al final no me dejó tirada y que volvió a España, después de morirse Franco, para encontrarnos de nuevo y conocer a nuestra hija. A veces me entretengo diciéndoles: «Oye, ¿y tú no te acuerdas de un tal Popeye u otro que se llamaba Gandhi, que iban con el Juanín?». Y lo que son los hombres, todos se acuerdan de esos nombres, todos fueron guardias valientes que les mataron… Bueno, así es la vida, pero son unos viejos muy majos y hay uno que bebe los vientos por mí. Me da un poco de risa.

Termina diciendo Luisa, que incluso se sonroja un poco, pese a todo lo que ha corrido en la vida. Porque sus aventuras no acabaron cuando salió de la cárcel y volvió a Gandarilla. Ella, como Leles, encontró un hombre bueno, Máximo,

con quien tuve más hijos y nos llevamos bien hasta que murió. Era un buen hombre y tuvimos un matrimonio como los de toda la vida. El pobre Máximo tuvo que soportar en nuestra casa al bruto de mi padre, que a mitad de los años sesenta, creo que casi en los setenta, salió de la cárcel y aún seguía siendo un animal. Y que Dios me perdone por decir esto. Teníamos a mi madre con nosotros, y mi padre aún la tenía acobardada. Máximo y yo tuvimos que aguantarle de todo, pero yo no podía dejar tirados a mis padres. Por eso siempre estuve agradecida a mi marido.

Después se trasladaron desde Gandarilla a Santander, y allí tuvo noticias de su hermano Mariano Eduardo, aquel chico que con catorce años se había ido a la guerra para no matarse con su padre, Eusebio Pérez Bacigalupi.

Porque a Mariano Pérez Cos, que empezó luchando con los republicanos, le hicieron prisionero y volvió a Gandarilla hecho un alférez de los nacionales, un fascista al que el general Muñoz Grandes pagó los estudios para llegar a alférez y poder entrar en su pueblo con el uniforme de los triunfadores. Él, que siempre había pertenecido a una familia de derrotados…

Recuerdo un día, cuando mi hermano entró en Gandarilla con el uniforme de alférez de franco, cómo se puso más de uno que era falangista, camisa azul o requeté. Que de donde había sacado mi hermano Mariano los galones. Pues del frente, que luego se fue a la División Azul, y a la vuelta, ya no regresó, se quedó en Hamburgo. Vaya vida que se dio, pero a mí me hizo también andar de cabeza.

A mitad de los años setenta, cuando Luisa ya tenía sus hijos y su vida en Santander, Mariano Eduardo le envió un recado desde la ciudad alemana de Hamburgo. Estaba muy enfermo. Le habían tenido que operar a vida o muerte y necesitaba a alguien de confianza que le cuidara. Con los seis hermanos Pérez Cos dispersos y no precisamente bien avenidos, fue Luisa, la más parlanchina, la más alegre —una alegría de vivir que muchas confunden con falta de recato— la que cuidó de los padres, fue la que apechugó con el deber de ayudar a su hermano Mariano, aunque hacía años que no le había visto.

Éramos tres hermanos mayores y tres hermanas más pequeñas. El mayor era Serafín, luego nació Eusebio y luego Mariano Eduardo. Después veníamos Consuelo, yo y la pequeña. Mi hermano Mariano se enroló en la División Azul y mi madre estuvo diez años sin saber nada de él. Luego apareció y vivió cincuenta años de su vida en Hamburgo. Desde allí me llamó para que fuera a cuidarle.

En los años sesenta y setenta la ciudad alemana de Hamburgo, la segunda de Alemania, aún trataba de cicatrizar las heridas profundas que en ella habían dejado los bombardeos aliados del verano de 1943, cuando la aviación británica, en una operación llamada «Operación Gomorra», acabó con lo mejor de la capital alemana, sus barrios antiguos y sus monumentos, causando treinta y cinco mil muertos. Hitler daba sus últimos estertores.

Pero como una ciudad marinera que fue durante sus siglos de historia, ni siquiera aquellos bombardeos lograron acabar con el espíritu de la Gomorra–Hamburgo, ciudad para la industria, el vicio, las putas, la cultura, la pintura, los clubes nocturnos que siempre tuvo la capital, que no toca el mar porque de él la separa el río Elba.

La Hamburgo de los setenta era de nuevo una ciudad de agua, entre sus dos magníficos ríos, el Elba y el Alster. Una parte importante de la vanguardia de la juventud europea se fabricaba en las locuras de sus noches, en sus barrios nocturnos de clubs y vida de prostíbulo, de músicos y artistas. Unos años antes, Los Beatles habían comenzado su andadura en la capital alemana, y John Lennon cantaría aquello de I grew up in Hamburg, not in Liverpool («Yo crecí en Hamburgo, no en Liverpool»).

Mariano Eduardo Pérez Cos regentaba un «hotel» cerca del barrio de St. Pauli, la zona de la ciudad más famosa por sus prostíbulos y clubes de alterne, cerca de la Reeperbahn. La mayoría de los bares de striptease y los lupanares eran y son herencia de los restos de otros tiempos más antiguos, más lujosos, anteriores al nazismo, más de los locos años veinte y treinta, porque Hamburgo, uno de los puertos históricos de Europa, siempre tuvo pasión por el amor de pago, la buena música, el jazz, las drogas y el alcohol. Todos los vicios que se daban allá donde hubiera marineros. Cerca de St. Pauli, o Kiez, como lo llaman los hamburgueses, tenía el hotel el mozo de Gandarilla que se había enrolado en la División Azul.

Un día de los años setenta, Luisa Pérez Cos, que no había salido de España pero sí había hecho el amor en una cueva con un maquis, había parido en la cárcel, que había recorrido más de media docena de prisiones franquistas con su niña en brazos y que había terminado por acoger en su casa al bruto de su padre cuando salió de prisión, ese día Luisa hizo la maleta, cogió las mejores ropas y algo de abrigo y se marchó a Madrid para buscar un avión con destino a Hamburgo, donde su hermano necesitaba ayuda.

Ahora, cuando lo pienso, no sé cómo lo hice. Yo no sabía nada de inglés, nada de francés, nada de alemán. No había pisado jamás un aeropuerto. Me planté en Madrid en tren y tomé un taxi hacia el aeropuerto. Con un papel y la dirección en la mano, preguntando, fui apañándomelas. Ya en el avión encontré a una española que iba a Hamburgo, y tras aterrizar, me dejó en el aeropuerto, dentro de un taxi, con la dirección del hospital donde estaba mi hermano en la mano. Me habría gustado que todo el mundo hubiera visto su cara cuando entré en su habitación. No se lo podía creer. Luego él, desde la cama, me fue explicando cómo ir a casa y cómo funcionaba todo.

Para Luisa, la niña del humilde pueblo de Gandarilla, ese pueblo que siempre olía a boñiga fresca de vaca, aquella ciudad alemana aún con restos de los bombardeos, aquellas grandes luces de neón que anunciaban todos los locales del St. Pauli, las despampanantes rubias, morenas, mulatas con taconazos como andamios, abrigos de pieles a medio poner sobre vestidos que parecían ropa interior, la música que salía de los rincones de cada calle, las melenas de los hippies…, todo la dejó boquiabierta. Pero él no va más fue el hotel–club alquilado que regentaba su hermano Mariano.

Todas las habitaciones tenían espejo en el techo y los laterales. Había otro cuarto donde la cama era redonda y tenía unos mandos. Le dabas y salían luces de colores. La escalera también era toda de color rojo. Se pasaba por un pasillín. En la habitación había nada más que un infiernillo para calentar alguna cosa que fueran a tomar. Mi hermano me daba instrucciones. Me decía: «Tú vas por allí y miras a ver qué hacen. Que solo con que te vean ya paran, para que sepan que estas controlando». Yo pensaba que así me cogerían manía. Mi hermano ganaba mucho dinero, pero le gustaba el casino. En vez de enviar el dinero al banco, lo guardaba en casa. A veces podía tener un millón debajo del asiento. Si esa noche se le calentaba la cabeza, se lo gastaba todo en el casino.

Poco a poco, mientras su hermano se reponía, Luisa fue observando cómo funcionaba el hotel. Aprendió que cada vez que llegaba una chica nueva, su hermano Mariano tenía que ser el primero en probarla.

No veas qué chavalas había allí. Había una morena que parecía una modelo. Cuando Mariano salió del hospital, un día me llevó a dar una vuelta. Yo ya me movía por Hamburgo. Salía y le compraba cosas. Me llevó para ver lo que parece un puerto, pero es un río. Te metías por un pasadizo que pasa por debajo del río, aunque es un río enorme. Me impresionó estar debajo del río, pasar andando al otro lado. Y aquel puerto, parece mentira, la cantidad de barcos que entran y salen de todo el mundo. Qué cantidad de banderas diferentes.

Volví de Hamburgo. Pasó el tiempo y mi hermano vino unos días a Santander. Cuando estuvo aquí, en mi casa, también iba al casino de aquí y me decía: «Aunque te pida dinero, no me lo des». Pero luego venía, me lo pedía y yo se lo daba. No tenía remedio. ¡Es que hemos sido una familia!…

Antes de regentar el hotel en el que todo era de color rojo y con espejos, Mariano había sido cantante, y de los buenos, según su hermana. También fue promotor de boxeadores amateur y no se sabe cuántas cosas más.

—¿Y su hermano no tuvo mujer e hijos en Hamburgo?

—¡Qué va! Murió soltero. Mujeres las tuvo así —y Luisa hace el gesto de muchos con los dedos—, pero solo las quería para eso. Dijo alguna vez que tenía un hijo allá por Madrid. Lo había tenido con diecisiete años con una gitana bien guapa.

EL REGRESO DE POPEYE

Un día cualquiera de principios de los años ochenta, a Luisa Pérez Cos le llegó un recado. Alguien la iba a esperar en casa de los Bedoya, en Santander, donde vivía Teresina con sus dos hijos y con su madre, Julia.

Luisa sabía con quién se iba a encontrar cuarenta años después de aquel amanecer del 31 de agosto de 1948. La última vez se habían despedido con besos, con abrazos, en la cueva de Camijanes, sin imaginar siquiera que aquella sería su única ocasión para quererse con la pasión de los veinte años. Tampoco imaginaron que fruto de aquellos días desenfrenados, Luisa entraba en la prisión de las Oblatas embarazada.

Mientras se dirigía a la calle Vargas con el corazón saliéndole por la boca y repitiéndose que tenía más de sesenta años, por la cabeza de la jovencita de Gandarilla desfiló, como en una película, toda su vida. Pero también tuvo tiempo para mirarse de reojo en cada escaparate por el que pasaba.

Carlos regresó cuando murió Franco, y después, cada verano desde que le jubilaron. Vero aquel primer encuentro fue muy emocionante. Al vernos y saber que teníamos una hija en común, creo que los dos sentimos que algo siempre había quedado. Aunque estuviéramos mayores. Yo estaba casada, tenía cuatro hijos mayores y un marido bueno. Lo mismo le pasaba a él, pero pensamos que no hacíamos daño a nadie por recuperar un poco del tiempo perdido. Desde entonces, cada vez que venía, nos echábamos unas escapaduchas. Yo le acompañaba a ver a los viejos amigos, a los otros miembros del maquis que habían sobrevivido. Fue entonces cuando me enteré de muchas cosas. Porque cuando nos detuvieron, yo era una niña y luego solo pensé en sacar adelante a mi hijita.

—¿Qué hizo Josefina, la hija de usted y de Popeye, cuando vio por primera vez a su verdadero padre?

—¡Es que no podíamos hablar! Para que Carlos pudiera conocer a su hija tuvimos que llevar también a mi marido. Fuimos hasta Barreda —se le ilumina la cara a Luisa recordando ese día—, en Torregarcía. Desde allí fuimos a Suanzes a cenar. Yo ya había preparado todo con Carlos y con la difunta María, la hermana mayor de Juanín.

Con María y con Carlos también fuimos a Polientes, el lugar donde había estado desterrada la pobre María, su marido y sus cinco hijos. Ella se puso de parto el mismo día que mataron a Juanín.

Después de las visitas de verano, cuando se volvía a Francia, todos los días del invierno, hasta hace unos años que se murió, me llamaba a las doce de la mañana y nos pegábamos largas parrafadas por teléfono.

Mi hija Josefina fue a conocer a sus hermanastros en Francia y creo que aún se escribe con ellos. Cuando Carlos estaba en el hospital preparó un papel para ella, pero luego todo se complicó y no le dio tiempo a arreglarlo. También creíamos que había escrito algo sobre aquellos años, pero era un perezoso. Al final, uno de sus hijos le explicó a Josefina que no había encontrado nada de sus memorias. Quizá fue mejor así. Él decía que siempre se habían contado muchas mentiras sobre ellos.

Cuando regresó después de la muerte de Franco, me enteré de cosas muy tristes, como que mi hermana, la pobre ya está muerta, había sido una de las confidentes de la Guardia Civil. Carlos nunca la perdonó, aunque yo siempre decía que había que olvidar después de tantos años. En fin, que hemos vivido, lo bueno y lo malo.

Ahora cuido de mis nietos, los que están aquí. Otros hijos los tengo en Barcelona. Por las tardes voy con otros viejos y viejas a bailar, muchos de ellos son guardias civiles. Pero he encontrado uno que es de Potes, que tiene ochenta años, y que también estuvo en la cárcel. Sí, es verdad, puedo decir que he vivido.

ZOILINA

Tras llegar a los cayos de Miami, las hermanas Gutiérrez Hoyos vivieron una temporada en Cayo Morado, pero enseguida Zoilina tomó los trastos y se marchó a vivir a Chicago con su primo hermano Fidel Ernesto.

En Chicago estuve cinco años, cosiendo. Fidel se hizo camionero. En aquellos años hice buenos contactos. Yo era amiga de la alcaldesa de Chicago, una mujer estupenda; se casó con velo de novia de los de antes.

Antes ya había cosido mucho en Miami, donde tuve una clientela estupenda, gente judía, de los de Rolls Royce. Les cosía los vestidos, las capas, los sombreros. No podía hacer más que uno de cada, porque todo era exclusivo… A Quena no le gustaba mucho la costura, más bien el bordado, pero me ayudaba.

Ninguna judía quería repetir modelo. Era lógico. Por un vestido de seda italiana, la mayoría adoraba esos tejidos, o de sedas francesas, pagaban hasta dos mil dólares de los años sesenta.

No me he casado nunca. No sé por qué. Ayudé a criar a seis muchachos. Estudiaba por la noche, limpiaba por unas patatucas con puchero. Tuve un novio en Serdio, y nunca nada más formal. No creo haberme enamorado a lo loco, perdiendo el sentido, como las mujeres de mi familia. Si yo cogiera hoy Las Carrás, haría una residencia para ancianos espectacular.

Nos vinimos a Benidorm porque la pierna de Quena no soportaba volver a Cantabria, a la humedad, no sé… Sí, sí. Cosí para los multimillonarios. El vestido más famoso que he hecho fue para la senadora Kennedy, una de las más elegantes. Fue un traje de noche, caído a su cuerpo. Era una de las nueras de la vieja, pero no era Ethel, esa ha sido siempre feísima.

Una vez hice otro vestido con una tela que había costado ochocientos dólares la yarda, de hilo de oro, para una señora que importaba tela. De Milán, de Italia. Coser aquellas telas era increíble, era soñar adonde irían después los vestidos que tú hacías con tus manos, por dónde andarían y bailarían aquellas sedas…

EL SILENCIO DE TERESINA ENTRE «FIDELISTAS» Y «SANMIGUELISTAS»

Teresa Bedoya Gutiérrez, la hermana pequeña de Paco Bedoya, la esposa de José San Miguel, el supuesto administrador del conde de Estrada, es la gran ausente de esta historia.

Desde que un 2 de diciembre de 1957 descubrió que habían matado a su marido y a su hermano, optó por el silencio. Quizá en un principio le fuera impuesto por las circunstancias, por la brutalidad del drama vivido, por Julia, su madre. Todo apuntaba a San Miguel, su marido, el Fuguista, el confidente de la Guardia Civil y de la Policía, como principal culpable del desastre en la última huida de su hermano. Había traicionado a Paco, decían unos. Había sido engañado por sus antiguos amigos de la Guardia Civil, decían otros. Pero el mismo San Miguel fue asesinado junto a su cuñado. También de esto se habló mucho. En las aldeas del Val especulaban con que había sido el propio Paco Bedoya quien le había matado al percatarse de que todo era una trampa. Suposiciones, la mitad patrañas.

Puede que desde aquella madrugada, el silencio fuera el único refugio que le quedaba a Teresina Bedoya. En ese silencio ha seguido instalada durante décadas, protegiendo todo lo que pudo a sus hijos. Ahora soportando la muerte de su hija María José, el último palo que la vida no se ha privado de darle.

Quede para la justicia de esta historia lo que sobre Teresa Bedoya Gutiérrez dicen quienes la conocen y la tratan. Es «una gran mujer», o «con lo que ha pasado en esta vida, podría ser una santa», «con lo que lleva encima, ha seguido como ha podido, que ya es mucho». Son algunos de los elogios escuchados sobre Teresina. Desde su sobrino Ismael, que nunca olvidó sus brazos y su regazo en Las Carrás y en Serdio, pese al distanciamiento actual de los Bedoya Gutiérrez, a quienes cuesta digerir la apertura de los archivos históricos, hasta su primo Vidalín —aunque no tienen trato, habla de ella con enorme cariño—, sin olvidar a los vecinos del Val de San Vicente que la conocen. Allá donde uno acuda a buscar referentes sobre su persona, Teresina despierta cariño y respeto. En ocasiones, también se encuentran amigos incondicionales que no son ni «fidelistas» ni «sanmiguelistas». Los primeros son los que defienden a Ernesto Fidel, el hermano de Paco y Tere. Los segundos, a San Miguel, el cuñado de Bedoya y marido de Teresina.

Algunos de esos vecinos, ya fuera en una carrada, en una senda o en una cuneta de la carretera, declinaron dar su nombre para estas páginas, porque «somos muy amigos de esa familia y Teresina se lo merece todo». De nada sirvieron los razonamientos de que hablar no significa ser desleal con esa amistad. Ellos lo sentían como traición.

¿Y por qué? Por el miedo que sigue anidado en el rincón de su memoria. Porque aún saben más, o creen que saben más. Los «sanmiguelistas» están convencidos de que fue Fidel quien se dejó engañar por la Policía y la Guardia Civil a través de personajes tan oscuros como Raimundo Garay, el otro confidente siniestro con quien Fidel Ernesto intimó durante sus dos años de prisión.

Por contra, los «fidelistas» opinan y defienden que el hermano de Paco y Teresina fue engañado por San Miguel y puede que Raimundo Garay, pero que nunca hubiera enviado a Paco a la muerte. ¿Y San Miguel sí lo hubiera hecho? La respuesta es obvia, si se recuerda que su cuerpo quedó tendido en la carretera, ametrallado y no por su cuñado, como se ha demostrado después. Resulta una disputa absurda que entre susurros se mantiene aún por los enterados, los leídos o los más viejos, ya sea a la sombra de un nogal o en los bancos de la bolera. Pero sirve para mantener viva una parte de la leyenda que durante cinco décadas se ocultó en los más hondo de los hogares del Val de San Vicente. Sea como fuere, no hay rastro de que Fidel cobrara las quinientas mil pesetas que se ofrecían por la entrega de su hermano. Ni tampoco para la familia de San Miguel. Ni siquiera el cabo Fidel Iñíguez, supuestamente tiroteado por un Paco Bedoya moribundo y desangrado, recibió recompensa.

¿De qué sirve buscar culpables con nombre y apellido? La dictadura, la moral dura y gris impuesta en dosis pánicas en todos los pueblos del país durante más de medio siglo, el miedo y la ignorancia que despiertan las ruindades del alma, son los responsables de la historia de Teresina Bedoya, como del resto de las protagonistas de estas páginas.

Quede, pues, aquí reflejado el testimonio anónimo de todas las gentes de bien que han sido consultadas y que siempre han apoyado a la hermana de Paco Bedoya y de Fidel, a la mujer de José San Miguel. Frente a esas ruindades del alma, quizá este sea el aspecto más noble, porque esa lealtad, difícilmente entendida para quien busca conocer hasta el último detalle de esta historia, ha durado —dura— desde hace más de cincuenta años.

DOÑA SOLEDAD

Tiene cien años, que cumplió el 1 de mayo del 2008. El Val de San Vicente le rindió un homenaje y estuvo rodeada de sus hijos, sus nietos y sus vecinos. Fue a votar en las últimas elecciones generales del 9 de marzo, naturalmente por el PSOE. Y hubo que sacarla del colegio electoral, porque comenzó a dar su mitin particular sobre los tiempos pasados «y sin pelos en la lengua».

Como la abuela oficial que es del Val de San Vicente, toma el sol a la puerta de su casa de Portillo de Arriba, charla con todo el que pasa y se ríe, pese a haber enterrado a algunos hijos. Sigue confiando en la vida y en Dios, esperando cada número de la revista del Val, en donde sale por sus cumpleaños con unas fotos que no siempre le hacen justicia, dice ella.

TEÓFILA…

Cada tarde, cuando el tiempo lo permite, se sienta a la puerta de El Trichorio y de vez en cuando retoma el hilo de su memoria.

Mi madre regresó con sesenta y siete años y nunca terminó de recuperarse. Puede que perdonara, porque ella sí que era muy católica. Pero era difícil, imposible olvidar. Tanto dolor, ¿por qué? Por dar de comer al hambriento, como mandaba su religión… Cuánta delación, cuánto resentimiento, cuánto miedo.

A la vuelta de la cárcel ya no volvimos a ver nunca a Juanín ni a Daniel Rey. Tampoco a Paco. No volvimos a dormir aquí, a El Trichorio, sino que nos quedamos en Luey.

Si llueve, rememora sentada en la cocina de su casa, esa casa cántabra situada entre Luey y Abanillas. A veces tiene dificultades para recordar lo que pasó ayer, pero sus recuerdos resultan precisos para evocar el pasado. Está muy mayor, a ratos su cabeza viaja muy lejos, pero cada atardecer contempla con ternura los valles verdes frente a su casa, ve vacas y coches pasar, en lugar de aquellos pájaros negros que le parecían los tricornios de la Guardia Civil…

ERNESTINA

Allá sigue, en su casa del Barrio de La Pinera, enfrente de la que ahora ocupan sus hijos, allá donde subía a coser Consuelo por las tardes de los años cuarenta con dos niñas, de nombre Leles y Tita.

Justa, honesta y cronista penitente de lo que han visto pasar sus ya cansados ojos, junto con doña Soledad fue la espectadora de las dichas y las desdichas del Val de San Vicente, en donde durante cincuenta años el miedo fue el rey, como ella misma recuerda.

Es muy difícil imaginar hoy lo que pasamos en aquellos años. El afán de supervivencia nos hizo adoptar comportamientos cobardes, porque el miedo nos atenazaba. Había que tener mucha fe, como le pasaba a mi madre, Florinda, para no tambalearse.

Era fácil juzgar, cuchichear y escondernos. Recuerdo perfectamente el día que se llevaron a la familia de Arsenio, que vivía puerta con puerta con nosotros. Yo estaba en las fiestas del Cristo de Bielva, y un chico en el baile me dijo que se habían llevado detenidos a medio Abanillas. No me lo podía creer.

Cuando volví a casa y pregunté a mi madre, esta me hacía señas con los dedos para que hablara bajito. Me decía que no tenía ni idea del miedo que habían pasado. Después, durante meses, estuvimos preocupados, porque mi padre era de izquierdas, y aunque el hombre siempre callaba, en estos pueblos todo se sabía. Hasta que un vecino, un amigo, le explicó a mi padre que solo se habían llevado detenidos a los que habían tenido algo que ver con los del monte. Entonces él respiró profundo y dijo eso de: «Ah, pues por ese motivo a mí no me pueden acusar de nada, porque a mi casa no vinieron». Creo que aquella fue la primera noche que mis padres durmieron tranquilos. Todo lo tranquilos que podíamos estar en esas circunstancias.

Se habían llevado a amigos, a vecinos de toda la vida, a gente buena, y todos a callar. El miedo, qué malo es el miedo, nos comía por dentro y por fuera…

Ernestina habla así de triste de aquellos tiempos. Ella que despierta unanimidad sobre su carácter y condición de mujer buena y respetada entre los que la conocen, con lo difícil que es conseguir el consenso sobre alguien en unas sociedades tan cerradas, en pueblos de un centenar de habitantes, donde las familias se conocen desde tiempos inmemoriales.

Quizá porque siempre mantuvo su alma a salvo de las ruindades de las lindes, de los cotilleos y maldades de las beatas, de las envidias y el resentimiento de los humildes y perdedores; de los radicalismos de los rojos, de los desafueros de las lenguas viperinas, ya fueran de uno u otro lado. Tolerante hoy con sus nietos y sus formas de vida, también practica la bondad para juzgar a sus vecinos y a ella misma, porque había que sobrevivir a los tiempos oscuros.

Un día de agosto del año 1995, cuando Leles y ella ya se habían reencontrado tras cuarenta y seis años sin verse, Merceditas observó a su vieja y querida amiga arreglada para marchar a la misa mayor de doce.

Y me hizo gracia —recordaría Leles después—, porque ¿qué había sido de aquella Ernestina que no quería levantar el brazo ante el cura un día que nos encontramos al padre Santos cuando íbamos juntas? El padre de Ernestina era de izquierdas y ella decía que también. Entonces, en el año 1995, cuanto estuve esos días, yo le gasté una broma cuando vi que iba a entrar en la iglesia: «¡Ernestina, cómo han cambiado los tiempos!». Y la sabia Ernestina respondió: «¡Sí, hija. Ya lo ves. Hay que vivir!».

Y las carcajadas de las dos viejas amigas hicieron eco en el portal de la iglesia, como cuando eran adolescentes y, escondidas detrás de la puerta y de la ventana, miraban a Paco bajo la lluvia. Debía de ser la misma risa que una tarde lluviosa de abril del año 2008, Ernestina soltaba recordando la anécdota, sentada en el sofá de su casa, arropada con una moderna manta de piel y feliz de enseñar las fotos de su nieta.

LELES

Desde Buenos Aires, Leles también tuvo que hacer suya la máxima de su amiga Ernestina. Había que vivir. Había que seguir adelante, aunque fuera a costa de cerrar con siete llaves los recuerdos más dolorosos.

Tras casarse con Agustín —noticia que llegó rápidamente a Abanillas y que se encargó de transmitir Nati en el portal de la iglesia, para hacer feliz a quienes la querían—, Merceditas San Honorio Pérez pasó a ser Mercedes para afrontar la dura tarea de sacar adelante a una familia. Pero en los papeles y para los tramites burocráticos, durante veinte años seguiría llamándose Isabel, el nombre de su hermana. Y para todos los suyos, simplemente Leles.

Agustín y yo tuvimos un hijo, Braulio. Y adoptó a Ismael, a quien dio su apellido, cosa por la que siempre le estuve profundamente agradecida. Era un buenazo mi marido, un poco más gruñón que ahora, que está ya mayor y me dio mucha guerra con algunas cosillas, pero como todos los matrimonios. Yo tuve un solo novio y un amor en España, y un marido en Argentina. Así es la vida.

Agustín murió en noviembre de 2007 en Buenos Aires.

Después de mucho trabajar y servir en casa ajena, además de coser y limpiar, Leles arrastró a Agustín para poner un negocio propio, un bar–tienda de ultramarinos, en una zona obrera de Buenos Aires, El caballito.

Me saqué el intermediario, el carné de conducir lo llamáis allí, y compré un auto. A mi marido nunca le gustó manejar, así que vendí el poco oro que tenía y compré una camioneta tipo rural. Nos traían todo a casa, pero la coca y la cerveza había que irla a buscar fuera, porque escaseaban. Me levantaba a las cinco de la mañana, dejaba a los chicos con Agustín y me iba a cargar hasta diez cajones de bebidas, que era lo que me cabía en la camioneta. Yo traía la mercadería, cargaba, descargaba y sacaba las cuentas. Creo que fue entonces cuando me dejé los riñones que hoy ya no tengo…

Mercedes tenía a tres hombres en casa, su marido y sus dos hijos, que no es que fueran salerosos precisamente. Pero ella seguía amando la vida, respirar, salir…

Como nunca querían ir de vacaciones, especialmente Agustín, que no quería dejar solo esto, el negocio. Decía siempre que si cerrábamos perderíamos la clientela, y nosotros trabajamos muy bien. Teníamos gente. Un año me decidí. No podíamos seguir trabajando así, como bestias, sin un premio. Así que compré un tráiler, una caravana, dirían ustedes. Lo enchufé al coche y dije: «Quien quiera seguirme que me siga, pero yo me voy a veranear». Agustín no quiso venirse todos los días, pero iba los domingos. Nos fuimos a veranear a San Clemente del Tuyú, una ciudad típica de veraneo dentro de Buenos Aires, pero en la costa.

Al final, Agustín le cogió gusto al asunto y al año siguiente se vino conmigo. También acudió mi hijo Braulio, que entonces estaba en el ejército, haciendo el servicio militar.

En algunas cosas Leles tuvo más suerte en la vida. Por ejemplo, a ninguno de sus dos hijos les tocó ir a la guerra de las Malvinas,

aunque a Braulio estuvo a punto de tocarle. Estaban ya en la Magdalena cuando se acabó la guerra. Pero qué susto pasamos. Recuerdo con qué temor le hice el equipo: cuellos, medias de lana, la frazada…, todas las cosas para que no pasara frío.

Mientras Ismael y Braulio crecían y el negocio comenzaba a marchar, los padres de Mercedes San Honorio se hicieron mayores. Aquella abuela Consuelo, la capitana que vendió todo y envió a sus hijas y a su marido a Buenos Aires, alejándoles del amor, de la estrechez y los peligros, llegó un día con su marido, ambos viejitos, a vivir a casa de Leles.

En la casa de José Bonifacio murieron y en Buenos Aires quedaron enterrados, sin volver a su Abanillas. Pero la aldea —hoy un pueblo que resiste mal el voraz apetito de los constructores, como todo el Val de San Vicente— estuvo siempre presente en la vida de los Gómez–San Honorio, con sus verdes paisajes, sus cumbres nevadas, las vistas del Corral del Medio. Durante décadas, con el matrimonio de abuelos Consuelo–Ismael ya instalado en casa de Leles, nunca, ni una sola vez, se mencionó a un muchacho llamado Paco Bedoya.

Merceditas, aquella adolescente que tanto había amado en Abanillas, estuvo años y años sin pronunciar en voz alta el nombre de quien fue su amado. Solo en alguna ocasión, cuando una persona muy cercana desembarcaba en Buenos Aires y llegaba al bar de la calle José Bonifacio, Leles podía enterarse de alguna noticia, siempre y cuando su madre, su padre o Agustín no estuvieran delante.

En cuanto a la verdad para su hijo Ismael, durante años a Mercedes la convencieron de que lo mejor era que se enterara lo más tarde posible. En España, el nombre de Paco Bedoya había quedado sepultado sobre el lodo y la inmundicia lanzados por todo el aparato del régimen sobre los maquis. Después llegó el olvido. En los alrededores de Las Carrás y Los Coteros de Serdio, entre los suyos solo quedó aparcado en la memoria, porque como decía Ernestina, tenían que seguir adelante.

LELES: Yo sabía que un día se lo tendría que decir a Ismael. Pensaba decírselo, pero cuando fuera más mayor. Vara él logré salvar la caja de hilos azules de Vaco, algunas cartas, fotos. Todo se lo di cuando se fue a España, porque Ismael siempre fue muy sensible y no se quejaba por nada. Siempre fue tan callado… Sí se acordaba de cuando estuvo con Julia y Teresina; él a mí no me preguntaba. Si le pasaba alguna cosa, nunca se quejaba. Yo muchas veces me levantaba y veía que había tomado un Geniol.

—¿Qué te pasó? ¿Por qué tomaste un Geniol?

—No, por nada. Me dolía un poco la cabeza —me contestaba—. Y de mayor se hizo aún más sufrido. He llorado tanto desde que se ha ido a España. Tampoco él tuvo suerte en el amor, pero me ha dejado unos nietos y nietas maravillosos, que son la alegría de mi vida.

Callado y tímido sí que fue, y mucho, el niño del camión de luces y del balcón de Los Coteros de Serdio. Pese a todas las precauciones tomadas, la memoria y las matemáticas del jovencito Ismael Gómez San Honorio trabajaron intensamente hasta que descubrió la verdad.

ISMAEL: El descubrimiento primero fue por pura deducción matemática. Tendría yo diez u once años cuando empecé a echar cuentas. Agustín llevaba veinte años en Argentina cuando yo llegué. Si mi madre se había casado con Agustín tal año, si yo me acordaba de tal sitio, si llegamos a Buenos Aires en otro año… En fin, eran demasiadas cosas para que pudieran pasar desapercibidas a un niño. La que me dijo algo fue mi tía Tita, que llegó después, con la identidad cambiada con mi madre.

Un día, no sé cuándo, yo descubrí la caja de hilos azules con las fotos de mi padre, mi madre y yo. Estaba escondida en el fondo de algún sitio. No hay escondite que se le resista a un niño curioso. También lo intenté con mi abuela Consuelo, que me quiso mucho. Vero ella no se llevaba bien con mi familia de aquí, de Santander.

Tuve que esperar a estar ya casado para conseguir la dirección que por fin, un día, mi abuela me dio. Fue entonces cuando comencé a escribir a Julia en Santander. Vara entonces, además del cofre azul de hilos, también hacía tiempo que había leído el recorte de periódico que guardaba mi madre y que contaba la muerte de Paco Bedoya.

EL REGRESO

Aquella niña que entró en Buenos Aires un día del invierno argentino de julio–agosto de 1948 tardó cuarenta y siete años en volver a su soñado Abanillas. Pero volvió. El sueño se hizo realidad solo durante unos meses, pero al menos tuvo lugar.

No es que no volviera antes por falta de plata, que nos fue bien, sino porque siempre había algo que hacer. Los niños, el negocio, cuidar a mi mamá y a mi papá. También tuve huéspedes norteamericanos que hasta me quisieron enseñar inglés y aquí [en su casa bonaerense de la calle José Bonifacio] dimos clases de corte y confección. Después llegaron los nietos, para ayudar a Ismael, con cinco hijos… En fin, siempre había cosas.

Por fin, en el año 1995 llegó el gran momento. Merceditas quería volver a España, a Abanillas. Durante más de un año estuvo preparando el proyecto con esmero, hasta el último detalle.

Yo siempre había soñado con regresar para el día de Nuestra Señora, el 15 de agosto, que era la romería del pueblo. Planeé todo para quedarme un par de meses, que luego se alargaron.

Mi hijo Braulio me decía, mientras preparaba el viaje: «¿Mamá, y en qué casa te vas a quedar?». Y yo respondía: «Voy a hacer como el pastor, cada día en una casa». Fue una broma, porque yo ya sabía que me iba a quedar en casa de Miguelín, el hijo de Nati y Miguel, los amigos de toda la vida. Pero Miguelín le contó a quien quiso oírle en Abanillas, la broma que yo le gastaba a mi Braulio. Y cuando regresé, fue como un sueño. Todos me invitaron, todos me trataron muy bien, todos me mimaron. Fueron tan cariñosos… Aunque ya faltaba mucha gente de mi tiempo.

El peor momento y el más emocionante tuvo lugar el día que me entregaron una bandeja, recuerdo de todos los vecinos de Abanillas. Mientras yo estaba abajo con Ernestina, uno de los yernos de su hermana Teresa hizo una presentación con la que casi me caigo redonda.

—Y ahora os voy a hablar de Leles. A los que no la conozcáis quiero explicaros… Bueno, no explico nada. Todos me entendéis si digo Bedoya, solo Bedoya.

Pensé que el suelo resbalaba bajo mis pies. Fue como regresar siglos atrás. Pero además, también me sentí muy mal. Adolfo, el yerno de Tere, lo hizo con el mayor cariño del mundo, pero estaba también la familia de Agustín, que es de Abanillas. Y yo a Agustín le he querido y le debo mucho, aunque creo que ya lo pagué…

Con todo, el momento más hermoso tuvo lugar aquel 9 de agosto de 1995, cuando el coche que conducía un sobrino de su amiga Avelina —aquella que silbaba como los chicos— y que la llevaba a su Abanillas con Miguel, el hijo de sus amigos, sentado a su lado, entró por la carretera del Val de San Vicente.

Íbamos hablando y de pronto vi Estrada. Les enseñé la casa del cura, después la casa de Pepe el de Estrada, la de los Inguanzo, los amigos de Julia y Teresina. Después la Hayamosa, la cuesta de las ánimas de la escuela, una entrada que había para Pedro Martín… Recordaba hasta dónde había habido manzanos o nogales, que ahora habían desaparecido. En la cuesta de Abanillas había seis u ocho personas y entramos primero para que yo fuera a ver el Corral del Medio, mi casa, mi balcón, el palacio… Luego las caras de mi infancia: «¿Me conoces, me conoces?».

Leles, siempre la niña Mercedes San Honorio, que, sesenta años después de embarcar para Buenos Aires, cada noche observaba desde su cama la foto que tenía en la pared de enfrente: Abanillas, los valles, y las cumbres nevadas de los Picos de Europa.

—Leles, ¿sueñas con Abanillas?

—Sueño con Abanillas y con la gente de Abanillas, con Paco, con la bici. Si cierro los ojos, estoy en el Corral del Medio, donde salgo al balcón y veo los Picos de Europa, la peña, la bolera y la iglesia…, y veo los barrotes de hierro de la ventana, donde todos aprendimos a andar…

Mercedes San Honorio Pérez, Leles, murió un 4 de marzo de 2008, durante la diálisis. Cinco meses antes había cuidado y enterrado a Agustín. Nunca entendió la muerte. Ni la de Paco, ni la de sus padres, «ni ahora la de Agustín. Para mí es la nada, no me da la cabeza para alcanzar las ausencias…», decía en su penúltima charla telefónica.

Nunca podrá leer estas páginas que le deben todo.

Descansa en paz, Leles, y que allá donde estés, la vista desde tu balcón sobre la peña, la bolera y la iglesia de Abanillas, sobre tus picos nevados, sea eterna.

¡Y que te dejen comer borona!