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LAS CARRÁS
En un cruce de caminos o carradas, entre Estrada y Serdio, en el Val de San Vicente, se levantaba una hermosa casona, de planta rectangular, tejado a cuatro aguas y una gran solana enredada por un rosal, que miraba hacía el mediodía, a las lomas de pasto verde salpicadas de cagigales, robles y encinas en los altos, mientras por los suaves prados de alrededor asomaba la modesta cúpula pregótica del cementerio de Portillo.
A sus espaldas, Las Carrás tenía un gran nogal inclinado hacia la hondonada de otro cementerio, el de Serdio. A la sombra del nogal, en las tardes de sol, cosían las mujeres de la casa, y en las mañanas de verano los niños jugaban hasta que tenían edad para ocuparse de las tareas del campo, del ganado o de la casa.
Por detrás del gran árbol, las lomas se elevaban de nuevo para cortar el paso al viento del mar Cantábrico. Mirando al amanecer y hacia la torre de Estrada, la ría de San Vicente y la vieja Universidad de Comillas, la casona estaba cubierta por una enorme enredadera de hiedra y una parra junto a un balcón más pequeño que la solana principal.
La puerta principal que daba al patio estaba cerrada con una portilla de madera que había claveteado Paco Bedoya, el mayor de los nietos de doña Hilaria. Al cruzarla, se pasaba al corral, a las dos puertas de entrada a la casa, junto a la socarrena donde se guardaban los aperos de labranza y el carro. Un poco más allá, la cuadra acogía a las vacas, que después de la guerra no superaron casi nunca la media docena de cabezas.
En el centro del corral reposaba un gran tronco de castaño, con el hacha clavada encima para hacer leña y astillas. El hacha era manejada las más de las veces por las manos de Paco, y cuando tuvieron edad, por las de su hermano Fidel o las de su primo Vidalín. Aunque a la abuela–madre Hilaria no se le caían los anillos por cortar leña.
A la puerta de ese corral, con la portilla y el tronco con el hacha clavada como fondo, se hizo Juan Fernández Ayala, Juanín, una famosa foto con el fusil naranjero en la mano derecha, una garrota en la izquierda, la guerrera y unos correajes cruzándole el pecho. Interceptado por la Guardia Civil, el retrato se convirtió en el más conocido del guerrillero y la casa donde se había realizado fue identificada por los guardias.
La fachada noroeste de Las Carrás, la que daba a las tres cordilleras con los Picos de Europa en sus tonos azules y grises, cubiertos de nieve hasta bien entrado el verano, estaba herméticamente cerrada a las ventiscas y al sol que caía en los atardeceres. Fue ese paraje el que durante toda su vida evocaron las generaciones nacidas en Las Carrás desde el siglo XVII.
Ya fuera desde La Habana, Miami, Chicago o Buenos Aires, desde la cárcel de Las Oblatas y la Provincial de Santander o desde la prisión de Fuencarral en Madrid, los Picos, que según descendían a los valles cambiaban del blanco al verde en todas sus gamas hasta meterse en las praderas de Las Carrás, constituirían la imagen más añorada por la chiquillería que creció en el corral y en los prados de la casona.
Zoila Hoyos Gutiérrez fue uno de esos niños.
Las Carrás era un lugar fantástico, una casona le decían. No llegaba a palacio, pero era enorme. Con tres pisos, el de dormir en medio y un salón en el centro, desde donde se accedía a todas las alcobas. Abajo teníamos la cocina, el comedor, la despensa, el zaguán de entrada. Arriba, en el tercer piso, se guardaban las cosechas, las judías, las manzanas, la matanza. Lo que no colgábamos en la solana, la patata que se cosechaba… No éramos ricos. Nadie de entonces era rico, pero repartíamos lo que teníamos con los tres vecinos más cercanos.
Zoilina, como la llaman las mujeres de Las Carrás, está cercana a los ochenta años y sus ojos verdes, enormes, son lo primero que destaca en un rostro de óvalo perfecto, enmarcado por un pelo blanco, corto y abundante que le da un aire de dama francesa, unos labios con menos arrugas de las esperadas para su edad y su intensa vida, y una talla que ni el bastón en el que apoya su mano izquierda y su figura encorvada ocultan el cuerpo que fue admirado y deseado, desde el Val de San Vicente y San Vicente de la Barquera, hasta La Habana o Miami.
Una tarde de finales del mes de julio, desde su retiro en su casa Villa Aitana, en Benidorm, Zoilina diagnosticaba cuál había sido uno de los problemas de las personas que habitaron Las Carrás:
[…] El orgullo, el carácter y la estirpe de todos nosotros. Especialmente el carácter de las mujeres que nos criamos allí. Todavía hoy la sangre nos persigue. Y me tengo que callar, porque es verdad que las chicas de esa casona tenían, tenemos, más carácter, y peor, que los hombres con los que nos casamos o que conocimos.
Lo murmura la mayor de los nietos de doña Hilaria, la prima hermana de Bedoya, la mayor junto con Paco, la única que escapó a tiempo de su destino.
SIN SUERTE EN EL AMOR
Por carácter o por mala idea del destino, o por ambas cosas a la vez, los dueños de la casona que se cruza entre los dos caminos nunca tuvieron mucha suerte en el amor.
A principios del siglo XX, Las Carrás eran propiedad de don Facundo Gutiérrez del Corral y de doña Gregoria Campo Gutiérrez. La pareja era un matrimonio adinerado para la época, con buena posición gracias a las tierras heredadas por parte de Gregoria. Don Facundo, el bisabuelo de Paco y Zoilina, era un respetable ebanista. Era esta una profesión clásica del Val de San Vicente desde que en la Edad Media, y gracias a los bosques madereros y la riqueza forestal de la zona, las generaciones de expertos en cortas, los carpinteros y ebanistas eran solicitados desde Castilla y otras regiones, adonde se desplazaban para elaborar trabajos nobles de carpintería y mobiliario, tanto en los grandes palacios como en las iglesias y las catedrales[5]. Todo había comenzado con la corta de madera y su envío para las Reales Fábricas y los Reales Bajeles, desde Prellezo y Serdio, allá por el siglo XV.
Facundo y Gregoria, rectos y católicos, tuvieron un hijo, Florencio, que tuvo la mala idea de enamorarse de Hilaria Pérez, una muchacha que no tenía su condición económica, y que no gustaba nada a la madre Gregoria. Don Facundo y su mujer se opusieron a la relación de la pareja desde el primer momento, prohibieron a Florencio pasear con la moza por el pueblo y llevarla a casa.
Pero Florencio, enamorado hasta los tuétanos y harto de la rigidez de sus padres, se saltó todas las normas. Hilaria se marchó a Cuba huyendo de la hostilidad de los padres de su amado y el enamorado se embarcó en su busca. En La Habana se casaron, cuando la capital de la isla era una hermosa ciudad colonial y los españoles que quedaban habían perdido la guerra ante Estados Unidos tan solo ocho años antes. Aún así, la ciudad era rica. Por sus calles lucían hermosas mujeres, blancas o negras, vestidas con elegantes trajes de hilo o con sedas de colores fuertes, caribeños. Los caballeros iban con chaqueta y pantalón de lino, sombrero de panamá y habano en la mano, y sus dedos y uñas lucían el inevitable color amarillento del fumador.
Hacia 1906 o 1907, en La Habana nació la hija mayor de Hilaria y Florencio, a la que pusieron por nombre Zoila. Pero la felicidad no duró mucho entre el matrimonio. Hilaria, lista y culta para la época, pronto comprendió que el apasionado amor de su marido había tenido mucho que ver con las ganas de enfrentarse a la rigidez de los padres. La vida con Florencio se hizo cada vez más difícil para su mujer. El clima caribeño había penetrado en los huesos del mozo de Serdio, que se convirtió finalmente en un aventurero, aún deseoso de permanecer lejos de la autoridad de sus padres, pero también de librarse de la opresión de las normas establecidas en las viejas aldeas del Val de San Vicente, normas que cada vez contrastaban más con la alegre vida de la capital cubana.
Con todo, la joven esposa se las arregló para arrastrar a su marido de vuelta a España. El matrimonio y su primera hija se establecieron en Serdio, pese a que don Facundo había desheredado a su hijo. Desde los primeros tiempos del regreso, las cosas cambiaron poco. Florencio había descubierto la libertad de «hacer las Américas» y se volvió a embarcar a las primeras de cambio con la disculpa de conseguir dinero para no vivir de su padre.
Don Facundo consintió que su nuera y su nieta Zoila se instalaran en las afueras de Serdio, en la casona del cruce de las carradas que venían del cementerio e iban para Estrada y Luey, llamada Las Carrás.
Pasados cinco años, nació Julia —sería la madre de Paco Bedoya— el 6 de diciembre de 1912. Era fruto de un viaje de escapada de su padre a España. Luego, de la misma forma, llegó Fidel, el único varón, que, en cuanto tuvo uso de razón, quiso poner tierra de por medio con el matriarcado de Las Carrás.
Aunque las tierras, la casona y el dinero eran de la suegra de Hilaria, doña Gregoria, Las Carrás tenía la ventaja de que la abuela vivía en su casa de Los Coteros, en Serdio, de forma que suegra y nuera no tenían que verse las caras a diario. Hilaria, sin embargo, no tuvo inconveniente, a pesar del trato distante, en enviar a sus hijas para que cuidaran a su abuela cuando lo necesitó, que fue durante muchos años. Porque Gregoria se convirtió en un personaje macondiano, sentada en su solana de Los Coteros hasta noviembre de 1957.
Con los años, el abuelo don Facundo fue sabiendo cosas que hubiera preferido no saber sobre su hijo. Todo Val de San Vicente se hizo eco de que Florencio se había establecido en Estados Unidos; unos decían que en Nueva York, donde fundó otra familia. Con tan buena fortuna que con la mujer norteamericana fue teniendo los mismos hijos que con Hilaria, y para no equivocarse, les fue poniendo idénticos nombres que a los tres —dos niñas y un niño— que había tenido con su esposa y que vivían en Las Carrás: Zoila, Julia y Fidel.
La historia nunca fue confirmada de forma oficial por el abuelo Facundo, pero Hilaria sí que terminó por contársela a sus hijas cuando estas fueron mayores. Tiempo después la reconoció en La Habana, ante otros de sus familiares. Andando los años y las amarguras, el suegro de Hilaria terminó viviendo en Las Carrás para que su nuera y sus nietas le cuidaran, mientras doña Gregoria permanecía impasible, sentada en su solana. Allí la recordarían siempre sus bisnietos y su tataranieto, Ismael, el hijo de Leles y Francisco Bedoya.
Sola en Las Carrás, dependiendo de la caridad de sus suegros y ocultando la vergüenza a la que la sometía su marido, que terminó por abandonarla, Hilaria crio a Zoila y a Julia lo mejor que pudo y que supo. Ambas mozas habían salido altas, guapas y bien plantadas, pero con el carácter bronco del padre y la fuerza de voluntad de su madre y su abuelo.
ZOILA Y JULIA SE ENAMORAN
Cuenta Zoilina que quizá fue ese orgullo y mal carácter, esa fuerza caprichosa y mandona de Las Carrás, la que llevó a su madre Zoila y a su tía Julia a enamorarse, una vez más, de quien no debían. El abandono de su padre no les hizo ponerse en guardia frente a los hombres. Ni siquiera el recuerdo de aquel padre indiano venido de las Américas, que crispaba a Hilaria cada vez que regresaba, aunque no rechistaba mientras se iban a la cama juntos. Una cama de matrimonio que durante once de los doce meses del año ocupaba ella sola.
Zoila, la mayor, se enamoró de Vidal Hoyos, otro mozo alto, de grandes ojos verdes y guapo, pero al que le gustaba más beber y lucirse que trabajar. A Vidal le convencieron para que se casara, porque Zoila, además de guapa, era la mayor y algo heredaría. En la memoria de Vidalín, el hijo pequeño de Zoila y Vidal, el de sus padres fue un matrimonio de conveniencia. A los quince días de casados,
mi madre encontró a mi padre con su novia de toda la vida en la cama. Dicen que mi padre tuvo hasta cinco queridas en Serdio.
Su hermana Zoilina reduce el número a tres, pero, sea como fuere, el asunto es el mismo. Después de nacer Zoilina, llegaron Requena y Vidalín. Pero Zoila madre dejó a sus hijos con madre–abuela Hilaria y se marchó de Serdio a servir en San Sebastián. El caso era no soportar la humillación y la mirada de la gente del Val de San Vicente, por donde Vidal seguía paseando su apuesta figura y sus golferías. Zoilina recuerda:
Como mi mamá, que era guapísima y tuvo un final que nunca contaré, le rogaba a mi papá diciéndole: «Por favor, volvamos, vuelve a casa»… Y mi papá, ni por esas. Mi madre tenía que comerse ese orgullo de sangre, ese mal genio que tenemos las mujeres de esta familia para rogar a mi padre.
Tras la marcha de Zoila madre a servir, Zoila hija, Requena y Vidalín —este tenía poco más de doce años— se quedaron en Las Carrás a cargo de la abuela. Allí, a la casona del cruce de caminos, no tardaron mucho en llegar Julia y sus tres hijos, Francisco, Fidel y Teresina.
CASADA CON EL ASPIRANTE A CANTANTE
La segunda de las niñas de Hilaria tampoco aprendió de la historia de su madre y de su hermana. Y de nuevo, otra mujer de la casona se enamoró de quien no debía, de una voz, de un juerguista. El destino de las mujeres de Las Carrás era el de estrellarse con el amor.
Julita se casó por ese amor apasionado, que atacaba como una enfermedad a las hermanas Gutiérrez. Bedoya padre era un chico de Prío que gastaba parte de su vida cantando en los concursos y romerías de los pueblos por ver si le contrataban y se hacía famoso, pero no tuvo éxito. Francisco Bedoya padre era otro buen mozo, con una gran voz jaleada por todos sus amigos en las ferias y las tabernas, donde por la noche se armaba juerga. Tanto esfuerzo por alardear de voz de tasca en tasca convirtió al mozo y proyecto de cantante en otro figurín de buena planta aficionado a la botella.
Pero para la joven Julia Gutiérrez, dedicada todo el día a sus labores en Las Carrás, desde cuidar las vacas, a segar o limpiar la cuadra porque a su hermana Zoila le gustaba menos y prefería las tareas de casa, el Bedoya de Prío la volvió loca por unos meses, el tiempo suficiente para casarse. Se había quedado embarazada de su hijo Francisco con tan solo dieciséis años. El niño, Paco Bedoya Gutiérrez, el amor de Leles, el ultimo maquis, llegó al mundo en Serdio el 26 de mayo de 1929.
De ese matrimonio tan brevemente feliz nacieron, además de Paco, Fidel (que tenía casi los mismos años que Vidalín) y luego Teresina. Las broncas entre Julia y Paco Bedoya padre pronto se hicieron conocidas en Abanillas, en Pesués, en Luey. Harta de soportarle, Julia no tuvo reparos en poner denuncias en el ayuntamiento y en el cuartelillo de Pesués contra su marido. Por fin, tras separarse de Bedoya, Julia cogió también a sus tres hijos y se instaló entre Las Carrás y la casa de Los Coteros, en Serdio, donde la bisabuela Gregoria, sentada en la solana bajo las ristras de maíz y cebollas, rodeada de geranios rojos, observaba, a veces iracunda, a veces perpleja, los amores y desamores de su estirpe.
Hasta que llegó el nefasto amanecer del 31 de agosto de 1948, las circunstancias forzaron a convivir en la casona a tres mujeres separadas de sus maridos, vistosas y buenas mozas, además de dos chicas jóvenes, Zoilina y Requena, un chicarrón del norte, de un metro noventa de estatura y el hombre mayor de la casona, Paco. Había también tres preadolescentes, Vidal, Fidel y Teresina, la hermana pequeña de Francisco Bedoya, cuya soledad y locura de amor llevaría más adelante la desdicha final a la familia.
Sería difícil entender algo de lo que pasaba en aquel hogar atípico sin recordar que al final de los años cuarenta se mantenía aún el racionamiento en las grandes ciudades, el estraperlo era una realidad. Acontecimientos como las citas entre Franco y don Juan en el Azor para sellar el futuro de España quedaban muy lejos del Val de San Vicente. Solo la visita de Evita Perón a España en 1947 y los huevos y granos enviados por el general Perón desde Argentina tuvieron algún eco de entre las noticias que transmitía el parte de Radio Nacional. Rara era la familia del Val que no tenía un pariente o un conocido emigrado a Argentina.
Lo que sí que conocieron de cerca las tres mujeres separadas de Las Carrás —Hilaria no era ninguna analfabeta: además de su viaje a La Habana, una experiencia poco habitual en una mujer en aquellos tiempos, durante toda su vida le gustó leer libros y algún periódico— fue la forma rápida y mojigata con que se había implantado la nueva moral del régimen franquista, lejos de aquella libertad que tuvieron con la República.
Las señoras debían ser recatadas, salir poco a la calle, y si lo hacían, era para ir a misa o a la compra. Con la creación del Patronato de Protección de la Mujer, la moral más reaccionaria del régimen se aseguraba la formación de las mujeres desde la escuela. Bajo la familia, el municipio y el sindicato y con las normas y educación impartidas desde la Sección Femenina de Falange (dirigida por Pilar Primo de Rivera) y de Acción Católica, las mujeres debían ocuparse del hogar, dar disfrute a su marido y, sobre todo, dedicarse a parir («procrear» decía la Iglesia). Para poder tener hijos, el Fuero del Trabajo establecía que «el Estado… regulará el trabajo a domicilio y libertará a la mujer casada del taller y de la fábrica».
La nueva doctrina para los nuevos tiempos la dejó ordenada y firmada para décadas el arzobispo primado de Salamanca, Enrique Pía y Deniel, cuando el 11 de mayo de 1944, en la clausura de la asamblea del Consejo Superior de Mujeres de Acción Católica, declaró que el primer deber de la mujer era el de ser «esposa y madre».
En las puertas de las iglesias se fijaron «las normas de modestia y normas de decencia», que prohibían entrar a misa o al rosario con los brazos descubiertos y sin velo en la cabeza, signos de pecado o provocación. Las faldas largas, los colores negros, marrones y grises, los moños y, en el colmo de la fe, los hábitos religiosos, grises o morados por haber hecho una promesa, eran las vestimentas bien vistas. Quedaban prohibidos los pantalones, incluso para las faenas más duras del campo, como la siega o el ordeño de las vacas, y las piernas debían cubrirse con medias gordas.
UNA DOCTRINA EXCITANTE
Tanta doctrina y recato provocaba las más de las veces situaciones cómicas de las que los jóvenes ganaderos y labradores salían con ingenio y pillería. Las faldas obligadas en el campo, siempre por debajo de la rodilla, alimentaron nuevas formas de seducción.
Los cuerpos femeninos, inclinados sobre los surcos de la siembra o la siega, pero enseñando las corvas y el principio de los muslos, donde acababan las ligas, incentivaron la imaginación de los labradores más jóvenes. En los pueblos del Val de San Vicente, las verdes laderas, los prados sembrados de maíz, las alubias atadas en sus varas se deslizaban por suaves colinas en pendiente. Se ve el mar en el horizonte, la Tina Menor, la Tina Mayor, el Sable…, y otros paraísos. Solo había que situarse a trabajar ligeramente por debajo de la moza preferida cuando iba a segar o a recolectar para tener una excelente panorámica de sus muslos, de ese otro mundo, allá donde acababa la liga y se atisbaba algo de lo que debía de ser la gloria, aunque el cura Santos, el estricto párroco de Abanillas, predicara que era el infierno.
Como alternativa a la siega en los prados, en los días de lluvia y nieve o los de ventisca podían celebrarse los atardeceres más románticos en las humildes cuadras a la hora del ordeño. La chica que ayudaba al padre debía sentarse sobre el tajo de tres patas, al pie de las ubres de la vaca, con el cubo de cinc cercano a las piernas y debajo de las tetas del animal. Por más que se esforzara por mantener las rodillas bien pegadas, no fuera que se presentara alguna de las santurronas de pañuelo negro y misal en la mano al salir del rosario, su pretendiente siempre llegaba a la cuadra a dejar un par de sacos de pienso o de forraje. O a echar una mano al padre para limpiar las camas de las vacas, aireando la hierba lanzada al aire y con la pala en la mano.
Entre risas sofocadas y el sonido del chorro de la leche cayendo sobre el cubo metálico, la chica sabía entreabrir y cerrar sus muslos enfundados en las medias menos eróticas que imaginarse pudieran, pero con un efecto de cataclismo sobre la sangre del enamorado.
Mientras las manos se deslizaban con suavidad por las ubres de la vaca, el chico, víctima del olor a boñiga, de los tenues rayos de luz que al atardecer se filtraban por los agujeros del pajar, del olor a la hierba almacenada, de las risas bajas de la moza, mitigaba su calentura y su acelerada respiración con las fuertes brazadas a la pala, lanzando la hierba con un ímpetu excesivo hacía el altillo, porque cuanto más esfuerzo exhibía en la tarea, más ágil se agachaba a recoger la paja del suelo y a mirar por debajo de la vaca las jóvenes manos que tiraban de las tetas, las piernas que se abrían y cerraban y el chorro de leche que, las más de las veces, la mujer le lanzaba a la cara con una carcajada para quitarse el rubor.
La seducción estaba en cualquier lugar, alimentada por la represión que se predicaba desde los púlpitos. Pero los buenos ratos en los prados y en los establos no compensaban el miedo al cura. Cada domingo, desde el altar, podía llamar la atención a aquella mujer —la citaba por su nombre—, porque llevaba el vestido con un exceso de escote o la falda no era suficientemente larga. O quizá porque las peleas con el marido se habían oído el día de antes por todo el pueblo. El terror a la vergüenza, a ser estigmatizada, era angustioso. Bastaba una mención durante el sermón sobre los problemas de un hogar, un reproche del sacerdote hacia el comportamiento femenino, hacia la falta de paciencia para con el varón, para que la reputación de esa mujer quedase en entredicho durante semanas, meses o incluso años.
En este clima asfixiante sobrevivieron Hilaria y sus dos hijas, separadas de sus maridos, cuando la ley había establecido que las casadas necesitaban la autorización del esposo para firmar contratos de trabajo, emprender negocios o cobrar su salario, y sacar dinero del banco o la caja, si lo tenían. Hasta los veinticinco años, la mujer soltera no podía abandonar el domicilio familiar si no era para casarse o hacerse monja. Hasta 1963, los adúlteros eran castigados con la pena de destierro de seis meses a seis años, y si el daño a su mujer era de «lesiones leves», el esposo no recibía castigo alguno.
La situación era aún más oscura y represora en los montes cántabros, en las aldeas que miraban al mar en primavera y a las cumbres nevadas de los Picos de Europa en invierno, donde el miedo había impuesto el silencio desde el triunfo de los nacionales en la guerra… Allí, entre esas dos moles de belleza, el mar Cantábrico y las montañas que cerraban el paso hacía la meseta, hundidas en sus verdes valles, vivían las tres mujeres de Las Carrás.
A la puerta de esa casona llamaron una noche de octubre de 1947 dos maquis, dos guerrilleros, «los del monte», dos de los hombres más importantes de la Brigada Machado, Juan Fernández Ayala, Juanín, y Santiago Rey.