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LA MUERTE DE JUANÍN

25 de abril de 1957, nota del Gobierno Civil de Santander:

Sobre las 21 horas del día 24, el comandante del puesto de Vega de Liébana y el guardia que le acompañaba como auxiliar mantuvieron un encuentro en las proximidades de Vega de Liébana con los bandidos «Juanín» y «Bedoya», dando muerte al primero de ellos, Juan Fernández Ayala.

Les fueron intervenidos una metralleta, una pistola, unos prismáticos, dinero en metálico… El bandolero Bedoya huyó en dirección desconocida. La fuerza que intervino resultó sin novedad.

Sin novedad relativa. Para el cabo de Vega de Liébana, Leopoldo Rollan Arenales y el número Ángel Agüeros Rodríguez, la noche de aquel lluvioso 24 de abril fue la mayor novedad de su vida profesional.

Sobre las seis y media de la tarde, el cabo Rollan y Agüeros salieron del cuartel, tomando el camino hacia el pueblo de Barago. Pese a que se ha escrito y especulado con todo tipo de trampas preparadas por la Guardia Civil y de traiciones incluso por parte de Paco Bedoya, de las investigaciones publicadas cabe deducir que la muerte de Juanín se debió más a un descuido asombroso por parte de uno de los maquis más hábiles y astutos que a una aguerrida batalla, tiroteo y cerco por parte de la Guardia Civil.

Hacía un par de horas escasas que había anochecido y Juanín y Bedoya habían visto subir al cabo Leopoldo Rollan y al número Agüeros hacia el camino de Rábago. Ellos estaban apostados en el camino hacia Señas, una senda que bajaba paralela a la carretera. En la curva cerrada de esa carretera había un molino, adonde la pareja de emboscados quería acercarse para recoger víveres.

VlDALÍN: Juanín y mi primo Vaco tenían la costumbre de ir siempre separados, con Juanín delante, la razón era que Vaco oía mal de un oído. Lo perdió tras un pistoletazo o por una paliza durante uno de los interrogatorios. Por eso, según mi primo contó en la casa de Serdio, Juanín iba delante esa noche, como tantas otras. Sospechaban que la molinera del molino se olía algo de que ellos estaban por allí, pues por la noche, cuando bajaban a cenar a casa de unos amigos, el perro ladraba. Paco creía que la molinera había avisado a la Guardia Civil de que se habían visto unas sombras. Eso era lo que pensaba el Bedoya, fuera así o no. Cuando oyó los disparos de metralleta, Paco esperó un rato y dio dos disparos al aire. Era la contraseña convenida, para ver si Juanín le contestaba y estaba vivo. No hubo respuesta. Empezó a subir rápidamente hacia el monte. Pasó unos días horribles, casi dos semanas, hasta que una noche llegó a Serdio.

Juanín no podía responder a Paco porque estaba muerto en mitad de la carretera, cerca de la curva del molino. Según las diferentes versiones consultadas, el cabo y el número de la Guardia Civil acabaron su ronda de tres horas antes de lo previsto, o quizá lo hicieron a propósito. Cuando regresaban por la carretera, Juanín salía del camino paralelo de Señas. El emboscado descubrió a la pareja de la Guardia Civil casi encima de él y echó a correr en zigzag. Rollan sacó su metralleta y disparó sobre Juanín.

Al maquis más famoso del norte de España se le encasquilló su naranjero, como reconocerían después los informes secretos de la propia Guardia Civil.

Ni hubo tiroteo ni grandes movimientos en un buen rato. Rollan no se atrevió a acercarse hasta el cuerpo que había quedado tirado en mitad de la carretera, mientras la sangre teñía el agua de lluvia que resbalaba por la calzada. El cabo no tenía ni idea de a quién había matado y temía que fuera una estratagema.

Su compañero bajó a avisar al resto de la brigadilla y una hora después llegaron otros guardias mejor preparados con linternas y buenos fusiles, al mando del cabo Trifón, procedente de Naroba. Hicieron también subir a un hombre del pueblo, que conocía a Juanín desde pequeño, quien identificó el cadáver. Confirmado que era Juanín, uno de los guardias allí presentes le disparó dos tiros sobre la mejilla derecha, a quemarropa, tras murmurar unas desagradables palabras llenas de odio.

Pese a la versión dada a los periódicos y a algunas autoridades, la metralleta de Juanín no fue disparada, y su pistola, como luego se vio en las fotos, no fue desenfundada. Pero la Guardia Civil, que ya había creado destacamentos secretos especiales para cazar a los dos bandoleros, no podía admitir que la muerte había sido obra del destino y no de una operación bien preparada por ellos. Hacía muy pocos meses, el 26 de julio de 1956, habían llegado a Cantabria una parte de los hombres del que fuera director general de la Guardia Civil, Eulogio Limia Pérez, un experto en la lucha contra la guerrilla.

Limia había limpiado de maquis los Montes de Toledo, la zona centro y Ciudad Real. Y terminó con las brigadas guerrilleras andaluzas. En el verano de 1956, hartos los servicios de información de las alusiones de la prensa francesa sobre los dos guerrilleros que resistían «heroicamente» en el monte, Limia envió a una parte de sus especialistas bajo el mando del sargento Darío Rodríguez Pérez, miembro del Grupo Especial de Investigaciones de la Guardia Civil. Todos estos movimientos tenían como objetivo la captura de Juanín y Bedoya. Pero llegó un cabo chusquero llamado Leopoldo Rollan y les quitó la satisfacción de una captura que hubiera dado gloria y ascensos. Ya solo les quedaba Bedoya para resarcirse.

Según recoge el expediente sobre la muerte de Juan Fernández Ayala, tenía seis balas en el cuerpo por las que había sangrado abundantemente. Su autopsia así lo confirma y le atribuye un metro sesenta y ocho de altura, treinta y nueve años, pelo negro, «recientemente afeitado», con bigote del color del pelo y «carnes regulares».

La noche que le mataron llevaba puesto

pantalón mahón azul, botas de cuero de becerro color propio de la piel engrasada, con cordones también de material, piso de goma de los llamados de llanta, interiormente lleva camisa color verde, con cuello por fuera, otra camisa a cuadros rojos y negros, camiseta de felpa color blanco, calzoncillos de lienzo moreno, otro pantalón azul del mismo tejido que el anterior, dos pares de calcetines de lana color gris, encontrándose a su lado un arma de fuego de las llamadas metralletas —el subfusil Sten—, en donde se aprecia haber intentado disparar, no haciéndolo por encasquillamiento tal vez.

Las declaraciones de los dos guardias, Rollan y Agüero, hablaban de doce y hasta de catorce disparos como respuesta de Juanín y Bedoya. El hecho es que ninguno de los dos disparó a la pareja de guardias.

Ya entrada la mañana, bajaron el cuerpo de Juanín hasta las puertas del cementerio de Potes. Había estado toda la noche sobre la carretera y estaba empapado. Según la memoria de los vecinos, le pusieron de pie contra la pared del cementerio, le sujetaron con unos palos y le ataron al muro, dando una patética y desgarradora imagen de crucificado. Sin embargo, uno de los testigos presentes en el levantamiento del cuerpo de Juanín aseguró a Antonio Brevers hace muy pocos años que era mentira, que nunca se le ató. «Era la rigidez del cuerpo la que le sostenía contra la pared, adonde se le recostó para hacer unos fotos».

Por delante de aquel cuerpo pasaron los vecinos de los pueblos, unos para insultar, otros para murmurar su tristeza a escondidas. A última hora llegaron la hermana de Juanín, Avelina, y su madre, Paula Ayala. Poco antes, el gobernador civil, Jacobo Roldan Losada, había avisado de la llegada de la familia para que hubiera cierta compostura. Recogen todas las crónicas del día cómo Avelina Fernández tiñó su ropa con la sangre del hermano al abrazar el cadáver y no dejó que nadie la limpiara, porque era «mi misma sangre».

Mientras, Francisco Bedoya, al que la prensa daba como herido por los guardias en el supuesto tiroteo de la curva del molino, siguió desde el monte cercano los acontecimientos para luego subir a los invernales y, tras pedir comida a algunos pastores y asegurarse de que su jefe y amigo estaba muerto, emprendió el regreso a Serdio. Tardó, según los cálculos de los familiares, dos semanas. Y no por la distancia, sino por la prudencia y el miedo con que hizo el regreso al Val de San Vicente.

PACO EN EL DESVÁN

La muerte de Juan Fernández Ayala llevó más miedo e incertidumbre a la casa de Los Coteros de Serdio. En aquel mayo de 1957 ya habían regresado de la cárcel Julia y su hijo Fidel. La madre de los Bedoya Gutiérrez había dejado la Provincial en el mes de febrero, tras cumplir los últimos cuatro meses que le quedaban de prisión.

Fidelín también respiraba en libertad tras los veintiún meses encerrado por el incidente de los almacenes santanderinos de Casa Ribalaigua. Una gabardina para su hermano y un vendedor espabilado ante billetes tan nuevos le llevaron al agujero.

Los interrogatorios a los que fue sometido el hermano pequeño de Bedoya le dejaron marcado de por vida. O eso, al menos, han pensado en el seno de la familia Bedoya Gutiérrez y Hoyos Gutiérrez. Las sesiones de preguntas duraron cuatro días, los transcurridos desde su detención el 18 de diciembre de 1954, hasta el día 22 que ingresó en prisión. Como había sucedido con Julia, Fidel no desveló el escondite de Juanín en el desván de Serdio, aunque sí que indicó a la Guardia Civil que su hermano y Fernández Ayala podían estar en un lugar llamado Cueva de la Mina, en las inmediaciones de Serdio.

Si los interrogatorios causaron traumas incurables a Fidel, los casi dos años de cárcel le sirvieron para conocer a algunos personajes oscuros que le impactaron con sus marrullerías. Se hizo amigo de ellos. O quizá ellos de él. Las quinientas mil pesetas que el régimen había ofrecido por la captura de Paco y de Juanín —ahora ya solo Paco— seguían en pie. Entre aquellos tipos había uno, de nombre Raimundo Garay, que con el tiempo demostró ser una figura tan negra como San Miguel, aunque más inteligente. Garay también jugó su papel en el desenlace final de la vida de los Bedoya.

Una vez fuera de la prisión, Fidelín optó por buscar trabajo en Santander con la ayuda del tal Garay. De una manera un tanto misteriosa por el costo y el origen del dinero —nada menos que doscientas cincuenta mil pesetas— nació la lechería que montaron su cuñado San Miguel y Pepín Inguanzo, el vecino de Estrada de toda la vida. Al tiempo que la lechería echaba a andar y Fidel ayudaba, también encontraba tiempo para ir al bar de su amigo Garay, que realizó tareas de confidente y cuyo verdadero papel en la trampa a Paco Bedoya no se ha podido investigar a fondo. El negocio de la lechería se cerró tan rápido como se abrió. Duró dos meses y algo. Cerró sus puertas el día siguiente de la muerte de Juanín.

En Los Coteros, la madre de los Bedoya volvía a estar devorada por la angustia. Los periódicos del 24 de abril de 1957 daban todos los detalles sobre la valentía con que la Guardia Civil había acabado con la vida del bandolero Juanín, pero también especulaban con la posibilidad de que el Bedoya hubiera escapado herido. La Guardia Civil intensificó los registros en la casa —de nuevo sin encontrar el refugio de la chimenea del desván— y aumentaron la vigilancia alrededor de la vivienda. Por si «el Bedoya» lograba alcanzar su hogar.

Julia no podía conciliar el sueño pensando en su hijo. Perdido en el monte, solo y desangrado. Pasaban los días y los guardias no encontraban rastros de sangre, ni los perros daban con pista alguna en las inmediaciones de Señas y Barago. Al bruto del Bedoyón se lo había tragado la tierra, pensaban los de la Brigada Político–Social.

Ante lo infructuoso de la búsqueda, el grupo de información secreta a las órdenes de Darío Rodríguez Pérez, sargento laureado y uno de los supervivientes del Alcázar de Toledo, tuvo que afrontar la posibilidad de que Paco hubiera encontrado ayuda para pasar a Francia. A la gente del «cazamaquis» Eulogio Limia se le había escapado el más descerebrado de los bandoleros, de acuerdo con la imagen que ellos mismos habían pergeñado. Se había escapado sólito. Ahora nadie podía decir que sin Juanín, Paco no era nadie, que todo el cerebro era de Fernández Ayala.

El hecho era irritante para los mandos laureados del cuerpo de la Benemérita. El famoso y malvado Juanín había muerto en una operación con escasa gloria a manos de un sargento chusquero, de pueblo. Y Bedoya lograba escapar a Francia. En aquella primavera–verano de 1957, cuando se pensaba que ese había sido el final de la famosa pareja de bandidos, el Grupo Operativo Especial, a las órdenes de Darío Rodríguez, tuvo que soportar un cierto desgaste en su prestigio.

En los despachos oficiales y de orden público de Madrid costaba cada vez más comprender, y era motivo de cachondeo, el que dos bandoleros, dos tipos acabados, hubieran mantenido en jaque a la provincia, solitos, durante cinco años. Si de acuerdo con la leyenda forjada durante esos años por la propaganda oficial, habían matado al listo, que era Juanín, y solo quedaba vivo el tonto, el más cruel por bobo, resultaba patético y ridículo que no le capturasen.

Es un misterio cómo Paco logró entrar en Los Coteros una noche de mayo, con la casa vigilada por sus cuatro costados. Su madre era mucha madre. En los últimos años Julia había aprendido y desarrollado todas sus habilidades y estratagemas a la sombra de Juanín y en la cárcel. Aquella noche de mayo, la madre estaba sola cuando subió a Paco al desván. También estaba la bisabuela, pero era una efigie. A Gregoria Campo durante el día la sentaban en la solana para calentarle los huesos, siempre húmedos y con frío. Por la noche no se enteraba de nada. No se podía mover de la cama. Si en su senilidad penetraba un haz de luz y percibía los tejemanejes de su prole, miraba y callaba. Como había hecho durante una década cada vez que una sombra subía o bajaba de su desván. Fidel trabajaba en Santander entre semana, como su hermana Teresina y San Miguel, el cuñado del que Francisco Bedoya nunca se fio.

Allí estaban los dos huecos al lado de la chimenea. Hacía tiempo que Juanín no los había utilizado. La madre ya había limpiado un poco, no demasiado, por si subían los guardias a otro registro. Tras apartar las cáscaras de alubias que cubrían la trampilla, Paco se metió en el hueco que fue hogar de Fernández Ayala durante tantas horas, durante tantos años. Solo había un problema. Mientras Juanín no pasaba de los setenta y cinco kilos y no llegaba al metro setenta de estatura, Paco rondaba el metro noventa y, aunque no estaba gordo, se aproximaba a los cien kilos de peso.

En las primeras semanas nada fue problema. La alegría de Julia no tenía límites. Había dado a su hijo por muerto y ahora le tenía en casa, en un lugar bastante seguro. A la gente de Los Coteros la seguían vigilando. Miraban qué comían, qué sembraban, qué subían y qué bajaban a la casa. Hubo números de la Benemérita que llegaron a charlar con cierta familiaridad con Julia. Al fin y al cabo, ellos eran simples mandados, cumplían con su trabajo y también tenían miedo.

Pasadas las buenas horas del regreso, llegaron las charlas a altas horas de la madrugada y los primeros temores. Julia tuvo que hacer frente a la situación. Tenía que decir a Fidelín que su hermano estaba en casa. Necesitaba un apoyo para suministrarle comida sin sospechas, para mantener un mínimo de orden y control. Pero Fidel tenía miedo. Por culpa de su hermano había soportado torturas y vejaciones cuando no era más que un adolescente de quince años. Como recordaba Zoilina con amargura una tarde en Benidorm:

A Fidel le pegaron, casi le crucificaron. Le pusieron el estrepo, y un palo más, cruzado por delante. Le abofetearon, le azotaron, de todo. Y cosas que siempre he pensado que no nos contó.

TENSIONES ENTRE HERMANOS

Las aventuras y las ideas de su hermano mayor le habían proporcionado todos esos sinsabores, amarguras, crueldades. Su hermano Paco, que al final se había escapado para vengar la muerte de media docena de vacas. Las Carrás habían ardido, sí, pero si Paco no hubiera llevado a casa a los maquis, puede que todo eso no hubiera sucedido. ¿Por qué él y Juanín no habían querido pasar a Francia cuando pudieron? Y ahora, ¿cuánto tiempo iba a estar Paco escondido en el desván? ¿Iba a ser un topo durante años?, ¿hasta que Franco muriera? La situación era asfixiante y los miembros de la familia rondaban por Los Coteros sin atreverse a subir al desván. Incluso el cuñado San Miguel, aquel marido extraño y chuleta de Teresina, comenzaba a interesarse por el asunto.

A veces Julia no podía más. Un día, la madre de los Bedoya se sinceró con Vidalín. La tensión entre los dos hermanos era insoportable. Cerrada la lechería La Carredana, Fidel andaba más a menudo por Serdio, con Paco aguantando el calor del verano encerrado en el desván y sin saber qué hacer, por dónde tirar, cómo salir de España, porque ya había aceptado que esa era su única posibilidad. Bedoya tenía claro que había que esperar a que amainara la tormenta de la muerte de Juanín y a que los guardias se olvidaran de él, convencidos de que había logrado pasar a Francia. Pero él y Fidel nunca se ponían de acuerdo.

Cuando el marido de su hermana intentaba mediar, él prefería no verle. Se había cabreado mucho el día que supo que San Miguel conocía el secreto de su presencia en el desván. No se fiaba de ese tipo. Recordaba lo que le había advertido Juanín y lo que supieron sobre sus triquiñuelas, esas entradas y salidas de la cárcel más que sospechosas. Uno de los últimos enlaces que tenían Juanín y Paco fue quien les contó que en la prisión le habían terminado por llamar el Fuguista, por las fáciles fugas que le facilitaba la Guardia Civil o la Policía cada vez que le necesitaban.

Las cosas con su hermano pequeño iban a peor. Fidel había cambiado desde que saliera de la cárcel. El Bedoya ya no era para Fidelín el héroe mayor admirado. Ambos hermanos apenas se habían visto desde que, nueve años antes, en 1948, Paco fuera detenido. Salvo en alguna visita a la Provincial de Santander y una sin confirmar a Fuencarral, en Madrid, cuando preparaban la fuga, Fidel y Paco habían dejado de verse cuando el hermano pequeño apenas tenía quince años. Solo habían tenido algún contacto esporádico cuando la familia tenía que hacer de enlace. Pero eran encuentros rápidos, solo para intercambios de información puntual.

Paco y su hermano se habían visto una última vez hacía dos años, cuando tras el último secuestro de los dos emboscados, Bedoya había entregado a su hermano las tres mil pesetas para que le comprara ropa. Billetes marcados que el maquis de Serdio no imaginaba que llevarían a Fidelín durante dos años a la cárcel. Un tiempo suficiente para que el pequeño de la familia reflexionase sobre los problemas que su antaño admirado hermano les había creado a todos.

Aquel verano de 1957, mientras en España se estrenaba el primer Seat 600 y el Caudillo modernizaba el Gobierno con la entrada de los tecnócratas del Opus Dei que preparaban el Plan de Estabilización, cuando las manifestaciones estudiantiles de 1956 estaban ya abortadas y la Universidad había sido tomada por la policía, cuando hasta Lola Flores sentaba la cabeza casándose con el Pescaílla y dejando atrás su tormentosa historia con Caracol, en un desván de una aldea perdida en la Marina occidental del Cantábrico, el tipo que cinco años antes había sido el último loco que se echó al monte, el último maquis sobrevivía como podía, enterrándose de vez en cuando en un par de huecos en el tiro de una chimenea, donde cada día tenía más dificultades para colarse si el peligro era inminente.

Ni las noticias que su madre le subía, ni los guisos después del hambre en el monte, ni el calor acogedor del desván alejaban de Paco Bedoya su mal humor, sus preocupaciones, su claustrofobia tras tantos años viviendo en el monte. Su vida se había ido al traste y ya no pensaba siquiera en recuperar a Leles, aunque sí que soñaba a veces con pasar la frontera y, desde Francia, embarcar para Argentina. Intentar ver a su hijo Ismael. Quién sabe si alguna vez soñó con convencer a Leles de divorciarse en una Argentina donde Perón había aprobado el divorcio.

Horas de soledad y silencio, horas de imaginar, de divagar, mientras su cuerpo iba cambiando. Su corpulencia, la falta de ejercicio después de tanto caminar y trepar por los montes y su hambre atrasada hicieron que ganara peso rápidamente. El Bedoya ya no cabía en el escondite mágico que durante tantos años acogió al menudo y astuto Juanín.

Paco aumentaba de peso y de mal humor al tiempo que en su hermano Fidel Ernesto crecía el miedo. Miedo de que los guardias descubrieran a Bedoya en el desván por cualquier error, cualquier treta, cualquier soplo. Miedo de que todos acabasen de nuevo en la cárcel. Julia vigilaba de cerca a su hijo pequeño, no fuera a cometer ninguna tontería. Pero no las tenía todas consigo. Había que hacer algo. El problema era que Francisco Bedoya no se fiaba de nadie. Y menos de las amistades que su hermano forjó en la cárcel. Ni de su cuñado San Miguel.

Como tantas otras veces, mientras la familia pensaba, los acontecimientos les ayudaron. Llegó el otoño. Julia seguía cuidando de su hijo refugiado en el desván, al tiempo que la abuela Gregoria, nonagenaria, cada día más viejita, con más achaques y enferma, requería más atención.

El día 17 de noviembre murió la bisabuela de Paco Bedoya, de Fidel, de Teresina, de Zoila, de Quena. La tatarabuela de Ismael. Tenía noventa y siete años. Aquella anciana que había pasado los últimos años de su larga vida en el balcón de Los Coteros, sentadita y mirando cómo la estirpe que ella, la ilustre doña Gregoria Campo Gutiérrez, había fundado con el venerable don Facundo Gutiérrez del Corral a finales del siglo XIX, había sido zarandeada por la historia. El amor había arrastrado primero a su único hijo Florencio en pos de Hilaria. Descastado, rebelde, se entregó a la pasión y luego a la aventura por «las Américas». Como si de una epidemia se tratase, los amores mal acabados de Florencio y su nuera Hilaria se extendieron después a toda su prole. Nunca una pareja de la saga terminó por envejecer junto al elegido o elegida para subir al altar.

La guerra y el amor arrollaron a sus bisnietos: Paco, Zoila, Quena, Vidalín, Teresina, Ernesto Fidel. Ninguno tuvo suerte, pese a que echaban corazón y pasión en ello. O quizá por eso. A los Gutiérrez, ya fueran los Bedoya o los Hoyos, el carácter y la bravura desbocada siempre les jugaron malas pasadas.

VlDALÍN: En las charlas durante el velatorio de la bisabuela Gregoria quedó claro que Paco tenía que marcharse a Francia. Aquel día, unos cuantos más de la familia nos enteramos de que Paco estaba allí. No recuerdo bien quién me lo dijo. Puede que mi tía Julia.

—¿Sabes quién está aquí, ahí arriba?

—Pues no, tía.

—Pues Paquín.

Paquín que había vuelto a casa en primavera, poco después de la muerte de Juanín. Entonces me preguntaron si yo podría ayudarle a pasar a Francia. Por entonces yo hacía viajes con un camión por toda España. También había estado en Irún antes y después de hacer la mili.

Antes de que se muriera la bisabuela Gregoria, Julia ya me había contado que tenía problemas con mis primos, aunque sin decirme dónde estaba Bedoya escondido exactamente. Paco y Fidel llevaban un mes sin hablarse. No sé muy bien por qué… En fin, un día me llamó Fidel. Me contó cuál era la situación en la casa de Serdio, los nervios de todos. Y me preguntó si yo podría pasar a Paco a Francia. Naturalmente, le dije que sí. Pero que tenían que hacer lo que yo dijera. Yo conocía perfectamente la frontera. Les dije que en cuanto estuvieran dispuestos, me llamaran. Me plantaba en Serdio, le sacábamos directamente para Pamplona, y por Irún a Francia. Yo estaba esperando la llamada.

Pero pasaron los días, las semanas, y Julia no llamaba a su sobrino. Una mañana, Vidal Hoyos Gutiérrez conducía el camión hacia Madrid e hizo la parada de rigor en el alto de Somosierra. El puerto de Somosierra es el último gran escollo de entrada a la capital llegando desde el norte. Hoy tan fácil de atravesar, pero en los años cincuenta era una odisea subir su larga pendiente. Más aún en diciembre, con las nevadas y los hielos. En el ascenso, hasta a los mejores camioneros se les calentaba el motor. Al culminar el alto, era obligada la parada para dejar enfriar el motor. De este modo se convertía en lugar de encuentros, de comidas, de pernoctas.

Cuando bajé del camión vi que había mucho movimiento de guardias, pero yo no pensé nada malo. Si hubiera puesto el oído me habría dado cuenta de que algo había pasado. Total, que seguí viaje hasta Madrid. Dejé el camión en el garaje y me fui a la cama. A la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar al bar Sobrino, como siempre, el camarero me dijo: «Eh, Hoyos, que aquí hay unos señores que quieren hablar contigo». Yo cómo me iba a imaginar. Estaban al otro lado de la barra y nada más verles pensé: «Ya están aquí otra vez». Al final, lo que había pasado es que Vaco no quiso que yo le pasara la frontera. Según mi tía Julia, para no poner en peligro a dos miembros de la familia, Fidel y yo.

Sea esa la razón, o el desestabilizador y colérico carácter de Vidalín, o ambas cosas, el hecho es que Paco Bedoya organizó su fuga a Francia con su cuñado San Miguel. Y con su hermano Fidel, después de las tensiones habidas entre los dos. Mal se tuvo que ver para poner su vida en manos de uno de los hombres en quien menos había confiado nunca, de quien sabía que era o había sido un confidente policial, y en su hermano Fidel. Dos semanas después de la muerte de la bisabuela Gregoria, el 1 de diciembre de 1957, Paco Bedoya se subió en el monte Corona a lomos de una motocicleta Derbi, conducida por José San Miguel. Para que Paco montara a espaldas de su cuñado, tuvo que bajarse primero su hermano Fidel, que llegaba como paquete de San Miguel desde Serdio.

Desde el primer momento que la Derbi se puso en marcha llevando a San Miguel y Fidel primero, después a San Miguel y Paco, la ruta de la moto, desde el mismo Serdio, fue controlada por decenas de guardias civiles y policías. No había curva, desvío de carretera o cruce que no estuviera vigilado desde el Val de San Vicente a Santander, Bilbao e incluso San Sebastián, hasta la frontera.

En la investigación llevada a cabo por Antonio Brevers para su estudio sobre Juanín y Bedoya, quedó de manifiesto que San Miguel y Fidel colaboraron en la fuga de Paco, pero con conocimiento de la Guardia Civil, que proporcionó a San Miguel la Derbi. Qué había pactado José San Miguel con la policía es un misterio que se llevó a la tumba. Que Fidel, el hermano pequeño del Bedoya, tuviera idea de que a su hermano le iban a cazar como a una alimaña tampoco ha podido ser demostrado. Incluso pese a los esfuerzos de Brevers, algunos de los puntos de la fuga —quién les ayudó, cómo se organizó y las intenciones reales de la misma— quedan para el pasado, el olvido o el secreto de los Bedoya. Ni Fidel Ernesto, residente en Miami, ni Teresina, residente en Santander, han querido nunca aclarar la tragedia de aquella noche. Solo una vez, y en una brevísima y educada conversación telefónica, María José, la hija mayor de José San Miguel y Teresa Bedoya, murmuró para esta historia:

Nosotros nunca hemos sabido nada. Mi madre ha intentado protegernos a mi hermano Fran y a mí, como es natural. Y las pocas veces que me he atrevido a preguntarle, siempre ha dicho que ella era muy joven y que no se enteraba de nada. Mientras mi madre y mi tío Fidel vivan y quieran que así sea, así será. (Fin de la conversación con María José).

Mientras el silencio de los hermanos Bedoya Gutiérrez siga imperando sobre aquellos días y aquella noche terrible, solo dispondremos de los hechos tal y como los relató la Guardia Civil. Y así fueron esos acontecimientos según el informe de la Benemérita, sobre el que después también hubo modificaciones patéticas y hasta cómicas, si no fuera por lo terrible de los acontecimientos.

UN CONFIDENTE EN EL VELATORIO

El 30 de noviembre de 1957, el mismísimo gobernador civil de Santander, Jacobo Roldan Losada, manco, laureado, falangista de honor, comunicó al teniente coronel Felipe Guerrero Sandomingo, responsable de la 142 Comandancia de la Guardia Civil de Santander, que el 1 de diciembre, a partir de las seis de la tarde,

José San Miguel Álvarez, alias «El Fuguista», vecino de esta capital (Santander), confidente de la Policía gubernativa y cuñado del bandolero Francisco Bedoya Gutiérrez, alias «Bedoya», iba a conducir a este a la frontera francesa, utilizando una motocicleta marca Derbi, con matrícula de Santander número 1553, placa verde, que le sería proporcionada para tal fin.

Roldan Losada, que estaba harto de las tensiones entre los cuerpos del orden público, las broncas entre la Policía y la Guardia Civil para atribuirse los méritos de las acciones, daba por buena la colaboración de San Miguel, el Fuguista, un tipo al que la Guardia Civil había desechado tiempo antes por considerarle un bocazas y un indiscreto, entre otras cosas. Por si acaso, aquel 30 de noviembre el gobernador ordenó taxativamente que la Guardia Civil se dedicara a preparar todo el dispositivo para capturar a Bedoya, para lo cual «debería cortar todas las salidas por carretera de esta provincia».

El día 1 de diciembre por la mañana, el teniente coronel Guerrero tuvo que volver al despacho de Roldan Losada, quien, en persona, le dio más detalles para no fallar en la operación de por la tarde,

e indicándome que el conductor de moto llevaría un traje de aguas negro, boina y gafas negras; señalando que el viaje lo iniciarían desde un punto ignorado, después de las seis de la tarde, y que la moto sería seguida por un coche con agentes de Policía.

Es decir, la gloria final de la captura de Bedoya iba a corresponder a los agentes de la Policía, mientras que a la Guardia Civil le correspondía cortar las salidas de la provincia. Se montaron servicios de control de carretera en una docena de pueblos (Otañes, Guriezo, Ampuero, Ramales, Tudanca, Potes, Arredondo, Regules de Soba, Vega de Pas, Luena, Reinsa, Polientes y Mataporquera),

por si trataran de ir por alguna de las carreteras en las que están enclavados dichos puestos, y, en el entronque de la general Santander–Bilbao con la de Oteñas, se destinó un grupo más numeroso al mando del capitán de la 5.ª Compañía de Castro Urdiales, don Agustín Miguel Jurado, por conocer este al «Bedoya» y al «Fuguista», debido a su larga permanencia en la zona de actuación de Juanín y Bedoya, y por haber sido el que detuvo a este el 30 de agosto de 1948 por complicidad con bandoleros y por conocer también a José Hoyos Gutiérrez, alias «Vidalín», por si el ofrecimiento del «Fuguista» fuese una estratagema para desorientar a los perseguidores y huyera con el Vidalín en un coche, ya que este había estado recientemente en Serdio, en el domicilio de la familia del Bedoya —del cual es primo hermano— con motivo de la muerte de la abuela del bandolero, donde se decidió, sin duda, la huida de este a Francia.

Los servicios de información de Losada y de la policía habían funcionado esta vez, porque hasta las charlas del velatorio de la bisabuela Gregoria, donde solo había familiares, eran de público conocimiento, incluido el ofrecimiento de Vidal Hoyos.