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LA HUIDA A BUENOS AIRES
La saca del día de los Mártires marcó un antes y un después en los pueblos de la Marina Occidental de Cantabria. Desde San Vicente hasta Pesués, Luey y Serdio, desde Labarces a Hortigal y Gandarilla, un manto de silencio y miedo se extendió por los montes, penetró como una peste por las paredes de piedra de las casas montañesas, se instaló en las madrugadas y los atardeceres. Se atrancaron más las puertas, se cerraron antes las ventanas, las mujeres presionaron a los maridos y se llenaron las iglesias en la misa del domingo, por si el cura recapitulaba otra vez quién iba y quién no.
Los emboscados no fueron capturados porque el ruido de los camiones les advirtió a tiempo, acostumbrados como estaban al oído fino, a dormir en constante duermevela. Del mismo modo que Daniel Rey se deslizó por debajo de la trampilla de la cama de El Trichorio, Juanín tuvo tiempo de saltar de la cama en el alto y de esconderse en el hueco de la escalera de Las Carrás, cubrirse con los aperos de labranza, unos sacos, cajas de bebidas y otros trastos. Poco tiempo después, ya en la casa de Los Coteros, se construyó un ingenioso escondite. Tan ingenioso que tuvieron que pasar más de cincuenta años desde su muerte para que un día lo descubrieran siguiendo los recuerdos de un miembro de la familia, cuando Los Coteros lucían ya un cártel de «se vende»[22].
Debajo de la escalera escuchó Juanín la ira del grandullón Paco, las voces de los guardias insultándole —«Bedoyón, caballón, sube o te rematamos aquí mismo»—, golpeándole con las culatas, la bronca de Zoila y los sollozos de Requena. Cuando la noticia corrió como la pólvora, Julia bajó desde la casa de Los Coteros hasta Las Carrás como una exhalación, ciega, sin ver el cementerio, el puente. Uno de los chicos la había avisado nada más salir los camiones del corral. En la casona, solos, desconcertados, sin entender, los dos adolescentes, Fidel y Vidalín, esperaban. Con Juanín debajo de la escalera por prudencia. Quizá fue aquella mañana cuando Juan Fernández Ayala comenzó a influenciar, a enseñar a pensar en rojo, a la madre de Paco Bedoya.
En casa de Leles, en el Corral del Medio, las cosas no podían ir peor. Consuelo tenía en su casa a sus hijas, recién paridas y solteras. Eso sí, por voluntad de la madre. Leles con Ismaelín, que tenía diez meses, y Tita con Gonzalo, su bebé con dos meses menos que Maelín. Además de sus dos hijos pequeños, los hermanos de Leles y Tita, Luis y Toñín, ambos poco más grandes que sus sobrinos. Para colmo, a la cruz de su deshonra había que sumar ahora la detención de su hermano Eusebio, de su cuñada Carolina, de su sobrina Luisa.
Como la capitana que era de la familia, terminó por reponerse y elaboró un plan de salvamento para su gente, apoyada por su madre y su otra hermana, que vivían en Santander. Enviaría a su marido Ismael y a su hija mayor, Tita, a Buenos Aires. Allí estaban unos hermanos que les ayudarían, quitaría a una de sus hijas de ser el blanco de cuchicheos y ganarían algo para mantener a los niños. En la casa del Corral del Medio no se pasaba hambre por el campo, pero sí muchas estrecheces.
Además, aquella mujer endurecida por la vida y la fe, rígida y poco amiga de sentimentalismos, también tenía sus pánicos interiores. La madre de Leles y Tita, la abuela de Ismaelín y de Gonzalo, soñaba cada noche con los guardias picando en su puerta, buscando a su hija y a su nieto, arrastrándoles al camión. Pese a sus firmes creencias, Consuelo no olvidaba el espectáculo de la noche de marras. Ella también había oído los camiones. Su corazón se paró cuando vio que enfilaban para la iglesia, pero se quedaron en La Pinera, sin llegar a la Cuesta, aunque cerca del Corral del Medio. Lo suficiente para, en el silencio de la noche, oír que se detenían donde Florinda y Ernestina. Pero las voces, el nombre de José el de Mero gritado por los guardias, mientras aporreaban la puerta, le hizo comprender que iban enfrente, a la casa de José Fernández García.
De allí les sacaron a todos, a José, a su mujer, a su hija Emma y a Manolo, el padre del mecánico dentista que había arreglado los dientes a un emboscado al que una noche Daniel Rey llevó a la casa. Los llevaron a golpes hasta el vehículo que había quedado a la altura de la iglesia, un poco más arriba. Consuelo, desde el balcón del Corral del Medio, tras la cortina, trataba de adivinar, horrorizada, lo que estaba pasando. Los subieron a todos al camión y en la casa de José dejaron solos al niño Arsenio, que tenía siete años, y a su abuela Aurora, muy viejita, con la otra niña, Delia.
¡Ya están aquí!, oí que decía mi padre. Me llamo Arsenio Fernández. En aquella mañana de primeros de septiembre —no sé la fecha exacta— yo tenía siete años. Recuerdo que estaba empezando a amanecer y oí unos golpes fuertes en la puerta. Me despertaron y mi padre dijo esa frase u otra muy parecida. Siempre he creído que a mi casa llegaron por el Cristo, el 15 de septiembre, más que en agosto. Cuando ya habían detenido a otra gente. Y que por eso mi padre lanzó aquella frase.
Seguramente estaba esperando a que viniera la Guardia Civil. Se llevaron a mi padre, a mi madre, a mi hermana Emma y a Manolo, el de Bilbao. Era el padre del dentista, de José Manuel Sarasúa, que estaba aquí de vacaciones y había venido a pasar unos días a nuestra casa. A mi madre la soltaron enseguida y vino a casa. Nunca más la llevaron, hasta que les desterraron. A la cárcel fueron mi padre y mi hermana. Les condenaron a cuatro años, pero redimieron pena. Lo peor no fue la cárcel, sino después, cuando los enviaron al destierro, a mediados de los años cincuenta, al mismo pueblo donde estaba la hermana de Juanín.
Detrás del balcón, Consuelo observaba el espectáculo, temblando, mientras ordenaba por señas a sus hijas que no se movieran. A su marido que no respirara. A sus hijitos, Luis y Toñín, que no hablaran. A sus nietos, Ismael y Gonzalo, que no lloraran. La madre de Tita y Leles temía que aquellos hombres de tricornio negro, que gritaban bronco y empujaban sin miramientos con los fusiles, pudieran siquiera escuchar el latido del corazón de toda su tribu.
Solo cuando los camiones enfilaron hacia la carretera en dirección a Serdio o Portillo, Consuelo se atrevió a levantar la vigilia. En aquellos momentos, Mercedes San Honorio, con Ismaelín en brazos, miraba a su madre sin murmurar palabra. Estaba muy lejos de imaginar lo que pasaba, y menos aún que el sonido más ahogado de los motores lo causaba la subida a la casona de Las Carrás.
EN EL PUESTO DE TU HERMANA
El recuerdo del pobre José trepando al camión, la imagen de Emma, encogida y muerta de frío ayudada por su madre y por Manolo, el silencio de las sombras que esperaban de pie en la caja, sobrecogían el ánimo de Consuelo día tras día. Por más que Leles le explicara que no tenía nada que temer.
—Madre, que no. Que le juro que yo no sabía nada, que no he hecho nada.
—Cállate, boba. Que eres una ingenua. Esto ya lo sabía yo… —Por Dios, madre, que estoy segura de que Paco tampoco sabía nada.
—¡Será posible que todavía me vengas con esas! Visto lo visto, lo mejor es que te vayas tú a Buenos Aires en vez de Pita.
—¡Pero, madre, mi niño! ¡No me puede usted hacer esto!
—Lo hago por tu bien. Algún día lo comprenderás. Tu abuela ya está tramitando todo en Santander. Vamos a vender unos prados, vamos a sacar dinero de debajo de las piedras, pero os vais.
Leles ya no oía a su madre. Abrazada a su niño, escapó escaleras arriba con unos sollozos contenidos, llenos de angustia. ¿Por qué Paco se había metido en líos? ¿Cómo no le había dicho nada? ¿Mientras ella estaba encerrada, ocupada día y noche con el niño de los dos, él se había dedicado a jugar a la guerra? ¿O sería todo mentira y le habrían implicado por algún mal querer? Su cabeza era un torbellino de confusión y dolor, y solo una idea martilleaba su cerebro.
Mi niño, mi niño ¿qué será de él?, ¿quién te va a cuidar a ti, mi tesoro, con tu padre en la cárcel y tu mamá lejos? Mi niño…
Durante días y días, Leles se arrojaba en la cama. Lloraba bajito para no asustar a Maelín o se escondía con él detrás del Corral del Medio para abrazarle sofocadamente por los rincones, bajo las sombras de las higueras o los nogales, sobre la hierba del prado. En un arrebato, tirando la pala de volear el maíz lejos de sus manos, escondía su cara en el cuellecito de Maelín y allí iba su alma, su amor, su pasión por su hijo y por Paco…
Desde el nacimiento del niño, Merceditas expiaba su culpa con una reclusión de clausura. El Corral del Medio se había convertido en un convento. Hasta que embarcó rumbo a Buenos Aires, a finales de julio de 1949, Leles llevó una vida de monja, de madre soltera maldita. El ingreso de Paco en la cárcel había empeorado aún más su situación y las sospechas sobre qué sabría ella o no de los emboscados siempre anidaban en las almas más negras, las que mandaban y tenían el poder en las aldeas durante aquellos años oscuros.
En las cartas que me enviaba desde la cárcel, Vaco me decía siempre que estaba orgulloso de mí. Desde que caí embarazada ya no fui nunca ni a romerías ni a ninguna parte. Mi madre me obligaba a ir a misa, porque era muy católica.
Mi hijo tenía una madre soltera y un padre en prisión. Dábamos miedo y despertábamos recelos incluso en los más buenos, aunque en Abanillas la mayoría de la gente siempre nos ayudó. Yo vivía al lado de lo que llamamos el Palacio de Abanillas, y por debajo vivían los abuelos de Miguel González, el que lleva ahora veinte años de alcalde en el Val. Sus padres, Nati y Miguel, y yo nos carteamos durante cuarenta y seis años, toda una vida, hasta que murieron después de visitar yo España, en 1995.
Miguel fue como un padre para mí. Cuando yo me quedé embarazada, él fue a Las Carrás a hablar con Julia y la abuela Hilaria. Lo que no hicieron mis padres. Y en Las Carrás le dijeron que Paco estaba dispuesto a reconocer al niño. En cuanto volviera del Servicio Militar, que le tocaba en La Marina, nos casábamos, si los dos seguíamos de acuerdo. Pero mi madre, erre que erre. A Paco, en vez de marcharse al servicio militar, se lo llevaron a la cárcel.
A Paco no le entusiasmaba el mar. Era hombre de tierra firme, por más que desde las cumbres de Serdio se divisara la espectacular desembocadura del Nansa, los cenagales que el poderoso río dejaba en la ría de Los Tánagos. Por más que alguna vez de chicos, cuando huían de las tareas de la siega y de la recogida de hierba, de los cestazos de abuela–madre Hilaria, él y Zoilina se escaparan cuesta abajo, hacia el Sable, a recoger lapas y cangrejos. Pero nada más, porque el mar rugía por la noche y por la mañana, porque del mar llegaban los temporales que arrasaban el maíz, las siembras de las alubias y las patatas. Porque el mar asustaba a las vacas y a los caballos, que olían la humedad en el aire antes de que el nubarrón negro, a veces el tornado, se les hubiera echado encima.
Los animales eran tan listos que para cuando la borrasca y la tormenta estaban encima, los rebaños ya se habían cobijado en la otra cuesta de la ladera, abajo, mirando a la iglesia de Serdio, a los Picos, a Portillo. Por eso las ovejas se ponían en corro, cabeza abajo y mirándose unas a otras, para soportar el vendaval. Por esa sabiduría o instinto, a Paco le gustaban los animales, las vacas e incluso las ovejas, pero no limpiarlos. Por eso, para proteger a las casas, a los animales y a ellos mismos del mar, los pueblos de la marina estaban en hondonadas o suaves altos, no pegando al mar. Por eso ni a Paco Bedoya ni a sus primos les entusiasmó nunca el mar, pese a que lo tenían a menos de dos kilómetros de casa.
Y quizá por esas mismas razones, el mozo de Serdio no sintió ninguna lástima especial cuando el 18 de diciembre de 1948 los funcionarios de la Prisión Provincial de Santander, en donde ya llevaba tres meses, le comunicaron que se había recibido la petición de un justificante por parte del militar Lorenzo Santibáñez, ayudante militar de la Marina. A vuelta de correo, el director de la prisión confirmó a la Marina que Francisco Bedoya estaba allí, preso y en custodia «a disposición de la Autoridad Militar». La Autoridad Militar nunca le reclamó para hacer la mili.
Recuerdo un día que bajaba al mercado de Unquera y llevaba al niño en brazos. Ismael tendría meses. En Unquera me vio Julia, la madre de Paco. Vino hacia mí con una sonrisa.
—¡Qué guapo es! ¿Me lo llevo un rato y así descansas y compras en paz?
—Sí, mujer. Muchas gracias, me da no sé qué. Ya pesa mucho…
—No te preocupes. Estoy acostumbrada.
Ismael se fue con su abuela paterna sin mostrar el mínimo síntoma de extrañeza. Julia le hacía incansables arrumacos mientras le enseñaba los puestos. La quincalla, las cestas, los quesos, las alubias moradas y brillantes como cuentas para collar, los grandes calabacines, las enormes calabazas que amenazaban con hundir el mostrador por el peso. El tendero tenía que bajarlas al suelo, ante la mirada arrobada del niño, que desde los brazos de su abuela contemplaba aquellas enormes pelotas verdes y jaspeadas de blanco, naranjas otras. Pasado un tiempo prudente, Julia volvió con su nieto para buscar a su madre y dejarlo en sus brazos, no sin un cierto pesar.
—Toma, hija. Es buenísimo y se parece tanto a su padre…
Tras dar una palmada a Merceditas en la mejilla y un beso rápido a su nieto, la madre de Paco Bedoya se giró deprisa, para que sus ojos no se encontraran con los de Leles.
Conmigo se portaron siempre muy bien. Lamento decirlo, pero en algunos aspectos, mejor que mi madre, que fue tan dura. Cuando me vine, lloré tanto, tanto. Dejaba un hijo de dos años, a Paco, el único amor que había tenido, mi pueblo…
Por fin, un día de julio de 1949 llegó la fecha temida. Paco llevaba ya diez meses encarcelado en la Provincial de Santander y los guardias no habían molestado a Leles, pero Consuelo seguía teniendo miedo, vergüenza y poco dinero para mantener a la familia. Además, aunque no se lo había contado a su hija, las noticias que traían las mujeres que iban a la cárcel de las Oblatas eran espantosas. Clarita, una chica humilde de Portillo, la hija de Victoriano Moreda y de Evarista —otra familia cuyos miembros estaban todos en prisión—, había dado a luz en los calabozos, y Serapia Galguera, la de La Acebosa, la mujer de José Escobedo, de los del molino, había tenido que romper una sábana para hacer pañales para el bebé.
Decían que el niño era hijo de otro emboscado conocido como el Gandhi o el Marcao. En realidad, se llamaba Segundo Calderón Pérez y había nacido en una aldea de Cartes. A mediados de los años cuarenta ya formaba parte de la Brigada Machado. Luego se pasó a lo que quedaba de la Brigada Malumbres. Logró escapar a Francia con ese grupo en septiembre de 1947, cruzando el río Bidasoa a nado el 22 de septiembre[23].
A Consuelo le salían canas y arrugas por días solo de pensar que a Leles y a Ismaelín, que por entonces ya era el niño de sus ojos, los llevaran a las Oblatas. Incapaz de razonar sobre la posibilidad de que el peligro hubiera pasado, cada vez que un jeep de la Guardia Civil pasaba por la cuesta de Abanillas o divisaba a los tricornios negros avanzando por los caminos hacía algún prado donde ellas estaban trabajando, a la madre de Leles se le cortaba la respiración.
Por fin habían logrado salvar el principal escollo, que era la documentación y los papeles para Leles. Estaba decidido. Ambas hermanas se parecían y con una foto y una letra muy similar, Merceditas se tendría que ir con la identidad de Tita. Para Consuelo eran menos los riesgos de que la devolvieran desde Buenos Aires que los que su hija y su nieto corrían en Abanillas.
ERNESTINA: Después del embarazo vi menos a Leles. Aunque yo nunca le saqué el tema, porque a mí me daba mucha pena. Ella no salía. Se encontraba cobarde. Consuelo la machacó horriblemente. Mi madre era también muy católica, pero adoraba a Leles. «Esta cría», decía mi madre siempre. Recuerdo el día en que se marchó para embarcar, cuando vino a despedirse. Qué gritos, qué lloros los de aquella criatura.
—¡Ay, tía, tía, que dejo un hijo!
—Sí, hija, sí —le decía mi madre, abrazándola—. Ya lo sé, ya lo comprendo, ya me imagino lo que es dejar un hijo.
Y se marchó con el padre, que era una bellísima persona, tan buena como la madre era de puñetera.
Esa abuela puñetera que Ernestina no ha olvidado, esa abuela que tuvo que consentir que las mujeres de Las Carrás llevaran a Ismael a la Provincial para que su padre le conociera, a veces no podía controlarlo todo. Triste y satisfecha a la vez porque quedaban pocas horas para que su Leles saliera de España, y ella, una humilde mujer de campo, iba a ganarle la partida a la Guardia Civil, a los maquis y al destino salvando a su hija, tuvo que quedarse en casa aquel día final, cuando Ismael padre y Leles marcharon hacía Pesués a tomar el tren hasta Santander.
La casa del Corral del Medio estaba patas arriba con tanto niño. Los hijos pequeños de la propia Consuelo, Luis y Toñín, daban mucha guerra. Ismael, el de Leles, ya trasteaba agarrado a los barrotes del balcón donde todos aprendieron a andar y preguntaba por su mamá. Gonzalo daba mucho que hacer a Tita, que no se separaba de él, sabiendo que también ella, muy pronto, tendría que dejarle con su madre, como había hecho su hermana.
La gota que colmó el vaso fue la noticia que traían las mujeres que iban de visita a las Oblatas: la niña que su sobrina Luisa acababa de parir estaba malita, y a la madre la trasladaban de prisión. Consuelo se la tenía que traer también a la casa de la cuesta de Abanillas.
Por eso Consuelo no fue al tren a despedir a su hija, y también porque no quería más escenas en público. Los llantos y los gritos de Leles le volvían más brusca si cabe, y no quería. Estaba cansada de hacer el papel de mala. Por eso no vio quién fue a despedir a su hija aquel día caluroso de finales de julio de 1949.
En la modesta estación de Pesués un hombre estaba sentado, solo, esperando a Leles e Ismael. Tímido, callado y más viejo, Paco Bedoya padre esperaba en el único banquito que había en el andén, pero se incorporó rápido cuando vio a la joven y a Ismael llegar cargados de bártulos.
Desde que Julia y él se separaron, el padre de los hermanos Bedoya Gutiérrez, aquel de la buena voz que cantaba en las romerías cuando la orquestina del ciego de Sierrapando acababa, parecía triste y algo acobardado.
—Toma, hija. Es lodo lo que puedo ofreceros —le dijo a Leles.
Lo cogí entre lágrimas. Era harina para que me llevara y no sé qué otra cosa. Lo que tuviera el hombre. Me abrazó con miedo y luego se dio un abrazo más fuerte con mi padre, deseándonos suerte. ¡Qué suerte!
A la bajada del tren en Santander, Leles y su padre se encaminaron hacia la casa de la abuela, la madre de Consuelo. No habían hecho nada más que empezar a saludar al entrar en el piso cuando llamaron a la puerta. Era Julia, la madre de Paco.
Pese a la mala cara que puso la abuela, Ismael padre saludó amablemente a Julia, que se limitó a expresar su deseo de hablar con Leles. Era día de visita en la Provincial, y a la mujer se le había ocurrido que quizá Merceditas querría acompañarla para despedirse de Paco.
LOS RUEGOS EN LA PROVINCIAL
A Leles se le subió el color. En décimas de segundo, por su rostro pasaron todas las sensaciones de los últimos años, mezcladas en un cocktail que, aún sin terminar de agitar bien, le quemó el esófago hasta llegar a la boca del estómago y subir a calentar su corazón. En un gesto que por unos momentos recordó a la Leles dispuesta y alegre que un día fue, se cogió del brazo de la que debía ser su suegra y se declaró dispuesta a marchar para ver a su amor.
Tuvieron que ser su padre, su abuela y la misma Julia los que la hicieran frenarse para recordarle que tenían el tiempo justo para ir luego a embarcar. El mercante partía de madrugada. Lejos de la influencia de Consuelo, la generosidad de su padre se impuso y el hombre se mostró obsequioso, preparado para ocuparse de todo, incluido el traslado de las maletas y demás bártulos hasta el muelle. Después de todo, aquellos viejos fardos y el par de maletas resultaban livianos comparados con la alegría que por primera vez en tres años brillaba en la carita de su hija predilecta.
Las dos juntas nos fuimos hacia la Prisión Provincial para ver a Paco y decirle adiós. Yo estaba feliz. Le iba a ver por primera vez en dos años. Me daría tiempo a hablarle de los planes para Ismaelín, de cuando podría él ir a buscarme, de nuestra vida. Si Julia venía a buscarme era porque Paco también necesitaba verme antes de irnos. Eso significaba que aún me quería, como no podía ser de otra manera. Pero no le pudimos ver. No nos dejaron entrar en la prisión al no llevar la cartilla de racionamiento. Rogamos, pedimos a los guardias, tratamos de explicarnos, yo era su mujer, teníamos un hijo. No sabíamos cuándo nos volveríamos a ver. Fue imposible. Julia estuvo hasta el último momento conmigo, porque nos quedamos hechas polvo.
Hecha polvo seguía Mercedes San Honorio seis décadas después, aquella tarde en Buenos Aires, cuando relató el fracaso de la que fue
mi última oportunidad de ver a Paco. Y él a mí. De decirle: «Te espero en Buenos Aires», que era lo que ya habíamos hablado con Julia antes de llegar a la prisión.
Perdidas entre la gente que asistía a la feria de Santander, Leles y Julia pasearon su tristeza durante horas, tomadas del brazo, a ratos en silencio, a ratos a rastras con los esfuerzos de Julia para consolar a la joven.
—Sois muy jóvenes. Ya verás como todo se arregla. Tú no te preocupes de Maelín. Yo hablaré con tu madre y pasaré a ver al niño. Te lo prometo.
—Sí, sí. Pero dejo un hijo y a Paco. No podré vivir. Prefiero morirme antes que tomar ese barco esta noche.
—No digas tonterías, Teles. Paco saldrá de la cárcel y os llevaréis a Maelín a Buenos Aires, a Cuba, adonde vosotros queráis.
—Pero ¿y si su hijo se olvida de mí? ¿Y si ya no me quiere cuando salga?
—Creí que conocías mejor a mi hijo, Merceditas. Si hemos venido es porque él me lo ha pedido. Ahí dentro él estaba esperándonos, y cuando se haya enterado de que no nos han dejado entrar, sé cómo se estará sintiendo. Paco te quiere, tú lo sabes mejor que nadie. Y se casará contigo si eres formal.
Con estas y otras frases desusadamente largas para Julia, la madre de Paco Bedoya trataba de calmar el dolor de la muchacha, el de su hijo, y mitigar la zozobra que sentía ella misma, que no estaba tan segura de todo lo que estaba diciendo. Con esas y otras cuitas, haciendo planes para cuando llegara a Buenos Aires y sobre la primera carta que enviaría a Paco, las dos mujeres pasearon por el Paseo Pereda, subieron hasta el Piquío y la Magdalena, sin hacer caso de la noche de julio, de la suave brisa del mar ni la espuma blanca de las olas. Porque pese a ser de noche, a las luces de las hermosas villas victorianas que se levantaban bajo la ladera del Hotel Real, la espuma de las olas se deshacía al rozar la arena tan ligera como las esperanzas de las dos mujeres.
—Volvamos, tu padre se va a poner nervioso —murmuró Julia a la altura del camino hacia el Palacio de la Magdalena.
—Y mi abuela y mi tía no digamos…
Regresaron aprisa, Julia tirando de Leles, porque sus pasos se retrasaban a medida que divisaba las luces de los mercantes en el puerto. La madre de Paco se empeñó en acompañar a la muchacha hasta el barco. Allí las encontró Ismael, calladas, tristes, apoyada la joven en la mayor, ambas con sus ropas de aldea, aunque Merceditas llevaba puesto un vestido de antes del embarazo, porque estaba otra vez muy flaquita. Un vestido con el que había bailado alguna noche los pasodobles en los brazos de Paco al son de la orquestina del ciego de Sierrapando.
Como ellos, otros grupos de familias despedían a sus emigrantes. Sobre la cubierta del Cabo de Hornos, aquel que llevaría a Leles tan lejos, ya se veía a los marineros ajetreados en los preparativos para zarpar. En el muelle, algunos hombres mostraban signos de resignación y cansancio, hartos de los consejos asfixiantes de la mujer, de la madre, de la suegra. Las pasiegas y las de tierra adentro, mayores, cubrían su cabeza con pañuelos negros, mientras en la mano sujetaban otro pañuelo, blanco, con el que se limpiaban una lágrima, al tiempo que no despegaban la vista de la maleta, del fardo de comida para tan largo viaje, porque allí iba el futuro de la familia, de sus hijos, de ellas mismas, si es que les quedaba futuro.
Leles no podía apartar los ojos de las chicas que despedían a sus novios. Había paisanos de todas las provincias, acentos cántabros, leoneses, salmantinos y hasta andaluces y canarios, aunque no sabía muy bien por qué habían llegado hasta Santander para embarcar, si en sus tierras también había puertos y barcos que partían hacia América.
Por fin, unos marineros bajaron y retiraron la cuerda que daba paso al barco. La gente ya se había formado en cola con dos horas de antelación.
Julia no se había ido, aunque hacía un rato que permanecía a una prudente distancia, mientras su abuela y su tía, la hermana de su madre, les hacían las últimas recomendaciones para el viaje.
—Cuidado con el dinero, Ismael. Recuerda que llevas el fajo atado al cinturón.
—Tú, niña, espabila mujer, que te lo vas a pasar muy bien.
Ismael y su hija asentían a tantas recomendaciones. Padre e hija solo estaban pendientes del barco, deseando que todo acabara. Los momentos se le hicieron interminables a Leles. A punto de poner el pie en el puente, mientras su padre sacaba los papeles y los billetes, Merceditas estaba más pendiente de ver a Julia, de intentar lanzarle una mirada de ánimo para que se la transmitiera a Paco, que de ponerse nerviosa por si los del puerto y los marineros descubrían su falsa identidad al examinar sus documentos.
Ya estaban arriba, pero faltaba mucho aún para zarpar. Cuando Ismael y su hija encontraron su sitio en los camarotes, en la zona más modesta —pero qué más daba, dieciocho días pasaban pronto y todo les parecía bien en aquellos momentos—, ambos regresaron a cubierta. Allí seguían su abuela y su tía, esperando la señal convenida de Ismael, su gorra enganchada a un palo, porque ambos, padre e hija, eran bajitos.
Y allí detrás, un poco alejada de ellas, pero más alta, bien plantada, con el aire un poco desafiante que definía a las mujeres de Las Carrás, estaba Julia levantando tímidamente su mano. Aquella mujer debía haber sido su suegra, quizá lo fuera algún día. Era la madre de Paco Bedoya, la mujer que se hizo enlace, militante, apoyo del maquis más famoso del norte de España, de Juanín. Aquella fue la última vez que Leles la vio con vida.
DOÑA SOLEDAD O UN SIGLO CONTRA EL MIEDO
Julia regresó a Las Carrás, triste, cansada, pensando que pronto iba a cumplirse un año desde que su Paco, su hermana Zoila y Quena ingresaron en prisión. El miedo se había instalado en el Val de San Vicente. Quien más quien menos tenía un hermano, un sobrino, un primo o un amigo en la cárcel.
¡Qué razón había tenido Juanín aquel día, tan cabreado, gritando que iba a matar a Popeye por imprudente! Desde que se supo que las detenciones del día de los Mártires habían tenido lugar por una delación y por la imprudencia de Carlos Cossío, nadie se fiaba de nadie. Por lo que le contó Juanín a Julia, las fotos que Carlos Cossío había hecho en Gandarilla, en la fiesta de la Virgen de las Nieves el 5 de agosto, habían corrido por manos que no debían y habían dado pistas, pese a la prudencia de Josefina Collado, la chavala de Juan y Sara, otros de los detenidos en Portillo.
Tan solo tres semanas después de que Popeye y sus amigos estuvieran en esa fiesta, bailando y de juerga, los camiones habían hecho las sacas del 31 de agosto.
Las delaciones se temían. Nadie sabía qué habían declarado unos y otros bajo las torturas de los guardias de Agustín Jurado y Casimiro Gómez. Por eso ya nadie se fiaba de nadie, esperando la fecha del Consejo de Guerra. Solo algunas miradas de complicidad y los mensajes entre las mujeres sobre cómo estaban los niños y las madres en la cárcel. La última a quien habían tenido que avisar era a Soledad Purón, en Portillo. La pobre, con cinco críos en casa, tuvo que mandar a por su sobrina recién nacida.
Soy Soledad Purón Fernández, hija de Pedro Purón Borbolla y hermana de Pedro Purón Fernández. El día que vinieron con los camiones, al amanecer, para llevarse a todos, yo no estaba en casa. Por suerte. Aunque los emboscados no venían a casa de Constantino Longo, mi marido. Teníamos cinco hijos y decían que con tanto crío, era peligroso.
Se llevaron a toda mi familia a la cárcel y me quedé con toda la chiquillería. Mi cuñada María, la mujer de mi hermano Pedro, iba embarazada. Dio a luz en la cárcel de mujeres de las Oblatas. La niña se llama Carmen y ahora trabaja en la ONCE, en Santander.
Un día, las de Serdio, las de Las Carrás, vinieron de ver a los suyos y nos avisaron de que teníamos que ir a por la criatura a prisión. La niña y la madre no hacían más que llorar y o íbamos a por la pequeña, o se moría. Con el lío que yo tenía, tuvo que ser mi hija Sólita, con catorce años, la que se fue soluca a por Carmen.
Doña Soledad tiene un siglo de vida, cien años que le permiten proclamarse la abuela del Val de San Vicente. Su cabeza y su memoria funcionan a una velocidad fuera de lo común, y tal vez sea su sordera y su pila de años las que le dejan ser libre, hablar «sin pelos en la lengua», como ella dice. Hace tiempo que no le tiene miedo a nada, ni a los cotilleos, ni a que vuelvan los de derechas,
digan lo que digan, en este país siempre serán franquistas y no les tengo miedo, porque de tanto sufrir, se me gastó el miedo que podía sentir. Si el pánico me hubiera atenazado, como pasó a muchos de aquí, y con razón, yo no hubiera cumplido esta pila de años.
Soledad Purón vive a la entrada de Portillo, en unas tierras que lograron salvar de la catástrofe ella y su marido, porque a su padre, Pedro Purón Borbolla, aquel viejito que iba también en la caja del camión junto a Nelito, camino del cuartel de San Vicente de la Barquera, aquel viejito que con más de setenta años también fue golpeado, torturado y tirado al suelo del calabozo, le quitaron todas las tierras. Se las expropiaron. Como al resto de los detenidos. Algunas familias, como los Escobedo, lograron recuperarlas años después. Otros, como los Purón o los Allende Cos, no lo consiguieron. La autoridad convocó subastas de las mejores tierras o propiedades. Los adeptos al régimen, prohombres de los pueblos de los detenidos, aprovecharon la circunstancia para quedarse con lo mejor del patrimonio de los encarcelados por sumas ridículas. Ni siquiera con el regreso de los socialistas y del ídolo de doña Soledad, Felipe González, pudieron recuperar nunca lo que a los Purón les fue expropiado. O robado.
Recuerdo muy bien a la gente de Las Carrás. Allí se enseñaba a coser y era Zoila, sobre todo, la que tenía unas manos primorosas para bordar. Los Bedoya se fueron de aquí a Santander, después de lo de Paco.
Paco y Leles tuvieron mala suerte. Consuelo, la madre de Leles y de Tita, no le quería, porque ella era muy derechona. Aquellos tiempos eran muy difíciles para las chicas que se quedaban embarazadas de solteras. Los curas soltaban unas filípicas…, y las lenguas, ¡ay las lenguas!
Yo tenía una hija que con dieciséis años se me quedó embarazada. No, no era de uno de los emboscados. Hoy, si una chica joven se queda embarazada se la llama madre soltera, como debe ser. Entonces eran unas hijas de puta. Perdón por la expresión, pero era así. Ni la pobreza, ni la falta de información, ni la juventud de todas ellas eran atenuantes ni para las beatas ni para la Iglesia. Nadie sabe lo que yo lloré por mi pobre hija. Tuvo su niña, y yo la paseaba por ahí.
Sabíamos muy bien quién era el padre, pero la que debía haber sido la consuegra nos miraba mal, y al ver a la niña, bajaba la vista, aunque era sangre de su sangre. Nunca lo pude entender. Mi pobre hija se marchó a servir a Madrid. No soportaba las miradas, los chismes de aquí. En Madrid se me murió, a los veintisiete años. Y aquí estoy; las penas no matan, aunque a veces una lo desea.
Aquellos eran tiempos en los que una mentira de un vecino que estaba en tu contra te podía hacer todo el daño del mundo. Mi padre, Pedro Purón Borbolla, era un indiano que cada vez que venía de Buenos Aires traía dinero y hacía una tripa a mi madre. Entonces no había rojos ni fascistas, sino conservadores y liberales. Ahí empezó todo.
Al terminar la Guerra Civil, a mi padre le condenaron a seis años. Se lo llevaron a la isla de San Simón, en la ría de Vigo, en Galicia. Antes de ser prisión había sido leprosería, y allí le mandaron, con uno de Serdio, también mayor. Se llamaba Eugenio del Campo y se murió allí. Mi padre cumplió condena durante cuatro años. Volvió muy enfermo, le dolían mucho las piernas.
Un día le pidió a mi hermano que le tirara por la ventana para dejar de sufrir con esos dolores. Yo soy creyente, he visto mucho en la vida, y al final, Dios hace justicia. Pero que ese Dios me perdone, porque yo, lo que le hicieron a mi padre, no puedo perdonarlo.
Mi difunto marido se llamaba Constantino hongo y trabajaba en la Tabacalera. Ganaba un buen sueldo. Unas ciento sesenta pesetas de entonces y, cosas de la vida, al acabar la guerra, Constantino estuvo cuatro años preso en la misma Tabacalera, que había sido convertida en cárcel. Después pasó quince meses a cargo de un batallón de trabajadores en Medina de Rioseco. Teníamos cinco hijos y cuando se lo llevaron a la cárcel, mi hijo mayor tenía diez años.
No sé de dónde sacamos fuerzas en la vida. Me levantaba a las seis y entonces no había carreteras asfaltadas como ahora. Me iba a medir la leche a Abanillas. Volvía y daba de comer a las vacas y a los animales. Despertaba a los niños para que fueran al colegio y me dedicaba a la casa y a la siembra del huerto. A cavar. Cuando volvían los niños del colegio, les tenía la comida. Después me iba a segar los prados para dar de comer al ganado. Por las noches, cuando los niños estaban en la cama, a coser.
Claro que también tengo buenos recuerdos. Mi cuñada Otilia venía todas las noches a verme y picaba en la ventana. Una noche oigo que pican más fuerte y le dije: «Tilia, déjalo ya, que me vas a despertar a los críos». Y otra vez que pican… De pronto, cuando me iba a enfadar con mi cuñada, oigo bajito: «Soy yo…». Y era mi marido, que volvía de la cárcel. ¡Dios mío, qué alegría! Desperté a los niños, y qué abrazos, qué de cosas… Se murió en 1969, y cuando llegó la democracia me dieron una pensión, porque había estado en la cárcel. Tero solo le reconocieron quince meses. De los cuatro años de la Tabacalera, ni rastro. Entonces, les dije: «¿Dónde creen que estuvo? ¿Debajo de un cesto?». Ya no me callo. Hace tiempo que no soy capaz de hacerlo. He visto tanto, hemos pasado tanto en estos pueblos, siempre en manos de los mismos, que ya no tengo miedo. Ya no.
Una noche llegaron los emboscados a casa de mis padres, en Abanillas. La parte de atrás está muy cerca del monte. Mi padre le dijo a mi madre: «Que están ahí los del monte, que si tienes algo para comer». Mi madre les dio lo que había entonces, huevos y torios.
Quizá ellos tenían que haber sido más discretos. No sé bien quiénes vinieron. Por aquí andaban Juanín, Popeye, Gandhi, que tuvo una hija con una chavala de por aquí. Los del monte iban a casa de mis padres, de los Bedoya, de los de El Trichorio de Teófila. Buscaban casas que estuvieran un poco aisladas y que fueran de republicanos o de gente con corazón. No necesariamente rojos. Ya ves, el cura de Estrada les ayudó siempre que pudo, y no era un rojo, solo una buena persona.
¿A quién mataron los del monte de aquí? Cuando lo hicieron, fue en defensa propia, como Juanín cuando disparó al cabo que luego resultó que era su amigo de la infancia. Se encontraron de frente. Fue el único delito de sangre que tenía Juanín. Y Paco Bedoya, Paquín, como le llamábamos todos, nunca mató a nadie. Se echó al monte por lo que hicieron con su casa, con su familia, con su ganado. Tenía la edad de mi hijo mayor, que ya se me ha muerto.