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LA HABANA COMO REFUGIO

Desde La Habana, Zoilina y abuela–madre Hilaria habían seguido los acontecimientos de la gente de Las Carrás, las desgracias, las entradas y salidas de la cárcel, el incendio de la casona que Zoilina lloró como si lo hubiera presenciado. Y la llegada de Requena. En cuanto supieron que había salido de la cárcel, su abuela y su hermana se encargaron de enviar el dinero para que embarcara rumbo a la capital cubana. Era otra escapada del infierno de Serdio, de los rumores, de los cuchicheos, de los recuerdos de aquellos años en la prisión de las Oblatas que Quena nunca pudo olvidar del todo.

A Quena, la capital cubana la impactó tanto como a su hermana. Durante cinco años se sumergió en la vida de los restaurantes y los cafés de la familia, ayudando en el trabajo de cada día. Pero desde España, de tanto en tanto, llegaban terribles noticias.

ZOILINA: No recuerdo cómo nos enteramos de la muerte de mi primo. Alguien, puede que mi tía Julia o mi prima Teresina, o algún marinero de por allí, nos trajo además algún periódico donde se decían muchas mentiras y tonterías. Para Quena y para mí fue horrible, aunque de alguna manera era como si lo esperásemos. Pero también habíamos tenido esperanzas de que pudiera escapar a Francia.

Habían pasado unos meses desde la muerte de Paco Bedoya en Peña Carredo cuando Teresina escribió a La Habana pidiendo ayuda. Julia, muerta de dolor tras el asesinato de su hijo, convencida de la traición de su yerno, no quería o no podía saber nada de Teresina ni de sus nietos.

Las fuerzas que durante tantos años la habían sostenido en la cárcel, en la casa, sola tirando de los chicos, en el pueblo, soportando la vigilancia de la Guardia Civil día y noche y las miradas de esas vecinas que murmuraban que Las Carrás era poco menos que un prostíbulo, ahora la fallaban. O los ganglios de Paco y la penicilina urgente por si se moría, las humillaciones, las torturas y los interrogatorios en el cuartel de San Vicente y hasta en la misma prisión… Todo había sido soportable, menos la muerte de su hijo, su Paco, carne de sus entrañas, tierno, buenazo, maldito por el destino y traicionado por gente de su propia familia.

Su hijo, que al final tuvo que aceptar la ayuda de quien menos se fiaba, su cuñado San Miguel y la inexperiencia de su hermano Fidelín. Su hijo, que durante horas había permanecido solo, en pleno mes de diciembre en lo alto del monte, desangrándose, sujetándose el vientre por donde se le escapaba la vida, la sangre, las tripas y el dolor. Julia se volvía loca cuando pensaba en lo que habría pasado por la cabeza de su niño grande durante aquellas horas. Quizá Paco pensó en Ismaelín, su único hijo al que nunca volvería a ver. O en ella, en su madre, como pensaban todos los que se iban a morir, llamándola «¡madre, madre!», entre lágrimas de aquel mocetón tan tierno y buenazo que escribía aquellas cartas a Leles a Buenos Aires, donde ya nadie tendría que esperarle.

Esos eran los pensamientos de Julia cada noche, cada día, atormentada por el recuerdo de su Paquín agonizando a cámara lenta, esperando a que lo rematasen al amanecer, y solo, muy solo, con mucho frío. Luego quedó su cuerpo lleno de balazos, le bajaron como a un animal, en parihuelas, le enterraron fuera del camposanto… Fue en aquellos meses cuando Julia comenzó a volverse obsesiva, loca de dolor, cuando no soportaba siquiera ver a sus nietos.

ZOILINA: Yo, en cierto modo, comprendo la reacción de mi tía Julia. El marido de su propia hija estaba implicado en la muerte de Paco. Mi primo, un muchacho que lo encerraron a los diecinueve años, católico, que de pequeño cantaba en el coro de la iglesia, que nos ayudaba en casa, que trabajaba como un mulo, un buenazo, el hijo mayor, mi compañero de juegos. Cómo iba a estar mi tía si aún hoy a mí me hierve esta sangre que siempre nos ha perdido. Todos le habían advertido a Teresina, mi prima, de quién era aquel tipo, el tal San Miguel. Pero una vez más, el amor había hecho perder la cabeza a otra de las mujeres de mi familia. Teresina estaba muy sola y San Miguel la engatusó. No discuto que incluso la quisiera, pero también hay que ponerse en la piel de mi tía, que lo había visto venir todo.

Total, que Teresina nos pidió ayuda. Con el asesinato de mi primo y de su marido, ya no tenían dónde caerse muertos y la pobre tenía dos niños que criar. No tenía dinero ni para la leche de esas criaturas. Así que unos meses antes, quizá un año antes de escaparnos de La Habana, Tere llegó a Cuba con José Francisco —José por su padre y Francisco por su tío— y María José, los dos pobres niños.

Llegaron muertos de hambre, flacos, desmejorados. «Teresina parecía haber envejecido siglos en unos años», recordaba Zoila. Como una vieja bajó del barco, desdentada, acabada, como un trapo.

Creo que los dientes se los habían roto después, en las palizas o en los interrogatorios. No lo sé bien. Tuvimos que pagarle un arreglo completo de la dentadura. Allí estuvieron con nosotros unos meses, hasta que se repusieron. Después volvieron a Santander y las cosas con mi tía Julia se arreglaron un poco.

DANZONES EN LA HABANA DE LOS CINCUENTA

Hasta que conocieron el trágico destino de Paco y mientras llegaban los castristas —todo con un mes de diferencia—, las hermanas Gutiérrez Hoyos vivieron la vida de la capital cubana con la intensidad a la que su sangre brava siempre las empujaba.

A principios de los años cincuenta, la ciudad seguía siendo un lugar idílico para los que tenían dinero, cara dura o eran fantásticos vividores, aunque el paraíso se alejaba cada vez más. El trabajo en los restaurantes y el club regentados por la familia Gutiérrez, con el tío Fidel como patrono, hacían olvidar los mayores sinsabores del pasado gracias a la plata que ganaban. El pollo guisado a «los moros y cristianos» era un plato de lujo tanto en el Caporal como en El Canto o en el Reloj Club.

Este último «que aunque era un club, no era de putas», insistía Zoilina, formaba parte de la ruta nocturna de otros locales y cabarets habaneros, como el Tropicana, Sans Souci, el Topeka Club o el Cabaret Parisién del Hotel Nacional. Allí aterrizaban por la noche, ya de madrugada, escritores, músicos, mulatonas de buena vida e incluso bailadores de la orquesta del famoso Antonio María Romeu, el músico que compuso más de quinientos danzones, como Eva, Marchita, Alemán, prepara tu cañón, Siglo XX, El servicio obligatorio, La flauta mágica y El mago de las teclas.

Zoilina amaba la orquesta de Romeu más que la de Fajardo. Al escuchar aquellas músicas sonreía con nostalgia y cierta superioridad siempre que recordaba cómo le gustaba la orquestina de las romerías de su infancia, la del ciego de Sierrapando. Rondando los ochenta años, aún seguía tarareando Tres lindas cubanas. Mientras a su terraza de Benidorm llegaba como fondo el runrún de la ciudad de veraneo eterno, su cuerpo se ondulaba suavemente al recordar el son de los danzones habaneros, de los cha–cha–cha. Los ojos entornados y sus labios, coquetamente pintados aún de rojo, susurraban los recuerdos y los olores de La Habana bajo la atenta mirada de su cuñado Virgilio, el marido de Requena, el cubano que siempre pensó que las Gutiérrez eran demasiado mujeres.

A las madrugadas habaneras del Reloj Club también acudían los caballeros y damas que cerraban El Tropicana después de haber escuchado a Bebo Valdés al piano. Todo para seguir bailando. Porque si en algo hay unanimidad sobre La Habana de los cincuenta es en que era la ciudad más bailadora del mundo. Embrujada por la magia tropical, cubana, negra, canaria, asturiana, cántabra, andaluza, gallega, china, árabe, dominicana, francesa e inglesa, la ciudad danzaba durante las veinticuatro horas del día.

Cada barrio, cada calle, cada club tenía sus horas para que acudieran los verdaderos bailadores, más conocidos como «hacheros». Vestidos elegantemente, los sábados de otoño e invierno de muselina inglesa y cachemir francés. En verano, con trajes de dril blanco, y camisas de cuello blancas, azul o rosas, verdes pálido incluso. Y zapatos negros o carmelitas de puntera fina u ovalada, típicas del bailador. Ese era el uniforme del hachero de élite, porque luego estaban aquellos negrotes y mulatos vestidos de colores vivos, amarillos chillones, verdes, rojos y zapatos de puntera chupada, que arrasaban por la noche con la salsa y los danzones.

En este mundo abrasado de luz y bochorno, de ron y mojitos, se integró Zoilina pasados sus primeros meses de pasmo y boca cerrada. Pronto el son cubano entró en sus venas, y aunque no aprendió a contonearse como una mulata, su físico tan europeo compensaba la falta del gracejo habanero para mover las caderas. Es más, quedaba elegante y de señorona no alcanzar aquellos escandalosos movimientos de trasero, aunque hubo muchas noches, con los mojitos dentro del cuerpo y un buen puro en la boca, en las que no dejó de intentarlo para admiración de los militares y los influyentes y adinerados amigos del tío Fidel.

Los mojitos estaban buenos en todos los sitios. No hacía falta pagar solo los del Floridita, que había hecho famosos Hemingway, al que, por cierto, también conocí. Mi tío, mi hermana Quena y yo pronto hicimos muchos amigos, unos más legales que otros, pero éramos conocidos por mucha gente. Aquel gallego con dos sobrinas tan guapas no pasaba inadvertido. Mi tío llegó a La Habana con diez u once años y siempre supo moverse muy bien en todas las aguas.

Cuando cierra sus ojos verdes y se recuesta en la silla, la misma Zoilina se sueña como una chica de metro setenta y cinco de altura, rubia, de ojos verdes, con un mechón de pelo blanco,

que me arrancaba de la frente desde que cumplí los veinticinco años. Nunca me lo teñí. Si miras bien en la raíz, ahora aún me sale, aunque ya tengo canas por toda la cabeza y me tiñen el pelo. Todo eso, mi pelo, mis ojos y mi estatura, además de la elegancia que todo el mundo me adulaba, me ayudó en muchas ocasiones. Vara ser justa, debo decir que mi hermana Quena era más guapa que yo, más mujer que yo. Para los gustos de entonces, había admiradores a los que yo les resultaba delgada, falta de carnes. Sin embargo, Quena era hermosa, tenía curvas y era un poco más bajita. Entre los cubanos tenía más admiradores que yo. Bebían los vientos por ella unos cuantos, tanto de los de Batista como luego algún barbudo.

Que las sobrinas del gallego don Fidel pronto entraron en ambiente y aprendieron a bandearse bien en La Habana prerrevolucionaria queda demostrado por la cantidad de dinero que ganaron durante aquellos años y los contactos que hicieron, con uno y otro bando político, hasta que triunfó la revolución de Castro el 1 de enero de 1959. Mientras la revolución se forjaba en los cafés y las redacciones de los periódicos, escarmentadas por lo que habían vivido en España, las dos mozas gallegas escuchaban en las mesas de sus restaurantes a unos y a otros, asentían a todos y trasnochaban, siempre que su tío y el trabajo se lo permitían, con hombres a los que más que preguntarles por sus ideas, les preguntaban por sus modales, se fijaban en su atractivo y, si era posible, en su carro o en su apellido y trabajo.

Quena parecía haber resucitado, porque al poco tiempo de llegar a Cuba, a Requena le hicieron otro regalo que le cambio la vida.

A mi hermana Quena le dio una poliomielitis a los cuatro años en Las Carrás. Y veintiún años después se la pudo arreglar en La Habana. Un famoso doctor de los que tenía Batista, el doctor Iglesias de la Torre, la operó. Creo que era el mejor médico de la ciudad. Quena tenía el tobillo al revés, hacía atrás. El doctor le puso el tobillo derecho, le enderezó el pie.

El doctor José Iglesias de la Torre fue una gloria de la ortopedia cubana. Coronel médico de las huestes de Batista, tenía una clientela tan notable como para permitirse cobrar doscientos pesos por una intervención quirúrgica, una fortuna para los humildes de la isla. Pero en aquellos tiempos, los Gutiérrez podían permitírselo.

Todo iba más o menos bien en La Habana, salvo las noticias que llegaban de España. En la primavera de 1952, recién llegada Quena, Zoilina se enteró de que su primo Paquín se había escapado del destacamento penal de Fuencarral. Habían pasado muy pocos meses desde el incendio de Las Carrás y, en cierto modo, comprendió los deseos de Paco de venganza, aunque seguía sin entender qué era lo que le encandilaba de Juanín a su primo más querido.

Los acontecimientos de La Habana se mezclaban con las noticias desde España, casi siempre en cartas de Teresina, quien le informó de la detención de su tía Julia y de su primo Fidel, que con muy pocos meses de diferencia ingresaron en la cárcel. Sobre la boda de la solitaria Teresina con Daniel Díaz Canosa, el Fuguista, de nombre auténtico José San Miguel, Zoilina y Quena pensaban de forma muy parecida a Julia: sospechaban que era un tipo que había llegado con la intención de infiltrarse en la familia para entregar a Paco y a Juanín, que por entonces seguían recorriendo los montes de la Liébana, de Valdáliga y del Val de San Vicente.

Desde La Habana, poco podían hacer ellas. En la capital cubana, desde que en noviembre de 1956 se anunciara el levantamiento del «Movimiento 26 de julio», las cosas estaban cada vez más raras. El Gramma había intentado ya el desembarco en Sierra Maestra. De los ochenta y ocho revolucionarios que transportó desde el Golfo de México, solo doce lograron llegar a Sierra Maestra. Los demás fueron fusilados. El nombre de Fidel Castro y luego del médico argentino Ernesto Che Guevara formaban ya parte de las charlas en los cafés, de los descansos entre danzón y danzón. Los comunistas estaban infiltrados por todas partes y el dictador Batista tenía cada día más problemas.

Aunque Fidel Gutiérrez, el gallego de las dos sobrinas hermosas, sabía nadar y guardar la ropa teniendo amigos en todos los sitios, todo se complicaba. Pero los Gutiérrez nunca imaginaron cuál era el grado de complicación real en aquella Habana caliente, hasta que los acontecimientos les estallaron entre las manos.

«LE VIMOS ENTRAR CON CAMILO AL LADO»

ZOILINA: Llegó la revolución de Fidel Castro y le vimos entrar en La Habana, con Camilo Cienfuegos al lado. Yo estaba allí. Aquel día de alegría contagiosa en las calles no nos hacíamos idea de lo que se nos venía encima. Hay que ver qué ingenuas fuimos… Teníamos muchos empleados, muy majos todos, que nos querían mucho. Había uno, Raúl, de absoluta confianza de mi tío y de nosotras, de los de toda la vida. Resultó que era comunista hasta los tuétanos, amigo de Fidel y de Raúl Castro. Pero siempre se portó bien, incluso para preparar nuestra huida. Sin nosotras enterarnos, todos eran comunistas. No nos lo decían para no asustarnos.

Cuando triunfó la revolución, Fidel nos lo quitó todo y se lo dio a los empleados. Pero ellos ni siquiera nos lo dijeron para no disgustarnos. Tenían los papeles, los títulos de la expropiación, pero no querían hacernos daño. Así son la mayoría de los cubanos, pese a que haya fideles y batistas. Los viejos empleados ahora eran los señores, y en los primeros tiempos hacían como que nosotras seguíamos siendo las dueñas. Como los conocía bien y tenía amigos en todas las partes, yo ya me fui percatando del asunto.

Al principio, Zoilina y Quena optaron por seguir como si tal cosa. Al fin y al cabo, ellas eran españolas, gallegas. Pero, por si acaso, y dando muestras de lo que habían espabilado con los años las dos chicas salidas de Las Carrás de Serdio, una noche Zoilina agarró todo lo que tenían de valor, dinero y joyas incluidas, y se fue a enterrarlo en un lugar donde nadie, ni sus novios, ni sus mejores amigos o los empleados más fieles, pudieran nunca encontrarlo.

Registraron nuestra casa una y mil veces. Yo dormía sobre la cama, con unos pantaloncitos cortos, una especie de picardías, dirían ahora aquí. Hacía tanto calor y bochorno que allí íbamos todos medio desnudos. Pues les daba igual, entraban a registrar a la hora que fuera. Pero no lograron quitarnos lo más importante. Yo había escondido el dinero. El dinero donde mejor se guarda es envuelto en papel de plomo, luego en papel de periódico, bien enrollado y luego, con un pomo de cristal para identificarlo, haces un hoyo en la tierra, en un sitio donde tengas claro que te vas a acordar de dónde está. Y así lo hice. También guardé una parte de las joyas que teníamos.

Si al principio optaron por hacerse las extranjeras, al comprobar que les habían expropiado todo, restaurantes y una huerta donde Quena sembraba para las monjitas —porque la tierra siempre fue una pasión de mi hermana, que le gustaba coser menos que a mí, pero bordaba como los ángeles—, el talante de las Gutiérrez Hoyos cambió radicalmente. La sangre brava de las mujeres de Las Carrás, esa que les llevó tantas veces a ponerse el mundo por montera sin medir las consecuencias, volvió a hervir en sus venas. Mantenían amigos en los dos bandos y estaban agradecidas a Raúl y a otros antiguos empleados, pero tenían que marcharse. Y si podían, ayudar a otros conocidos que no eran asesinos, sino personas que habían vivido bien con Batista o con todos los gobiernos de la isla, unos por trabajadores y otros por vividores.

Cuando triunfó la revolución, nosotros escondimos a unos amigos de mi tío Fidel. Eran buena gente y le habían prestado dinero al principio para poner los primeros restaurantes. También ayudamos a salir de la isla a un sirio que Castro había mandado fusilar el día 17 de julio. Creo que era el año 1959. A ese chico le habían caído dos penas de muerte. Era policía, pero yo nunca vi que fuera de los malos de Batista, de los corruptos y de los que hacían barbaridades. Aunque ya entonces yo no apostaba la cabeza por nadie. Solo por mí y por mi hermana. Pero nosotros teníamos amigos en todos los lados.

Entre esos amigos que tenían en todos los lados, Zoilina conocía a

un coronel constitucional, de los de la banda púrpura que, no sé por qué, después de la revolución siguió en el cargo y que era amigo mío. Nos ayudó a sacar de la isla al sirio. Ese coronel otro día me dijo que si me atrevía a presenciar unas ejecuciones. Yo, haciéndome la valiente, le dije que sí. Me llevó a La Cabaña para ver las ejecuciones. Por dentro, yo iba temblando, pero no tenía ni idea aún de lo que iba a ver allí.

Por aquellas fechas de 1959, Zoilina ya tenía treinta años y llevaba once en La Habana, allí donde abuela–madre Hilaria la había llevado para tan solo unos meses. En esa década larga, la moza de Serdio, la sastra de Las Carrás de manos primorosas, había visto de todo, había conocido a todo tipo de hombres y mujeres, había criado a Zoilita, había enterrado a abuela–madre Hilaria que la había dejado huérfana, había sabido del destino de su familia en su lejano Val de San Vicente, había bailado al son de los danzones de José María Romeu, se había convertido en fumadora de buen tabaco e incluso de puros, la gustaba el ron y el güisqui, los mojitos, el ruido de La Habana, las noches de la Vía Blanca, en donde estaba su Reloj Club y el restaurante El Caporal, y había soportado toda clase de bromas y piropos mientras regentaba El Canto.

Con ese historial, ¿cómo osaba aquel coronel, lleno aún de chatarras en su pecho, a retarla a ver si se atrevía a ir con él a La Cabana? Ella ya había corrido mucho como para espantarse de cualquier fusilamiento. Había visto refriegas y muertos a navajazos en la calle. ¿Qué se creía aquel tipo?

LA SANGRE PARA TRANSFUSIONES EN LA CABAÑA

Le dije que sí. Que claro que quería ir a La Cabaña. Entonces estaba al mando del Che Guevara. Así que un día, escondida bajo la chamarra del coronel, vestida con pantalones y tapándome el pelo con un gorro, me dirigí con él hacia el sitio. Jamás lo olvidaré. Bajo aquella chamarra, vi cómo sacaban a los presos, algunos a rastras, otros de pie, muy dignos. Les amarraban a un palo. Después, pasaba un médico al que yo conocía, y era un buen médico y buena persona. De verdad, yo le había dado de comer en alguno de nuestros negocios.

Tal y como estaban los presos, atados al palo, aquel médico les sacaba la sangre con una jeringa enorme para que sirviera luego para las transfusiones en los hospitales. Los presos se iban resbalando despacito, despacito, por el poste hasta quedar sentados sin sangre… Y luego…, luego les fusilaban. Algunos no quisieron que les taparan los ojos. Yo conocía al médico, pero aquello fue horrible. Escondida debajo de la chamarra de mi amigo el militar, salí llorando a lágrima viva, gritando, mientras él me cubría la cabeza y la boca para que no se oyeran mis gritos ni mis llantos… Nunca, nunca he podido olvidar aquello…

El 3 de enero de 1959, Ernesto Che Guevara, el Che, ocupó militarmente la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, a la entrada de la bahía de La Habana. Es la construcción militar más grande de todas las que construyó España en Latinoamérica durante la etapa colonial. Tiene forma de polígono y está compuesta por baluartes, fosos defensivos, cuarteles y almacenes.

En aquellos primeros días de la revolución castrista, el Che capturó y mandó fusilar a centenares de personas que no apoyaban la revolución. La oposición cubana asegura que fueron miles los cubanos que murieron de forma parecida a la que presenció Zoila Hoyos Gutiérrez escondida debajo de la chamarra de un coronel amigo suyo.

Más que llorar, yo solo quería gritar. No sé si los seguidores de Castro, los que le apoyaban desde fuera, sabían de aquellas burradas. También los había que preferían no saber. Yo conocía a Hemingway, estuve más de una vez en su casa de Cojimar y hacía años que me paraba a hablar con Gregorio Fuentes, el pescador que siempre le acompañaba cuando salían en el barco El Pilar.

Gregorio era también gallego, canario, no recuerdo de qué isla. Puede que Lanzarote [su memoria no falla, era de Lanzarote], y había conocido a Fidel y a madre–abuela Hilaria ya cuando estuvieron antes en la isla, en La Habana. Entonces todos los gallegos se conocían.

Gregorio Fuentes, capitán de Hemingway durante veintisiete años, había llegado a La Habana en 1903 con seis o siete años de edad, cuando ya los tíos de madre–abuela Hilaria estaban en la ciudad y donde llegó después la moza huyendo de los maldecires de los que finalmente serían sus suegros, Fulgencio y Gregoria.

Cuando Gregorio Fuentes conoció a «papá», como llamó siempre a Hemingway, había vuelto a encontrarse con Hilaria, de regreso a la isla acompañada de su nieta Zoilina. El viejo capitán de Hemingway, que pasó su vida de ciento un años con un puro y una gorra en la que se leía su nombre y «capitán», estaba acostumbrado a ver cómo los gallegos traían a sus familias a La Habana, crecían y cómo algunos se volvían a la madre patria. Otros, como él mismo, se quedaban asentados para siempre en los olores y los colores habaneros, excepto cuando volvió a Lanzarote para recoger a una parte de su familia, casarse con una prima y establecerse en La Habana.

Gregorio fue comunista desde el principio. No sé si Ernesto Hemingway, que estaba la mitad del día bien borracho, lo sabía o no. Supongo que le daba igual. Gregorio era amigo de Fidel. Yo creo que Hemingway conocía los excesos de la gente de Castro, los fusilamientos, pero hacía la vista gorda. Quizá le pasaba lo que nos pasó a todos al principio, que les recibimos con ilusión. Porque pese a tanto baile y tanto ron, había mucha pobreza, la mayoría de la gente era pobrísima, solo había grandes haciendas y la tierra era de unos pocos. Lo que pasa es que, no sé por qué, los pobres en La Habana eran alegres. Debe de ser aquel clima, que nos emborrachaba a todos un poco.

Después de lo que presenció en La Cabaña, Zoilina y Quena estuvieron de acuerdo en lo que defendía el tío Fidel, había que marcharse de la isla en la primera oportunidad. No era fácil. Estaban vigilados, eran sospechosos por los muchos amigos de Fidel Gutiérrez que fueron batisteros.

Ni siquiera durante los meses que Teresina y los niños estuvieron en La Habana con Zoilina y Quena, las hermanas dejaron de preparar la huida de la isla. Pero todo tenía que hacerse con mucho cuidado, sin prisas.

Teresina y sus dos hijos regresaron a Santander en septiembre de 1959.

Recuerdo a Tere embarcando con los dos niños. Llevaba los dientes nuevos, se había cortado el pelo, vestía lindísima. Me puse fatal al verla marchar con los niños, pero no podíamos embarcar con ellos hacía Miami en las condiciones en que lo íbamos a hacer. Ni siquiera pudimos sacarlos al mar una de aquellas tardes en las que fingíamos salir a pasear e ir de pesca, disimular. Eran muy pequeñitos.

Con todo, aquel día que Teresina embarcó de regreso a España, Zoilina y Quena se metieron en el barquito que ya preparaban para escapar y siguieron al mercante que salía del puerto de La Habana durante un buen rato.

Queríamos que los niños pensaran que ellos iban en el barco grande y nosotras detrás, en el pequeño. Todo con tal de que no lloraran, que pensaran que por la noche todos volveríamos a estar juntos. No pudo ser.

Con su prima y los niños camino de España, Zoilina remató los preparativos de la escapada. Como si de una especialista en fugas se tratara, fue elaborando un plan, ayudada por algunos amigos de confianza y con la aquiescencia de su tío Fidel. Quena apoyaba, pero el recuerdo de la prisión de las Oblatas, el miedo a ser capturadas durante la fuga y volverse a ver encerrada en una cárcel, agarrotaba su cuerpo y sus ideas.

Aunque habíamos logrado despistar a los castristas, que pensaban que aquel gallego ya no se quería marchar, sino buscar un par de maridos buenos a sus sobrinas, las cosas estaban muy mal y yo no hacía más que darle vueltas a un plan. Entonces fue cuando se mató Camilo Cienfuegos. Bueno, yo siempre pensé que a Camilo lo mataron Fidel y su hermano Raúl. Pero mantuvieron que había sido un accidente, que un avión americano le había ametrallado.

En octubre de 1959, Fidel Castro recibió una carta de Hubert Matos, el prestigioso comandante que había estado en la sierra y que era jefe militar de Camagüey. Matos envió a Fidel su renuncia, denunciando la penetración de comunistas que se estaba produciendo en el ejército apoyados por Raúl Castro. Fidel mandó a Camagüey a Camilo Cienfuegos para arrestar al hasta entonces fiel comandante.

Cienfuegos conocía a Matos, tenían amistad, y después de escucharle, volvió sin su detención. Esa es, al menos, una parte de la historia que se cuenta sobre este extraño episodio. A la vuelta de Camagüey, el avión del comandante Cienfuegos desapareció en el mar. Las versiones de los disidentes mantienen que fue el propio piloto de Castro quién derribó el avión del carismático comandante de la revolución, que había entrado en La Habana con Fidel el 1 de enero de 1959. Otros incluso aseguran que fue el mismo Raúl Castro quien lo mató tras aterrizar en La Habana. La teoría más extendida entre los castristas mantiene que un avión espía norteamericano abatió a Cienfuegos en el aire. Aún hoy, es un episodio sin aclarar.

El caso es que en La Habana, aunque la desaparición está datada en el 28 de octubre, la noticia no se hizo oficial hasta el día 30. Desde aquella fecha, cada 28 de octubre los niños cubanos arrojan flores al mar para conmemorar la muerte de Cienfuegos. Pero de aquella primera conmemoración por Camilo, Zoilina sacó partido. El día de la celebración, la moza de Serdio se vistió con sus mejores galas tras urdir detenidamente su plan.

Me vestí todo lo elegante que pude, porque siempre he tenido buena planta. Me arreglé con un traje que yo misma me había hecho. Estaba muy flaca y seguía teniendo buena figura. Me fui para Guanabo, en La Habana este, que es donde se tiraron más flores para conmemorar la muerte de Cienfuegos. Yo tenía entonces un amigo íntimo que tenía dos virtudes: una, que podía entrar en cualquier hospital a recoger medicinas y curas cuando quería, y otra, que tenía una máquina Kodak que me prestó ese día, para que yo hiciera fotos en la conmemoración de la muerte del comandante que hasta entonces había sido el amigo de Fidel. Cuando llegué a Guanabo tan peripuesta, fui la envidia de todas las milicianas de Fidel Castro. Allí estaba la Zoila Hoyos Gutiérrez, de Serdio, con las manos llenas de flores y con la Kodak. Hice todas las fotos que pude de la conmemoración y luego se las entregué a uno de los capitanes de la revolución que estaba allí. Me lo agradecieron muchísimo y quedaron convencidos de que ya estábamos integrados en el nuevo régimen.

Tras el acto de las flores por Cienfuegos, la vigilancia sobre la familia disminuyó y los militares de Castro concluyeron lo que Zoila quería que pensaran. Que ambas hermanas solo buscaban dos buenos oficiales revolucionarios con los que casarse. Pero la moza de Serdio no dejaba de trabajar. Durante un mes, día tras día,

salí al mar. A veces sola, a veces con alguien de mi familia, Quena, mi tío, o algún amigo. Cada vez que me iba a la playa, llevaba enrollada una falda blanca, de tela de lona. Me embarcaba y, en alta mar, me quitaba la tela de la falda, me quedaba con los pantaloncitos debajo e iba cosiendo, día tras día, los trozos de tela de la falda para preparar una vela. Mis manos primorosas para coser abrigos y bordar se habían quedado para coser una vela de lona bastorra. La ataríamos a la barca con la que nos echaríamos al mar.

LA ÚLTIMA COPA CON HEMINGWAY

Uno de esos días, cuando ya la vela de la barca estaba avanzada, fue la última vez que Zoilina utilizó su picardía con Hemingway y Gregorio.

A veces, a la vuelta, me paraba a charlar con ellos en la puerta de la casa. Ese día estábamos en casa de Ernesto, era como al mediodía y todavía no estaba muy borracho… Habíamos parado allí porque estábamos cambiando el motor de un Williams para la lancha motora y mi trabajo era que cuando pasara la Policía por la carretera yo les entretuviera un poco más arriba, diciéndoles que cambiábamos una rueda porque habíamos pinchado.

Para esa operación, nada mejor que pararme a hablar con Gregorio y el escritor, que se enteraba de poca cosa. Aunque otras veces me había dado la lata, preguntándome por la Guerra Civil, y me contaba que él había estado años en España, pero Santander no lo conocía nada bien. Nunca le dije que tenía un primo en el monte.

Me paré a charlar con ellos porque vi un carro sospechoso. Al pescador y al escritor yo les preguntaba siempre al llegar si me podía sentar un rato. Gregorio me ofrecía café o té, a lo que yo respondía que no, que mejor una copa de güisqui y un cigarro, porque yo ya sabía de qué iba aquello y nos daba más para hablar…

Zoilina supone que aquella era la casa de los libros de la que hablan las biografías del escritor, la famosa vivienda que el norteamericano se había comprado a las afueras de La Habana, en el pequeño puerto pesquero de San Vicente de Paula. Se trataba de una hermosa finca llamada La Vigía, con cuatro plantas, cancha de tenis e incluso piscina. Nunca entró a conocer la casa completa, repleta de los trofeos de caza de Hemingway. A veces charlaba con ellos al pie de El Pilar, el barco en que el escritor salía a pescar y que Gregorio siempre tenía preparado para zarpar.

El otro barco, el que llevaría a Zoilina y a Quena a escapar por segunda vez de otro país, era mucho más modesto, pero tenían ya todo preparado para fugarse a Miami. Se llamaba Audaz II, pero las hermanas Gutiérrez y su tío le pusieron El Aguacate, porque no cabían más de tres personas en él. Cuando ya las cosas estaban listas, tras varias semanas saliendo al atardecer un par de miembros de la familia, simulando que iban a pescar y parando después a merendar algún pescadito en los cayos de alrededor, un amigo apareció con una brújula bastante mala que llevaba colgada al cuello como si se tratara de una medalla. Ya estaba todo listo, pensaron.

Por fin, un tarde de noviembre, sobre las cuatro, se metieron en El Aguacate. Iban el tío Fidel, ya bien mayor, a quien le daba horror el mar y no sabía nadar, Quena, Zoilina y la niña Zoilita,

que hablaba perfecto inglés, porque le habíamos pagado el colegio de Lasalle. Su madre, la querida de mi tío, estaba en México desde hacía tiempo y pensábamos que mi tío la enviaría a reunirse con ella.

En principio, la idea era que la travesía no durara más de una hora o dos, algo más de lo que tardaban en la lancha La Guapa, una motora que cubría el trayecto entre La Habana y Miami en poco más de hora y media. Pero lo que iba a ser un trayecto de tres horas se convirtió en una aventura de dos noches y un día.

Todo lo que teníamos en el barco era agua efervescente, porque el tipo del restaurante nos la cambió, además de una cazuela de enchiladas que me preparó una amiga. Cuando fuimos a abrirla estaba llena de cucarachas, porque la barquita era un nido de cucas. Yo no lo sabía y con el asco que me daban tuve que tirar la cazuela con las cucarachas al agua. Nos quedaba una lata de atún, que abrimos como pudimos, y una cazuela de aguardiente añejo. Fue todo lo que tomamos durante dos días y una noche. Fue un viaje en el que no nos comieron los delfines, porque son muy buenos. Tero los tiburones estuvieron a punto de comerme hasta la cazuela.

Seis décadas después, aunque está sentada en su casa de Benidorm, apoya las dos manos primorosas sobre el bastón que tiene entre las rodillas, y allí, sobre sus nudillos y sus uñas pintadas oculta su cara llena de risa, porque su tío Fidel, el «muy cuco», no quería llegar a Miami con los pantalones sucios por aquella barquita asquerosa y se había preparado el atuendo.

Había cogido los mejores calzones que tenía y los había metido, muy dobladitos, en una caja de galletas sobre la que se sentaba. Cuando por fin avistaron uno de los cayos —luego resultaría ser Cayo Hueso— y vieron una fragata que enfilaba hacía ellos, convencidos de que los castristas les habían descubierto, Fidel Gutiérrez solo pensaba en salvar sus pantalones nuevos y la caja de galletas que se había puesto debajo de su trocito de asiento en El Aguacate.

Muertas de sed y de hambre, manejando yo la vela y el ancla, que para eso me había entrenado también, después de estar perdidos y, por suerte, con huracanes de baja intensidad, me turnaba con mi hermana y nos agarrábamos al mástil y al timón. Hubo un momento de la madrugada en que nos atamos.

Por fin, al atardecer del segundo día llegamos a un cayo que está por encima de Cayo Hueso, el que está después del Puente de las Siete Millas. Yo estaba segura de que aquello era otra vez La Habana y venga a porfiar con mi tío. Total, que como nos sentíamos capturados, icé la bandera cubana bien arriba. En ello estaba cuando de pronto oigo a Quena diciéndome que venían los soldados. Zoilita niña veía entonces en la televisión una serie en la que el comandante vestía igual que aquellos tipos que se acercaban, de azul marino. Bueno, le dije a mi tío, ya los tenemos ahí. Venían hacía nosotros en una lancha veloz.

«¡A vestirse tocan!», dijimos las chicas. Pero mi tío no estaba dispuesto a sacar los pantalones nuevos para volver a La Habana y dijo: «¡Qué se vista quien tenga pantalones!». Ni siquiera allí perdíamos el humor. Yo también había perdido uno de mis zapatos de tenis, y mientras la lancha se acercaba, con nosotros medio desnudos y buscando lo que nos faltaba en El Aguacate, hacíamos chistes pensando en lo que les íbamos a contar: que nos habíamos perdido al salir a pescar.

Resultó que aquellos tipos vestidos de azul que iban en una lancha tan veloz, que les abordaron en El Aguacate y a los que Zoilina primero habló en castellano y luego, asombrada, preguntó que por qué hablaban en inglés, eran los patrulleros de la Marina de Estados Unidos. Estaban en uno de los cayos históricos de Florida, en el extremo de Miami, en Cayo Hueso, para los norteamericanos conocido como Key West, y a poca distancia del puente de las Siete Millas, un lugar de atardeceres paradisíacos y donde durante décadas han seguido llegando balseros escapados de La Habana, mientras otros muchos se han dejado la vida en manos de los huracanes, de los tiburones o de las lanchas patrulleras de uno y otro país.

Pero aquella tarde, el inglés de la niña Zoilita salvó la situación. Tardó unos minutos muy largos en explicarles su aventura, cómo habían escapado de La Habana, y los nombres de su papá y de sus tías.

Al final, uno de ellos, al oír el nombre de mi tío Fidel y ver los documentos, terminó haciendo la gracia de «¡Por fin capturamos a Fidel!».

Así empezó la nueva vida de Zoila y Requena Hoyos Gutiérrez. Habían pasado más de doce años desde que un día la muchacha de diecinueve embarcara rumbo a La Habana en un mercante de nombre Magallanes, con abuela–madre Hilaria, huyendo de la España gris, de los guardias civiles, de los maquis, de las lenguas voraces y asfixiantes de las pequeñas aldeas de un hermoso valle, el Val de San Vicente, situado en la marina del Cantábrico.

Ahora habían huido de una revolución de jóvenes barbudos, románticos, que tenían encandilados al mundo y eran la esperanza de toda la izquierda y las revoluciones sociales de los humildes a lo largo del planeta.

Establecidas en Miami, con el dinero y las joyas envueltas en papel de plomo que habían logrado sacar, las hermanas Gutiérrez comenzaron una nueva vida. Pronto se fue a vivir con ellas, también llegado desde España, Fidel Ernesto, el primo hermano de Zoilina y Quena, que tras la muerte de su hermano Paco quedó totalmente desestabilizado.

Como había ocurrido con Teresina, Julia, su madre, fue incapaz de mantener a su lado a Fidel. Sabía que su hijo menor jamás habría ayudado a entregar al hermano para que le mataran, pero las dudas sobre una negociación en la que tanto su yerno San Miguel como su hijo habían sido engañados por la Policía y la Guardia Civil, la corroían. Además, no la habían hecho partícipe, ni a ella ni a Paco, de los planes exactos. A Fidel y a San Miguel les habían mentido, y ellos, a su vez, habían engañado a Paco y a Julia.

La madre de los Bedoya se desgarraba por dentro. Su alma era un infierno entre el dolor por el hijo muerto y la traición involuntaria que habían llevado a cabo sus otros dos hijos, Fidel y Teresina, para con el hermano mayor.

Por eso, Fidel Ernesto también llegó a Miami huyendo del ambiente en Santander, del dolor insoportable de su madre, de sus miradas aviesas de vez en cuando. Y para colmo, encontrar trabajo en la provincia con sus antecedentes y su apellido era tarea imposible.

Tras pasar un tiempo con sus primas hermanas, Fidel se marchó a Chicago. Y poco después, para allá se fue también Zoilina, a cuidar del deteriorado Fidel y a seguir trabajando y cosiendo. Pero en ese viaje ya no la acompañó Quena.

En Chicago, las manos primorosas para la costura de la hija de Zoila y la nieta de Hilaria, por fin le sirvieron para coser a lo grande, las mejores sedas, los mejores tules y gasas, los más exquisitos paños ingleses para la también más exquisita sociedad de Miami y de Chicago. Porque Zoilina pasó a ser Zoila a secas, y su boutique se convirtió en una de las más exclusivas de la ciudad, solo apta para ricos y estrellas.